Replegados al fondo del vestíbulo, ante la entrada del vacío restaurante, los viejos con galones parecen tramar un golpe de Estado. Se separan rápidamente cuando entro. Uno corre cojeando a buscar mi equipaje, el otro se pone firmes, el tercero se abotona y los dos últimos dan palmadas para que el soldador encaramado en una viga deje de hacer caer pedazos de vidrio. No se juega con la vida de un cliente que deja propinas de mil pesos.
Esta vez mi habitación está lista, pero no encuentran el fax de la reserva. Digo que no es nada grave, pero al parecer sí. Significa que no podré beneficiarme de la tarifa acordada. Le hago comprender al recepcionista que me importa un bledo y que quiero dormir. Le doy mi pasaporte y empieza a copiarlo con el cuidado de un falsificador, mientras el camarero del piso, que debe rayar en los ochenta años, espera ante mi maleta. Otro entrega con solemnidad un sobre gris. Contiene un mensaje de bienvenida en mi lengua firmado por el padre Abrigón Díaz, presidente del Centro de Estudios Guadalupanos. Le será un placer conocerme mañana a la hora de comer, me da la dirección del restaurante pero no concreta la hora. Sin duda sería descortés, en una invitación.
El recepcionista me devuelve el pasaporte y da mi llave al camarero del piso, que vacila entre las dos cajas de ascensor, de hierro forjado, que están cara a cara, una a cada extremo del vestíbulo. Acaba eligiendo la de la izquierda y parece lamentado en cuanto la reja se cierra a nuestra espalda Mascullando, mete la mano entre los barrotes salomónicos, con flores oxidadas, y palpa un botón nacarado. Luego manejar al fondo de la cabina, una palanca de máquina tragaperras, y despegamos con una serie de respingos puntuados por chirridos. Llegados al tercer piso, me precede por un pasillo decorado con personajes históricos que se pavonean en sus marcos de estuco: revolucionarios, eclesiásticos, generales, navegantes, todos parecen tener un aire de familia o haber nacido del mismo pincel y reflejar un estilo. El último retrato de la serie, el mayor, representa a Juan Diego con su túnica mariana. Tal vez el artista haya pintado a los demás a su semejanza, para subrayar su influencia sobre la identidad nacional: gracias a él, los indios de México, tienen alma, oficialmente, desde la bula de Pablo III, en 1537; su olor de santidad transformó el exterminio en mestizaje. Sean cuales sean las recuperaciones y los excesos que he venido a denunciar, tuvo razón al inventar su encuentro con la Virgen.
El camarero del piso se detiene ante Juan Diego. Se cambia la maleta de mano; sospecho que va a persignarse, pero sólo quiere poner derecho el cuadro.
Veinte pesos más tarde, me encuentro en medio de una antigua habitación, inmensa, con las molduras interrumpidas por un tabique de yeso, que huele a insecticida y a mantequilla rancia. Dos puertas cristaleras de hierro colado, incerrables, dan a una pared ciega donde ronca un ventilador, los dobles cortinajes de terciopelo ciruela se aguantan por su mugre al extremo de sus soportes, sueltos, hay tres colgadores de plástico sobre el minibar, y el cuarto de baño está dividido en dos partes: bañera e inodoro detrás de una puerta, lavabo en la habitación, separado de la cama por un panel de cristal opaco en forma de cebolla. Es la pincelada de diseño.
Abro los gigantescos grifos para prepararme un baño: obtengo un concierto de siseos y vibraciones seguidos de un hilillo de agua marrón claro. Renuncio y voy a instalarme ante el teléfono. Me gustaría escuchar la voz de Franck, hablarle de esa turbación que he sentido en la basílica y, luego, en la colina; de esa impresión de cosa ya vista que no puedo explicarme. No he reconocido nada del paisaje que veía en Tepeyac y, sin embargo, me dice algo. Por muy agotada que esté, con las piernas pesadas, la garganta inflamada, la nariz tapada por las costras de sangre, me siento a la vez más ligera y más densa que de costumbre. Como si una presencia diera vueltas a mi alrededor y, de vez en cuando, filtrara la vida a mi paso, tomara mi energía y me transmitiera, a cambio, emociones, alientos, tristezas.
Viví esta situación durante algunas semanas, cuando murió mi perro. Es esta llamada. Esta certidumbre de ser dos, bruscamente. Estas invencibles ganas de cerrar los ojos y acariciar el vacío, de responder al silencio. Nunca sucedió eso cuando enterré a mamá. Ella lo había absorbido todo en vida: yo no tenía ya nada que darle, salvo la pena de rigor, la compasión de principio y esa liberación que ella no había dejado de prometerme a lo largo de sus enfermedades, como un entrenador enarbola el señuelo de la victoria ante el jugador al que acapara. Jef, por su parte, había recibido tan poco en comparación; ¿cuántas horas le había consagrado en sus ocho años de vida? Nos decíamos buenos días al despertar, lo paseaba diez minutos y volvíamos a encontrarnos por la noche. Ni los humanos ni los perros vuelven a aparecérsenos: lo que nos persigue es el tiempo que no les dimos, las ocasiones perdidas, el recuerdo de las expectativas a las que no supimos responder.
¿Por qué todo eso vuelve hoy a mí, en México? Es la primera vez que me detengo, desde hace años. La primera vez que salgo de mi marco, que pierdo mi ritmo. Franck es el único a quien podría confiar mis desconciertos y las sensaciones extrañas que experimento desde que el abogado del diablo introdujo a ese Juan Diego en mi cabeza. Necesito que me escuche, necesito sus burlas, sus silencios y sus pretextos… como el otro día, mientras los sandwiches se abrasaban. Necesito ese malestar común, virgen de cualquier malentendido, esa distancia púdica que nos sirve de intimidad desde que ya no estamos, oficialmente, juntos. Pero mi teléfono móvil no funciona en este país, la telefonista no comprende mi acento y me sumerjo de nuevo, por despecho, en las carpetas del Vaticano, al tiempo que ceno con los cacahuetes del minibar regados con whiskies en miniatura.
Despierto diez horas más tarde en plena pesadilla, con la garganta atravesada por una flecha. Apago el aire acondicionado, antediluviano, ordeno los arrugados documentos mientras chupo pastillas contra las anginas. Tras haber tomado una ducha tan marrón como la víspera y combatido la oxidación con crema hidratante, me pongo un vestido campestre para salir a buscar un desayuno. En la sala llena de viejas damas volubles y acicaladas, algún congreso de scrabble o algún viaje arqueológico, las bandejas de tortillas-habichuelas-buñuelos que chapotean al baño María me revuelven el estómago. Los cruasanes en los que me refugio están medio congelados aún y el café se parece a mi ducha. Pero, metiendo lo uno en lo otro, me estuco el estómago y salgo a la plaza de la Constitución, entre las brumas de un calor asfixiante ya.
Tengo dos o tres horas que perder antes de mi cita. Doy la vuelta a la explanada, invadida por los turistas rodeados por los atascos. Bocinas bloqueadas, camiones de negras humaredas brotan de cada avenida para insertarse en el tapón que un poli desengañado mira formarse mordisqueando una cerilla. Con la nariz en mi kleenex, procuro admirar con la mejor voluntad la catedral que recibió un buen papirotazo en el último terremoto. Las aceras a la sombra me llevan a una especie de terreno de excavación, al aire libre, entre dos museos donde se meten los grupos. No me gustan los museos, no me gustan las ruinas, no me gustan los grupos y no me gusta el sol. Deshago lo andado. Me vuelvo, varias veces, de pronto o como si nada. Me siento seguida, espiada, tengo la impresión de que alguien adivina mis desplazamientos, que se anticipa a mis reacciones. La paranoia provocada ayer por la tarde por el funcionario corruptor aumentó el malestar que acarreo desde la consulta del cardenal Fabiani, esa certeza de haber sido estudiada a distancia, escudriñada por los espías de la fe, pero no es sólo eso. Me siento acompañada a cada paso, como si unos gemelos o la lente de un tirador de élite estuvieran apuntándome sin cesar.
Mis pasos me devuelven a la avenida 16 de Septiembre. Ante mi hotel se levanta un bloque de cristal ahumado, bautizado en letras de mármol «El Nuevo Mundo». El deseo de frescor y trivialidad me hace empujar la puerta. Inmóvil en la escalera mecánica, bajo una luz de neón, me encuentro en ese ambiente neutro de las grandes superficies, ese microclima idéntico en cualquier lugar del planeta, ese plan de ocupación del espacio común a todos los puntos de venta, esa división de las horas, de las edades y sexos en departamentos, en deseos sugeridos, en respuestas a la demanda; esta zona franca donde los distintos países sólo representan lugares de fabricación, donde la identidad se resume en la etiqueta, el valor en un código de barras. Cada vez que voy al extranjero para un coloquio, un seminario y los recreos organizados que de ellos se desprenden, siento la necesidad de huir del exotismo, de lo auténtico y lo típico yendo a perderme en unos grandes almacenes.
De piso en piso, en mi escalera mecánica, siento que vuelvo a la vida. Desde mi llegada a México, es la primera vez que me siento cómoda, que el aire me parece respirable, la gente concentrada en lo que hace, los hombres corteses y las mujeres rápidas. Paseo buscando marcas, advirtiendo matices en los acondicionamientos y la presentación. Todas las vendedoras me comprenden y es un placer preguntarles ciertas informaciones sobre productos que no me interesan en absoluto.
En el departamento de lencería, una muchacha encantadora y delgada como para hacer llorar me ve dando vueltas alrededor de los expositores, escéptica, evalúa mi pecho, juzga mí estilo y me ofrece cosas que nunca me atrevería a llevar, con una complicidad alentadora en la voz y la mirada, un modo de darme a entender que tampoco ella creía que iba a dar, algún día, el paso. Conmovida tanto por su delicadeza como por su eficacia de vendedora, la veo envolverme un tanga de seda translúcida y un sujetador de abertura frontal. Liberada del peso de la angustia que me oprimía en la calle, prosigo el paseo balanceando suavemente la bolsa a lunares rosas destinada al tercer cajón de mi cómoda, el cajón de las liviandades, esa muestra de recuerdos de viaje que nunca vuelven a ver la luz. Otros llevan a sus países especialidades, artesanía local o tarjetas postales… Yo completo mi colección con ropa interior nada ponible.
Voy a dar una vuelta por el mobiliario, exploro ilusiones de salones, cocinas, habitaciones de niño, El aire acondicionado sigue siendo agradable, pero ahora tengo frío; siento una tensión en la nuca, De pronto, me doy la vuelta obedeciendo al instinto, una orden interior como nunca la había recibido. Encuentro la mirada azul, intensa, de un tipo muy apuesto, a rayas beiges, dos metros por detrás de mí. Da un respingo, retrocede un paso. Me sonríe. También yo, como reflejo. Luego, tuerce por un pasillo y prosigo mi camino sin saber que acelera mi respiración, el miedo retrospectivo, la vergüenza de ser tan paranoica o la perfección de aquel físico. Es el tipo de hombre que nunca se encuentra, que sólo existe para vender tejanos o crema de afeitar en los spots televisivos. No habla, no piensa, sonríe y una vibra. Termino mí recorrido por el departamento, me siento en distintos sofás, en camas de gente importante, con acolchados festones, o de enamorados estilo mimbre, ante las mesas de despacho, de caoba sintética, y tocadores Luis XVI, con tablas de aglomerado. Adoro esas filas de decoraciones que al parecer definen un estilo, esos fragmentos de patéticas alcobas que intentan sugerir la vida, la intimidad, lo cotidiano, los gustos de cada cual…
Un súbito rumor me obliga a levantarme. Gritos, empujones. Me asomo a la barandilla.
Alguien baja en dirección contraria por la escalera mecánica. Entre los anuncios publicitarios creo reconocer la camisa y la melena del sex-symbol a rayas beiges. Corro hacia el grupo que se ha formado donde yo estaba cinco minutos antes. Una mujer está tendida en el suelo, en estado de shock, con las mejillas cubiertas de sangre. Le han arrancado los pendientes. De pronto, las orejas me arden, toco los aros de oro con pequeños rubíes que habían pertenecido a una bisabuela, que tanto le gustaba a mamá que yo llevara y que no tuve valor para venderlos cuando murió. No le había dado nietos; llevaría al menos un recuerdo de familia.
Unos hombres me apartan para acudir junto a la víctima. Esa mujer temblorosa y mutilada que hubiera podido ser yo. El flujo de los curiosos me empuja hacia la balaustrada. Suenan silbatos en la planta baja; un timbre, gritos, respuestas negativas. El ladrón ha debido de disolverse en la muchedumbre, en la plaza.
Con los dedos agarrados a mi bolsa de ropa interior, me deslizo entre los clientes que se cuentan el acontecimiento, con aire ávido, y bajo por la escalera de emergencia. Dejo mis compras en una papelera de la galería comercial, un irrisorio modo de anular el recuerdo. ¿Qué me angustia más? ¿Haber escapado por tan poco a una agresión o hallarme en un estado emocional tal que oigo voces en mi cabeza? Un brutal deseo de tomar el primer avión, de abandonar esa ciudad donde nada tengo que hacer, se apodera de mí en la acera. La manipulación, las presiones, los peligros reales o fantasiosos, todo para intentar desmentir un milagro en un país sin ley donde la fe es, tal vez, el último asidero… La conciencia de no tener nada que hacer, tampoco en mi país, en esta semana vacía de citas, agrieta mi decisión mientras cruzo la calle.
Entro en el hotel petrificado ya en un clima de siesta, corro hasta la telefonista que está llenando un test de una revista de moda, le pido un listín telefónico de México. Hojeo el enorme adoquín que va de la L a la N, acabo encontrando al oftalmólogo que, cinco años antes, realizó el primer diagnóstico del niño con el ojo reventado por un anzuelo. Obtengo la comunicación al cabo de unos minutos. Suelto mis títulos, menciono la razón de mi presencia en México y el objeto de mi llamada. Mi colega responde, en un inglés apresurado, que nada tiene que añadir a las declaraciones contenidas en el informe que poseo. Ante mi insistencia se limita a confirmar que los daños en la órbita del chiquillo hacían imposible cualquier intervención quirúrgica, incluido el injerto de un ojo vivo. Para mi información personal, le pregunto si hay muchos injertos humanos disponibles en México. Me responde un prolongado silencio. Repito la pregunta. Me suelta, fríamente, que existe un mercado.
—¿Un mercado?
—Un mercado negro, en caso de absoluta necesidad. Si necesita usted un ojo, lo obtiene. Pero a qué precio…
—¿Es decir?
—Un banco de órganos, oficioso, contrata a unos proveedores que raptan a un chiquillo en los barrios pobres.
Cierra la entrevista afirmando que siempre ha rechazado este recurso y que mejor haría dirigiéndome a un servicio de urgencias para evaluar el número de niños tuertos, más que cuestionar la intervención sobrenatural de Juan Diego. Le digo si puede, de colega a colega, comunicarme la dirección de su joven milagroso. Cuelga.