Cuando ha entrado, he pensado que sería un error Su nombre encabezaba la lista de las visitas de la tarde, el circulo dentro de un cuadrado significaba que era la primera vez que venía, las iniciales MSR, garabateadas entre paréntesis por mi secretaria, me informaban de que, a priori, sufría miopía, glaucoma y retinitis, pero tenía ante mí a un viejecito con sotana y esclavina roja, y he llegado a la conclusión de que MSR debía de ser, más bien, la abreviatura de «monseñor».

Me he levantado, esperando que me reconociera, que lanzara un grito de horror y emprendiera así la huida. No sé qué ironía del destino, que recomendación de un colega torpe o qué oculto pensamiento han hecho que un cardenal se meta entre mis pacientes, a pesar de que soy una comecuras por las ondas, pero no tengo tiempo que perder en controversias durante mis horas de consulta. Si ha venido por algo distinto a sus ojos, le pongo de patitas en la calle Cierra la puerta con ostentosa sencillez. Aprieta con los dedos su bastón y avanza hacia mí en un frufrú de seda. Espero que me dé a besar su anillo, por el placer de mandarle a paseo, pero se limita a unirlas manos en el asa de su cartera, inclinando los párpados.

—Cardenal Damiano Fabiani. Siéntese, doctora, se lo ruego: he venido de incógnito.

—Ya se ve.

Una leve sonrisa relaja su rostro. Su piel es de una palidez cenicienta, que tira al amarillo en las arrugas, como un periódico olvidado al sol en la bandeja trasera de un coche.

—Sin atenerme al protocolo, quiero decir.

Brota de él una dureza fría, bajo el aterciopelado acento que cultiva, como el del dueño de una pizzería. Con su gran cabeza arrugada y su cuerpecito flotante, me hace pensar en esos retratos-robot de extraterrestres que circulan por Internet.

—Si hubiera respetado el procedimiento normal —prosigue colgando su bastón del respaldo de un sillón, sin duda para recordarme que no le he invitado a sentarse aún—, le habría convocado en la embajada de la Santa Sede. Pero ¿habría venido usted? Conozco su reputación, su posición anticlerical y su agenda. Cuando mis servicios se pusieron en contacto con su secretaria para invitarla a usted a almorzar, ella respondió que no almorzaba, que usted operaba por la mañana y tenía consulta por la tarde, y que no tenía hora disponible antes de dos meses salvo, en caso de urgencia, este martes a la una y cuarenta y cinco.

—¿Y es una urgencia?

—Sí.

Le veo sentarse ante mí con lenta rigidez, pero sin dejar de mirarme. Aparentemente, sabe que he contribuido a desmitificar el último milagro de Lourdes, y me cuesta explicarme su aire cortés. Ha dejado su cartera, apartado los faldones de su esclavina y yo he tomado el lápiz.

—¿Qué le ocurre?

—¿A mí? Nada, muchas gracias. Salvo que tengo artrosis en la cadera derecha.

—Algo que, realmente no necesita una consulta de oftalmología.

—Estamos de acuerdo.

Se hace el silencio. Me examina mientras aguanto su mirada con unos furiosos deseos de parpadear. He esculpido, esta mañana, seis córneas con láser y he pasado una noche espantosa, entre los gritos del bebé del vecino, al que le están saliendo los dientes, y las pesadillas brotadas de mi sesión en la web. Estaba chateando en ICQ, después de cenar, con unos colegas japoneses, cuando un intruso se metió en la página llamándome por mi nombre de pila. Comenzó a soltar mieles de ligón, en mayúsculas, el colmo de la grosería en la red, pues significa que se grita. Por lo general, los ops que vigilan el fórum de oftalmología se apresuran para eliminar este tipo de salido de las páginas rosas, pero ninguno de mis interlocutores parecía advertir su presencia. Pronto me conocerás, hermosa Nathalie, y me alegro de ello. Le respondí en mayúsculas que fuera a conectarse a otra parte. Vi en la pantalla: Ahora ve a acostarte, lucecita de mis noches, estás cansada y mañana es un día importante para nosotros. Su margarita ICQ, en vez de ser verde como cuando se está en línea, parpadeaba del amarillo al rojo, advirtiendo un defecto de conexión o un problema en mi módem. Preferí despedirme de mis corresponsales japoneses y el okupa se metió en medio de la frase que escribía en la pantalla: Felices sueños, Nathalie Krentz, pronto estaré a tu lado. Casi no he pegado ojo

—De hecho, me dirijo menos a la facultativa que a la especialista.

Doy un respingo. El italiano alisa con la punta de las uñas el solideo rojo, luego une sus falanges para dominar un temblor.

—¿Qué quiere decir?

—Vengo a pedir de su parte un peritaje bastante especial, doctora. Basado tanto en su competencia, unánimemente reconocida, como en su escepticismo, que algunos se han complacido en calificar de ciego. Pero prefiero hablar de objetividad, algo que, en este casi es la cualidad por la que la he elegido.

Le doy vueltas a la frase en mi cabeza para intentar comprender adónde quiere llegar, de meandro en circunloquio, de adulación en regañina. Ya había conocido a un cardenal en un debate televisivo sobre curaciones inexplicables, pero iba de civil, era del tipo liberal untuoso que se ofusca a la primera blasfemia, y me lo comí de un bocado. Este tiene, visiblemente, otro temple. Parece conocerme, saber que no soy vulnerable a los halagos ni a los juicios de intención, pero sí a los malentendidos que dejo flotar entre los demás y yo. ¡Me parezco tan poco a lo que me reprochan! Mi frialdad, mi altivez, mi intransigencia, la sequedad de mis principios. Si supieran…

—Le escucho, señor. ¿O debiera llamarle Eminencia?

Se echa hacia atrás para cruzar las piernas, se arrellana en la poltrona como un sorbete de frambuesa.

—Como usted quiera. Pero tal vez monseñor sería menos formal.

En su voz apunta una ironía que neutraliza la mía, al tiempo que instala la relación de fuerzas en el terreno que he elegido. En términos de dialéctica, este prelado de salón nada tiene que envidiar a los compañeros con quienes arreglaba el mundo en los bancos de la facultad, y que se han convertido en mandarines del golf, directores de clínica con descapotable, lacayos de laboratorios farmacéuticos dispuestos a todas las reverencias para obtener un beneplácito, o funcionarios de la investigación, resignados a no descubrir nada para no disgustar a nadie.

—¿No es muy molesto salir o la calle disfrazado así?

Aspira el interior de sus mejillas, cierra su esclavina escarlata.

—Mucho menos que antaño, cuando nadie llevaba el pelo rosa, el ombligo a la vista o diamantes en la nariz. Hoy, la gente apenas se vuelve a mirarme.

—¿Le toman por una drag-queen?

—El procedimiento me obliga a presentarme de modo oficial ante la persona a la que requiero. De lo contrario, créame, sé pasar desapercibido.

De pronto he pensado que desempeñaba demasiado bien su papel, que su retórica y la púrpura cardenalicia eran sólo la composición de un actor Pero ¿quién podía tomarse tanto trabajo para gastarme una broma? Nadie me felicitó por mis cuarenta años, la semana pasada, y ya sólo mantengo con Fraude unas relaciones con altibajos, donde connivencia y ligereza son recuerdos demasiado pesados.

—¿Y si fuéramos al grano?

Asiente observando el marco dé plata vuelto hacia mí que contiene la foto de los dos muertos que, ahora, componen lo esencial de mi vida privada: mi madre y mi perro. Luego cruza los dedos, contempla el brillo de la piedra amarilla de su anillo episcopal.

—Vayamos a lo que me trae, doctora. En 1531, en México, vivía un pobre indio llamado Cuauhtlatoatzin. Era huérfano, viudo desde hacía ya tres años, y su tío, que era su única familia en la tierra, acababa de caer gravemente enfermo.

Calla un instante, sin duda para dejarme meditar sobre el cruel destino de un desconocido reducido a polvo desde hace más de cuatro siglos. Puesto que no manifiesto reacción alguna, salvo el movimiento rotatorio que imprimo a mi lápiz sobre el cartapacio, prosigue con una voz más neutra:

—Le recuerdo que en 1531 estamos a comienzos de la colonización española. A los conquistadores les había sido fácil apoderarse de México, puesto que su llegada había sido anunciada desde hacía mucho tiempo por las profecías aztecas. El emperador Moctezuma había entregado su trono a Cortés diciendo: «Os esperaba», y Cuauhtlatoatzin se había convertido, como otros tantos indígenas que no habían tenido más opción, es cierto, pero que habían encontrado, sobre todo en la religión católica, un feliz contrapunto a la barbarie de sus sumos sacerdotes. No olvidemos que los aztecas sacrificaban anualmente a doscientas mil personas, despedazándolas vivas para arrancarles el corazón, con el fin de honrar al sol y darle ganas de levantarse a la mañana siguiente.

Con un gesto de jubilado que alimenta las palomas, me toma como testigo del salvajismo de aquella gentes Le hago observar, con aire apacible, que en términos de víctimas la marca de la Inquisición católica tampoco está nada mal y que la visita de las dos espera detrás de la puerta.

—Tendré ocasión de mencionar otra vez los abusos del clero español —responde barriendo al mismo tiempo la segunda parte de mí frase—. Pero volvamos a nuestro amigo Cuauhtlatoatzin, al que, para mayor comodidad, llamaré con su nombre de bautismo, que él mismo eligió para sellar su conversión: Juan Diego. Era un hombre sencillo pero muy piadoso, muy carnal también, que no vacilaba en recorrer cincuenta kilómetros diarios, con los pies desnudos, para ir al catecismo en Tlatilolco, uno de los pueblos incluidos en el México de hoy. Para hacerlo tenía que rodear una colina desierta llamada Tepeyac donde, aquella mañana del sábado 9 de diciembre de 1531, oyó una dulce voz que murmuraba: «Juanito… Juan Dieguito…». Se volvió y se encontró ante una mujer joven y bellísima, inmóvil en una luz tierna, que le dijo: «Soy la Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien todos existimos».

Dejo el lápiz en mi bloc de recetas y le recuerdo mi postura sobre las presuntas apariciones mañanas en Lourdes.

—Alucinaciones colectivas y puro comercio —me interrumpe citándome—. Sé que usted piensa que no cree en nada, sé que lo ha dicho y repetido en las emisiones más vistas en su país. Sé que el Comité Médico Internacional de Lourdes solicitó su opinión sobre un caso de curación inexplicable, y que considera usted haber demostrado que la Santa Virgen nada tenía que ver.

—Eso es. Era una ceguera histérica que desapareció por efecto de un shock nervioso, cuando la adolescente fue arrojada al agua helada de la gruta. El nervio óptico no tenía lesión alguna: era el cerebro el que no trataba ya las informaciones recibidas.

Me detiene levantando la mano:

—Pues eso es lo que le pido.

—¿Cómo?

—Vengo a solicitar la opinión de una oftalmóloga eminente, para contrarrestar la «superstición idólatra» que mencionaba usted en su informe al Comité de Lourdes.

Apoyo la barbilla en el puño, desconcertada por las tácticas de esta momia de la Santa Sede que parece sentir un maligno placer pillándome desprevenida. Siguiendo con la yema del índice el ribete de su sotana, el cardenal examina las molduras del tedio.

—Así pues, la Virgen le dijo a Juan Diego: «Ve a ver al obispo y dile que me construya aquí una capilla». El pobre indio protestó. De hecho, estaba menos impresionado por el carácter sobrenatural de esta aparición, adecuada a sus creencias, que por la transgresión social que le exigía. «Pero, adorable Virgencita» respondió en el florido lenguaje de los aztecas, «soy sólo el más minúsculo de tus servidores, un pobre pulgón indigno, un indio más… El obispo de México nunca me concederá su atención». «Te he elegido a ti, Juan Dieguito, a ti, el más pequeño de mis hijos», replicó la Virgen, «Ve a ver al obispo, y te creerá».

Descuelgo el teléfono que suena, excusándome con un movimiento de cejas. Franck me pregunta si puedo operar una catarata en su lugar, mañana por la mañana

—Te llamaré.

—Abreviando —sonríe mi visitante cuando ya he colgado—. Juan Diego va a ver, pues, a monseñor Zumárraga y le dice: «Bueno, he visto a Nuestra Señora y os pide que le construyáis una capilla en la colina de Tepeyac». El obispo responde: «Claro», y hace que saquen al iluminado. Pero la Virgen insiste, se le aparece cinco veces a Juan Diego para mandarlo a casa del obispo, que lo hace expulsar manu militari. Por fin, desalentado, el buen, indio le dice a la Madre de Dios que Zumárraga nunca va a creerle sin una prueba, Entonces, ella le aconseja que le lleve rosas. Estamos en pleno inviernos Juan Diego se encoge de hombros. Pero cuando ella desaparece, descubre unos rosales en flor, Coge enseguida un ramo y lo envuelve en su túnica. Los servidores del obispado le dejan entrar impresionados esta vez por las flores fuera de temporada que trae como ofrenda. Llegado ante Zumárraga, el indio deposita las flores y el obispo cae de rodillas, pasmado. En el vestido del pobre indio se ve estampada la imagen de la Virgen María.

Separa los dedos unidos bajo el mentón, para indicar sin duda que es el fin de la historia. Levanto acta y le pregunto en qué me atañe.

—Una túnica de este tipo, que se llama una tilma, está tejida con fibras de pita, extremadamente frágiles. Casi cinco siglos después sigue intacta, expuesta en la basílica de Guadalupe, al norte de México; los mayores especialistas mundiales la han estudiado para llegar a la conclusión de que no pueden explicar nada. Ni su estado de conservación, ni la naturaleza de la «imagen» estampada, cuyos colores no proceden de pigmento alguno conocido en la Tierra, ni la posición de las estrellas en el manto de la Virgen, que parece dar pruebas de conocimientos de astronomía imposibles en aquella época, ni la escena en sus ojos.

—¿La escena?

—Toda la escena en casa del obispo figura en los ojos de la Virgen. Literalmente «fotografiada». Eso es al menos lo que los investigadores descubrieron al microscopio.

Pone en sus rodillas la cartera, saca un voluminoso expediente y me lo tiende.

—He aquí las conclusiones de los peritajes efectuados por sus colegas, de 1929 a 1990, fecha en la que Su Santidad Juan Pablo II beatífico a Juan Diego.

Abro al azar la carpeta verde, doy con una ampliación fotográfica de la pupila donde hay tres reflejos rodeados por un círculo negro. Hojeo el documento incluido como anejo. La firma del doctor Rafael Torija figura al pie de un informe de seis páginas.

—No hablo español —digo cerrando la carpeta.

El cardenal da un respingo. Por primera vez desde el comienzo de nuestra entrevista, he conseguido desestabilizarlo. Y es por mi ignorancia.

—Le haré llegar las traducciones —dice en tono seco—. De todos modos, estos peritajes no tienen interés alguno para mí: todos son unánimes.

Lanzo una mirada alrededor de su mesa y rectifico la colocación de su cenicero vacío. Se ha quedado con un cuarto de hora, de mi tiempo: le quedan seis minutos.

—¿Qué espera exactamente de mí, monseñor? ¿Que examine con el oftalmoscopio los ojos de una pintura para decirle si la Virgen María era miope?

Me contempla con una especie de dolorida indulgencia y se inclina hacia delante para soltar, con voz lenta:

—Hija mía, espero de usted la prueba de una superchería, el descubrimiento de un error técnico, la hipótesis de que los reflejos en los ojos pueden ser obra de un pintor; o, por lo menos, la expresión argumentada de una duda.

Quedo boquiabierta. Sus dedos tamborilean en los brazos del sillón, esperando mi reacción.

—Perdone que sea brutal, Eminencia, pero ¿de que lado está usted?

—Del lado del diablo.

Trago saliva, con la garganta seca. Ser atea no impide ser supersticiosa, y detesto que se evoque con tanta ligereza a las fuerzas del mal. El cardenal percibe mi repulsión instintiva y una sonrisa, como el filo de una navaja, suaviza el eco de su mirada.

—¿Sabe usted qué es, en el Vaticano, el abogado del diablo, doctora? En un proceso de canonización, es la persona designada para poner en duda la realidad de los milagros atribuidos al postulante y buscar en su vida cualquier acontecimiento, pecado, mentira, impostura, conducta impía, que pueda impedir que sea proclamado santo por el papa. Es el cargo que desempeño en el proceso de Juan Diego, y me encuentro con un expediente del todo vacío ante una parte adversaria que posee decenas de informes de curaciones milagrosas atribuidas al indio, gran cantidad de peritajes unánimes, que confirman el carácter científicamente inexplicable de la imagen estampada en la túnica, y cien testimonios que acreditan una vida privada desesperadamente irreprochable. Por eso me vuelvo hacia usted, doctora. Los ojos de la Virgen no han sido examinados desde hace diez años. Supongo que en el intervalo han aparecido nuevas técnicas, y le pido que las utilice para atacar las conclusiones de sus colegas. Eso es todo.

Y vuelve a apoyarse en la tapicería de la poltrona. La ironía de la situación hace subir a mis labios una sonrisa que desaparece en cuanto él toma de nuevo la palabra:

—Su curriculum, entre otros, ha sido atentamente estudiado en el Vaticano. La he elegido por su espíritu racionalista, sus diplomas, su competencia y su audiencia mediática

—¿En qué orden?

—¿Cómo?

—Sus criterios de selección.

Se apoya en el brazo izquierdo para evitar el sol que atraviesa la ventana a mi espalda.

—Añadiré uno, y no de los menores para mí: es usted israelita.

—¿Y por lo tanto imparcial?

—Por lo menos poco segura en su aproximación a los misterios católicos.

—No mezclemos. Soy judía de nacimiento, monseñor, pero atea por convicción.

—Yo mismo soy ecuménico de naturaleza, hija mía, y prudente por función. No quisiera que este proceso de canonización se volviera contra mí. ¿Sabe usted?, las rivalidades intestinas y las intrigas partidarias que sufre en su clínica nada son comparadas con las que tensan la administración vaticana.

Entre nosotros se hace un breve silencio de solidaridad. Ignoro si soy más sensible a la inteligencia acerada del anciano o a la confortable repugnancia que me inspira justificando con toda buena fe mis prejuicios contra la gente de iglesia.

—Monseñor Solendate, prefecto de la Congregación de Ritos, ha designado como abogado del diablo a un cardenal de rango comparable al suyo, sobre todo para descartarse, ante la importancia del envite, la implicación de la Santa Sede y las consecuencias políticas de un proceso que mueve tantos intereses terrenales como cuestiones teológicas. A monseñor Solendate no le desagradaría que yo fracasara, ni que llevara a cabo mi tarea con un celo excesivo que podría serme reprochado… Si convenzo al Tribunal de que renuncie a la canonización, el inmenso fervor nacido en América Latina se transformará en un grave resentimiento contra Roma, que se apresurara a imputármelo Por otro lado, si permito que se homologuen los milagros atribuidos a Juan Diego, lo que significaría que el poder divino actúa por medio de él contra las leyes de la naturaleza, algo que está lejos de la línea actual…, la apresurada adición del nuevo santo al calendario sería percibida como un testimonio de apoyo a los indios de Chiapas rebelados contra el poder mexicano, eso provocaría un debilitamiento de la posición de la Iglesia y… me considerarán responsable.

Me compadezco, pero con tal gesto de indiferencia que vuelve a su problema.

—Mis enemigos lo aprovecharán para obtener mi jubilación anticipada.

Miro con sorpresa al octogenario marchito que engarita sus dedos en los brazos del sillón para impedir que tiemblen.

—Perdone la indiscreción, monseñor, ¿a qué edad se jubilan los cardenales?

—Casi nunca. En teoría, el límite se fijó en los setenta y cinco años, en el Sacro Colegio, pero como somos mayoritarios, a los más jóvenes les cuesta mucho quitarnos de en medio, salvo en caso de anatema, escándalo financiero o falta política grave. Algunos de mis pares querrían prescindir de mi influencia en el cónclave que designará al sucesor de Juan Pablo II, y no será una casualidad que este proceso me debilite, pues me opongo a la corriente integrista que, poco a poco, va apoderándose del Vaticano. Me gustaría tanto hacer al próximo papa, doctora…

Una breve angustia se ha encendido en su mirada, un relámpago de humanidad, de humildad implorante, como si la realización de su deseo dependiera de mí.

—¿Me permite —prosigue en el mismo tono— que la llame señorita? «Doctora» me devuelve enojosamente a las realidades de mi edad y advierto que «hija mía» le molesta.

Saca de su cartera un sobre grande y lo deja sobre mi cartapacio,

—¿Conoce usted México?

—No.

—Encontrará aquí la orden oficial de su misión, firmada por la Secretaría de Estado, y el salvoconducto que da derecho a examinar la imagen ad litem.

—¿Es decir?

—El rector de la basílica quitará para usted el cristal de protección.

—Muy amable por su parte pero, como usted mismo ha dicho, opero todas las mañanas y mí agenda de citas está completa hasta junio.

—Exigirá, en cambio, que lleve usted un equipo de protección operatoria en medio estéril —prosiguió—. Debo decirle que esto me hace reír un poco: la imagen permaneció expuesta durante más de un siglo al aire libre, sobre un altar en el que cada cirio desprende una luz ultravioleta de seiscientos microwatios, que lógicamente debería haberla hecho desaparecer en pocas semanas. De todos modos, ningún tejido de pita ha aguantado nunca más de veinte años: incluso protegido por el cristal, se descompone y se hace polvo. De modo que… Las medidas de seguridad que le impongan, sígalas, pero sólo por cortesía. El rector de la basílica es un total convencido que vela por su tilma con una minuciosidad que raya en la paranoia. Su predecesor, en cambio, era un austríaco que no creía en nada: ni en milagros, ni en la ciencia, ni en sí mismo. En este último punto, el soberano pontífice le dio por fin la razón.

Su modo de ignorar mis objeciones tendría que haberme enojado y puesto fin a la consulta. Ha agotado ya su tiempo y una distrofia de retina aguarda en el salón, pero la curiosidad es más fuerte.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, cardenal Fabiani?

—Por favor

—¿Cuál es su propia opinión sobre la naturaleza de la imagen?

Recupera su bastón y se levanta apretando la empuñadura, con las mandíbulas crispadas por el esfuerzo. Tras el tufo de antipolilla que difunde su esclavina, percibo un difuso olor a bodega y a tabaco rubio.

—No tengo opinión personal, señorita. Mi fe me lleva a creer lo que el presente papel asignado por la Iglesia me obliga a negar. Me pongo pues en sus manos. Que su competencia tenga la última palabra.

—¿Mi competencia o mis prejuicios?

—Los dos cosas complementan mí tarea, pero este criterio no debe tener sobre usted influencia alguna.

—Y supongamos que su perito se ve llevado a confirmar las conclusiones de sus anteriores colegas. ¿Cuál sería su reacción? ¿Sería desestimado?

El hombrecillo sonríe con aire triste.

—¿Sabe usted?, ser abogado del diablo es para mí una misión concreta, no una vocación ni un rasgo de mi carácter. Intento cumplir con el cargo con la atención requerida por las trampas que me tienden, es cierto, pero sobre todo con el prurito de integridad que debe animar, lo supongo, al jurado echado a suertes por la justicia de los hombres.

Esta protesta de honestidad le sienta tan mal como el tono modesto en el que la ha envuelto. Dejo el lápiz ante el reloj que marca las dos y tres minutos.

—La aventura de Juan Diego tuvo consecuencias cuyo alcance no evalúa usted aún —prosigue tomando su cartera—. La primera administración colonial se había comportado de un modo tan abominable que los indios estaban a un paso de la revuelta El hecho de que uno de los suyos fuera elegido por la Virgen evitó, sin duda, una matanza, y llevó a Carlos V a modificar radicalmente La actitud de España hacia los mexicanos. Hoy, la basílica de Guadalupe es uno de los mayores centros de peregrinación en todo el mundo. Cada año veinte millones de fieles van a recogerse ante la túnica de Juan Diego Poner en duda, allí mismo, su carácter sagrado de modo convincente perjudicaría numerosos intereses, tanto religiosos como políticos; sin duda será muy excitante para usted, pero tal vez no carezca de peligros. Es mi deber no oculta de este aspecto del viaje.

Froto con la punta del dedo gordo mi talón irritado por el zapato nuevo, le pregunto cuántos colegas antes que yo han rechazado su ofrecimiento Baja los párpados y sonríe con aire conciliador.

—Un católico no podría eludirlo, señorita; para él sería un imperativo moral obedecer la demanda del promotor de la fe… Sí, éste es el nombre más oficial con el que el Tribunal designa al abogado del diablo. Pero el testimonio de los ateos, como el de las persona de otra confesión, nada tiene de obligatorio: es aceptable, eso es todo Para acabar de responderle, añadiré que es usted la primera oftalmóloga con la que me pongo en contacto Su informe de peritaje tendrá que llegar dentro de tres semanas. No habrá comparecencia física en el proceso.

Empuja hacia mí el sobre que ha dejado mi mesa, junto a la carpeta verde. Clava en mí sus ojos con tranquila intensidad, hasta que me decido a abrirlo. Contiene su tarjeta de visita, con su línea directa en el Vaticano subrayada en rojo, una orden de la misión en español con el membrete de la Santa Sede, una provisión de fondos y un billete en clase «business», salida el jueves que viene, regreso el martes siguiente.

Cuando levanto los ojos, el abogado del diablo ha desaparecido Y advierto que en ningún momento me ha preguntado si aceptaba o no el peritaje.