Desde hace una hora, el minibús nos sacude de grietas a baches, por carreteras destrozadas que zigzaguean a través de la nada. Unas colinas peladas, cementerios de coches, aldeas de piedra y planchas onduladas, sembradas cada veinte metros de gigantescos montículos que impiden la velocidad y nos revuelven el estómago. El padre Abrigón, que comenta con entusiasmo el menor detalle del paseo digestivo, nos revela que los llaman topes. Cuando le pregunto por qué son tan numerosos, me contesta que el suelo está muy seco: en cuanto hay un asesinato, en lugar de enterrar el cuerpo, lo tienden atravesado en la calzada y vierten por encima un montón de asfalto, que protegerá la vida de los niños de la aldea contra la velocidad de los malos conductores. Soy la única que sonríe. O mis colegas no tienen sentido del humor o conocen el país mejor que yo.

Me hubiera gustado aprovechar el trayecto para intercambiar algunas informaciones con los distintos expertos, pero el alemán hace que el minibús se detenga cada cuarto de hora y mantiene, el resto del tiempo, los dientes apretados, concentrado en su problema intestinal, la historiadora corrige un manuscrito, el ruso borracho de cerveza Corona ronca en el asiento del fondo y Kevin Williams habla en voz baja por su teléfono móvil, informando por vigésima vez a una tal Wendy de que no la oye y no es el momento de volver a hablar del acuario.

—¡Y éste es el paraje de Calixtlahuaca! —trompetea orgullosamente el padre Abrigón.

Resulta evidente que no sabe qué hacer con nosotros mientras no estemos al completo para iniciar el peritaje, de modo que nos pasea. Detiene el minibús ante una estación de servicio abandonada, caminamos diez minutos bajo un sol plúmbeo por un camino de piedras que nos tuerce los tobillos, hasta un montón de ruinas reconstruidas con cemento armado, que él bautiza generosamente como pirámide. Un mocoso en traje de baño y con una gorra verde oscura corre hacia nosotros con un talonario de boletos para hacernos pagar el derecho a dar una vuelta. Lo aprovecho para acercarme al alemán, que, con el rostro dolorido, se mete la mano bajo la camisa a la espera de un nuevo retortijón. Tras haberle ofrecido mis comprimidos para darle confianza, le pregunto si ha observado ya la tilma. Con entrecortadas palabras, que se adaptan al ritmo de sus contracciones, el ingeniero químico responde que ha trabajado sobre muestras y fotos con luz infrarroja y que su veredicto es indiscutible: la imagen impregna directamente la túnica, sin apresto alguno, lo que hace inexplicable su visibilidad e imposible su conservación: no se distingue al microscopio pincelada alguna, no aparece el menor rasguño. En resumen, el tejido de pita se ha comportado como una película fotográfica en la que la Virgen se hubiera plasmado en el anverso y el reverso.

—¿Y los colorantes?

—No son de origen mineral, ni vegetal, ni animal, ni humano. Usted misma.

—¿Dios?

—O los extraterrestres. Ya en tiempo de los aztecas, México era un lugar especialmente sobrevolado por los ovnis; sus testimonios se encuentran en todos los santuarios del antiguo culto.

Me vuelvo hacia la historiadora, que asiente con gravedad. Conteniendo mi irritación, les pregunto si creen sinceramente en estas bobadas.

—Somos científicos —protesta el especialista en fibras—. No creemos: estudiamos, comprobamos y relatamos. El hecho de que no exista capa preparatoria subyacente a la imagen no basta para probar que sea de origen sobrenatural, es cierto. Pero si la hubiera, demostraría que se trata de una obra humana. ¿De acuerdo?

No sé qué responderle. Se excusa y nos abandona buscando un bosquecillo.

—No intente influenciarnos, señorita —me suelta con sequedad la gorda del traje sastre—. He consagrado veinte años de mi vida al estudio histórico de la tilma, el profesor Wolfburg prosiguió y confirmó los análisis efectuados en 1936 por el premio Nobel Richard Kuhn sobre los pigmentos del tejido, también él es nobelizable, nuestro amigo Traskine es la referencia mundial en materia de agujeros negros y Kevin Williams es el experto oficial de la Nasa para el tratamiento numérico de las imágenes enviadas por la sonda Pathfinder, No deje que sus prejuicios cieguen su competencia, éste es el consejo que le doy.

—Pero tal vez tengamos la nariz demasiado cerca, Leticia —interviene Kevin Williams con conmovedora torpeza—. Me encantaría oír la opinión de la doctora Krentz.

Contemplo su piel clara, bastante enrojecida en la frente y la punta de la nariz. Mi opinión consistiría en el inmediato empleo de un filtro solar, pero me trago el impulso curiosamente maternal que me inspira ese otro asunto, desplazado entre los perentorios. Interesándose por el menor cactus, por la más ínfima perspectiva en las colinas que emergen de la contaminada bruma, fotografiando el bloque piramidal por todas sus costuras, parece un boy-scout ansioso, preparando el informe que hará de nuestra excursión.

—Espero haber examinado la imagen antes de pronunciarme —le digo con más frialdad de la que hubiese querido—. Yo no soy una convencida de antemano, ni en un sentido ni en el otro.

—¿Quiere usted que le enseñe mis ampliaciones de la córnea? —propone de pronto con la brutal audacia de los grandes tímidos—. Las tengo en mi maleta, en el hotel.

Le contemplo con ternura. Nunca un hombre ha recurrido a un pretexto tan expeditivo para llevarme a su habitación.

—Era sólo para preparar el peritaje —se defiende rápidamente adivinando mi pensamiento—. Incluso a un ojo profesional le cuesta distinguir los personajes, la primera vez. No olvide que son trece y ocupan la superficie de una córnea inferior a ocho milímetros.

—Me encantará —le digo con conquistada sonrisa, para que enrojezca del todo entre sus quemaduras de sol.

—¡Ah, son las cinco! —observa el padre Abrigón dándose una palmada en la nuca—. Regresemos, pronto.

Los otros le siguen los pasos de inmediato por el sendero, y yo les alcanzo a la carrera, bajo las picaduras.

—Póngase eso —me dice tendiéndome un brazalete de plástico amarillo con una bolsita hermética, mientras el profesor Wolfburg sale de su bosquecillo maldiciendo—. Es un repelente contra la citronela, tiene que llevarlo todas las tardes a partir de las cinco. Los mosquitos, ellos sí, son puntuales.

Trepamos al minibús, interrumpiendo la siesta del astrofísico que levanta un párpado mientras el cura nos vaporiza con un insecticida, prohibiéndonos respirar. El ruso vuelve a dormirse, el chófer baja el volumen de la música, arranca y volvemos a sacudirnos en dirección contraria.

Tras uno o dos kilómetros, los zumbidos se debilitan y el sonido de las palmadas se espacia. Nuestro guía, de pie en la parte delantera del minibús, con los ojos clavados en el horizonte y la mano diestra en el salpicadero, como un capitán en su pasarela, telefonea en español con un gran teléfono móvil, ya obsoleto, conectado al encendedor. Corta la comunicación, con aire contrariado, sacude el aparato como si fuera un cartón de zumo de naranja, y marca otro número. Tres frases más adelante, se vuelve de pronto hacia mí, cierra los ojos crispando los puños, luego me sonríe, desconecta el teléfono, enrolla el cordón y lo guarda todo en los grandes bolsillos de su pantalón campestre.

Le veo recorriendo el pasillo central, tambaleándose por los baches. Se deja caer a mi lado, me señala una aldea desierta, parecida a la precedente, y me dice que ambas se disputan el honor de haber visto nacer a Juan Diego.

—No están seguros de nada, vamos.

—Sí —protesta él, blandamente—; el catastro ha cambiado. La casa natal cabalga entre los dos municipios.

Le siento preocupado; está claro que quiere decirme algo más.

—¿Algún problema?

—He telefoneado a su hotel para saber si el doctor Berlemont había llegado.

—¿Y?

—Me han dicho que no… Pero me han informado de que había tenido usted visita.

—¿Visita?

—¿No se ha llevado consigo la llave?

—Pesa una tonelada. ¿Por qué?

—Nunca hay que dejar la llave en la recepción —me riñe—. La camarera del piso ha encontrado a un hombre registrando su habitación. Pero, bueno, no hay motivo para alarmarse: es frecuente. Afortunadamente —añade señalando la maleta que está a mis pies—, había cogido usted el material. ¿Desde el punto de vista del dinero y de los objetos de valor…?

Le tranquilizo: llevo encima mis papeles y mis tarjetas de crédito. He venido sin ordenador y mi maleta sólo contiene ropa interior.

—La delincuencia es un verdadero problema aquí —suspira casi maquinalmente, con la cabeza en otra parte.

—¿Y la policía no hace nada?

—Sí, atracos, en su día libre.

—¿Le preocupa algo más?

Inclina la cabeza palmeando su rodilla, con la mirada en el suelo.

—Sí. Monseñor Ruiz, el rector de la basílica, acorta su estancia. Estaba en el congreso episcopal de Caracas, ignoro lo que le habrán hecho pero regresa mañana.

—¿Y no podemos prescindir del doctor Berlemont?

—Ni hablar: es el único investigador laico investido por la Comisión Canónica para el Seguimiento de los Milagros. Y es el médico personal del cardenal Solendate. ¿Qué vamos a hacer?

Abre los brazos, incapaz de resolver su dilema. Cuando llegamos al hotel, deja que los expertos bajen recordándoles que el minibús les aguarda, en cuanto estén listos, para la conferencia de prensa seguida de las recepciones oficiales, me retiene cuando voy a seguirles.

—Nosotros iremos a su cita.

—¿Al Instituto de Cultura?

Asiente, indica al chófer que vuelva a arrancar. Formulo el deseo de subir un instante a mi habitación, para comprobar mis cosas. Mueve la cabeza:

—Después. Está a tres manzanas de aquí, pero se circula mal y prefiero que lleguemos con antelación.

—¿Ah, sí?

Sin atender a mi ironía, indica la dirección mientras regreso a mi asiento. Luego viene hacia mí y permanece de pie, apoyado en el respaldo de enfrente, con los brazos cruzados. Su mirada fija despierta el malestar que sentí ayer, ante el supuesto funcionario del Patrimonio. Tras unos instantes de reflexión, dice:

—Según el modo como vaya la entrevista, presentaremos o no denuncia por robo en su habitación.

El tono que emplea me hace levantar la cabeza.

—¿Cree usted que ambas cosas están relacionadas?

—Tal vez.

—¿Y que corro peligro?

—Voy a ser franco con usted, Nathalie. Su papel en el peritaje es, ¿cómo decirlo?, puramente formal. Nadie piensa seriamente aquí que pueda usted cuestionar la canonización de Juan Diego.

—Concédame al menos el beneficio de la duda.

—Lo decía para tranquilizarla. Me cuesta imaginar a un católico, incluso a un extremista, intentando algo contra usted para intimidarla o impedirle llevar a cabo su examen. En cambio, del lado de los enemigos de la Iglesia, y son todavía muchos en las altas esferas del Estado, es muy posible que un exaltado, diestramente manipulado, la tome con usted, para que acusen a los fanáticos religiosos de haber querido reducir al silencio a un enviado del diablo.

Aprieto los dedos en el brazo metálico del asiento, le observo para intentar evaluar su grado de seriedad.

—No olvide que estamos en período electoral. El Partido Revolucionario Institucional está dispuesto a todo para mantenerse en el poder.

—¿Y convertirme en una mártir les supondría votos?

—No creo que la cosa llegue a tanto y haré lo que esté en mi mano para que la dejen en paz. Hace diez años, cuando vino el papa para la beatificación, la tomaron con el pobre Guido Ponzo, durante su conferencia sobre los pigmentos desconocidos del manto de la Virgen, que eran según él una mezcla de óxido de cobre y metileno.

—¿Y qué?

—Le pintaron de azul con su mixtura.

Para conjurar un ataque de angustia, replico que realmente su don Diego se les ha subido a la cabeza.

—Juan Diego —corrige con suavidad—. Don Diego es el Zorro. Advierta que el lapsus no está desprovisto de sentido… No puede imaginar lo que nuestro futuro santo representa aquí para los más pobres, los indios, los niños de la calle, los abandonados… Y para mí, puesto que ocupa mis pensamientos desde hace treinta y cinco años; quisiera encontrar las palabras para poder compartir lo que siento. Emana de él tanta dulzura, tanta atención… Tantas expectativas, también. En México están produciéndose grandes trastornos. Un cambio político como no lo ha habido desde hace setenta años. Una abertura al mundo, el final de este letargo corrupto, de esta pasividad crónica por la que tanto hemos sufrido. Y Dieguito simboliza todo eso. En el momento en que los odios raciales vuelven a asomar la nariz intentando encerrarnos en nuestra Edad Media, necesitamos más que nunca a nuestro pequeño indio, ver cómo se santifican los valores que encarna. La humildad, la dignidad, el valor de enfrentarse con la hostilidad de los incrédulos y la ceguera de los creyentes, la fuerza para superar los propios límites al servicio de una buena causa…

Escucho, conmovida por su sinceridad, su discurso tan fraterno y tan poco religioso.

—Usted misma, Nathalie, cuando batalla contra las fuerzas de la Iglesia para proteger a una muchacha de las consecuencias de su curación (leí el expediente que me envió monseñor Fabiani, el relato de sus enfrentamientos, en Lourdes, con la Comisión de milagros) actúa en nombre de Dios, aunque crea lo contrario.

—Depende de lo que usted llame Dios.

—¿Y usted?

—Yo no lo llamo.

—¿Cree usted en el azar, el caos, la inexistencia del alma, en la muerte y punto final?

—Pienso, y digo pienso, que las bacterias crearon la vida en la Tierra, inventando la síntesis de la clorofila y el reciclaje del calcio. En los orígenes era rechazado como desecho por las células. Sin estructura ósea, no se habría producido el desarrollo psíquico.

—Hay pues un pensamiento creador en el origen del mundo. Que lo llamemos Espíritu Santo o bacterias no me molesta.

—Ni a mí tampoco, salvo cuando se convierte en un principio moral, en una fuente de conflictos. ¿Cuál es el interés de las religiones, desde el punto de vista de la evolución? Proporcionar un código de conducta, bases de reflexión, un mensaje de esperanza y consejos de higiene. Lo demás es abuso de poder.

Inclina la cabeza con un profundo suspiro. Le pregunto si le be escandalizado. Con tristeza, mira fijamente los motivos de plástico del respaldo que está ante él y luego responde:

—Parezco un vividor, pequeña mía, pero estoy tan a menudo cansado de los hombres, de esta tierra sin amor… La Iglesia me ha decepcionado mucho. Las posiciones de este papa viajante de comercio, que inflama los corazones para apagarlos luego con sus discursos retrógrados… No le pedimos que cambie de opinión sobre el preservativo y el control de la natalidad, puesto que es sólo la voz del dogma, pero ¡que se calle al menos! ¡Que hable de otra cosa! Si supiera cómo se lo reprocho a los intrigantes que le pasean por todos los rincones del mundo para gobernar tranquilamente el Vaticano… A los Solendate y sus secuaces, a todos esos príncipes de la Iglesia que sólo ven su púrpura y su ascenso personal a la sombra de la cruz… Sólo el cardenal Fabiani, para mí, se sale del lote. Intentó poner algo de moral, algo de limpieza en ese establecimiento bancario en el que se ha convertido la Ciudad del Vaticano, y todavía está pagándolo. Hacerle aceptar el cargo de abogado del diablo, a su edad, con su rango y sus problemas de artrosis… Es una vergüenza. Si lo hubiera visto, el mes pasado, recorriendo los barrios viejos de México con sus bermudas fluorescentes y su camiseta de Mickey… La policía le echó mano en cuanto llegó, por su sotana y su esclavina roja. Tuve que pagar la multa, lo saqué de la cárcel tapándolo con un poncho y, luego, lo llevé a comprar ropa de civil en El Nuevo Mundo, los grandes almacenes que están frente a su hotel. Dada la talla del pobre hombre, tuve que llevarle al departamento de niños.

Chasquea la lengua viendo el asombro en mi mirada. El retrato que traza se adecua muy poco a la impresión que guardo del viejo astuto y alambicado que cubría con su esclavina mi poltrona.

—¿Sigue siendo escéptica? Hay más humanidad en el honor que muestra despreciando las afrentas que en todos los discursos lenificantes que monseñor Solendate pone en boca del papa.

—Muy anticlerical me parece usted, padre.

—Soy cristiano, eso es todo, y reprocho al Vaticano que coloque los valores enseñados por Jesús tras los intereses bancarios, políticos y mafiosos.

—¿Y el deber de silencio?

—Es para los militares. Nosotros tenemos el secreto de confesión, ¡y eso basta! Por no hablar del celibato… A mí me conviene, pero tendría que ser una opción libre, como entre los ortodoxos, ¡no una obligación contractual! ¿Dónde dijo Jesús que los sacerdotes tenían que permanecer solteros? ¿Cómo quiere que se predique y se distribuya el amor cuando uno mismo padece la represión? La Iglesia católica se suicida, Nathalie, y diríase que lo hace adrede. Utilizando las palabras del cardenal Fabiani, hoy los mercaderes poseen el templo e intentan expulsar de él a los últimos creyentes verdaderos, que les impiden consagrarse plenamente a sus manejos.

La obstinada rabia que se ha apoderado de él me lo hace terriblemente simpático. Esos inesperados gritos en ese gran gigante blando, con su pequeño polo amarillo, esa arenga para mí sola, en pleno atasco, ese sermón herético en la improvisada nave de un minibús me complacen por completo. Me gusta esta luz de rebeldía y de lucidez mezcladas, ese modo de creer rechazando. Me pregunto qué habría cambiado en mí la elección de un Dios, sí no me hubiera visto sacudida entre dos religiones, si no lo hubiera tirado todo en mi adolescencia, los curas de papá y los rabinos de mamá, para viajar ligera.

—Perdón, la aburro con mis rencores, pequeña. Pero me siento cómodo con usted. Los científicos me han devuelto el gozo de amar a mi prójimo, que había perdido tratando demasiado con la gente de Iglesia. Soy sólo un cura de despacho, ¿sabe usted?; no comprendo todos sus descubrimientos ni su lenguaje técnico, pero a su lado me siento un poco de la familia. Me hablan ustedes de sus estrellas, de sus pigmentos, de sus cristalinos como si yo poseyera el secreto de sus conocimientos, me comunican sus pasiones, me cuentan la vida de mis antepasados como si yo estuviera allí… Les escucho, me maravillo, intento seguirles y tomar un poco de su inteligencia. Incluso los iluminados como el tal Guido Ponzo, con sus confusas y partidistas teorías, me gustan; están buscando una verdad, aunque se equivoquen. Son tan raros los buscadores de la verdad… Les añoro.

Deja que se haga el silencio mientras el motor del minibús se cala en el semáforo y vuelve a arrancar. Le interrogo con la mirada.

—Seamos lúcidos, Nathalie; en cuanto el papa haya pronunciado la canonización, los científicos carecerán de razón de ser. Monseñor Ruiz les cerrará las puertas de la basílica: ya sólo habrá peregrinos y vendedores de recuerdos, alrededor de mi querida tilma. E incluso, tal vez, mi pobre Centro de Estudios sea cerrado, para ahorrar. Molesto a todos mis rectores, lo sé. El anterior me trataba de ingenuo idólatra con mi reliquia, el actual me acusa de poner en peligro su Santa Imagen con sus instrumentos… Voy a sentirme muy solo, pequeña… Pero no importa: lo importante es que Juan Diego irradie en todo el planeta.

El chófer se detiene en doble fila, ante una residencia moderna con flores en los balcones. El padre Abrigón frunce el ceño, agachándose para comprobar el número; baja del minibús. Me reúno con él en una acera sucia, impregnada de olor a pescado. Se frota la garganta, se acerca a la placa de interfonos. Eso no parece un edificio oficial, ni siquiera un inmueble de oficinas. La tapadera ideal para una madriguera de espías. Pero, al lado del coloso de la cruz de plata, con unas manos como remos, su lúcida amargura y sus cóleras de muchacho, no tengo miedo de nada.

Abrigón busca el número marcado en la tarjeta de visita, pulsa un botón del interfono. La puerta acristalada se abre con un zumbido. Entra en primer lugar, echa una mirada vigilante a un trivial vestíbulo, con plantas de plástico y buzones. Una etiqueta escrita a mano, recién pegada según parece, sobre una placa grabada, indica: Roberto Cárdenas - P. 3 i.

Mi guardaespaldas cruza el vestíbulo a grandes zancadas, llama el ascensor, me señala la cabina con un dedo en la boca, luego sube las escaleras de cuatro en cuatro. Cuando llego al rellano del tercero, él está adosado al muro, con la mirada al acecho y me indica por signos que todo va bien. De puntillas, se dirige a la puerta de la izquierda, pega a ella el oído unos instantes, me invita a reunirme con él antes de pulsar el botón.

Resuena un timbre agudo. Un ruido de silla, una breve tos, unos pasos en el parqué. Suena una música, un solo de saxo. Luego la puerta se abre ante mi funcionario de Cultura. Vistiendo un quimono, en una luz rojiza, luce una sonrisa que se petrifica y se contrae al descubrir a mi acompañante. Sus ojos parpadean, van de mi persona al padre Abrigón, se fijan en la cruz que cuelga en medio del polo amarillo. Tras él, junto el equipo de música, una botella de champán en una cubitera, y dos copas flauta enmarcando una fuente de canapés. La incredulidad que se pinta en su rostro se transforma en furor cuando el cura le dice amablemente «Buenas tardes». Nos cierra en las narices la puerta de su estudio. Con una perfecta elegancia y chiribitas en los ojos, el padre Abrigón se inclina hacia mí y me dice, con su voz grave:

—Sin querer faltarle, hija mía, pero creo que la tomó por una puta.

Y suelta una carcajada propinándome un empujón que me lleva hacia el ascensor.

Procuro compartir su hilaridad hasta el minibús, por gratitud y dignidad, luego una verdadera decepción toma el relevo. Me siento horriblemente ofendida. No por haber sido confundida con una ramera, lo que es más bien halagador, sino por haber montado todo ese circo a partir de la nada, por no haber dudado ni un solo instante que mi llegada a México ponía en peligro los superiores intereses de la nación. Es mucho más gratificante imaginar que te amenazan a causa de tu competencia. Detesto caer en este tipo de trampa, haberme dejado engañar por una situación tan trivial en un país de machos. Sobre todo cuando el testigo se divierte con indulgencia y compasión, me supone herida en mi pudor cuando me siento, sencillamente, frustrada por el peligro en el que creí. Me sentía un blanco en potencia; era apenas un buen polvo.

—Cinco minutos para prepararse —suelta en la escalinata del hotel— y pondremos rumbo a los ágapes municipales. Vestido de noche, si lo tiene.

Estando como estoy, respondo que ya veremos lo que me han dejado los cacos. Tragándose la alegría, me aconseja que registre bien mi habitación: tal vez «ellos» hayan puesto un micrófono. Hago una mueca, como una sonrisa contrita, y cruzo el mórbido vestíbulo donde los demás están ya en pie de guerra, en la zona de la moqueta, con pantalones de cuero negro y camisa bordada el astrofísico; un traje morcilla blanca, la historiadora; y cinturón de cuero sobre chaqueta de lino, estilo colonial bávaro, el ingeniero químico. Kevin Williams va de esmoquin. Me interroga con un movimiento de ceja. Le respondo con una mueca que todo va bien y siento su mirada en mi espalda mientras aprieto el paso hacia uno de los ascensores de forjadas volutas.

El excombatiente adosado a la reja, con su uniforme de botones, niega con la cabeza y me indica el montacargas al fondo del pasillo en obras. Al parecer, sólo se tiene una vez derecho a la cabina de lujo, cuando se llega con el equipaje. O tal vez haya horas de apertura. O sea una huelga. Salto sobre los cascotes hasta la puerta de metal gris. Es increíble qué pronto la resignación se vuelve natural en este país. Se sangra por la nariz, los intestinos se trastornan, los policías te atracan, los camioneros te rematan, los científicos homologan los milagros, nada funciona salvo lo paranormal y, para las reclamaciones, les rogamos que se dirijan a Juan Diego.

La puerta del montacargas se cierra ante el perfil de Kevin, que ha desviado rápidamente la mirada. Me gusta, pero no sé en absoluto si me interesa. De momento, me conmueve. Perdí tanto la costumbre de los hombres a fuerza de mirar sólo a uno y, además, hacia atrás… ¿Qué ha ocurrido de nuevo, en mi vida, desde que estoy catalogada como «disponible»? Acepté una cena, cierta noche, con mi neumólogo. Y la mitad de un fin de semana con un estomatólogo, para no quedarme con una mala impresión. He llegado incluso a escalar una montaña con un abogado que conocí en mi club de fitness. Me niego a creer que todos los hombres se parezcan, salvo Franck Manneville, que sólo piensen en joder y que no les guste hacer el amor, que la novedad les excite pero que sólo les colme lo monótono, y que la parte infantil que creí descubrir en ellos fuera sólo una idea fija de adulto inmaduro. Pero por mucho que luche contra este tipo de prejuicios, la experiencia me confirma, todas las veces, cómo me equivoco siendo tan poco sectaria.

Dicho esto, el malentendido del funcionario del Instituto de Cultura me ha dejado una vaga excitación, no tan desagradable como todo eso. ¿Desde cuándo no he jugado? Jugado a ser una mujer, a seducir, a gustar… No es que el húmedo calor de este país afecte mis sentidos, sino más bien este licuante ambiente de sobrenatural admitido, este modo de considerar una ventaja adquirida la gracia divina, que despierta mi apetito de pulsiones concretas, deseos de maniobras de aproximación, deseos de una mano en la mía y un peso sobre mi cuerpo…

Intento ahogar el calor bajo el hilillo marrón que gime en la cañería de la ducha, luego me aclaro con el agua mineral helada que me proporciona el minibar. En bata; pongo sobre la colcha las seis posibilidades de ropa interior. El caco sólo se ha llevado el frasco de Guerlain tomado de las reservas de mi madre. Veo en ello una ocasión, si no un signo. Una ocasión para no ocultarme ya tras un perfume respetable. Para dejar que mi olor natural encuentre su camino, coincida eventualmente con las feromonas de un macho. Elijo el sujetador elástico, de color malva, y su tanga aerodinámico; comprados en el duty free de Tokio, tras un congreso de oftalmología, sonrío al reflejo y lo maquillo en el espejo resquebrajado. Siento cierta vergüenza, así, pero me disgusto menos. Y además no tendrá consecuencias: Kevin Williams es, sin duda, fiel, asexuado, inaccesible. Tengo pleno derecho a calentarme por nada, a permitirme una pequeña fantasía de direccción única, a ventilarme la cabeza de esas historias de curas.

Renunciando a la combinación que me protegería de los efectos de contraluz, me pongo directamente el vestido largo de gasa negra que llevo siempre de viaje, sin atreverme nunca a usarlo. La ventaja de este país de guindillas es que, en tres comidas, he perdido ya una talla y media.

Vacilo ante el teléfono, me digo que, de todos modos, no funcionará y que, psicológicamente, mejor es que Franck no escuche mi voz antes de operar al paciente. Pero no es sólo eso. Hoy evalúo por fin cuánto sufrí por mí última noche en su casa, hace un año y medio. Por la mañana, en su ascensor, me di cuenta de que había olvidado mis pendientes en el cuarto de baño; subí y llamé de nuevo. Mi toalla daba ya vueltas en la lavadora. Eso me dio ganas de llorar, habría preferido, incluso, que la hubiese sustituido por una nueva, en previsión de otra mujer. En cambio, sencillamente, su primer gesto después de mi partida había sido tirarme a la ropa sucia.

Kevin Williams pasea por la acera del hotel, entre los grises humos del motor encendido. Sin especial reacción ante mi atavío de vampiresa arácnida, me invita a subir rápidamente al minibús donde los demás aguantan el plantón en un ambiente de crisis. Recorro el pasillo con una sonrisa relajada. La historiadora tamborilea en el cierre de su bolso con la punta de su uña cuadrada, el químico hojea ostensiblemente un cuaderno de notas y el astrofísico dibuja monstruos en el vaho de su cristal.

Abandonamos el centro de la ciudad cuando el sol se pone, con la garganta abrasada por los atascos vespertinos, en el gélido ambiente de la climatización. Sentado mi lado, Kevin se tambalea en los baches, acaba apoyado su cabeza en la mía. Se me ocurre una curiosa idea. Soy sin duda la única, en este minibús, que piensa que no hay nada después de la vida. Suponiendo que acabemos aplastados bajo un camión y que mi pensamiento consciente sobreviva, sólo tendré dos reacciones posibles: reconocer mi error o negarme a admitir que estoy muerta. Si nuestra percepción de las cosas crea la realidad, como afirma la física cuántica, entonces no hay más allá para quienes no lo desean, y la cuestión está cerrada. A menos que los demás difuntos tengan el poder de componernos una estructura de acogida, un jardín de aclimatación… Me pregunto cómo me recibiría Juan Diego. Y María Lucía, si pasan la muerte juntos, ¿cómo toma ese acoso terrenal de los idólatras que quieren santificar a su marido, ella cuya existencia ha olvidado todo el mundo? Me despierta un trueno. Es de noche ya, el padre Abrigón ha tomado el micrófono para turistas que cuelga del salpicadero y se aclara la garganta por el altavoz fijado encima de su cabeza. Mis colegas, huraños, se desperezan.

—Estamos llegando. Por razones de protocolo y de cortesía que les será fácil comprender, vamos a cenar dos veces. Probablemente sea el mismo restaurador, de modo que les recomiendo que eviten los mariscos y el zumo de naranja. El tequila sigue siendo lo más seguro…

—… para obtener unos peritos unánimes —completo al oído de Kevin.

Él rompe el contacto apoyándose en el brazo que da al pasillo, sin que yo sepa si es por culpa de mis feromonas o de mi burla. Limpio el vaho de mi cristal. Tras una decena de topes, entramos en uno de los pueblos que hemos atravesado esta tarde, a la hora de la siesta. Ahora la calle central está invadida por una excitada muchedumbre que nos aclama o nos abuchea, es difícil saberlo, martilleando los flancos del minibús entre pancartas que recuerdan que Juan Diego nació aquí.

Damos vueltas en un aparcamiento defendido por militares en uniforme de combate y el chófer estaciona ante una especie de motel neoazteca, iluminado por antorchas, Bajamos a una alfombra roja rodeada por una orquesta de mariachis con grandes sombreros y encerados mostachos, que agitan bajo nuestras narices sus pompones y sus guitarras, con muecas de indecible sufrimiento.

Abriendo los brazos en una V de victoria, un oficial enguantado nos recibe en lo alto de la escalera. El padre Abrigón, con una bolsa de plástico en la mano, le da un abrazo, nos presenta y, luego, se dirige hacia los lavabos. Sale dos minutos más tarde, en sotana, con el polo enrollado en la bolsa, mientras el oficial termina de darnos la bienvenida, de perfil, sonriendo al fotógrafo de camuflaje que se encarga de inmortalizar nuestros apretones de manos.

—Es un coronel de artillería —me dice el sacerdote en voz baja— que intentó pacificar a los indios rebeldes de Chiapas. Como era demasiado blando, lo trasladaron aquí.

El caído en desgracia se reúne con su estado mayor bajo un rutilante palio que se levanta al fondo de la sala, decorada con tótems. Tras habernos deseado, en posición de firmes ante el micrófono de pie, la bienvenida al pueblo natal de Juan Diego, gratifica a sus compatriotas con una especie de discurso electoral cuyo argumento dominante parece ser nuestra presencia. Al finalizar los aplausos, la historiadora se apodera de un micrófono inalámbrico para agradecerle, en nuestro nombre, su recibimiento, mientras nos tapamos los oídos a causa de los acoplamientos y el ruso se sirve cócteles en el buffet, ante la vacía mirada de los soldados que hacen guardia frente a las canastas de marisco.

Me acerco al sacerdote, le pregunto si están allí para protegernos o son pura decoración. Mueve gravemente la cabeza.

—El alcalde es un campesino valeroso que siempre ha rechazado la corrupción.

Paso revista a los oficiales alineados en el estrado.

—¿Dónde está?

—En la cárcel.

El sonido de un gong nos sobresalta. La gente se lanza enseguida, tomando al asalto los buffets. Nos encontramos solos, como pasmarotes, en medio de la sala.

—Vamos allá —nos dice nuestro guía al cabo de cinco minutos.

Le seguimos los pasos hacia la salida, cruzándonos con algunos retrasados que nos empujan con aire contrariado, corriendo hacía la masa de espaldas aglutinadas alrededor de las bandejas.

—Monseñor Ruiz no desea molestar a nadie —articula con severidad el padre Abrigón.

El minibús vuelve a ponerse en marcha y, veinte topes más tarde, entra en un pueblo similar, entre una muchedumbre algo menos densa, como si fuéramos los figurantes de una escena que vuelve a rodarse con medios más reducidos. No hay ya soldados en la plaza, esta vez, ni alfombra roja ni tótems, sólo músicos que ponen menos mala cara y un alcalde gordo, floreciente, con la banda en la panza.

Mientras el electo expresa solemnemente su orgullo al recibirnos en el pueblo natal de Juan Diego, poso una mano en la muñeca de Kevin. Me mira, sorprendido. Señalo el taxi del que acaba de bajar un joven, unido por cable a su móvil, con cámara fotográfica al cuello y magnetófono en bandolera. Sin duda la «conferencia de prensa» de la que hablaba nuestro anfitrión.

—¿Hacemos novillos?

Kevin parece asustado, seducido, reprobador, asustado de nuevo.

—No sería correcto, ¿verdad?

—Vayamos a cenar al hotel: me enseñará usted sus ampliaciones de córnea.

Se pone como una amapola y agacha la nariz. Yo estoy ya hilvanando unas excusas para que olvide mi vergonzosa proposición pero, de pronto, él le hace una señal al taxi, me agarra del brazo y me mete en su interior. Cerrando la portezuela, da la dirección al chófer con la voz alterada de un evadido al que persiguen, Acurrucado en el asiento, con la esperanza de proteger su incógnito, le encuentro irresistible. Un aprendiz de fugado, corroído por los remordimientos, el primero de la clase que boicotea la entrega de premios. Al salir del pueblo, se incorpora y se muerde una uña:

—No lo había hecho en toda mi vida. ¿Y usted?

—Continuamente.

Parece decepcionado. Le tranquilizo enseguida para no romper el encanto:

—De hecho, no sé abandonar a la gente. Por eso, generalmente, no voy a parte alguna.

Inclina la cabeza con gravedad, identificándose. Luego hace una profunda inspiración y se vuelve hacia mí, mirándome como si me descubriera.

—No querría que hubiera algún malentendido entre ambos, Nathalie —me dice con voz cálida.

Yo le aconsejaría que me manoseara un poco, para disipar la ambigüedad, pero prosigue:

—No le muestro mis trabajos, en modo alguno, para influenciarla.

Trago saliva, le tranquilizo con una mueca.

—Lo que he descubierto en los ojos de la Virgen acabará con sus certidumbres, pero respeto el papel que debe usted desempeñar. El abogado del diablo es una institución muy importante, a mi entender, para evitar abusos y supercherías.

Con un rencoroso pensamiento hacia el tanga que se mete entre mis nalgas, le pregunto secamente qué ha descubierto además de los trece reflejos que obedecen las leyes de Purkinje-Samson, Vogt, Hees y Tscherning. Aprieta los labios, escaldado por mi conocimiento del tema. Señala al chófer como si fuera un oído enemigo, cruza los labios y se apoya en la portezuela, poniendo mala cara.

—Espéreme en el bar —dice cuando el coche se detiene ante el hotel—. Iré enseguida.

Y le veo subir por las escaleras mientras pago el taxi.