Durante toda la tarde, el recuerdo del anciano de rojo ha interferido en mis consultas. He estado dividida entre el malestar por haber sido observada, disecada a distancia por los servicios secretos del Vaticano, y la jubilosa tentación de pegarle una patada al hormiguero. El hecho de que la Iglesia católica me pida oficialmente que demuestre la inexistencia de un milagro para impedir una canonización me confortaba en la idea que, desde que cumplí los quince años, nunca ha sido desmentida por la experiencia: no se puede contar con nadie; sobre todo no con tus iguales, tus aliados, tu familia de pensamiento, y la independencia es la única protección ante los grupos de presión que acaban siempre estallando desde el interior. Dicho eso, todas las objeciones que había planteado ante el cardenal Fabiani seguían siendo válidas. Sin mencionar las queme había callado.

Al hilo de las horas se sucedían las urgencias y las hipocondrías, los cachemires y los abrigos pastel, los bolsos Chanel y los talonarios encuadernados en piel de vaca. Todo el abanico de mi clientela ordinaria, desde la top model a la agente de cambio y bolsa, pasando por el senador que me soba con la rodilla mientras le examino el fondo del ojo, la viuda llena de brillantes que me ciega con sus pendientes al contarme su último crucero y el chiquillo, con una jeta como para darle de guantazos, que mastica su chicle bajo mi oftalmoscopio mientras su madre me recita sus resultados escolares. Esos miopes de lujo, esas cataratas a la moda y esos présbites en potencia que vienen a mí porque salgo por la tele, soy la más cara y las estrellas de cine me citan en sus cenas, entre su genial peluquero y su acupuntor «overbuqueado». Este desfile de gente guapa que llena mi sala de espera me desconsuela, pero ¿cómo volver atrás? Los impuestos, el alquiler de la consulta, el coste de mi material y las exigencias de la clínica me condenan a facturar cada vez más, a multiplicar los actos quirúrgicos y la frecuencia de las consultas. Yo, que sólo soñaba con el tercer mundo y en hospitales en vías de desarrollo donde habría formado a los grandes cirujanos del mañana, que esperaba lograr que los niños africanos se beneficiaran de ese láser ultrapreciso de Lasik que he puesto a punto para llegar a las capas más profundas de la córnea, paso el ochenta por ciento de mi tiempo mejorando, a precio de oro, la comodidad visual de privilegiados que hubieran podido seguir viviendo, perfectamente, con gafas o con lentillas. Me doy vergüenza a menudo, por la noche, pero cuanto más trabajo menos tiempo tengo para consagrar a los remordimientos.

Son las siete y media. Tras haber anunciado a la más célebre mirada de las revistas femeninas que, a pesar del tratamiento con Bétagan, su tensión ocular seguía siendo superior a 25 y que era necesario operar con urgencia su glaucoma, he ido a comprar jamón, mantequilla y pan de molde para hacerle a Franck unos sandwiches.

Al estacionar mi coche ante la casa advierto que he olvidado el gruyère. Qué vamos a hacerle, variaremos un poco. Aunque no haya preparado nuestro menú de enamorados desde hace un año y medio, no puedo decidirme a conjugar a Franck en pasado. Los hábitos sobreviven al amor o, más bien, el ritual los aledaños de la pasión acaban con las decisiones sin que sea premeditado. Franck es un hombre inabandonable: sus límites me convienen, nuestros defectos se complementan, y su humor depresivo me excita casi tanto como su cuerpo Intento dejar de amarle, con constancia y sinceridad, pero es aún más duro que el tabaco. Cada vez que recaigo, me lo reprocho y recupero intacto el mismo placer. Sonia, mi secretaria, suelta una expresión muy acertada cuando me lo pasa por teléfono: «Es tu ex ex». El desaliento cae sobre mis hombros en cuanto he abierto la puerta. Salgo al alba y regreso bastante tarde, por lo general, como para no tener fuerzas para emprenderla con el polvo. La mujer de la limpieza no viene ya, desde que murió mamá; dice que la apenaría demasiado y no tengo tiempo de buscar a una nueva que se adapte a mis manías: prefiero que los objetos estén sucios antes que verlos cambiar de lugar. Vivo en un mausoleo, una especie de colonia de vacaciones abandonada, demasiado grande para mí, donde sólo ocupo una habitación, un cuarto de baño y la cocina. Mamá, durante los años que siguieron a su divorcio, soñaba con una casa llena de nietos corriendo por todas partes. Antes de que mi hermano y yo encontráramos la menor alma gemela, ella había equipado ya las habitaciones del primero con cunas, camas de barandilla y cajas de juguetes. David no ha regresado nunca. Fundó su hogar en Israel con una loubavitch indignada por nuestro liberalismo, mamá sólo pudo ver a sus retoños una vez, en Tel Aviv, y yo nunca he soportado el tipo de hombres con los que se hacen mocosos. Sólo me gustan los eternos chiquillos, los inmaduros, los confusos, los infieles. Aquellos a quienes se acoge con los recuerdos, los olores, las heridas de otras mujeres, aquellos que se restauran en mí y se alejan más fuertes, más ligeros, más culpables hacia los reproches, el deber, la rutina; aquellos que me hacen feliz y me dejan tranquila. Soy una plataforma giratoria, una placa calefactora, un cuerpo de asilo. Al convertirse en mi único amante, Franck no cambió en nada mi naturaleza. Y las siete camas con barandilla siguieron vacías.

Desde que mi madre se fue prolongo porque sí su sueño de una familia llena de chiquillería rodeando su vejez. No creo en los espíritus que sobreviven sino en los objetos que permanecen. Soy incapaz de desplazarlos, de tirar nada. Todo permanecerá como siempre y envejeceré sin lamentarlo en un decorado inmutable. A diferencia de mamá, que tanto se preocupaba por mí, sólo he conocido los goces del amor y he preferido siempre la soledad. Sólo puedo meterme conmigo misma si me falta algo. Despreocupación. Desenvoltura. El desparpajo de abandonar la clínica, recomenzar mi profesión en otra parte, para recuperar mi vocación ahogada bajo el volumen de negocio. Nada tendría que retenerme. No quiero herederos, no acumulo para nadie y ninguna familia depende ya de mí. Ahora que mí perro no está para justificar mi presencia, me encuentro sin argumentos ante mis renuncias y lo vivo tan mal como había previsto.

Ningún mensaje en el contestador. Normal: no tengo amigas. No tengo ya fuerzas para sufrir sus historias, sus maridos, sus bebés, sus vacaciones, sus perentorias felicidades construidas sobre ilusiones, concesiones, objetivos alcanzados o planes a largo plazo, ni esos modos de reprocharme mi celibato para por fin, antes o después, envidiar mi libertad con una amargura que no perdona.

Voy a dejar en la cocina la carpeta verde facilitada por el abogado del diablo, y preparo los sandwiches en la plancha que, luego, meteré en el horno cuando Franck descorche el champán. Pan, mantequilla, jamón, gruyère, pimienta en la planta baja; pan, mantequilla, gruyère, pimienta en el primer piso. He necesitado años para memorizar la letanía y poder colocarla en el orden que le gusta. «Afortunadamente, tus pacientes no te ven en una cocina: no tendrías a nadie en la mesa de operaciones», decía mi madre.

Esta noche la ausencia del gruyère crea una indiscutible desarmonía, que pone en cuestión toda la lógica del plato. De hecho, me siento tan desamparada como mis sandwiches. Las inepcias para normales que se burlan de mí sobre la nevera, bien abrigadas en su carpeta verde manzana y su lengua hermética, son menos una tentación que una llamada al orden. No me disgustaría, claro está, dar estocadas a lo irracional en un país desconocido, pero la proposición del marciano con sotana me devuelve una imagen que ya no soporto. ¿Quién soy yo para todo el mundo? ¿Una cirujana de debate televisivo? ¿Una oftalmóloga de moda? El montón de mentiras que periodistas poco escrupulosos tejen llamándolo biografía me hizo bastante daño ya, en el asunto de la «curación inexplicable» de Lourdes: imagino la magnitud de la cosa si demuestro que los ojos «milagrosos» venerados en México nacieron de un pincel En el mejor de los casos, dirán que he querido hacerme publicidad a costa de la pobre gente que implora una gracia del Cielo como único recurso, y si la túnica ilustrada de su Juan Diego deja de curarles, será por culpa mía. ¿Cómo desmentirlo? ¿Tengo necesidad, tengo ganas, tengo fuerzas para asumir un malentendido más? Me prodigué en toda la prensa, el año pasado, explicando que la pequeña Cathy Kowacz había recuperado la vista por un shock psicológico y no por la acción de Nuestra Señora de Lourdes, sólo para que me dejaran en paz. Para evitar que los curas la recuperen, le estropeen la adolescencia a golpes de incensario y la transformen en reliquia, en imagen sagrada, en objeto de culto. Tenía entonces una buena razón para comprometer mi reputación; estaba en juego el porvenir de un ser humano. Pero ¿qué me importa a mí un indio muerto desde hace cuatro siglos? Si hace el bien a gente que sufre, mejor para ellos.

Decoro mis terracitas con mantequilla adornada con un pepinillo, para que resulte más alegre, y subo a tomar una ducha evitando, como siempre, encontrarme en el espejo. Mi cuerpo hace lo que puede, lo que quiere; no me gusta ya y se venga. Mantengo con los regímenes la misma relación que con los chicles antitabaco: la privación me hincha. Además, Franck me prefiere así. Le gusta que mis pechos sean una 90 C, y le importa un comino que mi cintura y mis caderas engorden proporcionalmente. Cuando intento explicarle el drama de haber aumentado dos tallas en dieciocho meses, me responde que estoy por encima de todo eso. Cierto es que ya sólo nos vemos con una mesa entre ambos, en la sala de operaciones. Hace un rato, cuando le he llamado por lo de la catarata que quería soltarme mañana por la mañana, y le he propuesto que viniese a comer un sandwich, he recibido en pleno corazón un silencio que hubiera deshecho a la mejor armada. Ha acabado murmurando: «¿Estás segura?», con una voz conmovida, y cendré que bruñir aún argumentos disuasorios que me cortarán el apetito mientras él me acaricie por debajo del mantel. ¿Cómo explicarle, a los postres, que sólo le he invitado esta noche porque habla español? Por lo demás, ¿es eso verdad o es un simple pretexto, una razón más para reprocharme luego no haber respondido al deseo que siento por él?