Claro que eres bonita, Nathalie. Su mirada es el mejor cuidado de belleza y no quieres mirarte en ella, es una tontería. No te proteges mejor contra el tiempo que pasa decidiendo que vas a perderlo. ¿Qué importancia tiene que hayas aumentado dos tallas, como dices, si él te prefiere así? ¿Le reprochas no sentirte tú ya la misma? Qué complicada eres… O tal vez esté muerto desde hace demasiado tiempo para conseguir siquiera comprender a una mujer. Quisieras ser vieja para que este tipo de problemas no se planteara ya, y no soportas parecer menos joven; entonces haces el vacío a tu alrededor para evitar que los demás te devuelvan la imagen a la que ya no correspondes. Qué locura, Nathalie, qué lástima… Impedirse ser feliz es el menos venial de todos los pecados, aunque ninguna religión nos ponga en guardia. Ya tendrás tiempo de estar sola cuando hayas muerto… aunque, no quisiera generalizar.

Perdona que te hable de este modo, pero como no me oyes aún, me aprovecho. Van a decirte, ¿sabes?, muchas tonterías sobre mí, y tus prejuicios amueblarán sus tópicos, de modo que me entreno para restablecer la verdad cuando llegue el día en que tu espíritu me dé la palabra.

No, yo no era una imagen piadosa. El buen salvaje enojado, el analfabeto inocentón que había cambiado la Serpiente emplumada por la Virgen aureolada, el dócil que había abjurado de sus creencias para obedecer la fe del más fuerte… Me hice católico por amor a mí mujer, elegí con conocimiento de causa al Dios de los invasores, porque los nuestros arrebataban el alma de los muertos y la sangre de los vivos atendiendo sólo a la cantidad, sin darnos nada a cambio, salvo el brillo del sol que se levantaba también para los españoles, ¿por qué entonces privarse de una religión que prometía a cada cual una vida eterna, dependiendo de su comportamiento en la Tierra? Malintzin era la más dulce, la más radiante, la más generosa de las mujeres. Es la primera pregunta que hice a sus sacerdotes, cuando los mejor nacidos de todos nosotros aprendieron rudimentos de su lengua para servir de intérpretes; ¿seguiremos unidos después de la muerte en vuestro Paraíso, si nos bautizáis? Respondieron que sí.

Entonces, Malintzin y yo cambiamos nuestras divinidades sedientas de sangre, egoístas y obtusas por su Dios único en tres partes, su Dios de amor que se había encarnado por medio del Espíritu Santo en el vientre de una virgen; nos convertimos en María Lucía y Juan Diego. Y vivimos dos años más en la felicidad de nuestros cuerpos, que ahora se llamaba el pecado de la carne, pero aquello en nada cambiaba nuestros abrazos, salvo que luego nos confesábamos, y poner en palabras nuestras caricias multiplicaba nuestro deseo. Los misioneros se alegraban viéndonos confesar tan asiduamente, sin evaluar el poder erótico de su absolución. No teníamos hijos y el vientre de María Lucía era un jardín que cultivábamos para nuestro placer, era nuestro único bien, nuestra única riqueza en la Tierra, la única ofrenda que podíamos aportar al Dios del amor.

Pero cierto día, un nuevo sacerdote que acababa de llegar de Madrid se enojó al oír mi confesión. Me preguntó nuestra edad Y declaró, seguro de sí mismo, lleno de furor y de amenaza: es un pecado mortal seguir haciendo el amor con una mujer cuando no tiene ya edad para parir. Caímos de las nubes. Y como queríamos seguir estando juntos después de la vida, pero no en las llamas de su Infierno, decidimos dejar de darnos placer. Hicimos una gran fiesta sólo para nosotros, en la colina de Tepeyac donde nos habíamos conocido. La fiesta de la Última Vez. Y nuestros cuerpos se dijeron adiós en un último acuerdo, la conciencia de grabar para siempre este recuerdo de libertinaje en la bondad que seguiría, puesto que para los católicos bondad significaba privación y virtud, abstinencia.

Luego, al año siguiente, perdí de verdad a María Lucía. Todos los sacerdotes, incluso el furioso que nos había prohibido el amor, me confirmaron que algún día estaríamos unidos en la paz del Señor. Era lo mínimo, pues ellos me la habían matado con su arma se creta, esos rayos invisibles que abrasaban la frente y hacían temblar de frío: esa muerte ajena que diezmaba a nuestro pueblo y a la que no llamaban, aún, gripe.

Seguí siendo católico, para asegurar la salvación de María Lucía y encontrarla el día en que yo subiera al Cielo. Sigo creyendo en ello, en la duda. Pero todo lo que sé, por experiencia, es que el alma es inmortal y no hay evolución. Al menos en mi caso. Soy lo que era, Nathalie. O, más bien, sigo siendo, para mi desgracia, lo que la Santa Virgen hizo de mí, Su testigo, su intermediario. Aquel por quien se derraman los milagros. Y aunque fuera falso, se ha vuelto verdadero.

El tiempo no existe realmente en el sentido en d que lo entendéis, pero lo que vosotros llamáis futuro modifica lo que creéis que es el pasado. La percepción varía. El humor cambia. Vuestro olvido me atenúa, vuestra pesadumbre me entristece, vuestras plegarias me absorben y, aunque vuestras angustias me corroan, vuestro placer me suaviza. Cuando la corriente pasa entre nosotros, como decís ahora, vuestro estado de ánimo influye en mi memoria.

Yo estaba en tus sueños la noche pasada, pequeña Nathalie. Durante los diecinueve años que sobreviví en la Tierra a María Lucia, sólo hice el amor durmiendo, como tú, de modo que me siento un poco en mi casa en el sueño donde te acaricias. Qué inesperada alegría sentirme en consonancia con una persona que va a trabajar sobre mí. Te lo digo con la mejor intención, eres la primera mujer de mi muerte. Hasta hoy, todos los que me han estudiado, peritado, cuestionado eran intelectuales de corazón frugal, obsesos de su especialidad, sordos a las emociones que me animan, eclesiásticos cerrados a la pasión humana o viejos rodeados por un desierto afectivo que me haría sufrir tanto como a ellos. Dios mío, cómo me he aburrido en el más allá…

¿Y tú, Nathalie, me comprendes por fin? Era un hombre sencillo, ¿sabes?, un ser de carne, de sueños V de costumbres. Cuando me encontré solo, el catecismo se convirtió en mi razón para sobrevivir, la plegaria en mí único medio de seguir en comunión con mi mujer Dicen que yo era muy piadoso. Era, sobre todo fiel. Dicen que la aparición de la Virgen lo trastornó todo en mí. No, seguí siendo el mismo. Dicen que practicaba la mortificación, pero es falso: caminaba con los pies descalzos porque era un macehualli, la casta más baja entre los aztecas, y cuando me ofrecieron unas sandalias no las soporté. Dicen que, en cuanto la imagen divina se estampó en mi tilma, recibí el don de lenguas. Ni hablar. Sudé sangre y agua para aprender su español con el deseo de responder a los interrogatorios de los enviados de Madrid, sin la mediación del traductor que adornaba los hechos. Dejé mi casa a mi tío, pero no por un voto de pobreza pues era ya bastante pobre, sino porque monseñor Zumárraga quiso alojarme junto a la capilla donde se encontraba mi tilma, para que pudiera relatar a todos los peregrinos mis entrevistas con la Virgen, y mi existencia fue tan larga porque tenía buena salud.

Pero nunca, ¿me oyes?, nunca fui un hombre excepcional. Al igual que no me he convertido en un difunto prodigioso. Nunca he realizado los milagros que me piden y que, luego, cargan en mi cuenta. Yo era el propietario del vestido donde la Madre de Dios decidió dejar su huella, eso es todo. Cumplí mi tiempo; hubiera debido disolverme. Soy una simple hoja caída del árbol y a la que no dejan morir. Una hoja que sólo tenía sentido cuando la savia corría por ella y ayudaba al árbol a respirar. Las hojas caídas deben volver al humus, Nathalie.

Libérame de los que me rinden culto. Abandoné vuestro mundo y sigo aquí, me retienen con sus plegarias encerrándome en una visión falsa, me desnaturalizan para que les satisfaga, me piden lo imposible y a veces, lo obtienen, pero no es cosa mía y se niegan a creerme; por lo demás, ni siquiera me escuchan, sólo su voz les importa: para ellos estoy aquí sólo para satisfacerles. Rehén de su fe, bloqueado entre cielo y tierra, no estoy ya vivo y sigo siendo un hombre, nada más, nada mejor, nada distinto: un hombre sin mujer, un nombre sin cuerpo; un alma sin salida.

Que mi pobre pensamiento, tan enclenque y cerrado, pueda encontrar un eco en el tuyo. Para que, al menos, te inmunice contra las exageraciones, los errores y las mentiras que vas a oír, y que podrían convertirse en una pantalla entre nosotros. Lo que le has dicho al cardenal Fabiani sobre las razones de que no creas no es del todo cierto. No tienes convicciones, sólo tienes rechazos. Y un sentido de la dignidad humana que te hace preferir la nada a la indiferencia divina. Eres atea por orgullo, Nathalie, yo era creyente por amor. Es la única diferencia entre ambos, y no es una diferencia. Eres mujer de una sola pasión como yo fui hombre de una sola mujer. Nuestros estados de vacío crean la atracción: he venido hacia ti por las mismas razones que me valieron la atención de la Virgen. No veas en ello orgullo alguno por mi parte, apenas la conciencia de mi insignificancia: ¿qué otro aspecto de mi carácter hubiera podido interesar a Nuestra Señora? Yo estaba dispuesto a ver la aparición pues, templo viviente a la memoria de mi mujer, no pertenecía ya al mundo de los hombres. Tu vida te pesa, tus contemporáneos te fatigan, lo que has hecho con tu profesión te asquea. No quieres ya soplar en las brasas para conservar al hombre al que amas y rechazas las creencias que tranquilizan a tus semejantes, justifican sus elecciones, su resignación, su mediocridad Tu rebeldía es la mía: has acabado de llenar esta existencia terrestre, piensas a menudo, y pides en el fondo de ti misma que te olviden. Me has llamado sin quererlo. Aquí estoy. Y espero pacientemente que me escuches.

No eres la primera persona a la que imploro ayuda, ¿sabes? Pero las precedentes decepciones sólo fortalecen la esperanza que deposito en ti. Ven a México, Nathalie. Acepta la misión del hombre que no quiere que yo me convierta en santo. Buscando la verdad sobre mí tal vez encuentres otra cosa, que estás exigiendo sin saberlo en los sueños donde me has dejado entrar.