¡Bobadas, Nathalie, bobadas! Nada tengo que ver con ese meapilas loco por las cruzadas, ese militante entusiasta de los colores de la Virgen. Nunca imploré a Nuestra Señora para que se me apareciera y me encargara una misión. Nada pedí para mis hermanos de sangre. Todo me daba igual, ¿me oyes? La suerte de los vivos ya no me afectaba, la probable extinción de mi raza me dejaba indiferente, no tenía más «sentimiento nacional» que ideal sacrosanto: era un enamorado amputado, eso es todo, que se atrincheraba metódicamente en la oración y la fe en el más allá, para mantener a su lado a la mujer que había perdido.

¿Quieres saber la verdad? Lo que la Virgen hizo conmigo fue puro acoso celestial. ¡Nada más! Me persiguió sin descanso, sin miramientos por mi insignificancia, por mi dolor, por mi trabajo y mis deberes de cristiano. Me utilizó y, luego, me abandonó. ¡Eso es! Creo en ella, la amo, la reverencio y sigo sirviendo su causa, ¡pero eso no me impide ser lúcido!

Tal vez otros, en mi caso, se alegran de haber pasado a la posteridad, de ser venerados, beatificados, canonizados, solicitados en cualquier instante, no lo sé: nunca pude relacionarme con los «contactados» de mi estilo, las Lucía de Siracusa, las Juana de Arco, los José de Copertino, las Bernadette de Lourdes, las Catherine Labouré, las Teresa del Niño Jesús… Supongo que cada cual sobrevive, con mayor o menor fortuna, enclaustrado en su misión, en su símbolo y en su notoriedad. Pero ésos sufrieron, lo sé por haberlos captado en el espíritu de los creyentes que me asocian a ellos; desafiaron los peligros, se enfrentaron con lo imposible, recibieron sanciones, conocieron los estigmas, la exaltación y el martirio o, al menos, la contradicción… A mí no me ocurrió nada, ¡nada! Llegué, vi, dije y viví. Ni siquiera fui un verdadero portavoz, serví simplemente de percha. No corrí peligro alguno con mi testimonio, no fui acusado de herejía ni de falsificación porque tenía una prueba. ¡Sigue todavía ahí! Nadie intentó perjudicarme, ni me persiguió, ni se irguió ante mí para negarme, ¡muy al contrario! Me mimaron, educaron, cultivaron para que difundiera mi relato con toda tranquilidad. «Iniciado», ¡qué cosas! Cuando vivía, no hice más que prefigurar esa máquina que instalaron, a la entrada de la basílica, en 1979, y que martillea a todo trapo la aparición de la Virgen en quince lenguas, a cambio de cinco pesos.

¡Y me rinden culto! ¡Y me dicen misas! ¡Y me atribuyen el poder de hacer milagros! ¡Y los intrigantes del Vaticano quieren canonizarme por razones políticas, para que sea para siempre el lucrativo servidor de la leyenda que han edificado sobre mí! Consagré mi existencia terrenal a la Virgen, pero ella no me necesita ya, ya no se manifiesta, me abandona al fervor que le robo, ¡basta pues! No puedo pasarme el más allá escuchando a las viejas hablándome de sus varices, a los viejos de su gota, de su pene y de su fondo de pensiones, a los jóvenes implorándome para tener un hijo o para quitárselo de encima, a los amputados reclamándome sus piernas, a los diputados un escaño, a los aficionados un gol, a los cornudos su cónyuge, a los parados un trabajo, a los incurables un remedio, a las mujeres maltratadas la tranquilidad y a los soldados una guerra. ¡Estoy harto! Nada puedo hacer por vosotros, ni siquiera transmitirlo. Dirigios directamente a la Virgen o exigíos lo imposible a vosotros mismos. A veces funciona, lo sé, estoy bien situado para saberlo. Yo no provoqué milagro alguno, pero los he visto realizarse ante mí, en las aceras mecánicas de la basílica. De modo que dejadme en paz, resolved vuestros problemas, vivid vuestra vida y preparad vuestra muerte. O rezad por mí, para que me destruyan, para que me olviden, para que me desacrediten… Piedad… Yo no era nada. Dejadme volver a ser eso.

¿Quieres la verdad, Nathalie, quieres saber lo que ocurrió realmente en 1531? ¿Quieres que te cuente mi historia con la Virgen como nunca lo he hecho, por respeto, por pudor, por miedo a comprometerla?

El sábado 9 de diciembre, salgo de mi casa al alba para ir al catecismo, en Tlatilolco. Llego a la colina de Tepeyac y, de pronto, escucho el canto de los pájaros, como en pleno verano. Me detengo y los cantos callan de inmediato. Entonces suena una voz muy suave que me llama por mi nombre, en lo alto de la colina. «Juantzin… Juan Diegotzin…» Allí donde, antaño, habíamos celebrado nuestra fiesta de la Última Vez, reconozco las inflexiones, el modo de hablar de María Lucía. Loco de felicidad, trepo por nuestra colina en busca del fantasma de mi mujer y, de pronto, me doy de narices con una desconocida que brilla como si el sol se levantara a su espalda, pero sin que esté a contraluz. Es una muchacha muy joven, es muy hermosa, pero con una belleza segura de sí, preñada de serenidad y de experiencia; una belleza que no es de su edad. Y se dirige a mí en nahuatl, mi lengua natal, con un acento en todo semejante al de mi difunta esposa.

Me dice: «Soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por el que todos existimos». Le deseo buenos días y le digo que me dirijo, justamente, al catecismo. Lo hice para poner las cosas en claro: con las matanzas, las mutilaciones llevadas a cabo por los colonos, como ejemplo, y la viruela que nos habían importado, quedaban en circulación pocos indios válidos para las muchachas de mi pueblo. Me cortejaban con frecuencia y yo lo detestaba, aunque nunca me hubieran hecho aún el truco de la Virgen. Ella sacude lentamente la cabeza, me dice: «No, Juan Diegotzin, querido, hoy no irás al catecismo; tienes algo mejor que hacer». Respondo que no soy el que cree, le deseo buena suerte y una mejor elección y, con aire atareado, doy media vuelta.

Y entonces la encuentro de nuevo ante mí, siempre con el sol a su espalda y los rasgos claros. Como si hubiera dado una vuelta completa, pero era ella la que había desaparecido para formarse de nuevo en otro lugar. Eso me enojó un poco, porque la colina era antaño el santuario de Tonantzin, cuyos sumos sacerdotes afirmaban que se materializaba cuando necesitaba sangre fresca, y por mi parte me parecía bastante mezquino disfrazarse de Madre del Dios del amor para exigir que le sacrificaran un bebé. Le digo que no soy tonto y que, de todos modos, no ha dado en el blanco: no tengo hijos. «Muéstrame tu collar de calaveras y manos cortadas», añado para que comprenda que la he reconocido.

Ella sonríe, imperturbable. Me impaciento: «Vamos, apártate de mi camino, Tonantzin, sé razonable, ya no creo en ti, soy católico bautizado», y concluyo haciendo la señal de la cruz para devolverla a sus adoradores. Pero sigue allí, sin inmutarse, en absoluto molesta, con su sonrisa indulgente y su dulce voz: «Hijo mío querido, pequeñuelo, la más humilde de las llamas atizada en la hoguera de mi corazón, tu diosa Tonantzin no es más que uno de los rostros que me disteis antes de conocerme y que vuestros sacerdotes desviaron para fortalecer su poder con sangre y terror. Pero no estamos ya ahí y eso es lo que espero de ti: irás al palacio del obispo de México y le dirás que me has visto».

Algo trastornado, olvido mi desconfianza y le respondo que lo haría con gusto, pero que no hablo la lengua de los españoles. Y, además, es preciso ser muy ingenuo para creer que puedes ver así a monseñor el obispo: toc-toc, soy yo, Juan Diego, vengo de parte de vuestra Santa Virgen. Pero ella insiste: «Cuando estés ante él, pídele que me construya aquí mismo una capilla, para que pueda dispensar mi ayuda y mi salvación, mi amor y mi compasión a todos los que se acerquen a mí, cristianos o no. Las iglesias de abajo están mancilladas por las torturas y los crímenes perpetrados en mi nombre: tú debes mostrar el verdadero camino del cielo».

Sin pretender ofenderla, le respondo que nunca Su Señoría dará crédito a un pobre indio de la última casta y que, si quiere una capilla, mejor haría dirigiéndose a un verdadero católico de pura cepa, meritorio, español y bien vestido. Pero ella se empecina: «Te he elegido a ti, el más humilde de mis hijos en la miseria, el menor de mis niños, mi pequeño mensajero en la Tierra, mí ínfimo aliento de vida a quien nadie prestaba atención, oh tú, Cuauhtlatoatzin, mi Juan Diego que trabajas la tierra de los demás, tejes esteras para que ellos descansen y perdiste a tu querido amor, María Lucía. Pero serás recompensado por el servicio que me prestas y por el trabajo que te doy. Ve a ver al obispo y, por tu sincera humildad, te creerá».

Entonces se produjo un milagro extraordinario para mí, que sólo había levantado la nariz del suelo para pedir perdón a Dios por ser tan miserable. Fue como si la confianza de la Madre del verdadero Dios se vertiera en mí para incitarme al pecado de orgullo. Me vi, al instante, hablando con el obispo y trayéndolo aquí, con su cruz y sus albañiles. He aquí que, simple impío converso, sentí que me convertía, a mi vez, en misionero, en elegido, en profeta inspirado, el Moisés de México. Corrí a la residencia del obispo. Ya nada era insuperable para mí, Nathalie, pero no era la fe que levanta montañas, era la vanidad que da alas. Y, como correspondía, al acercarme demasiado al sol me quemé las plumas.

Monseñor Zumárraga había llegado al Nuevo Mundo tres años antes. Era un viejo franciscano encorvado, calvo y barbudo, que apenas soportaba el clima y la esclavitud a la que nos reducían sus compatriotas, so capa de evangelización. Había hecho traer asnos de España, para aliviarnos un poco, pero los cardenales madrileños le habían llamado al orden. Sus servidores me dejaron entrar cortésmente, como si me esperaran, y llegué a la conclusión de que les había tocado la gracia de la que estaba investido, aunque en realidad el obispo abría sus puertas, sin distinción, a todos los don nadie.

Me escuchó. O, mejor dicho, me vio representar la escena, la aparición con el efecto luminoso, la construcción de la capilla y los beneficios cayendo sobre todos los peregrinos que tomaban al asalto la colina sagrada donde cantaban unos pájaros desconocidos. Inclinó la cabeza, me bendijo en su lengua y me despidió dándome unas tortas y miel.

Volví a la colina, desengañado, entristecido, con la cabeza gacha. «Todo ha ido bien», me dijo la Virgen, que me aguardaba con su aire sereno. Le mostré las tortas y la miel, me encogí de hombros, reconocí mi fracaso y, en un acceso de rencor, como para reprocharle mi exceso de vanidad, le solté: «Ya ves, yo tenía razón: ¡no me ha creído!». Sin perder su calma, me pidió que volviera a hacerlo a la mañana siguiente. Respondí que no sólo no me había creído sino que ni siquiera me había comprendido. Me dijo que tomara un intérprete y se esfumó ante mis ojos.

¿Qué habrías hecho en mi lugar, Nathalie? Fui a llamar a la puerta de Juan González, un converso como yo, pero de la casta superior y por razones financieras. Sin querer tirar piedras a los de mejor cuna que yo, los indios más ricos habían ofrecido espontáneamente sus servicios a nuestros invasores, para explotar a los más pobres con un mejor rendimiento. No era exactamente el caso de Juan González, que era un poeta y sólo explotaba su talento, pero digamos que los poetas necesitan hacerse oír y ser leídos, y al ritmo en que nos diezmaban los españoles, con sus malos tratos, el pillaje y los microbios, mejor era invertir en su lengua para asegurar la perennidad de nuestra cultura.

Juan González me abrió la puerta, le ofrecí las tortas y la miel y le expliqué la situación. El obispo había recurrido ya a sus servicios de traductor y, juntos, al día siguiente, nos presentamos ante él. Esta vez Zumárraga escucha, incrédulo, conmovido, suspicaz y prudente alternativamente. Hace que me digan que pida a la Madre de Cristo una prueba de su identidad. Prometo transmitir el mensaje y me voy. El retiene a mi intérprete. No me cree, o aún peor, piensa que soy sincero y que una falsa Virgen abusa de mi ingenuidad para ridiculizar la religión católica. Juan González asiente, como de costumbre. El poeta, en su interior, se inflama y sopla en la dirección del viento: me manipulan los secuaces de la diosa-madre Tonantzin, que desean restablecer un lugar de culto en su colina sagrada. El obispo ordena a sus criados que me sigan y me espíen para verlo claro. Los descubro y me digo: muy bien, serán testigos de la aparición y no tendré ya que jugar al intermediario. Reduzco pues el paso, para esperarles, como si nada; paseo, contemplo la vista. Pero pierden mi rastro, pese a lo que podía esperarse, aunque mi gorro puntiagudo se vea de lejos y tome siempre el mismo camino. ¿Era preciso, decididamente, que el milagro se realizara sólo a través de mí?

Como estaba previsto, Nuestra Señora me aguarda en su roca. Le transmito el encargo, me responde que no habrá problema alguno: a la mañana siguiente, cuando vuelva a casa del obispo, tendrá el signo que reclama. Estoy un poco cansado de tanto ir y volver entre la Santa Virgen y su clero, pero me inclino. Sólo que, cuando regreso a casa, encuentro a Juan Bernardino, el anciano tío que me había criado como a un hijo, postrado en el lecho. Corro a buscar un médico que lo examina desde el umbral, a cinco metros. Me dice que tiene la peste, que no es cosa suya y que hay que buscar un sacerdote. Velo toda la noche a mi tío, cuidándole con las plantas que curaban nuestras enfermedades, antaño, antes de que los españoles trajeran las suyas. Cuando sale el sol, está muy mal y pide confesarse; me pongo de nuevo en camino hacia Tlatilolco. Salvo que, esta vez, doy un rodeo para evitar la colina, de lo contrario la Virgen me dará de nuevo la lata con su capilla, y no es el momento.

Pero, a mitad del camino que tomo por primera vez, hela aquí que me aguarda, flotando por encima del suelo. Y suelta su canción habitual; vete a ver al obispo y que si eso y que si aquello. Le digo que, con todo el respeto, se está poniendo pesada, que mi tío agoniza y que ya veremos más tarde lo de la capilla: tengo otras cosas en la cabeza. Ella se volatiliza para dejarme pasar. Al principio me digo que se ha enojado y que no volverá a manifestarse, que irá a buscar a otro emisario mejor vestido y más digno de fe, pero cuando regreso a casa con el sacerdote y la extremaunción, doy con mi tío que está limpiando la casa, en plena forma. Nos dice que una tal María de Guadalupe se le ha aparecido para anunciarle que está curado, que tenía que ir a informar al obispo y transmitirle el mensaje: ahora que estoy libre de mis preocupaciones, tengo que ir a coger rosas en la colina. ¡Rosas! ¡En pleno invierno! ¡En una colina pelada donde sólo crecen abrojos y un árbol! Pero, por otro lado, mi tío tenía la peste y ya no la tiene, de modo que… vayamos a por las rosas.

Y, de hecho, el monte Tepeyac está perfumado y me encuentro entre matorrales floridos, ante Nuestra Señora, que me dice que son rosas de Castilla, muy apreciadas por monseñor: le recordarán su jardín de Madrid. Cojo una docena, las envuelvo en mi túnica para no llamar la atención durante el trayecto y voy a llamar, de nuevo, a las puertas de palacio.

Los servidores me reconocen, se niegan a dejarme entrar y, luego, ven las rosas, pasmados, y me llevan ante el obispo, que estaba recibiendo, en audiencia, a un hidalgo y a una familia de esclavos indios que solicitaban su arbitraje, según la libre traducción de Juan González, el poeta. Todos se vuelven hacia mí. Cuento lo que me trae y, para probar mis palabras, desenvuelvo mi tilma en un gesto teatral que hace caer las rosas al suelo. Estupor general. Todo el mundo me mira, sin conceder la menor atención a mis rosas. Se arrodillan, se persignan. Luego se levantan, me rodean, me tocan y monseñor Zumárraga ordena a sus criados que me desnuden. Entonces descubro la imagen de la Virgen estampada en mi tilma. Ya conoces el resto.

Como en la visión provocada tres días antes por mi acceso de vanidad, he aquí que trepo la colina seguido por el obispo, vestido de gala, con su cruz y sus albañiles, y que me pregunta el lugar exacto de la aparición. Cuando le indico la roca habitual de la Virgen, una fuente brota del suelo para confirmar el emplazamiento, pero ahí comienza la leyenda. El trabajo de Juan González, el poeta, que fue el primero en escribir mi historia para la posteridad, a su modo, adornando, añadiendo episodios y sensacionalismo y fervor dulzón y melindres, convirtiéndome en ese arrobado del belén, en cuyo papel me petrificaron las generaciones siguientes. Todos los documentos que os han llegado, el Nican Mopohua, el Nican Motecpana, el Codex Tetlapalco, la Tira de Tepechpan, el informe de la investigación eclesiástica de 1666 se inspiraron en el primitivo relato, acentuando las exageraciones del poeta y poniendo cada vez, sobre mi personaje, una capa de ingenuidad mística para mantener el fervor.

Durante los diecisiete años que iba a pasar aún en mi cuerpo de Juan Diego, fui secuestrado, educado, exhibido por el obispo, arrastrado a repetir a porfía, dócil y minucioso, en español y en nahuatl, a los investigadores de Madrid y a los peregrinos procedentes de todos los rincones de México, mi aventura con la Virgen, y el día en que, por fin, morí de vejez, pasados los setenta y cuatro años, creí haberme ganado, no sin mérito, la felicidad celestial junto a la mujer de mi vida. Pero el Cielo había decidido otra cosa: me hallé contra la pared, dentro de mi vestidura, prisionero en los ojos de Nuestra Señora, en compañía de los testigos del «milagro de las rosas»: Zumárraga, sus servidores, el hidalgo, la familia india y Juan González; inmóviles figurantes que ya sólo son reflejos deshabitados pues, como nadie les reza, nadie les invoca, nadie les retiene en su encarnación pasada, el general olvido ha permitido a su alma llegar a la paz del Señor, o eso supongo, llegar a ese Paraíso cuyo acceso me impide la prevención de santidad desde hace cuatrocientos cincuenta y dos años.

Ésa es la verdad, Nathalie. Mi verdad. Cautivo de mi leyenda, estoy condenado a ver lo que la Virgen observa, a seguir la dirección de su mirada, a escuchar todo lo que se dice y se piensa en torno a su imagen, lamentablemente indestructible. ¿Qué hice yo para merecer eso o qué debería haber hecho para evitar semejante castigo? Pues lo es, Nathalie, créeme. Mi única evasión de vez en cuando se efectúa por medio de vuestros espíritus, de los que trabajáis en mi caso en toda la Tierra, de los que pensáis en mí en vez de dirigirme oraciones. Estéis animados por intenciones hostiles o benevolentes, iluminados por la intuición o cegados por el horror, me hacéis tanto bien… Me distraéis un poco, me invitáis cada vez a vuestra época, me hacéis compartir vuestra lengua, vuestra cultura, vuestra fe o vuestras dudas, vuestras preocupaciones, vuestras soledades y vuestras alegrías; me devolvéis, por espacio de una fusión, la conciencia del tiempo que pasa y me permitís ver, con vuestros ojos, horizontes distintos; me traéis al presente en un mundo que cambia, entre los comportamientos humanos que son hoy los mismos, pero que resultan aún imprevisibles para mí. La inmortalidad, en lo que me concierne, nada cambia de los límites del juicio, no permite predecir el porvenir, ni sustraerse a las ilusiones, ni mantener por más tiempo el interés que uno suscita. Disminuís mi resignación, por algún tiempo, y luego pensáis en otra cosa, os concentráis menos en mí, abandono vuestro espíritu y me encuentro aquí, tras este cristal blindado, por encima de las aceras mecánicas; nuestra breve unión es sólo una ubicuidad sin consecuencias, un sueño; el sueño de una evasión por el que siempre, es mi naturaleza, me dejo atrapar.

No esta vez, Nathalie. Esta vez iré hasta el fin de tus fuerzas; no dejaré que me abandones. Tomando un hilo de mi tilma no vas a contradecir el milagro. Sé que con tus conocimientos y tu material tienes un medio de devolverme la libertad, y conseguiré hacértelo descubrir.