Una sola compañía en el mundo sigue ofreciendo aún plazas para fumadores; tenía quedar con ella. Salí la primera, con la garganta ardiendo, el cráneo martilleante y el estómago retorcido por las guindillas de Aeroméxico, y pataleo desde hace cinco minutos tras una línea amarilla, esperando que los cuatro policías abran de una vez sus garitas. Cuando han terminado sus pequeños manejos y uno de ellos me indica que avance, un vistazo a mi pasaporte le basta para rechazarme, con el gesto maquinal de quien espanta un mosquito. Intento protestar, en vano: llama a la matrona siliconada que se impacienta detrás de mí y me indica la dirección de la que procedo. Ante las miradas no afectadas de los pasajeros en regla, retrocedo por el laberinto de barreras metálicas señalado con el cartel Mexicanos que yo no había advertido. Mi prioridad de clase «business» no ha servido para nada: me encuentro tras cincuenta zombis malhumorados que, entretanto se han amontonado ante la única taquilla reservada para extranjeros. Cuando me llega por fin el turno de comparecer ante el comatoso de verde que muerde un capuchón, con la frente en la mano, sufro una letanía de lentas preguntas cuyo significado busco vanamente en mi diccionario de bolsillo, mientras él comprueba uno a uno mis visados de los últimos diez años. Bruscamente, renuncia a encontrarme sospechosa, sin razón aparente; sella mi pasaporte con una virilidad desproporcionada y me lo devuelve humedeciéndose los labios con una mirada de soslayo. Siento que este país me va a gustar.

En la entrega de equipajes me espera la siguiente sorpresa: la maleta de tela que yo había atestado de agua mineral y de platos «bio» al vacío, para evitar la gastronomía local, gira sobre la cinta transportadora, despanzurrada, con las botellas agujereadas y las bolsas de cocción destrozadas, entre algunos pedazos de zanahoria y granos de arroz. Amontono los escombros en el carro, corro al control de la aduana para exigir un responsable señalando el siniestro. Y me detienen a mí. Dos gorilas me agarran de los codos mientras el tercero empieza a gritarme a la cara, con el dedo apuntando mi mentón. Le pregunto en inglés lo que ocurre y prosigue en español, tres tonos más arriba, como si fuera a comprenderle mejor.

Tras un intercambio de invectivas sin fin, una mano se posa en uno de los puños que me agarran y una especie de Superman Junior, vestido de gris, con gafas redondas y un flequillo como una coma en la frente me dice que todo va bien con inquieta sonrisa, luego empieza a acribillar a mis torturadores con preguntas en su lengua. Sin bajar el volumen, los aduaneros le responden señalando las ruinas de mi maleta. Superman Junior se ensombrece y me aconseja que mantenga la calma para no agravar mi caso. Me rebelo, me explica en dos frases la situación: mi maleta ha sido abierta por los perros antidroga, lo que supone que la transportaba. Tras unos segundos de estupor, respondo que sería tan tonto como querer introducir puros en Cuba. Intenta que me calle dándome la razón: en efecto, los perros tienen el mono y se arrojan sobre cualquier cosa. Pero debo dar pruebas de mi buena fe.

—¿Y cómo voy a hacerlo? ¡Se lo han comido todo! ¿Cómo quiere que demuestre que no había droga si ya no queda nada?

—¿Lleva usted dólares?

Su tono mesurado acaba con mi cólera. Todas las miradas están clavadas en mi. Asiento. Mi defensor parlamenta en español, luego inclina la cabeza y se vuelve hacia mí:

—Lo he dejado en trescientos

—¿Trescientos dólares? ¿Y para qué?

—Para que la dejen en paz.

Abro la boca, fuera de mí. Me indica que no insista entornando los párpados. Los dos gordas me sueltan. Con gesto rabioso, saco tres billetes y los entrego a su jefe, que se los embolsa sin mirarlos.

—¿Y mi indemnización por haber destrozado la maleta?

—Déjelo estar: podrían volverse glotones. ¿Tiene usted más equipaje?

—Eso espero, sí,

—Vaya a buscarlo y venga a presentarlo a estos mismos aduaneros; eso le evitará una nueva provisión de fondos. Son venales, pero correctos.

—En todo caso, gracias por su ayuda. ¿Viene por negocios?

Me tiende la mano.

—Lo siento, me veo obligado a abandonarla: me esperan. Kevin Williams.

—Nathalie Krentz.

—Feliz estancia en México —dice aplastándome los dedos como si me diera el pésame.

Y se aleja, con la cartera en la mano, hacia las puertas de salida donde un chófer muestra su nombre en una pizarra. Una extraña nostalgia me petrifica unos instantes, abandonada en esta lúgubre sala de un amarillo sucio. Me sobrepongo, voy a recuperar la maleta de los vestidos. El material de examen llega cinco minutos mis tarde, envuelto en espuma en la maletita metálica, antichoque, que me regaló mi padre el día que cumplí los dieciocho. Había cubierto con ella decenas de guerras, llevando sus cámaras fotográficas a todos los puntos calientes del planeta. Mi mayoría de edad coincidió con su jubilación. Desde que me la regaló sólo somos, el uno para el otro, extraños corteses, que limitan sus relaciones a cuestiones de salud y de buceo. La espectacular rubia con la que intenta olvidar su edad ha sabido, perfectamente, alejarle de mi, está ya en su cuarto infarto y habla de ello con orgullo, como de una prueba de resistencia. Cuando le telefoneé para anunciarle que mamá había muerto, me respondió suspirando: «¿Y qué puedo hacerle yo?». Desconcertada, le pregunté, puesto que ella no había dejado instrucciones, si prefería que la enterraran o la incinerasen. Me replicó que no era cosa suya. Dicho de otro modo: me esquilmó en vida con su pensión alimenticia, no le soltaré un céntimo más a título póstumo. Yo me encargué de todo. Ni siquiera vino al cementerio. Se hizo representar por un ramo de flores con su tarjeta de visita, para que la gente no dijera. Luego consumó su luto casándose por la Iglesia, ahora que estaba libre ante los ojos del buen Dios, con su furcia rubia quince años después de la boda civil. Y aún quieren que los católicos me inspiren confianza.

Reúno mis cosas en un carro cuyas ruedas, que padecen estrabismo, me hacen tirar de los bordes en diagonal, cruzo la aduana en un silencio de compromiso y busco mi nombre en los carteles. Pese a lo que indicaba la agencia de viajes del Vaticano en el programa de festejos, nadie me aguarda. Una jauría excitada, agitando banderas mexicanas y camisetas numeradas, me empuja de pronto para arrojarse, aullando, sobre un bigotudo con gafas ahumadas, protegido por guardaespaldas que firma tres camisetas con aire extenuado y se va con la cabeza gacha, ante el decepcionado clamor de los aficionados.

Al extremo de un interminable pasillo cuyo calor es removido, muy de vez en cuando, por un ventilador de grandes palas, llego al aparcamiento semicubierto donde maniobran unos autobuses entre los taxis. Junto a la rampa de salida, reconozco a mi negociador de hace un rato, subiendo a un minibús con un grupo de congresistas. Se vuelve para echar una ojeada en mi dirección, sin verme. Detengo mi carro unos instantes, para descansar del ruido de las ruedas. Sólo hay escarabajos en la parada de taxis. Los sempiternos Volkswagen que siguen produciéndose en este país, según decía la revista de Aeroméxico. Estos datan, por lo menos, de los años sesenta, oxidados, abollados, chapuceados con pintura verde manzana y amarillo canario. En primera posición, un engominado de medalla de oro y pelo rizado me invita con el mentón a trepar a su cacharro con un aire prometedor. Empujando el carro por la destrozada calzada remonto la hilera de machos bicolores diciendo no con la cabeza, hasta una mujer gorda, con gafas de hipermétrope, que me abre la portezuela desde el interior con una mueca solidaria. Además, habla inglés. Dejo la maleta en los raíles del asiento contiguo al conductor, desmontado para dejar lugar, y me contorsiono hasta el asiento trasero. Arrancamos con un estruendo de secadora para ensalada. Me da la bienvenida a México, mientras pone el seguro de las portezuelas. Le digo que no es práctico un taxi con dos puertas. Responde que es más prudente: el cliente corre menos riesgo de que lo rapten en los semáforos.

Acosada por un muelle que ha perforado el acolchado bajo el tapizado verdoso, me escoro hacia la izquierda para encontrarme atrapada tras el respaldo, echado hacia atrás por la extremada corpulencia de la mujer.

Le doy la dirección de mi hotel. Me responde que se llama Silvia y que tengo hermosos cabellos. Se lo agradezco. Con una sonrisa fija en el retrovisor, espera que me presente. Para que mire por dónde va, le digo que me llamo Nathalie y que el cabello crece siempre más frondoso después de una quimio. Puesto que su inglés no llega a tanto, exclama que es un hermoso nombre.

Entre las barracas de colores fluorescentes que rodean el aeropuerto, la mayoría de los coches tienen el capó levantado y los hombres, arrellanados en banquetas, dirigen a mi conductora gestos amistosos desde el extremo de sus botellas de cerveza. Yo tengo derecho a un juego de cejas, de lengua o de dedo menique para desearme la bienvenida.

—En cambio, hay muchas menos violaciones de las que dicen —prosigue Silvia con voz tranquilizadora, tras dos o tres kilómetros de silencio.

En cada esquina cambia de gafas para examinar un callejero gordo como un listín telefónico. Cruzando llegamos a una autopista urbana flanqueada por pequeños edificios coronados por gigantescos carteles; sonrisas de tiburón, honestas caras de cuello enorme y familias unidas, con el pelo al viento, en una felicidad electoral. La única mujer candidata tiene problemas de cola: pendulea al viento, de marco en marco, con el rostro a media asta y el eslogan deformado por las burbujas. Grúas sin trabajo alternan con construcciones abandonadas, entre las acacias desplumadas y las jacarandás en flor. Me pican los ojos y mi nariz empieza a sangrar. Silvia me dice que es normal a dos mil trescientos metros: los extranjeros siempre tardan una semana en acostumbrarse. Asiento. La revista de Aeroméxico me había avisado ya: en la ciudad más contaminada del mundo, nadie habla de contaminación, sino de altitud.

A cada sacudida tintinean tres rosarios colgados del retrovisor. Pegada a la guantera, una desteñida estampa representa a Juan Diego desenrollando su túnica ilustrada ante los ojos lacrimosos de un obispo arrodillado. Para saber cómo están las cosas, le pregunto a Silvia quién es aquel personaje. Me responde con una señal de la cruz, pone el intermitente y, luego, me cuenta las acciones de gracia, las apariciones divinas y los prodigios que jalonan la carrera de aquel a quien llama ya «San Dieguito». Atenta a su reflejo en el retrovisor; hago una pregunta sobre el niño del ojo arponeado, cuya curación se ha cargado en la cuenta del canonizado en potencia. Silvia no lo conoce, en cambio, es muy amiga de Chiquita González, que logró que su úlcera de estómago desapareciera gracias a la medalla de Dieguito. Sin mencionar a su colega Antonio Partugas, que encontró un ovni en la carretera de Orizaba y rezó tanto a Dieguito que los extraterrestres renunciaron a llevárselo.

Busco en vano un rastro de malicia en su voz. Tras todo lo que he leído sobre México desde hace cuatro días, esperaba exacerbados sentimientos religiosos, pero no esa superstición en toda regla. Con un acento de complaciente piedad, me permito soltar un gallo:

—Pero todos esos milagros, Silvia, tal vez los haga sencillamente la Virgen María, ¿no? ¿Por qué rezarle a Juan Diego?

Con una lógica imparable, me replica que si Nuestra Señora lo eligió como intermediario, lo menos que puede pedirse a los mexicanos es que hagan lo mismo. Luego saca la cabeza por la portezuela y comienza a abroncar, por una razón que ignoro, al escarabajo gemelo que acaba de adelantar. Tras dos avenidas de insultos, rueda contra rueda, vuelve a subir el cristal para terminar con la entrevista y me pregunta a quién recurrí, yo, para curar mi cáncer. Asombrada de que haya descifrado mi alusión a la quimio de hace un rato, balbuceo que era sólo una sombra en el pulmón derecho, descubierta a tiempo, y que los médicos me lo arreglaron.

—Eso dicen —responde con aire encendido, poniendo por testigo al Juan Diego de la guantera—. El día que reconozcan que no saben por qué desaparece un cáncer, sólo les quedará cerrar la tienda.

Los atascos nos hacen circular al paso envueltos en un calor húmedo que pega mi blusa al plástico del respaldo. Miro la hora, compruebo mi programa, le digo que, a fin de cuentos, iré al hotel más tarde: temo llegar con retraso a la cita. Le doy la dirección del Centro de Estudios Guadalupanos, en el número 133 de cierta avenida Talara. Vuelve a tomar el plano, sacude la cabeza, me tiende el papel y me dice, señalando mis maletas, que mejor será pasar primero por el hotel.

La gigantesca avenida por la que se circula parachoques contra parachoques se despeja de pronto, tras un cruce en el que un descontento que ha bajado de su camión gesticula acusando con el dedo a un cuerpo cubierto por una lona.

—Es la ley del camionero —explica Silvia—. Si hiere a un peatón, va a pagarle una pensión toda la vida. Si retrocede para rematarlo, será una simple multa.

Me abstengo de atacar la lógica que parece servirles de moral. Pasé dos años de internado en el hospital de Bamako; tendría que estar acostumbrada, pero allí la violencia seguía siendo absurda. Me indignará siempre menos el horror de un crimen que las justificaciones que se le buscan.

Con un ruido de castañuelas, el escarabajo acelera para pasar un semáforo en rojo. Una ambulancia y dos camiones nos evitan tocando la bocina. Sacudida entre la náusea y la angustia, me concentro en el bienaventurado de la guantera.

—¿Le pide usted que lleguemos a tiempo? —me sonríe Silvia.

—Le pido que lleguemos enteras.

—Nunca he tenido un accidente, en doce años de taxi —me asegura besando su índice antes de apoyarlos afectuosamente, en el gorro de Juan Diego.

Entramos en el centro histórico, un revoltijo de casas coloniales, iglesias destartaladas y edificios grises que se sostienen unos a otros, apuntalados aquí y allá por oxidadas vigas. En unos paneles ilustrados, el viandante es invitado a caminar por el centro de la calzada durante los terremotos. Un laberinto de callejas nos lleva a una gran plaza donde un policía cierra el paso, impidiéndonos girar a la derecha. Silvia saca la cabeza y el brazo para parlamentar, sube el tono, me señala. El parece de mármol y sigue agitando el pulgar indicando la izquierda. Ella mete de nuevo la cabeza dentro, me pide cincuenta pesos, Suspiro y le tiendo un billete con aire resignado. Ella lo pone en la mano del policía, que nos deja pasar y arranca como una exhalación para detenerse veinte metros más adelante, en la esquina de la avenida donde se encuentra la puerta del hotel. Le hago observar que habría podido ahorrarme cincuenta pesos. Me contesta amablemente que la policía está muy mal pagada, también tienen que ganarse la vida.

—Tómese su tiempo, la espero.

—¿Llegaremos al Centro de Estudios en un cuarto de hora?

—Si Dieguito quiere —promete con una buena sonrisa que resuelve los problemas—. Y, de lo contrario, ya esperarán. ¿Sabe usted?, en México cada cual vive a su ritmo. Los horarios son como la meteorología. Solo para dar una idea.

Bajo el toldo hecho jirones del Gran Hotel Ciudad de México, un portero decrépito con uniforme azulado me contempla mientras saco el equipaje, luego silba y un botones, de tanta edad como él, se acerca como un diablo, levanta mi maleta haciendo muecas. Le ayudo y se mete por un pasillo de servicio, mientras su colega me señala orgullosamente los peldaños de mármol bajo la puerta giratoria.

Llego a un vestíbulo inmenso y desierto, iluminado por una cristalera que corona cuatro pisos de galerías. El suelo está dividido en dos zonas: a la izquierda una moqueta de color burdeos llena de manchas, a la derecha una losa de cemento desnudo que espera un nuevo revestimiento. Me dirijo a la recepción, donde un aspirador abandonado muestra su tubo. Nadie. Un timbre de cobre con botón nacarado preside el mostrador Le doy un puñetazo, como en las películas del oeste. Se abre una puerta, acude un conserje cojeando, me pregunta si quiero un taxi. Le explico que no: no me voy, llego. Me mira con aire decepcionado, vagamente reprobador, dobla el bono de reserva que le tiendo, me dice que no me mueva y da media vuelta cerrando la puerta a su espalda.

Compruebo la hora en el reloj de pared, va retrasado, acepto pacientemente mi mal, recorro el vestíbulo contemplando la cristalera. Nunca había visto tan hermosos vitrales. Tomo un pedazo, caído en el tiesto de una planta amarilla. Otros yacen entre las colillas de los ceniceros de arena. Un granate profundo, un verde absenta, un azul piscina delimitado por un hilillo de oro… El hotel debía de ser una maravilla el siglo pasado. Dos monumentales cajas de ascensor, con volutas de hierro forjado, se hacen frente, a uno y otro lado de los balcones de óvalo labrado que evocan un teatro sin escenario.

Saliendo de un montacargas más reciente, que destruye la armonía de una alcoba, el viejo botones empuja su carretilla hasta el guardarropa y deja allí mi equipaje. Levanto los ojos hacia el techo, donde repercute un ruido de taladradora. Una silueta trabaja en el exterior entre los mosaicos de las tres cúpulas de vidrio turquesa. Unas gotas caen sobre el cemento junto a un sofá destartalado desde donde me observa, detrás de su periódico, un tipo alto y flaco, con un puro en el que no me había fijado. Al encontrar mi mirada, dobla cuidadosamente las hojas, se levanta, abotona su chaqueta, verde grisáceo y avanza hacia mí, con una mano en el bolsillo. Llegado a mi altura saca una tarjeta de visita y me la tiende, con los labios cerrados, saludándome con un parpadeo.

ROBERTO CÁRDENAS

Instituto Mexicano de Cultura

Dirección del Patrimonio

Levanto la cabeza, encuentro en sus ojos fríos, como eco de su función, una tácita advertencia que me pone un nudo en la garganta. La misma impresión de malestar que cuando el cardenal Fabiani me dio a entender que los servicios especiales del Vaticano habían hecho sobre mi una investigación a fondo. No puedo creer que las autoridades mexicanas estén ya al comen te de mi presencia y de la naturaleza de mi misión.

El funcionario de Cultura dice con aire sobrio una frase que le hago repetir tres veces, mientras consulto mi diccionario para darle sentido. En líneas generales, me invita a darle la vuelta a su tarjeta: en el reverso, a mano, han escrito una hora y una dirección.

Mañana —concreta en un tono cortés pero firme.

Le pregunto la causa de esta convocatoria. Permanece inmóvil, sin decir una palabra, como si fuera él quien aguardara una respuesta por mi parte. De pronto, un fulgor tímido en su mirada, acompañado por una leve inclinación del busto, me hace ver la situación desde otro punto de vista. Su gestión no es, forzosamente, un intento de intimidación, para que yo deje canonizar en paz al florón de su patrimonio. Abro mí monedero, pongo en él su tarjeta y, descuidadamente, saco a medias un billete de cien pesos, espiando su reacción para evitar meter la pata. El asiente con gravedad, se saca del bolsillo un fajo y lo mete en mi bolso.

No comprendo. ¿Estará comprándome? ¿Tanto les molesto, hasta este punto les inquieta el peritaje que debo efectuar? Me dispongo a rechazar el soborno y, luego, me digo que tal vez sea peligroso. Si los funcionarios de Cultura recurren a la corrupción para defender sus tesoros nacionales, también pueden hacer que alguien me ataque por la calle. La perfecta naturalidad con la que acaba de sobornarme deja entender, muy a las claras, que la compra de peritos es aquí moneda corriente. Ahora me explico la unanimidad de los informes científicos sobre la túnica de Juan Diego.

Con el deseo de recuperar la ventaja, saco el fajo y comienzo a contar los billetes. Luego, compruebo una palabra en mi diccionario, invito al hombre a que me siga hasta la recepción y me apoyo en el mostrador para redactar un recibo. Me contempla, desconcertado y lee por encima de mi hombro:

Recibidos desde el señor Roberto Cárdenas:

1.000 pesos

Lo firmo y le devuelvo el bolígrafo. Su perplejidad vale la pena. Pero, al parecer, no se debe a una falla de sintaxis ni a la turbación al ver oficializado su intento de untarme, puesto que acaba sonriendo con aire bravucón y estampando su rúbrica al pie de la hoja. Como si le excitara comprometerse, a menos que desee, sencillamente, demostrarme así que está por encima de las leyes, en total acuerdo con su jerarquía, y que sólo a mí puede comprometerme este documento.

Garabateo y firmo una copia del recibo, se la doy; se la guarda y me palmea el hombro como testimonio de connivencia, sin que yo pueda saber si mi iniciativa, es, para él, una provocación o puro desconocimiento de las costumbres locales.

Va a recuperar su periódico y se dirige a la puerta giratoria. En cuanto ha salido, reaparece el conserje para informarme, secamente, de que mi habitación no está lista, como si fuera culpa mía. Le tiendo el fajo de pesos abandonado en el mostrador, para que vele por mi equipaje hasta que yo regrese; me lo agradece golpeando los tacones y abandono aquel cementerio con sensaciones divididas. Es la primera vez, desde mi periodo africano, que encuentro esta impresión de solapada hostilidad y la excitación que de ella se desprende. Pero en aquella época, en los hospitales de campaña, arriesgaba mi vida por una buena causa y una urgencia real. No hay un verdadero motivo para sentirse orgullosa de haber fingido, por prudencia, aceptar un soborno.

—¿Talara? —me lanza Silvia entre dos bocados de un enorme emparedado del que escapan algunas cosas.

Recupero mi lugar en el asiento trasero. Ella arranca su secadora y nos sumergimos en la contaminación que se cierra hacia el norte.

—No es un lugar para turistas. ¿Qué va a hacer usted en el Centro de Estudios?

Respondo que soy periodista y que preparo un artículo sobre la Virgen.

—¡No hable de Antonio Partugas! —dice con viveza—, o en todo caso cámbiele el nombre, su mujer no sabe que ha visto un ovni.

—Cuente conmigo.

Cuarenta minutos después de la hora de la cita, me deja en un barrio residencial donde unos jóvenes acechan bajo los eucaliptos, apoyados en las rejas de unas villas encerrojadas. El número 133 es una casa de dos pisos, con las contraventanas cerradas, la puerta hermética, y el buzón desbordante de periódicos. La placa «Centro de Estudios Guadalupanos» no indica las horas de apertura. Llamo varias veces, luego vuelvo al coche.

—¿Esperamos un poco? —propone tímidamente Silvia.

Sonrío para mostrarle que le estoy tomando la medida al país, que me aclimato. Ella parece feliz al verme algo menos estresada, sin comprender que, para mí, es perder un punto de orientación. Nunca me voy de vacaciones y una hora libre en mi agenda supone siempre una fuente de angustias. Solo soy eficaz, me siento bien y me preocupan los otros cuando estoy desbordada. Los abismos de indiferencia y de para-qué en los que me sumerjo en mis momentos perdidos me dan miedo. Y, luego, me cuesta cada vez mis volver a la superficie.

—¿Está lejos la basílica?

—En distancia, no.

Centenares de parasoles protegen a los vendedores de recuerdos y de buñuelos en la inmensa explanada a cuyo extremo se levantan, barrocas y amuralladas, las sucesivas iglesias que fueron cerrándose a medida que se hacían demasiado pequeñas o peligrosas. Unos paneles trilingües, puestos en los muros del recinto, entre prohibiciones de aparcar, le recuerdan al cielo los peregrinos víctimas de los últimos terremotos.

Un policía me arranca del taxi donde yo aguardaba mi cambio, ocupa mi lugar y suelta unas órdenes. Silvia me hace una mímica desolada, me guiña el ojo y vuelve a arrancar. Me deslizo entre los autobuses alineados ante la nueva basílica, una especie de estadio cubierto de cemento parasísmico, con un tejado estilo sombrero coronado por una cruz plantada en una M.

Silbidos, reunión de grupos por megáfono, olores de incienso y de salchichas asadas… Unas barreras móviles canalizan las colas de espera haciéndolas zigzaguear al estilo Disneyland. Cubiertos de un dibujo sin pie, unos postes indicadores dividen la muchedumbre en dos categorías: tipo de rodillas y cámara fotográfica. Me pongo en la cola de la segunda clase, donde los turistas avanzan con cuentagotas por un plano inclinado hacia una entrada subterránea, mientras los peregrinos aguardan ante las puertas de doble hoja, custodiadas por vigilantes.

Bajo la bóveda de cemento, serpenteamos al paso en una luz macilenta, sobre un enlosado de granito gastado por millones de pasos, colocado desde hace menos de treinta años y lustroso ya como una vía romana. Mientras el frío aumenta a medida que nos hundimos, una voz angelical salmodia en sordina, sobre un fondo de órgano, consignas de seguridad y prohibiciones diversas. El aire se enrarece, la iluminación baja, se hace el siendo. Y, de pronto, el corredor curvo desemboca al pie de una pared de madera y cobre donde la imagen, protegida por el cristal, está colgada a diez metros del suelo. Para evitar que los fotógrafos y las cámaras de vídeo provoquen demasiados atascos, tres cintas transportadoras los hacen pasar bajo la tilma y la cuarta les devuelve al punto de partida. Dan vueltas en redondo, con el ojo en el visor, tropiezan al llegar, se hacen un esguince en el tobillo y piden a Juan Diego que les cure en el siguiente paso.

Consternada, contemplo ese fervor maquinal y pueril, esa circulación giratoria de zooms, gemelos y flashes, esos pantalones cortos, flotantes, esos muslos con varices, esas pantorrillas peludas, esas panzas prominentes y esas señales de la cruz que puntúan las fotografías.

Y, luego, me encuentro a mi vez en la acera mecánica, levanto la cabeza hacia la Virgen que ora y suelto un taco. ¡Tiene los ojos cerrados! Me han hecho venir a México con mi oftalmoscopio para peritar la mirada de una Virgen con los párpados cerrados. ¿A quién estarán tomándole el pelo? ¿Qué esperan de mí, que rasque la pintura para examinar sus ojos?

Mi talón tropieza contra el umbral de llegada, me agarro al hombro de un tipo lacrimoso, le pido perdón. Me estrecha las manos desbordante de gratitud, me pone por testigo del estado de su pierna izquierda. Le felicito y tomo prestados sus gemelos para pasar de nuevo bajo el marco. Ajusto las ruedecillas, enfoco el rostro. De hecho, los párpados dejan ver unos milímetros de mirada, bajo el reflejo de unos focos. Pero la trama es ancha, los colores deslucidos y nada emana de esos ojos entornados. Ninguna expresión particular, ningún carisma, ninguna intensidad molesta. Una dulzura pintada, eso es todo. Una virgen trivial como se ven en todas partes, con las manos unidas, la cabeza inclinada bajo un manto turquesa salpicado de estrellas. Devuelvo los gemelos a su propietario. No sé si me siento tranquilizada o decepcionada.

Los paneles dibujados indican tres salidas posibles: la oración, los recuerdos y el incendio. Por curiosisdad me dirijo hacia la primera, a lo largo de una avenida que asciende suavemente. Y sufro allí una verdadera impresión. Me encuentro bajo un inmenso tipi de cemento y madera, con las bóvedas grises afinadas por unos armazones claros de los que cuelgan todas las banderas del mundo. La tilma domina el altar desierto que se levanta a diez metros de la pared cobriza, sin que nada permita sospechar la muchedumbre de fotógrafos que da vueltas abajo, en el pozo de luz.

Se está celebrando una misa grabada y miles de personas, inmóviles, responden a las plegarias de los altavoces, cantan en su lengua. Otros llegan de rodillas mostrando sus palmas, desde la explanada de la que asciende, cada vez que se abre la puerta, el rumor de los regateos. Y en medio de ese apacible Cafarnaum, me domina una extraña emoción. Como una ligereza procedente de otra parte, que me arranca las lágrimas sin que pueda comprender el porqué. Probablemente la fatiga, la falta de oxigeno o las guindillas de Aeroméxico, que me torturan a intervalos regulares. Pero he aquí que, mirando el marco de cristal y la Santa Virgen bobalicona, rodeada de rayos dorados, me sorprendo hablando en voz baja, dando gracias a no sé quién por mi curación, mi recuperación o mi prórroga, y pido perdón por no haber hecho nada, por no haber cambiado ni aprovechado le suerte o la advertencia; digo ayudadme a ver claro, a sacar partido del suplemento de vida que me habéis concedido, seáis quienes seáis, mis colegas, Dios, mi cuerpo, mi voluntad, mi perro, mi madre o mi hombre. Y he aquí que cierro los ojos, que uno mi angustia a esta emoción colectiva que ha impregnado mi fatiga, mi enojo, mis negativas y mis dudas. Y algo nuevo se desliza en mí, una mezcla de fuerza y armonía; acojo la gratitud y la súplica de los miles de desconocidos que me rodean; tengo de pronto todas las edades, todas las esperanzas, todas las derrotas y todas las enfermedades, comulgo en la sinceridad del impulso que lleva a todos esos humanos hasta un pedazo de tejido, que tiene ya cuatro siglos. Pero nada es sobrenatural ni religioso en la emoción que me conmueve. Recibo las consecuencias de todas esas ondas que convergen hacia el marco de cristal, eso es todo. Es mi historia y es la suya, es un encuentro, un intercambio, un lugar común. Y yo, la solitaria, la agorafóbica, me entrego al encanto, al dolor, a la dulzura, a la plenitud en la que se insinúan esas voces discordantes, esos cantos del mundo, esos dramas y esos gozos interiores.

Vacilando, salgo al aire libre, recorro las avenidas entre centenares de Vírgenes en carteles, en alfombras, en toallas, caramelos, velas, alajúes y lámparas de cabecera, entre el humo de los asados; empujo a la gente, me dejo empujar, zigzagueo hasta el monte Tepeyac, por el que trepan las escaleras entre una vegetación pintada. Camino como una autómata, inicio la ascensión por este paisaje que, ciertamente, nada tiene que ver ya con la colina de las apariciones; intento que se esfume la muchedumbre, los arriates de rosas, los cucuruchos de helado y las jarras de cerveza, las palmeras, las estatuas cursis junto a la cascada, las tiendas libres de impuestos y el rumor de la capital asfixiada por la bruma; procuro seguir con mis pasos los del pequeño indio de 1531 y me pregunto si dudaba, también él, antes de haber visto, o si sólo recibió la confirmación de su fe, la calderilla de sus plegarias.

En la reja de un cementerio en bancales hay una placa de mármol:

El panteón es civil

Aquí no se encuentra Juan Diego.

La advertencia me hace sonreír, antes incluso de haber verificado su sentido.