Ante el hotel están aparcados tres ruinas de escarabajo y un Buick relativamente limpio que un austero chófer está bruñendo con un trapo sucio. Le doy la dirección del restaurante donde me espera el padre Abrigón Díaz. Entusiasmado, me abre la portezuela diciendo que tengo suerte: es la mejor mesa del país.

La circulación es tan densa y caótica como la víspera. Tras un cinturón de circunvalación, atravesamos glaucos arrabales donde el chófer pone el seguro a las portezuelas. Una hora más tarde, las barracas se espacian, los gallineros proliferan y nos hallamos en una especie de carretera nacional, rectilínea, que atraviesa una sucesión de pueblos y de almacenes, hasta una cerca electrificada que señala la entrada en un desierto pedregoso. Carteles blancos con letras rojas se alternan, en las cunetas, con señales de estacionamiento prohibido, y el taxi reduce la marcha acercándose a una cuadrada fortaleza de hormigón, defendida por torreones y tres cercas de alambre de espino, tan altas como los muros que rodean, sembradas de calaveras donde las tibias han sido sustituidas por relámpagos.

—Es la mejor cárcel del país —me dice con respeto—. Aquí se aloja el hermano de un antiguo presidente de la República.

Pone el intermitente y se detiene al otro lado de la carretera, en el aparcamiento sombreado de un albergue de estilo hacienda, entre los Mercedes de cristales opacos y los alargados Cadillac. Me anuncia el precio de la carrera y me desea buen provecho.

Un calor implacable me hace añorar enseguida la nevera con ruedas de la que salgo. Incongruente entre los chóferes con corbata que discuten alrededor de las limusinas negras, un joven en pantalón corto me mira comiéndose un helado en una silla plegable, junto a un minibús. Mueve su cucurucho para indicarme la pesada puerta de roble con una mirilla enrejada, que recuerda más un club nocturno que un hostal campestre.

Al tercer golpe del picaporte, la mirilla se abre, se cierra y, luego, la llave gira en la cerradura, el batiente se entorna. Una afable matrona, con delantal, me recibe entre la cerámica y las ancestrales marmitas que decoran la entrada del albergue. Pregunto por la mesa del padre Abrigón Díaz y frunce el ceño, me da la espalda y hace un gesto para que la siga. Atravesamos tres salas atestadas, silenciosas, donde familias y guardaespaldas comen con mala cara entre exuberantes geranios trepadores agarrados a las vigas que, agitados por la brisa del aire acondicionado, cuelgan como lianas por encima de los platos.

La matrona abre la puerta de una especie de patio: tres muros decorados con trampantojos que dan a un jardín ligeramente ametrallado por el riego automático. Hay dos mesas en el suelo de terracota: una rectangular a cuyo alrededor discuten, ruidosamente, cinco personas y, al fondo, otra pequeña, oval, con un único cubierto que la posadera me señala antes de salir cerrando la puerta. Las miradas se vuelven hacia mí y se hace, entrecortadamente, el silencio mientras me dirijo con ostentosa discreción al lugar donde me relegan como enviada del diablo.

Una silla chirría a mi espalda, unos pasos pesados hacen vibrar el hierro forjado del mobiliario. Me vuelvo hacia un gigante gordo y sonriente, coronado por unos mechones grises en tirabuzón, que agarra mi mano y la sacude con forzada alegría. Una cruz de plata brilla en su polo amarillo y se expresa en un inglés cuya voluble rapidez compensa las aproximaciones.

—¿Doctora Krentz? Sea usted bienvenida, hemos empezado ya: el programa va muy cargado y sus colegas se morían de hambre. Soy el padre Francisco Abrigón Díaz de Gardúñoz, puede usted llamarme Paco, venga, voy a presentarla, ¿le gusta México?

—Lo adoro. Le ruego que me perdone por lo de ayer por la tarde.

—¿Por qué?

—Mi retraso.

Suelta la carcajada y me arrastra hacia la mesa grande.

—Esta es una palabra que mejor hará tachándola enseguida de su vocabulario, de lo contrario corre usted el peligro de esperar mucho. ¿De modo que fue al Centro de Estudios? No importa, surgió un contratiempo. ¿Se lo dijo la secretaria?

—Estaba cerrado.

—Ah, bueno. Este es el profesor Wolfburg, de Stuttgart, doctor en química, especialista en fibras y pigmentos.

El pelirrojo indicado deja su buñuelo en el borde de su plato y me tiende una mano aceitosa levantando una nalga, con la mirada huidiza.

—Ivan Sergeievitch Traskine, del Instituto Internacional de Astrofísica.

Un barbudo flaco de ojos enfebrecidos me examina con aire chocarrero, pregunta quién soy con un movimiento del pulgar.

—La doctora en oftalmología Nathalie Krentz —responde el padre Abrigón con la boca pequeña—; nos la envía el promotor de la fe.

Muchas gracias, abogado del diablo —dice con pastosa aplicación el astrofísico, apoyando la mano en la mejilla y clavando sus ojos en mis pechos.

El sacerdote le felicita por sus progresos en español, luego me señala a una mujer sudorosa, con un traje sastre, que me saluda con una ceja chupando las patas de un crustáceo.

—La doctora Leticia Galán Turillas, nuestra mayor historiadora de la conquista española y del siglo XVI en general, y el profesor Kevin Williams, que trabaja con la Nasa sobre el tratamiento de las fotos tomadas por la sonda que han mandado a Marte.

Manteniendo un pedazo de pulpo en la punta del tenedor, mi salvador del aeropuerto me mira con una expresión que va de la perplejidad a la confusión, sin que yo pueda saber si me reconoce o no. Le recuerdo la maleta despanzurrada por los perros antidroga. Deja el tentáculo, esboza una sonrisa de tímida ironía y me pregunta si mi estancia en México prosigue como empezó.

—Poco más o menos, gracias.

El presidente del Centro de Estudios nos mira altanero, aparentemente contrariado por las relaciones que hayamos podido mantener al margen de su patronazgo.

—¿Se encontraron en el aeropuerto?

—Sí. ¿Estaba completo su minibús?

—No, pero el fax de monseñor Fabiani decía que un coche de la nunciatura se encargaría de usted. ¿No lo esperó?

—No estaba al corriente de las costumbres.

Vuelve a tomarme del brazo, me lleva en un movimiento circular hasta la mesa aislada.

—No es segregación —dice—, pero alguien desea hablar con usted a solas.

Tras una breve ojeada al hombrecito pálido de gafas oscuras, alpargatas y chaqueta tejana que toma el sol en el jardín, el padre Abrigón retira mi silla, la coloca cortésmente bajo mis nalgas, me pone la servilleta en las rodillas y se reúne con los partidarios de su causa, que reanudan animadamente su discusión en español. No dejan de servirles una orgía de platos chorreantes de salsa entre jarras de cerveza, y vuelven a atiborrarse sin dejar de hablar, aparentemente olvidando mi existencia. Sólo Kevin Williams me lanza, de vez en cuando, breves miradas ansiosas.

El macilento de las gafas oscuras que recorre el jardín fingiendo interesarse por las plantas acaba dirigiéndose hacia el patio. Con la frente levantada, se acerca a mi mesa y se sienta ante mí, sin preguntarme mi opinión.

—No se vuelva, nos observan —me suelta en mi lengua, con un acento que recuerda, aunque más sibilante, el del cardenal Fabiani—. Soy Guido Ponzo, he intentado llamarla al hotel, pero no la conocen. ¿Sabe quién soy? —verifica bruscamente.

—No.

—¿No le han hablado de mí? —se extraña, suspicaz, haciendo un gesto hacia la otra mesa—. ¿Y no la puso en guardia el abogado del diablo? Bueno. Escuche, no voy a andarme por las ramas, pueden interrumpirnos de un momento a otro. Hice estudios de biología y química en la Universidad de Nápoles, soy periodista y experto, también.

—¿En qué?

—En supercherías, mangoneos, abuso de confianza. Cazo milagros, los desmonto y los explico. Sólo en mi región natal, Campania, he revelado el secreto de treinta y ocho imágenes de vírgenes que lloran lágrimas de sangre: un simple tubo tapado con yeso, a través del que acaba chorreando cuando se acciona la bomba. Pero mi mejor golpe fue el de la ampolla de San Gennaro. ¿Lo conoce?

Niego con la cabeza.

—O San Jenaro, si lo prefiere. El patrono de Nápoles. Cada año, desde el siglo XIV, su sangre, conservada en estado sólido en una ampolla, se licua. Sin duda ha visto usted imágenes por la tele, ¿no? El arzobispo de Nápoles se pasea por las calles agitando su ampolla, para mostrar que la sangre está coagulada, hasta que, de pronto, se vuelve líquida y toda la ciudad cae de rodillas. Pues bien, yo me dije: ¿de qué sustancias disponían por aquel entonces? Puesto que el Vaticano se niega a abrir la ampolla para que pueda analizar el santo plasma, hice mi pequeño cóctel, mezclando cloruro ferroso disuelto en agua con cáscaras de huevo, obtengo una solución de un rojo oscuro a base de carbonato de calcio que, almacenado en frío, se solidifica al cabo de seis días. Luego, y ahí me ayudó el azar, podría decir la providencia pero no sería adecuado, agito la ampolla en mis manos para comprobar el estado sólido y, de pronto, ¡puf!, mi mezcla se licua. ¡Como la sangre de San Jenaro, caramba! ¡Qué divertida coincidencia! ¿No? Exactamente el gesto que hacen agitando el frasco para ver si se ha producido la licuación. Y se produce precisamente porque agitan el frasco. Fui a realizar mi pequeño manejo ante el arzobispo, que me puso en la calle, y luego lo repetí en público en el atrio de la catedral donde estuvieron a punto de lincharme. Así está el patio.

Dejo pasar en silencio unos instantes, para que el hombre del plasma recupere el aliento, luego le pregunto qué relación tiene eso con la Virgen de Juan Diego.

—Conozco el truco —revela tres tonos más bajo—. Sé cómo lo hacen, puedo probarlo, pero no estoy acreditado, de modo que la necesito a usted. Róbeme una fibra.

—¿Cómo dice usted?

—Quitarán para usted el cristal de protección —murmura al límite de lo audible—. Mientras esté examinando los ojos, como si nada, agárreme una fibra. Con unas pinzas de depilar. Ellos estarán en la inopia, yo analizaré el tejido de pita y me bastará para echar por los suelos todo el misterio.

Sofocada por su cara dura, mojo los labios en el vaso de cerveza que la camarera ha puesto ante mí.

—¿Y por qué voy a hacerlo?

—Quiere usted tener éxito en su misión, ¿no?

—No se trata de éxito o fracaso, señor Ponzo. Me han pedido mi opinión imparcial, tras un examen: voy a darla, eso es todo. No comparto sus motivos ni su deseo de hacer sensacionalismo a costa de la Iglesia.

—Y un huevo —se ríe sarcástico—. No va a hacerme creer que ha venido a arriesgar su vida en este país de enfermos por amistad hacia el cardenal Fabiani. ¿Sabe usted quién es Fabiani? La mayor basura de la cristiandad. ¿Conoce usted el Instituto para las Obras de Religión? Púdico nombre del Banco del Vaticano. Cuando su patrón, monseñor Marcinkus, cayó a causa de los novecientos cincuenta millones de dólares blanqueados en beneficio de la Santa Sede, Fabiani salvó el banco. Depuró las cuentas, si puedo decirlo así. Y estuvo más o menos metido en el asesinato de Juan Pablo I, que quería echar del Vaticano a la mafia y la logia P2. A cambio de estos manejos, Fabiani pidió encargarse de la Riserva, los archivos secretos; un refugio atómico de setecientos metros cuadrados enterrado bajo el patio de la Biblioteca Vaticana. Tiene en sus manos la mitad de los gobiernos del planeta, entre expedientes financieros y carpetas de profecías: los secretos de Fátima, la plantilla cifrada de las Centurias de Nostradamus, el tesoro de Rennes-le-Château, el Santo Grial, el supuesto hijo de Cristo llegado a las Saintes-Maries… ¿Ve de qué estoy hablando?

Asiento, para no excitar más aún el furor del mitómano.

—Son dos los que manipulan al papa: Damiano Fabiani y Luigi Solendate, el prefecto de la Congregación de Ritos, que es un tipo relativamente honesto, pero que está dispuesto a tapar las peores cerdadas si es por el interés de la fe. Hace más de setenta años que el Partido Revolucionario Institucional persigue a la Iglesia en México: para que ésta recupere el poder en las elecciones de julio, a través del candidato liberal Vicente Fox, es vital que Juan Diego sea canonizado. Es el héroe del pueblo, y el fervor irá directamente a las urnas, de modo que el abogado del diablo fue a buscarla porque es usted como yo, no tiene crédito alguno, la emprendió con los milagros de Lourdes, está catalogada como anticlerical y, además, es judía: sus reservas, si las hay, no valdrán un comino en el expediente, salvo si las consolida con mis revelaciones.

—¿Qué revelaciones? ¿Que no es pita, que es poliéster?

Barre con la mano mi sugerencia, luego cambia de opinión subrayándola con un índice acusador;

—No está usted lejos de la verdad, doctora. Si la ayudo a probar que Juan Diego es puro cuento, Fabiani no lo superará: le harán pagar el fracaso de la canonización y eso supondrá un podrido menos en el Vaticano. ¿De acuerdo?

Planto mis codos en la mesa y le replico a la cara:

—No le necesito para probar nada, señor Ponzo.

—¿Usted cree? —sonríe burlándose de mí.

—¡Pero por qué se me echan todos encima, mierda! ¿Han puesto mi foto en Internet o qué?

Me ordena que baje la voz moviendo unos ojos asustados, añade entre dientes que él está de mi lado, en un tono angustiado que insinúa una conspiración general urdida contra mí.

—No necesito a nadie, gracias.

Sorbe con la nariz, hastiado de mi inconsciencia.

—¿Cree usted que va a encontrar una anomalía en los ojos? Pero si han tomado todas las precauciones, ¡pobrecilla mía! Los sótanos secretos del Vaticano albergan los mayores talleres de falsificación del mundo. ¿De dónde cree que sale la sábana de Turín? ¿Y el sudario de Oviedo? ¿Y la santa toca de Cahors, con la imagen negativa de la cabeza de Cristo en su interior? Los mayores especialistas han puesto a punto, para usted, toda la fanfarria que descubrirá en la mirada de la Virgen. Las trece personas, los reflejos de Burchini-Simpson…

—Purkinje-Samson.

—Perdone… ¿De qué se trata, exactamente?

—Si acerco una vela a su ojo, veré tres imágenes de la llama: dos reflejos del derecho, en las caras interiores de la córnea y el cristalino que actúan como espejos convexos, y un reflejo invertido, en la cara posterior del cristalino. Fenómeno descubierto, en 1832, por Purkinje de Bratislava y Samson de París.

—Podrían decirle que en 1531 ya había velas.

—¿Cuál es su teoría, señor Ponzo? ¿Acaso la imagen es obra de un pintor miniaturista del siglo XVI?

—Al principio, sí.

—¿Qué quiere decir?

Lanza una mirada nerviosa a la mesa oficial que, sin prestarnos la menor atención, despedaza crustáceos riéndose de las bromas que suelta el astrónomo ruso.

—Mi teoría es que cambian la tilma cada diez años. Para que se conserve. Y en cada ocasión utilizan los mismos descubrimientos destinados a los instrumentos más recientes; cada vez añaden detalles que les proporciona la ciencia para embrollar a los científicos. La ausencia de enlucido subyacente, confirmada al microscopio, la posición de las estrellas adecuada al cielo del 12 de diciembre de 1531, los motivos simbólicos aztecas que ocultan ecuaciones, los fenómenos que obedecen las leyes ópticas, los pequeños protagonistas que se reflejan mutuamente en la ampliación… No se ría: no sabe usted de qué son capaces sus ilustradores, que se transmiten desde la Edad Media el secreto de los pinceles de dos pelos, endurecidos con hiel de buey. Tanto más cuanto, hoy, manejan por añadidura la paleta gráfica y la fotoquímica. El Vaticano posee los mejores especialistas en todos los campos. Y una tecnología punta. Y medios ilimitados. Y un envite colosal: sin milagros para alimentar la fe, se acabaron los creyentes, se acabo la Iglesia, se acabó el banco y se acabó el poder.

Agarra mi copa, la vacía de un trago y se inclina hacia delante, con el chaquetón hinchándose sobre sus hombros.

—Mire a sus amigos los expertos regodeándose con total inocencia: ¿cree usted que fueron elegidos al azar? El ruso, que es cristiano ortodoxo desde la caída del comunismo, llevó a cabo hace ocho años un descubrimiento fundamental sobre las leyes matemáticas que rigen las constelaciones: se lo sirven en la túnica y, naturalmente, certificará el origen divino de la imagen, puesto que le da la razón. El alemán publicó unas investigaciones sobre la iridiscencia de las fibras: comprobará el fundamento de sus trabajos y va a convencerse de que no se trata de una tela pintada, puesto que teóricamente la bifracción de la luz es una técnica imposible para manos humanas. Y la historiadora autentificará el simbolismo místico-azteca sobre el que ha parido tres libros. Por lo que se refiere al tipo de la Nasa, que amplía por el escáner las fotos del espacio, caerá de rodillas ante un prodigio de miniaturización de los reflejos que es, tan sólo, la aplicación de su técnica, al revés. En resumen, consígame una fibra y me bastará para probar que la pita actual tiene menos de diez años.

Cierra rápidamente la boca, mientras la patrona coloca sin miramientos ante mí un plato de legumbres fritas que me salpica de salsa. Me limpio la blusa y prosigo:

—¿Y no cree que el experto alemán es más competente que usted en la datación de tejidos?

—Claro está, siempre que se lo pidan.

Miro a través del humo de mi plato.

—Eche un vistazo al protocolo del peritaje que va a realizar: se refiere a la naturaleza de los pigmentos, no a la edad del soporte. Y los pigmentos que no existen en la tierra puedo fabricárselos, yo, en mi cocina, sólo mezclando espinas de cactus, pepino y bacterias para fosa séptica. «Nada se pierde, nada se crea, todo se transforma»… Ya conoce la fórmula… Desde el agua que se convierte en vino, los católicos nunca han variado el menú. ¿Puedo contar con usted? Trabajamos para la misma causa, doctora Krentz: la verdad. Contra las fuerzas del oscurantismo, los proveedores de sectas y los mercaderes de lo paranormal.

De pronto, cuatro policías en mangas de camisa, con la porra en la cintura, irrumpen en el patio. Los tres primeros se apostan en las distintas salidas mientras el cuarto blande una matrícula aullando;

—¿De quién es esto?

El padre Abrigón y su colegio de expertos vuelven discretamente la cabeza hacia nuestra mesa. Mi interlocutor inclina la nariz, se muerde los labios y, luego, se quita las gafas de sol para lanzarme una mirada implorante.

—Puedo contar con usted, ¿no es cierto? —repite con chirridos de angustia.

Tras ello, traga una gran bocanada de aire y se levanta enfrentándose con el policía, levanta el dedo para señalar la matrícula. Los otros tres le agarran enseguida y le arrastran con violencia. Me levanto para protestar, pongo por testigo al padre Abrigón que detiene mi impulso con un gesto conciliador, se limpia la boca y viene a sentarse en el lugar abandonado por el ladrón de fibra.

—Estaba mal aparcado —dice con una gravedad de elogio fúnebre.

—¿Cómo es eso?

—Probablemente al otro lado de la carretera. Ya sabe usted, es la única cárcel de alta seguridad de México. Los policías no bromean en este sector.

—¿Y por qué le han arrancado su matrícula?

—A lo mejor no saben leer. Por aquí es el procedimiento corriente. En vez de levantar acta, toman su matrícula y usted tiene que ir a buscarla a comisaría, a cambio de una pequeña suma de dinero que evita las formalidades administrativas. Hay que adaptarse: así funciona el país.

—Ya lo veo, sí.

El coloso de amarillo modera mis apriorismos con una mano bendecidora:

—Los salarios son muy bajos entre nosotros, doctora, la pobreza y el analfabetismo van a la par con la superpoblación, y cada cual debe arreglárselas como puede, en su pequeño nivel. Dicho eso, imagino que habrá tenido usted tiempo de oír las elucubraciones de este infeliz escéptico. Perdone que le haya infligido esta prueba… No es peligroso, sólo un poco cargante con todas sus teorías, pero se mantendrá tranquilo ahora que ha hablado con usted.

—¿Cree que hay algún vínculo entre su escepticismo y su detención?

El presidente del Centro de Estudios hace una larga inspiración, une las manos ante su nariz y deja escapar el aire, lentamente, entre sus labios antes de responder:

—Somos una vieja civilización, doctora Krentz. Y una administración, ¿cómo decirle?, eternamente joven. Una democracia siempre adolescente. El espíritu revolucionario, con sus tics y sus chifladuras, sigue animando nuestras estructuras estatales… El clero mexicano fue maltratado durante mucho tiempo, y es un eufemismo. Todavía hoy, un cura no tiene derecho a salir a la calle con sotana —precisa señalando su polo amarillo— o, si lo hace, le interesa ser rico. Pero el fervor religioso ha resistido todas las dictaduras. ¿Sabía usted que, en lo más fuerte de la represión anticatólica del presidente Calles, la única iglesia que el PRI no se atrevió a cerrar fue la basílica de Guadalupe?

—He leído todo lo que se refiere al culto de su Virgen.

—Eso me conmueve mucho. Sobre todo no crea que sus posiciones cartesianas y el papel que valerosamente ha aceptado representar están mal vistos por mi parte. El abogado del diablo es una institución respetable y necesaria. Por lo demás, me entrevisté largo tiempo con Su Eminencia el cardenal Fabiani, cuando vino a México, a investigar personalmente. Es un hombre notable, de elevado pensamiento, un humor y una delicadeza raros. Y muy gastrónomo —añade con una mirada al plato que yo ni siquiera he tocado—. ¿Sabe usted que está en el mejor restaurante de la región? No me gusta la maledicencia, pero se murmura que el hermano de nuestro antiguo presidente, que se aloja enfrente, tiene una mesa siempre dispuesta aquí. Pruebe pues esos chiles en nogada, es uno de mis caprichos, lo confieso. Guindillas verdes de Puebla rellenas de cerdo con salsa blanca y crema de granada: habrá reconocido usted los colores de nuestra bandera nacional. Es un plato inventado por las monjas de Santa Mónica para el banquete de 1821, en honor de Iturbide, cuando firmó el tratado de independencia de México. En una palabra, quería decirle que no está usted obligada a mantenerse aparte. Ahora puede reunirse con nosotros, en nuestra mesa, y será bienvenida en el minibús.

Le expreso mi agradecimiento con toda la frialdad requerida y le pregunto cuándo tendrá lugar el peritaje. Se ensombrece un poco, baja la vista hacia la maleta Metálica colocada junto a mí silla.

—Veo que ha traído usted su material. Perfecto. Pero en cualquier caso, no será antes de esta noche, cuando la basílica esté cerrada al público. Además, el doctor Berlemont, de Lausanne, que debe también examinar a la Virgen, ha perdido su avión y, por razones de seguridad, sólo podré quitar el cristal una vez.

—Monseñor Fabiani no me habló de un peritaje colectivo.

Tose protegiéndose la boca con el puño.

—De hecho, tenemos un problema y una oportunidad. El problema es monseñor Ruiz, el rector de la basílica, que rechaza categóricamente los exámenes sin cristal. Considera que es peligroso y superfluo, que todo está ampliamente probado y basta para la canonización. Y la oportunidad es que está de viaje. El cardenal Fabiani ha creído oportuno hacer coincidir su llegada con la fecha que le comuniqué…

—¿Tengo un número de orden?

—No tema: dispondrá del tiempo y de la serenidad necesarios para sus investigaciones. ¿Cómo va a proceder?

—Haré un fondo de ojos para medir el emplazamiento, la distorsión y la asimetría de los eventuales reflejos descritos por mis predecesores. Si el oftalmoscopio revela imágenes antero-posteriores, verificaré utilizando distintas lentillas que cada uno de los reflejos ha registrado bien las distancias focales en ambas caras del cristalino, como en un ojo vivo. De no ser así, la cosa demostraría, por defecto, que se trata de un accidente de la tela o un efecto de la pintura.

Inclina la cabeza, concentrado en la jerga disuasiva que utilizo a propósito, sonríe, sin duda para indicarme que mi protocolo no le inquieta en absoluto, y concluye:

—Hasta entonces, aprovéchelo para relajarse, visitar nuestras ruinas, apreciar nuestra cocina… ¿Está usted bien alojada?

—Es un sueño.

—Si puedo hacer algo, cualquier cosa, para hacer agradable su estancia…

—¿Cuáles son sus relaciones con el Instituto Mexicano de Cultura?

Frunce el ceño.

—¿A qué viene esta pregunta? —responde con un tono falsamente despreocupado.

Dejo en el mantel el recibo que le arranqué a mi corruptor, ayer por la tarde. El padre Abrigón le echa un vistazo y se frota la barbilla, dubitativo.

—No conozco a este individuo, ni su departamento. En cualquier caso, nada tienen que ver con mi Centro de Estudios ni con la investigación del Vaticano…

—¿Podría ser una tapadera para alguna agencia de información?

—¿Es decir?

—Los servicios secretos mexicanos o algo así…

—No. Creo que es el organismo que se encarga de los museos nacionales. ¿Le pidió algo en particular este caballero?

—Mi cooperación, creo. Mi opinión o mi silencio, realmente la cosa no estaba clara. Me citó en esta dirección, esta noche.

Le enseño el dorso de la tarjeta de visita. Se yergue apretando las mandíbulas y declara con una autoridad de guardaespaldas que vendrá conmigo. La franqueza y la brutal energía que barren de pronto su reserva eclesiástica me gustan. Debe sentir que me relajo e indica a la camarera que traiga a mi mesa su siguiente plato. Y me sirve una especie de potaje azulado donde nadan cosas fritas, que yo paseo con la punta del tenedor mientras él prosigue:

—¿Hay otros problemas que yo pueda ayudarle a resolver?

—El nombre de la Virgen. ¿Por qué Guadalupe? He leído muchas explicaciones contradictorias.

—Contradictorias no, querida: complementarias. Pruébelo, es suculento. Huachinango salteado con maíz azul. Toda la grandeza de nuestro milagro está ahí, diré incluso que su sentido profundo: bicultural. En sus palabras a Juan Diego como por medio de los símbolos de su manto, la Madre de Dios quiso dirigirse a las dos comunidades. Las distintas interpretaciones no son sólo legítimas sino también deseadas. Tras sus cinco visitas a Juan Diego, se materializó ante Juan Bernardino, que era su…

Hace una pausa para ver hasta qué punto domino el tema.

—Su tío. Al que curó de la peste.

—Eso es. Se presentó ante él con el nombre de «Virgen de Guadalupe». Refiriéndose a las apariciones que había efectuado, dos siglos antes, junto a ese río de España, cuyo nombre no podía conocer un indio, algo que constituiría una prueba de autenticidad a oídos del obispo Zumárraga. Pero algo que tenía significado para los aztecas puesto que, en nahuatl, pronunció Cuahtlapcupeh: «La que viene volando de la región de la luz». O también Coatlaxopeh: «La que aplasta la serpiente». Al dios serpiente Quetzalcoatl.

—¿El que llevaba un collar de calaveras y manos cortadas?

—¿Por qué?

—No, es una imagen que se me ha ocurrido…

—Nuestra historiadora le hablará de ello mejor que yo, pero Quetzalcoatl llevaba una especie de collarín de plumas gigantescas, creo. El collar de calaveras es, más bien, cosa de la diosa Tonantzin, a la que los indios rendían antaño culto en la colina de las apariciones. Le felicito por su conocimiento del expediente.

Sonrío, incómoda. El último nombre que ha pronunciado, Tonantzin, me ha hecho un efecto extraño, como si estuviera asociado a algún recuerdo desagradable que no consigo encontrar ya.

—Juan Diego era un personaje maravilloso, ¿sabe usted? —prosigue—. Un verdadero iniciado, con sus falsos aires de bobalicón. Un niño eterno, ingenuo pero armado con una fe y un sentimiento nacional que ampliaba los límites de lo imposible. Veía su país lastimado, sus hermanos destrozados por las exacciones de los colonos. Sufría en lo más hondo de su carne y de su fibra étnica, lo que no le impedía seguir estando infinitamente agradecido a los españoles que le habían proporcionado la revelación del verdadero Dios. Decía a su confesor que oraba todos los días a la Virgen María para que aportara paz y comprensión entre ambas comunidades. Soñaba ante la historia de las cruzadas que le enseñaban en el catecismo. Se veía con la armadura de San Luis, marchando a guerrear contra los infieles y, más aún, se imaginaba un poco en la piel de Juana de Arco, la pastorcilla analfabeta como él y que, sin embargo, veía cómo se le aparecían San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita ordenándole liberar Francia del yugo inglés…

—¿Quiere usted decir que Juan Diego fabricó su milagro personal inspirándose en Juana de Arco?

—Oh, sí… Estoy íntimamente convencido de ello. Pero no en el sentido reductor en que usted lo entiende. Su pureza, su plegaria y su fe le valieron la gracia divina. La Santa Virgen no decide aparecerse por azar…