Intento abrirme paso en tus pensamientos, mientras bebes alcohol por encima del mar, contemplando las nubes, pero los pequeños comprimidos blancos distraen tu atención, te impiden percibir mi voz que intenta ponerte en guardia. No corres peligro inminente y no conozco el futuro; todo lo que puedo captar son intuiciones, advertencias procedentes de ti misma, reveladas por tu inconsciente, a las que por desgracia concedes muy poco interés.

¿Sabrás algún día, pequeña Nathalie, antes de abandonar tu cuerpo, que los vivos están mucho mejor informados que los muertos? Sólo podemos orientarnos en vuestro espacio, vuestro tiempo, vuestro mundo, por la vía de vuestro presentimientos, que se mezclan con las pulsiones, las fantasías, los recuerdos en vuestras imágenes mentales. Sois nuestra reserva de porvenir, siempre que estas nociones temporales tengan sentido, es decir, cuando intentamos entrar en consonancia con vosotros. Visitamos tan a menudo vuestro sueño porque accedemos, así, a un desván que contiene todo lo que nosotros hemos perdido, y nos aprovisionamos de lo que desdeñáis, intentando compararlo con vosotros.

Digo nosotros, pero es un plural de confianza. Desde mi fallecimiento, pongo a Dios por testigo, no he podido entablar relación alguna con los demás espíritus desencarnados. María Lucía no se ha manifestado nunca. Por lo que se refiere a los personajes con quienes habito la mirada de la Virgen no tienen más existencia efectiva que los rostros inmortalizados en vuestras fotos. Incluso el obispo de México, arrodillado entre lágrimas ante mí, ese Zumárraga con el que pasé diecisiete años, al que veía todas las mañanas y que me administraba la eucaristía tres veces por semana, ya sólo es una imagen vacía. Tras haberse marchado tres días después que yo, nunca me ha dado señal de supervivencia, nunca ha venido a visitar mis limbos. Después de subir sin duda al Cielo directamente, por la entrada de proveedores, se ha desinteresado del destino que le debo.

Sea como fuere, Nathalie, el vínculo tan tenue, de momento, entre nosotros dos no me permite aún expresarme, salvo por esa intrusión informática ante la que tan mal reaccionaste. Y me entristece mucho. Quisiera ponerte en guardia contra los pensamientos negativos que proyectas y que te aguardan ahí. Te necesito tanto, en plena posesión de tu inteligencia, tu energía, tus defensas naturales. No quisiera que llegases debilitada a nuestra cita. Pero tal vez sea necesario. Los caminos del Señor, estoy bien situado para saberlo, son tan tortuosos y están tan mal adoquinados como el azar al que, a veces, sustituyen.

He aquí que una silueta que se parece vagamente a mí toma forma en tu espíritu somnoliento, pasea por las nubes que rozan la ventanilla. Es gracioso que me veas tan joven… Tenía ya cincuenta y siete años, sabes, hermanita del ultramundo, cuando la Providencia cayó sobre mí para mi desgracia. Y sólo me extinguí a los setenta y cuatro años, aunque la expresión, en mi caso, lamentablemente, no tenga sentido alguno.

Pero nada había cambiado mi naturaleza durante mi larga estancia en la Tierra: el niño que yo era, sereno, comedido, obstinado, fiel, se conservó sin negarse en aquel anciano encurtido, asediado por los enfermos y los miserables. El testigo a su pesar, el portador del milagro, el instrumento de la voluntad divina, el «hombre de la Virgen», alojado, alimentado, paseado el domingo como un santo sacramento, y que saludaba a la implorante muchedumbre con mucha más resignación que orgullo… Dada la sordera que había dulcificado mis últimos años, las gracias que me atribuían se extendían a mi alrededor sin que yo lo supiera; por desgracia, ya no es así; la muerte me devolvió el oído y sufro, estoico, los millones de plegarias a las que no tengo modo de responder.

Sigo sin saber por qué la Virgen me mantiene en sus ojos. En cambio, sé lo que espero de ti, Nathalie, lo que espero y lo que temo. Nuestro encuentro te hará daño, es probable. E ignoro si será por tu bien. Pero tú tienes el poder de liberarme; necesito tanto creerlo.