El timbre hace que el lápiz resbale. Borro el desaguisado alrededor de mí párpado, luego bajo la escalera gritando que ya voy. Abro la puerta y me encuentro ante un ramo de peonías Franck se excusa por la connotación sexual que, a su entender, tienen esas flores: es todo lo que la tienda tenía, a estas horas, presentable Tiene mala cara, las mejillas hundidas y los labios secos. En las operaciones, cuando me ayuda en la clínica, sólo nuestros ojos se hablan entre la máscara y el gorro, y nunca tenemos dos minutos para vernos luego, en la cafetería.

—No tengo buen aspecto, lo sé —confirma en un tono capaz de desalentar los comentarios.

Una bufanda de lana se retuerce bajo su chaqueta de algodón de entretiempo, sus arrugas de sonreír han dado paso a dos pliegues de amargura y la fatiga apaga su mirada verde. Cuando peor está, más guapo me parece.

Apenas se ha derrumbado en el sillón de la sala, al que no he tenido tiempo de quitarle la funda, me lo suelta todo a quemarropa, con las peonías al extremo de su brazo, que su padre le toca las narices, algo que no es nuevo, y que va a decirle de una vez todo lo que lleva dentro, algo con lo que no me atrevo ya a soñar. Mi aire escéptico multiplica su rabia: me lanza a la cara que el viejo habló, ayer por la noche, de vender el terreno de la clínica a un promotor inmobiliario para resolver el asunto de su sucesión. Sonrío, le tomo el ramo de las manos explicándole que debería considerar ese desaire como un homenaje: su padre ha intentado, durante años, quebrantarle los nervios, convencerlo de que no ejerza para que hubiera un solo Manneville en la historia de la cirugía ocular, reconoce tácitamente su derrota al no tener ya más argumentos que la amenaza de los bulldozers. Yo fui su alumna: le conozco mejor que su hijo. Henry Manneville es de la raza de los pioneros que consideran que su avance, las innovaciones unidas a su nombre, son, por esencia, definitivas; nadie tiene derecho a ir más lejos, a descubrir otra cosa. Fue el primero en practicar el injerto de córnea, ha militado toda la vida para que los ciudadanos donaran tus ojos al banco de órganos, y no admite el éxito de mis corresponsales japoneses, que han puesto a punto una córnea artificial. Admiro profundamente al médico, soporté con provecho la tiranía del profesor y desprecio al individuo, habiendo sabido, siempre, disociarlos, lo que por desgracia no le ocurre a Franck.

—Nunca va a vender, bien lo sabes —digo yendo a poner sus flores en agua—. Es sólo para estropearte el fin de semana. ¿Vas a esquiar?

Cierro el grifo; sigue callado. Deduzco que va con una chica y espero que eso le haga bien.

—En cualquier caso —acaba respondiendo—, dimite del consejo de administración y te instala a ti en su lugar.

Me detengo en medio del pasillo. No hay amargura alguna en su voz, ningún despecho, ningún rencor contra mí. Dejo el jarrón en una consola, voy a tomar la botella de champán y la carpeta verde, vuelvo al salón donde Franck se ha descalzado, tiene las manos detrás de la nuca y aspecto de haberse librado de un gran peso. Sus cabellos rubios echados hacia atrás, escapando al control de la gomina, dibujan las espigas vespertinas que tanto me gustan.

—Y voy a decirte lo que pienso en el fondo —declara con crispada serenidad—: Es la mejor decisión que podía tomar.

Me inclino sobre el brazo del sillón, le contemplo mientras se sube nerviosamente los calcetines. La butaca de Henry Manneville en el consejo de administración sería mi única posibilidad de imponer mis opciones de practicar los injertos de córnea artificial para remediar la carencia de donaciones, evitar los rechazos y la necesidad de inmunosupresores que el operado está condenado a tomar hasta el final de sus días Manneville se opone al protocolo: la autorización para pasar a la fase 4 es demasiado reciente, los aparentes éxitos no demuestran nada. Para el hombre nos falta perspectiva, sería peligroso para la clínica en caso de fracaso y mucho menos rentable que mi láser, que corrige sin preocupación algunas miopías en cadena.

—Nos invita a almorzar, el domingo —suelta Franck.

Le responde un silencio preñado de intimidad. Todo lo que esas palabras recubren y significan para nosotros… Durante nuestros cinco años de relación oficial, cada domingo, o casi, íbamos a cenar a la villa de los Manneville, frente al hoyo número 9. Ritual pierna de cordero, patatas salteadas, ensalada del huerto, conversación que iba del golf a la política, tarta al ron y póquer a cuatro. En cuanto la partida empezaba, yo abría las piernas y Franck se descalzaba. Su expresión imperturbable, mientras me llevaba al placer con su dedo gordo, anunciando «full» o «paso», era para él una formidable victoria interior sobre su padre, que se las componía ante mí para llamarle «muchachote» como diminutivo. Cierto día, al recoger una carta, su madre nos vio por debajo de la mesa. Se incorporó apenas ruborizada, mordiéndose los labios en una disimulada sonrisa, y prosiguió la partida como si nada ocurriera. También para ella fue una auténtica revancha sobre la perentoria autoridad de Henry Manneville, que la había convertido en todo lo que yo impedía que fuera Franck: una víctima asfixiada por la admiración que sentía por su dueño y los complejos subsiguientes.

Cuando me nombró jefa del servicio de oftalmología, un lugar que hubiera merecido su hijo, evalué la magnitud de mi fracaso: sólo había logrado envenenar sus celos, y mi ascenso era para él el mejor modo de rebajar a mi amante, que se convertía así en mi subordinado. O la situación le resultaba a Franck insoportable y rompía nuestra pareja o él se inclinaba y enterraba sus últimas ambiciones, admitiendo su inferioridad. Henry Manneville ganaba en ambos casos. Preferí interrumpir nuestra relación Él siguió invitándonos el domingo, una vez al mes, «como colegas», y aceptamos el desafío durante un año, para demostrarle que nuestra amistad, por lo menos, sobrevivía a sus manejos.

Pero algo se había roto en él, tras haber terminado con su hijo. Le vi varias veces, equivocarse en lo anunciado, contradecirse, confundir sus cartas. Sus ausencias se hacían cada vez más frecuentes, era visiblemente consciente de ello, pero nadie se atrevía a decírselo. Se había comprometido públicamente, desde hacía lustros, a colgar los guantes al día siguiente de su septuagésimo aniversario y nunca se volvía atrás en una decisión. Aunque ya sólo operara edemas de la córnea, de los que seguía siendo el especialista mundial, yo imaginaba el número de pacientes a los que podía estropear en dos años y medio, no conscientes todos ellos del peligro y dispuestos a pagar cualquier precio para tener el honor y el consuelo de pasar por sus manos. Un domingo, junto a la piscina, le llevé aparte; le dije que no engañaba ya a nadie y que, por respeto hacia sí mismo, tenía que dejarlo. Me escuchó. Decidió tomar la medida que, para él, se imponía ante el declive de sus facultades Dejó de jugar al póquer.

—Yo no iré, Franck.

Da un respingo.

—¿Bromeas? Ha tomado su decisión por una cabezonada, tras un malestar, un ataque o qué sé yo: si no aprovechas la ocasión, venderá. Todo el mundo es pera que tomes la clínica en tus manos, lo sabes.

—Me niego. Es tu lugar, no el mío.

El tapón salta entre sus dedos; un leve ruido, la botella indinada setenta y cinco grados, impecable el gesto.

—No volvamos a hablar de eso, Nathalie. No tengo pasta de mandarín: soy un cirujano honesto, un mediano golfista, un gestor nulo y un amante maravilloso.

El tono neurasténico con el que acaba de enunciar esas cuatro verdades le vale un beso en la nariz.

—No estoy de acuerdo, Franck.

—¿En cuál de estas cuatro apreciaciones?

Aparto su mano de mi sujetador y le tiendo la copa. El champán cae sobre mis dedos. Brindamos, sin saber por qué, sin buscar pretextos. Sentada con una nalga en el brazo del sillón, me apoyo en su hombro. Qué falta me hace cuando está aquí. Durante los primeros tiempos de nuestra separación, él seguía teniendo las llaves; venía periódicamente a comprobar el estado de mis provisiones, las fechas de caducidad de mis yogures, a vaciar y llenar mi nevera, a sacar al perro y a contarme, ante la chimenea, sus sinsabores con otras mujeres que, a pesar de «mis meritorios esfuerzos», decía él, eran en la cama troncos, si se comparaban conmigo. Me preguntaba cada vez dónde estaba yo, y cuando respondía «En ninguna parte» él parecía sinceramente desolado. Me empujaba incluso a los brazos de algunos notorios «buenos polvos» de la clínica, para que estuviéramos en paz, añadía con pudor. Yo adoraba su modo de mantener un pie en mí vida, desobedecer mi deseo de alejamiento sin darme por ello la impresión de haberle perdido, y su modo de tranquilizarme sobre el porvenir: nuestra historia no podía haber acabado, puesto que él me lo contaba todo sobre mis sustituías de una noche y, por mi lado, no ocurría ya nada.

Y luego mamá comenzó a romperse por todas partes, el cuello del fémur, la muñeca, la clavícula: devolví mi apartamento y volví a vivir con ella en esta casa, que alquilaba desde hacía cuarenta años y que yo acababa de comprarle para que dejara de darme la lata con su miedo a que el propietario la pusiera «de patitas en la calle». A ella le había parecido normal que volviera a instalarme en los lugares de mí infancia. Había dicho: «Así tu perro no estará solo». Y Franck había dejado de venir.

—¿Te encargas de mi catarata mañana por la mañana? —suelta en tono mimoso poniendo la cabeza en mi rodilla.

—¿Por qué?

—Porque voy a hacerte el amor toda la noche y a las nueve mis ojos no estarán para bromas.

Se aprieta contra mí y le abrazo con la enternecida sonrisa que despierta mi deseo más que todas sus caricias.

—Con una condición.

Se aparta, asombrado.

—¿El amor?

—La catarata.

Se relaja. Sus ofertas, a fuerza de soportar mis negativas, ya sólo son cortesías algo maquinales, lo advierto muy bien.

—Te lo cambio por un glaucoma. Estaré fuera la semana que viene: he aplazado lo que puede esperar, pero tienes que operarme urgentemente a Tina Chamley.

Se levanta de un brinco.

—¿Estás loca? Papá no lo aceptaría nunca. Es la mayor estrella que tú has traído a la clínica; es cosa tuya.

—La he avisado, está de acuerdo.

Se levanta con brusquedad y está a punto de hacerme caer del brazo del sillón.

—¡De ningún modo! Me niego a que me utilices en tus pulsos con mi padre.

—No utilizo a nadie, Franck. Eres el mejor del equipo, te pido que me sustituyas en una intervención delicada, eso es todo. Que sea una célebre top model no es algo que haya que tener en cuenta.

—Salvo que tendré a los paparazzi en la puerta del quirófano, se hablará de mí en los periódicos, eso molestará a papá y tú estarás contenta. ¿Adónde lleva todo eso, Nathalie? Quieres devolverme la confianza en mí mismo, ¿es eso? ¡Dilo! ¡Pero si me encuentro muy bien! Opero doce cataratas al día, sin despeinarme, es apasionante, acabo de comprarme un nuevo Mercedes 4x4, ¿dónde está el problema?

—En ninguna parte, Franck. Me voy por unos días, eso es todo Necesito meditar, vaciarme la cabeza… Tengo derecho, ¿no?

Vuelve a sentarse con una amarga sonrisa.

—Has conocido a alguien —traduce.

No lo desmiento, conmovida por su reacción, por su respingo de orgullo, por esa violencia tan poco frecuente en él. Me limito a responder que me voy sola. Concluye:

—Vas a reunirte con él. ¿Puedo saber dónde?

—En México.

—¿Y se llama?

—Juan Diego.

Abre los brazos, fatalista, los deja caer sobre sus rodillas. Dejo que macere unos instantes en sus celos y luego, aclaro tendiéndole la carpeta verde:

—Murió hace cuatrocientos cincuenta y dos años. Échale una hojeada mientras caliento los sandwiches.

Y abandono el salón sintiendo cómo el peso de su mirada me alivia de todo lo demás. Tengo, ahora, una verdadera razón para partir. Y ninguna excusa para dar marcha atrás. Pasaré una excelente noche y tal vez con él, incluso.

Enciendo el horno y coloco la plancha sobre la parrilla, atenta a los comentarios y ruiditos con los que salpica su lectura, en la estancia de al lado, de los «Pero ¿qué significa esta tontería?» a los «Pero ¡qué chifladura!», Luego se hace el silencio, acompasado por el mido de las páginas que se vuelven y el tintineo de los cubiertos que yo pongo en el lavaplatos, al descubrir que están sucios. A fuerza de lavarlos antes a mano, nunca sé, al regresar, si he puesto o no la máquina en marcha.

Mientras acabo de poner la mesa, viene a reunirse conmigo llevando en la mano un manojo de papeles con el rostro surcado por una inmóvil sonrisa.

—Interrúmpeme si he entendido mal. Te vas con una misión, solicitada por el Vaticano, para examinar los ojos de un cuadro que hace milagros.

Inclino la cabeza con aire doliente, rectificando la colocación de sus cubiertos

—¿Tú, la escéptica absoluta, la que me trata de retrasado cuando leo mi horóscopo?

—Siéntate, ya está listo.

—¡Pero esto es una encerrona, Nathalie!

Su tono de pronto trágico, cuando yo esperaba una carcajada liberadora, suspende mi gesto sobre el horno.

—¿Has leído lo que hay en el informe de los oftalmólogos?

—No, Franck. Está en español: contaba contigo.

Se sienta, aparta su plato, tira de mi brazo y traduce nerviosamente, haciéndome seguir las palabras con la punta de la uña:

—Doctor Rafael Torija, 1955: «Cuando se dirige la luz del oftalmoscopio a la pupila de la imagen de la Virgen, se ve brillar en el círculo externo el mismo reflejo luminoso que en un ojo humano. Y a consecuencias de este reflejo, la pupila se ilumina de modo difuso dando la impresión de un relieve en hueco».

Levanta la cabeza para observar mi reacción. Trago saliva.

—Prosigo —dice con tono rabioso volviendo las páginas—. Doctor Amado Jorge Kuri, 1975: «Confirmo la observación de mis colegas Torroella, Bueno y Torija, referentes al hombre barbudo en el ojo derecho de la Virgen. Se refleja tres veces: una vez en posición normal, con la cabeza hacia arriba, en la superficie de la córnea; por segunda vez, invertido, cabeza abajo, en la superficie anterior del cristalino, y por tercera vez, de nuevo en posición normal, en la superficie posterior…».

Con un nudo en la garganta, aprieto con los dedos la muñeca de Franck.

—¿Quieres decir que el pintor dibujó el reflejo de Purkinje-Samson?

—Yo no digo nada: son ellos. Un fenómeno óptico descubierto en el siglo XIX y que un pintor de 1531 incluyó en su tela. Es normal Hasta ahora todo va bien. Las cosas empiezan a estropearse… para ti, a mí me parece genial… cuando se amplían dos mil veces con el microdensitómetro y se advierten otros personajes en los ojos, entre ellos el tal Juan Diego desplegando su túnica, y se observan al mismo tiempo los reflejos de Tscherning, Vogt y Hess. Como si el autor del cuadro hubiera querido dar una clase completa de oftalmología a los estudiantes que nacerían cuatro siglos después. ¡Valor!

Y me pone en las manos los informes. Tan neutra como me es posible le pregunto si los expertos le parecen dignos de credibilidad.

—No los conozco. En cambio, a partir de 1976, tienes también a Álvarez, José Ahued, el profesor Graut, director del Instituto Mexicano, y Tonsmann, de la Cornell University de Nueva York, que desfilan ante la Virgen y confirman los testimonios. A menos que hagas milagros —añade con una risa que suena a hueca— no veo cómo vas a poder tratarles de payasos.

Me vuelvo hacia el humo que sale del horno, dejo los documentos y saco los sandwiches quemándome. Están carbonizados, endurecidos, con el piso superior levantándose como una pagoda. Con un suspiro, los meto otra vez en el horno y me apoyo en Franck.

—¿Estás bien? —se preocupa.

—Estoy bien.

—¿Y vas a marcharte?

Me aparto un poco, le beso en la comisura de los labios.

—Puedes quedarte esta noche, si quieres.

Vuelve hacia la puerta del horno su huidiza mirada.

—Sería un placer, ya lo sabes…

Hunde sus puntos de suspensión en mi mirada, desolado pero distante. Completo:

—Pero tienes un compromiso. ¿Es una nueva?

Asiente.

—Un desprendimiento de retina —precisa en un tono de circunstancia atenuante—. La operamos juntos, en enero, ¿recuerdas?

Me separo moviendo la cabeza.

—Sí, ya sabes, la cantante de ópera… Kerstyn Bless.

—Ah, sí. Joven.

—Representa Carmen en este momento, acaba esta noche.

Echo una ojeada al reloj, le doy una palmada en el hombro que puede parecer, eso espero, una bendición, y me encuentro cenando sola ante un yogur de fresa. Ignoro qué orgullo, qué malestar o qué respeto motiva su evasiva, pero el pretexto es falso. Me ha bastado con abrir mi agenda. Cuando vino para la visita de control, la pequeña Kerstyn me dio una tarjeta de invitación y apunté las noches en las que canta el papel de Micaela. Esta noche hay descanso.

Tiro el envase del yogur, lavo la cuchara y subo a cepillarme los dientes. Antes de desnudarme, enciendo mi ordenador para ver si tengo algún e-mail. Y la impresora escupe, procedente del Vaticano, la traducción de los informes de peritaje mientras me desmaquillo.

No he querido prolongar el debate con Franck, pero los colegas que me ha citado debieron de fumar incienso: ¿cómo el rayo luminoso del oftalmoscopio, proyectado sobre una tela plana, pudo llenar un globo ocular volumétrico y detectar reflejos en el círculo exterior de la pupila? Sería como decir que el indio llevaba una túnica en 3D.

Cuando voy a acostarme, el crío contiguo comienza a sufrir su crisis. «Ea, ea» de la madre, atronadora nana del padre y jaleo de campanillas por encima de los gritos. Simbólicamente, golpeo tres veces el tabique separado de su pared por una simple junta de dilatación, en recuerdo de los «¡Silencio!» que ellos aullaban durante la agonía de mi perro. Odio a esa gente. La mujer me saluda desde hace tres semanas. Su vista se reduce.

Saco de la mesilla de noche mi somnífero y mis tapones para los oídos, luego, de pronto, cambio de opinión, agarro el teléfono y marco, por si las moscas, el número subrayado con rotulador en la tarjeta del abogado del diablo. Si responde, a las doce menos cuarto de la noche, tomo el avión hacia México. El cara o cruz es el único medio de terminar con mis vacilaciones, mis impulsos mis pretextos y mis remordimientos.

¿Pronto?

Me parece reconocer su voz, más bien ronca. Me identifico, le pregunto si le he despertado.

—Nunca por la noche. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Acepto su encargo.

—¿Por qué motivo?

Las palabras, se quedan agarradas a mi garganta. Hay casi reprobación en su voz., desconfianza, en todo caso. Me contengo para no responderle el bebé de al lado, el glaucoma de la top model, el almuerzo del domingo y la mentira del hombre al que amo. Suelto:

—Ha descolgado usted, monseñor.

—¿Cómo dice?

—Si usted no hubiera descolgado, no partiría.

Un silencio chisporrotea por la línea. Al cabo de un instante, el cardenal Fabiani dice con voz gélida:

—Me está usted diciendo que su motivo es el azar.

—También la curiosidad…

—Es insuficiente —interrumpe—. Espero de su parte una implicación personal, un caso de conciencia, una puesta en cuestión, un sentimiento de rechazo, rabia. De lo contrarío, me dirigiré a otro. Lea la página 28 de la traducción que acaba de recibir, y si no se siente usted interesada, injuriada en sus certidumbres, devuélvame la orden de la misión.

Cuelga. Perpleja, voy a sacar las hojas del depósito de la impresora. La página 28 se refiere a los dos supuestos milagros alegados para la canonización de Juan Diego. A media lectura del primer caso, me encuentro ya en el estado deseado por el abogado del diablo.

Un niño pesca con caña. Se mete el anzuelo en el ojo. Su madre le lleva enseguida a casa de un gran especialista, que se declara impotente: el ojo está irremediablemente perdido Destrozada, corre hacia la basílica de Guadalupe e implora a la túnica: «A ti, a quien harán santo, Juan Diego; te suplico que hagas algo por mi hijo». Tras ello va a casa de otro oftalmólogo, más famoso aún, y le pide que intente, de todos modos, una intervención. El médico procede al examen y le dice que no comprende el objeto de su visita: La operación ha sido un éxito; incluso la cicatriz es una obra maestra.

Tres días más tarde, la cicatriz había desaparecido, el niño veía de nuevo con ambos ojos. Y yo tengo en las manos veinte testimonios de médicos afirmando, por su honor, que la operación en cuestión no sólo estaba condenada al fracaso sino que nunca se llevó a cabo.