Seguro que no se me encuentra, ni en las impecables hileras de este bonito cementerio sin alma viviente, ni en esas tiendas de buñuelos, películas y medallas piadosas, ni en esa lujosa rosaleda para tarjetas postales, ni ante esa fuente artificial con sus pequeñas rocas muy lisas donde los bobalicones vienen a llenar bidones de agua milagrosa, aunque el único milagro sea que no haya envenenado aún a nadie.
Para seguir mis pasos, Nathalie, tendrías que cerrar los ojos, taparte las orejas y la nariz e imaginar México levantándose sobre una isla en medio de un lago desecado hoy; cuatro caminos con diques y puentes lo unían a la tierra firma, uno de los cuales pasaba por Tepeyac, este pequeño monte pelado donde solo crecían guijarros, abrojos y un único árbol.
Siéntate en ese banco, eso es, a la sombra de este quetzhincal que estaba ya aquí cuando yo era joven. Veinte veces fue cortado y renació del tocón, obstinado, enclenque, desagradable. Era el Árbol del Sacrificio, el Árbol de la Fecundidad donde las parejas venían a solicitar a Tonantzin, la diosa madre del collar de calaveras y las manos cortadas, que les concediera por lo menos dos hijos: uno para él, uno para ella; uno para asegurar la descendencia y compartir el trabajo, otro para dar al sol la fuerza de levantarse cada mañana.
Allí fue donde María Lucía y yo conocimos nuestros cuerpos por primera vez, para respetar la tradición, pero el árbol debía de estar distraído. Permaneció sordo a nuestras plegarias o rechazó nuestro deseo por nuestro bien. ¿Quién sabe qué habría cambiado en nuestro amor con la llegada de un hijo? María Lucía mantuvo su silueta de muchacha hasta el final, y fuimos siempre el uno para el otro, alternativamente, el padre y el hijo. Y luego los españoles cortaron el Árbol de la Superstición, pero lo dejaron crecer de nuevo. Tenía más de seis metros ya cuando gozamos bajo sus ramas nuestro placer postrero. Más tarde fueron unos campesinos quienes lo derribaron, luego los revolucionarios, luego los paisajistas. Hoy agoniza dulcemente bajo las lluvias de gasolina, los garabatos grabados en su corteza y los chicles que le impiden respirar. O tal vez finja que agoniza para impedir que vuelvan a cortarlo y no renazca ya. Pero ya nadie va a amarse a su sombra.
Quédate sentada un momento en este banco, tómate tu tiempo, Nathalie, para deslizarte en el mío. Imagina mis ascensos cotidianos, imagina las apariciones de la Virgen y el matorral de rosas brotando de los abrojos, imagina la construcción de la capilla que me había pedido la Reina del Cielo. No, aquí, a tu izquierda, veinte metros más arriba, donde está el vendedor de helados. Estuvo terminada en dos semanas El 26 de diciembre pusieron la Santa Imagen en un marco y una procesión, dirigida por el obispo Zumárraga, reunió al todopoderoso y al don nadie, a colonos e indígenas, conversos y relapsos, católicos fervientes y adoradores clandestinos de los dioses aztecas, cada cual echando en su molino el agua de tas símbolos estampados en mi vestido, cada cual oyendo la voz de su religión en el doble lenguaje del Cielo.
Toda la población de México acompañó mi túnica hasta su nueva morada. Eran pues miles en el camino del vado que llevaba a Tepeyac, y centenares en el agua circundante, en canoa. Algunos tensaban su arco hacia el sol, en señal de júbilo. Una flecha cayó sobre uno de nosotros y se clavó en su garganta, le mató de golpe. Entonces un gran impulso de esperanza llevó hasta él la imagen de la virgen y se la hicieron tocar con su mano inerte y resucitó. En fin, eso es lo que cuentan. Mientras yo me abría paso entre la muchedumbre que me agradecía haberlo salvado por la mediación de mi túnica, él estaba ya de pie, como una rosa, a pesar de la flecha que le atravesaba aún, luego se arrojó a mis pies para besarlos, imitado por todo el mundo, y no resultaba desagradable, lo confieso, sentir en mis dedos y mis talones tantos labios de nobles.
Aquel 26 de diciembre comenzaron la exageración, la leyenda y el culto a mi personalidad. Desde la llegada de los españoles se sucedían las epidemias de gripe, viruela, sarampión, tifus; la mitad de la población enfermaba y las oraciones no hacían efecto. Mis compatriotas me pidieron que intercediera ante mi Virgen, y la esperanza que había suscitado su aparición tal vez reforzó sus defensas; lo cierto es que el contagio cesó. Las enfermedades no cesaron de la noche a la mañana; la fatalidad, sí. Procuré permanecer modesto, pero era un trabajo de cada instante, algo por encima de mis fuerzas, una protesta continua, un imposible desmentido que se parecía a la ingratitud. ¿Por qué responder a los satisfechos que yo no hacía milagros, cuando su fe en mí les transformaba, les curaba, les salvaba? No veía la necesidad de desengañarlos puesto que no había engaño: la Madre de Cristo no me había elegido para negarles mi compasión ni para privarlos de su agradecimiento, y por lucidez acepté, poco a poco, convertirme en un ídolo.
«Tu alma, ¡oh Santa María!, está como viva en la pintura», cantaban al unísono los conquistadores y los conquistados, reconciliados en torno a mi vestido, desde que lo habían colgado en su marco, por encima del altar, al día siguiente de la Navidad de 1531.
Y oraban clavando la mirada en los ojos de la Virgen donde la muerte iba a encerrarme muy pronto. Qué doloroso me resulta este recuerdo, cómo detesto verme en sus ojos devotos, llevado en triunfo y uniendo las manos con aire orgulloso; cómo lamento aquel 26 de diciembre donde, como se dice hoy en día, me lo creí.
Ven, no nos quedemos aquí, fijémonos en María Lucía, vuelve cinco años atrás y contempla conmigo la fiesta de la Última Vez: el placer y la nostalgia, el dolor y la decisión de gozar otra vez juntos, sabiendo que nuestros cuerpos no volverían a unirse nunca más, puesto que el límite de edad, según nuestro confesor, había transformado en pecado mortal el débito conyugal.
Déjate dominar por mis emociones, en este lugar impregnado aún por nuestro sacrificio. Intenta comprender mi soledad, ahora que has sentido ya, en la basílica, la fuerza de las plegarias que me retienen en la Tierra…
Pero ya no me escuchas. Te levantas y vuelves al presente, bajas por la colina y me abandonas porque tus pies te duelen, porque tienes sueño, porque comienza a anochecer y añoras al hombre al que amas en tu país.
Hasta luego, Nathalie, como se dice cuando se está vivo.