Tres

A las nueve de la mañana, sin haber apenas pegado ojo, Berto había vuelto a reunirse con parte del Consejo de Ministros en la sede del Partido Socialista Progre Español.

Como era la hora de la filípica radiofónica de don José Domingo de la Cascada, todos los presentes la siguieron atentamente antes de entrar en parlamentos:

«… resulta que estos pinchapompas socialistas nos han metido a los sufridos ciudadanos en la peor crisis económica que se recuerda, y como medida de choque no se le ocurre otra cosa al besamerluzas del Presidente que marcharse a Laponia, nada menos que a buscar níquel…

Pues ni que les dieran comisión a los socialistas, señores…

Y dicen que es para construir el trazado del AVE en Tenerife, lo que supongo que permitirá viajar de Santa Cruz a La Laguna en 45 segundos…».

—Se lo ha tragado —exclamó el Ministro de Administraciones, empujándose las gafotas con el dedo anular—: ironiza pero se lo ha tragado…

—Chssst —hizo callar Berto, hasta que don José Domingo terminó de despotricar y pudo apagar la radio con un suspiro de alivio.

Se hizo el silencio y todos se relajaron visiblemente en sus asientos de respaldo alto.

—Bueno, y qué solución te dio ayer la Reina —preguntó el Ministro de Administraciones.

—La Reina poca, pero parece que a Nicolás el maño le dijo Satrústegui que los catalanes andan detrás de todo, tal como yo sospechaba —contestó Berto.

—Estos catalanes… —dijo Pachorra del Cuajo.

—¿Pero qué ha pasado exactamente? —quiso entrar en detalles el Ministro de Administraciones.

—Oggg, de verdad: siempre les echáis la culpa de todo a los catalanes… —dijo la Ministra de Igualdad, que era polaca por parte de abuelo y se sabía lo de los Setze jutges d’un jutjat.

—Si les echamos la culpa de todo por algo será… —adujo Pachorra.

—Pues se ve que compraron hace poco algo así como una máquina de cambiarle el idioma a la gente y se la dejaron a los vascos… —le contestó Berto al Ministro de Administraciones—; bueno, lo que dicen los catalanes es que se la robaron los Innombrables que secuestraron a Paquito…, pero eso es lo de menos…

—Ah, pues entonces si los caballeros andropáusicos con perilla tienen fama de machistas por algo será también —le espetó la Ministra de Igualdad a Pachorra del Cuajo, iniciando otra de las tipicas conversaciones cruzadas del Consejo de Ministros.

—Y dale Perico al torno… ¿Qué tendrá que ver ahora el machismo? —protestó Pachorra, dejando por un momento de mesarse la perilla.

—Creo que he oido hablar de esas máquinas —intervino el Ministro de Exteriores, que acababa de llegar de un viaje oficial a Estados Unidos—, las empezaron usando los fundamentalistas islámicos para liar a los embajadores norteamericanos en Oriente Próximo…

—Es lo mismo: machismo y fobia a los catalanes es exactamente lo mismo: puro resabio fascista… —dijo la Ministra de Igualdad.

—El caso es que el proceso es reversible, pero se necesita disponer de una de esas máquinas —siguió explicando Berto.

—¿Y de dónde vamos a sacarla? —quiso saber el Ministro de Administraciones.

—Yo creo que lo mejor es esperar a que los catalanes la encuentren, o a que compren otra y nos la hagan llegar… —dijo Berto.

—Yo no les tengo fobia a los catalanes —se defendió Pachorra del Cuajo—, son ellos los que se aprovechan electoralmente de nuestras siglas y después no paran de saltarse la disciplina de coalición, y discutirnos los presupuestos, y tocar los cojones…

—Oggg, eres lo peor: ¿es que no puedes argumentar sin hacer continua mención a esas patéticas glandulillas que os hacen sentir tan orgullosos a los machistas?

—Te vuelves a equivocar, tampoco soy machista: sólo soy partidario de amordazar a algunas mujeres, no a todas —quiso zanjar Pachorra mirando malévolamente a su oponente.

—¿Y tú crees que los catalanes van a tener mucho interés en sacarnos del apuro? —preguntó el Ministro de Exteriores.

—Eso es lo que no termino de ver claro —dijo Berto.

—Bueno: si no nos ayudan a que el Presidente del Gobierno vuelva a sus cabales, las próximas elecciones se las lleva Fernández Plancha de calle, y siempre estarán mejor los catalanes con nosotros que con mayoría absoluta del PEPE, ¿no? Después de todo nos presentamos coaligados con ellos —razonó el Ministro de Administraciones.

—Sí, tú fíate: a cambio de cuatro concesiones fiscales estos catalanes son capaces de gobernar en coalición con el mismísimo diablo. ¿No ves que lo único que les interesa es la puta pela? —dijo Pachorra del Cuajo, que trataba de reincorporarse a la conversación importante.

—Perdonad: pero si vais a seguir con vuestro discurso xenófobo y machista contra los catalanes, yo me levanto y me voy de viaje oficial —amenazó la Ministra de Igualdad.

—Y dale con el machismo… —dijo Pachorra.

A las nueve de la mañana, hora de apertura de los bancos en Andorra la Vella, la mayoría de los comercios no habían abierto todavía, pero el tráfico de automóviles y transeúntes era intenso.

El inspector y Jazmín estaban en sus puestos, sentados en la terraza de la plaza Rebes, y Corrales había empezado a repartir octavillas en la acera, sin la gorra de Adidas y con algo de resaca.

El primer cliente del banco entró sobre las nueve y cuarto: un cincuentón bastante orondo con una vestimenta extemporáneamente juvenil, en especial los vaqueros de última moda, que se compraban ya con la cremallera rota y salpicaduras de vómito en los bajos.

Corrales, según las precisas instrucciones del inspector, no le dio la octavilla al entrar, sino que esperó para entregársela a la salida. Pero antes de que saliera el gordo, entró también en el banco una pareja de mediana edad con aspecto de extranjeros del norte, a juzgar por su estatura y rubicundez. Luego pasaron diez minutos sin que entrara ni saliera nadie y Corrales empezó a cansarse, a tal punto que dejó de repartir a todo el que pasaba y empezó a entregar una octavilla sólo de vez en cuando, en especial a las mujeres, sobre todo a las menores de cuarenta, y con clara preferencia por las que lucían escote.

Cuando salió el gordo de los pantalones vomitados, Jazmín y el inspector se incorporaron un poco en sus asientos de la terraza, quizá por temor a que Corrales no estuviera lo bastante atento para salirle al paso. Pero lo estuvo: le entregó la octavilla y el gordo la tomó en un acto reflejo, sin llegar a detenerse.

Ése era el momento de escudriñar sus movimientos. El gordo le echó un vistazo al papel enlenteciendo un poco el paso; le dio la vuelta para mirarlo por detrás y, ya caminando a velocidad normal, lo arrugó con una sola mano y lo catapultó hacia la papelera del semáforo con supina indiferencia.

Sin duda, ése no era el sujeto a seguir.

Pero justo unos segundos antes de que el gordo arrugara el papel, había entrado en el banco una muchacha de menuda y esbelta figura, alzada sobre unos zapatos de tacón sobre los que no parecía andar muy segura. El inspector, con un ojo puesto todavía en el recién salido, la vio con el otro ojo entrando en la sucursal: vestía falda de tubo color gris, chaqueta torera y un bolso negro. Jazmin —que era incapaz de mover los ojos como los camaleones— no se apercibió de su entrada, y Corrales estaba en ese momento haciendo contorsiones para hurgarse el paquete genital desde el bolsillo de sus ajustados pantalones, de manera que también se la perdió.

Transcurrieron otros cinco minutos sin más entradas ni salidas, hasta que la pareja de extranjeros rubicundos salió también del banco y el hombre recibió la octavilla de Corrales. Jazmín y el inspector centraron la atención sobre ellos. El hombre miró la octavilla un momento y se volvió hacia su acompañante haciendo una mueca de incomprensión. Dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo de la camisa y siguió caminando pasándole la mano sobre el hombro a la mujer.

Jazmín no creyó haber detectado ningún signo de alarma en ellos, pero lo mismo miró al inspector buscando confirmación.

—Ah, no: persona roja de carne no entiende lengua española —dijo el Maestro.

Corrales, entretanto, encendió un Ducados con cierto disimulo, mirando en dirección a la mesa en la que estaba el inspector en busca de algún signo de desaprobación por su parte. Cuando el cigarrillo andaba mediado, la muchacha esbelta de los zapatos de tacón salió del banco. El fino instinto de Corrales la detectó de inmediato y dio un respingo ante lo que vio entre las solapas de la chaqueta torera. Lo que fuera que llevaba debajo a modo de sostén era blanco y con puntillas, como un papel de pasteleria que apenas recogía aquellos deliciosos profiteroles.

El inspector desde su silla supo que Corrales estaba a punto de estropearlo todo cuando lo vio tirar el cigarrillo al suelo y, en un arrebato de inspiración lírica, tender la octavilla hacia la muchacha adelantando todo el cuerpo hacia ella:

—Menuda repostería tenéis en Andorra, morena, que te iba a comer hasta las blondas…

A la muchacha de los tacones le salió entonces la encapuchada que llevaba dentro. Adelantó la cabeza sobre los hombros y, arremangándose un poco la falda de tubo para facilitarse el movimiento, le espetó al repartidor:

—Quita de’ay o te reviento la cabeza, desgraciao… —y, trastabillando un poco sobre los tacones, siguió su camino evitando tanto la octavilla como aquel fantoche vestido como su padre en las fotos de joven.

Entretanto, el inspector se daba varias puñadas en el occipital derecho, no se supo si para lamentar la debilidad de su plan o para expresar que los designios del chi son inescrutables; pero Jazmin le tomó el antebrazo con su larga mano de uñas rojas y le dijo:

—Oh: ésa tiene que ser la horrible joven que andamos buscando, inspector: es inadmisible que mi Victoria’s Secret le siente tan tan bien.

El inspector no entendió del todo cuál era la prueba de convicción de Jazmín, pero como de todos modos ya había notado algo sospechoso en una jovencita que se arremanga la falda para encararse a un repartidor de octavillas, se levantó e hizo el gesto previsto para indicarle a Corrales que, terminada la fase A del plan, procedía a iniciar la fase B, a saber: seguir discretamente al sujeto señalado.

De modo que el inspector se puso en camino tras la muchacha de los tacones, Corrales tiró todo el fajo de octavillas a la papelera y siguió al inspector, y Jazmín permaneció sentada en la terraza de la plaza.

Desde ese puesto de observación privilegiado, la Agente 69 vio cómo dos individuos que estaban sentados en la misma terraza se ponían también en pie y seguían a Corrales, quien a su vez seguía al inspector, quien a su vez seguía a la muchacha de los tacones. De modo que se puso a la cola siguiendo a aquellos dos armarios roperos que parecían llevar una ridícula barba postiza.

A las diez de la mañana se hallaban reunidos en el despacho del Honorable President de la Generalitat los socios de gobierno, la oposición de Unió Paradoxal de Catalunya y mosén Recaredo. El President los había puesto en antecedentes sobre el secuestro del Presidente en Madriz y la conversación telefónica que había tenido por la tarde con la Reina Eusebia.

—¿Y como collons quieren que recuperemos nosotros el Reconector? —preguntó Felip Rentafigues.

—Eso: que lo encuentre la Policía Nacional, si son tan chulos —apoyó la Montse de Esquerra Pertinal.

—Lo que nos conviene es que se encuentre lo antes posible, sea quien sea —dijo pacientemente el President, que llevaba toda la noche barrinando sobre las consecuencias políticas y electorales del asunto.

—¿Ah, sí?, ¿por qué? —preguntó el Manel de Rojos Veras—. ¿Qué nos importa a nosotros que el Presidente hable euskera?: lo que tendríamos que hacer es aprovechar para exigir que hable también catalán…

—Vamos a ver… Primero —se dispuso a enumerar el President, con tono de paciencia—: no os olvidéis de que tenemos cuatro muertos en el armario y a otros seis individuos bajo observación médica, y que cuanto antes se termine de hablar del Reconector a Madrit mucho mejor para todos… Y segundo: ¿se os ocurre quién va a ganar las elecciones generales de octubre si el Presidente aparece en los medios de comunicación hablando de autodeterminación en euskera?

En la mente de todos los presentes se hizo la siniestra imagen de Fernández Plancha, y en segundo plano, la todavía más aborrecida de Gollum frotándose las manos.

Cony: eso no se me había ocurrido —confesó Rentafigues.

—Vale, pero las competencias en delitos de ámbito estatal siguen siendo de la Policía Nacional… La última vez que se supo de esos Innombrables estaban a Madrit, y nosotros no podemos enviar allí a los Mossos… —razonó la Montse.

—Pues si no encuentran ellos el Reconector, y pronto, habrá que ir pensando en acercarse a Oriente Medio y comprar otro —dijo el President.

—¿Y eso cómo?, ¿pagando nosotros? —preguntó prudentemente Rentafigues.

—Nos va a salir más barato que negociar la financiación autonómica del año que viene con Sauron —dijo el President, usando por un momento la jerga republicana.

Ui, Déu nos en guard —dijo mosén Recaredo, santiguándose dos veces seguidas.

—Escolti: y ya que se han enterado de todo en Madrit, ¿no podríamos darle la información que tenemos a aquel japonés de la Interpol que andaba husmeando en Calabella? —propuso Manel de Rojos Verds.

—No: está en Andorra investigando no sé qué —dijo el President, cuidándose de no mencionar a la Agente 69 delante de mosén Recaredo—. Además, eso nos relacionaría con los cuatro muertos… Lo único que he podido hacer de momento es enviar a Madrit al doctor Cafarell, el que dirigió el Experimento Catalonia; debe de haber salido hace un rato en el puente aéreo. Al menos ese gesto les hará entender a los del gobierno que hay buena voluntad de nuestra parte.

La muchacha de los tacones cruzó hacia la isleta central con su paso inseguro y se dirigió hacia las puertas automáticas de cristal que daban acceso al parquin de la plaza Rebes.

Se detuvo ante las puertas del ascensor.

El inspector Sakamura, que la seguía de cerca, consideró lo más oportuno pasar de largo a sus espaldas y bajar por la escalera.

Llegado al primer sótano, el inspector se quedó observando si se abrían las puertas del elevador. No fue así, y bajó una planta más hasta el segundo sótano. Allí, cuando estaba apostado en espera de que la muchacha saliera del ascensor, fue alcanzado por Corrales, que llegaba resoplando.

—Joder, Maestro, hay que ver lo buenas que están estas delincuentes modernas, en mis tiempos tenían todas las tetas caídas y los dientes podridos…

Pero el inspector pidió silencio con un gesto y asomó un poco la cabeza.

Las puertas del ascensor se abrieron, y la muchacha salió y echó a andar sobre el suelo cimentado del aparcamiento, produciendo potentes ecos.

De pronto se detuvo para abarcar toda la extensión del aparcamiento con una mirada; se quitó los zapatos y siguió andando deprisa y en completo silencio.

Entretanto, los Encapuchados 2 y 3, que habían salido desde la plaza en pos de Corrales, estaban también apostados, pero un tramo de escalera más arriba, observando los movimientos de aquel Travolta al que seguían y del otro, pequeño y con pinta de japonés, con el que se había reunido en el segundo sótano.

La muchacha, entretanto, había desaparecido al doblar el recodo de la caja de escalera, de modo que el inspector y Corrales avanzaron hasta la siguiente esquina para no perderle la pista —y otro tanto hicieron los Encapuchados 2 y 3 a sus espaldas—. Desde su nueva posición, el inspector oyó voces que, aunque trataban de ser discretas, se veían amplificadas por el eco. No le pareció seguro asomar la cabeza; en lugar de eso se puso a hacer extraños movimientos: agachándose, estirando el cuello, alzándose de puntillas o tirándose en el suelo y reptando.

—Joder, Maestro, ¿ahora se pone a hacer gimnasia?

Pero el inspector volvió a pedir silencio sin dejar de contorsionarse. Con sus extraños movimientos, estaba tratando de encontrar una posición tal que pudiera ver en las superficies de los relucientes coches aparcados un buen reflejo de lo que ocurría más allá del recodo. Finalmente, estirado de lado en el suelo, consiguió distinguir en la puerta trasera de un Mercedes negro la proyección que buscaba.

Así, aunque distorsionados como en un espejo de feria, vio a la muchacha y a no menos de tres individuos con los que se había reunido junto a un vehículo grande de color granate. Uno de los individuos parecía estar mirando atentamente algo que, en el reflejo sobre el Mercedes, resultaba indistinguible. Sí se distinguieron, en cambio una vez que el inspector dobló y dirigió sus pabellones auriculares con las manos para minimizar el efecto del eco, las palabras que intercambiaban:

—¿Lo has cobrado?, abulta poco —preguntó una voz de hombre.

—Y qué querías, pues, que pidiera 100.000 euros en calderilla… He metido los billetes en el bolso y he salido pitando, joder.

—¿Seguro que no te han seguido?

—Y yo qué sé… Los guardaespaldas eran los de Pronosti, la hostia, yo ya he cumplido vistiéndome de pija fascista.

—Pues éstos ya tendrían que estar aquí… A ver, número 5, vete arrancando y encara la salida, que en cuanto aparezcan los de Pronosti salimos zumbando. El inspector —y hasta Corrales, que con tanto espionaje estaba muerto de ganas de fumar— oyó el sonido de un motor de arranque y, siempre en el reflejo de la puerta del Mercedes, vio que el vehículo se movía con las luces de marcha atrás encendidas. Luego se oyó un crujido y el vehículo se detuvo en seco produciendo un chirrido de goma contra cemento.

—Que t’has dejao el retrovisor en la columna, oyes —dijo una nueva voz masculina.

—Ten cuidao, joder, a ver si te cargas el Reconector —apoyó la misma voz que había hablado antes. De modo que el Reconector estaba en la furgoneta, y eso era todo lo que el inspector necesitaba saber.

Sin más demora, el Maestro se levantó del suelo y abandonó su posición atrincherada para caminar decididamente hacia el vehículo y los individuos que estaban junto a él. Su figura, menuda y de pasos rápidos y sigilosos, pasó desapercibida hasta que llegó a pocos metros del grupo. Entonces se detuvo, saludó muy ceremoniosamente en gasso y, sacando de alguna parte su placa dorada, dijo:

—Interpol: Innombrables detenidos, Reconector confiscado, ah, sí.

Corrales, que hasta el momento se había conformado con atisbar asomando el cuello, no quiso perderse el momento de gloria y saltó a la palestra poniéndose las gafas del FBI:

—Chst: ya habéis oído al inspector —dijo—. Al que se mueva le meto un paquete que se va a cagar patas pa’bajo…

La reacción de los cuatro Encapuchados fue diversa.

El nº4, en su timidez, levantó las manos.

El nº5, sentado al volante del Chrysler, apagó el motor y se bajó para enterarse de qué pasaba, pues. El nº 6 permaneció inmóvil tratando de calibrar si cuatro jóvenes patriotas vascos debían dejarse detener por un Travolta fofo y un alfeñique de ojos invisibles, ambos aparentemente desarmados.

Y la nº 1, que había sido sorprendida cuando se estaba abrochando las hebillas de sus añoradas botas militares, se incorporó arremangándose un poco la falda de tubo por si había pelea.

Fue nº 6, en su calidad de cerebro y relaciones públicas del komando, el que rompió el silencio tenso dirigiéndose en castellano al inspector:

—Perdone la indiscreción, señor Interpol, pero ¿llevan ustedes sus armas de fuego reglamentarias?, porque de lo contrario me temo que les van a dar mucho po’l culo.

El inspector entendía las palabras «fuego» y «culo» —la primera gracias a las advertencias de seguridad de Sony y la segunda gracias a Corrales—, pero no tenía el placer de conocer la palabra «armas» y mucho menos la palabra «reglamentarias», de modo que desvió un momento la mirada hacia Corrales en busca de aclaración.

—Nada, que pregunta aquí el señor delincuente si lleva usté la pipa —explicó prudentemente Corrales, viendo que la cosa podía ponerse fea si los señores delincuentes optaban por la insurgencia.

—Ah, no: yo no fuma mucho po’l culo —contestó el inspector, poniéndose un poco Gouda, como quien declina amablemente una invitación presumiblemente obscena.

Entretanto, los chicarrones de Pronosti, que habían seguido el diálogo desde su posición parapetada, decidieron que era el momento de salir a campo abierto y el nº 6 los vio acercarse a espaldas del Travolta y el chino sin ojos. El nº 2 pasó hacia el Chrysler apartando de su camino a Corrales, que de resultas del encontronazo fue a parar de nalgas al suelo —«Chst, cuidadito con tocar a la Guardia Civil», dijo Corrales desde allí, tratando de levantarse a toda prisa pero cambiando de opinión cuando el gigante se volvió hacia él y le hizo «Uh»—. El nº 3, por su parte, trató de empujar también al inspector, pero su manotazo no encontró más apoyo que el aire que el Maestro dejó ocupando su lugar, de tal modo que el Encapuchado, llevado por la inercia de su propio movimiento, dio un pequeño traspiés. Cuando, visiblemente contrariado, se volvió en redondo en busca de la escurridiza figura del inspector, se encontró con la placa dorada de la Interpol delante de sus narices.

—Tú detenido —dijo el inspector, alzando el brazo como si fuera un árbitro sacando la tarjeta amarilla.

Fue entonces cuando el Encapuchado nº 3 lanzó un mamporro con toda la manaza abierta que casi zumbó en el aire, zuuuuf. Pero el inspector hizo otra armoniosa y líquida finta de aikiro para, con sorprendente lentitud que habría requerido ritmo de adagio, evitar el manotazo, sacar un juego de esposas de no se supo dónde, cerrar fuertemente uno de los aros entorno a la muñeca derecha del chicarrón, mantener las esposas agarradas mientras se deslizaba un paso hasta el otro chicarrón, tomarle a éste también la mano derecha, luxarle el meñique según las enseñanzas del jiu-jitzu para disuadirlo de resistirse, hacerla volar en el aire en una llave de judo —o quizá un molinete de rock’n’roll—, pasársela por entre sus propias piernas (las del chicarrón), y finalmente atraparla con el aro que quedaba libre en las esposas.

—Tú también detenido —dijo, volviendo a alzar la placa como un árbitro.

El resultado es que los paisanos de Pronosti cayeron al suelo unidos por las manos derechas, pero en una posición tan complicada que sería excesivo tratar de describirla al detalle. Sí podría decirse que se asemejaba vagamente a un conato de apareamiento recreativo, lo que, a juicio de los propios chicarrones, no resultaba demasiado euskaldún, al extremo de que ambos trataron a toda costa de deshacer el lío dando giros y volteretas, que habrían sido quizá estimulantes desde el punto de vista erótico pero resultaban a todas luces infructuosas a efectos de liberarse.

—Ahora ya me habéis cabreao —dijo Corrales, que había tenido tiempo de levantarse y se aplicó rápidamente a darle patadas en el culo al chicarrón que lo había tirado al suelo—. Y ahora qué, valiente, eh…, ahora qué.

El inspector, en cambio, se desentendió de ellos y se plantó ante el trío formado por los Encapuchados números 4, 5 y 6 —nº 1 seguía todavía peleándose con las hebillas de las botas, sentada en el interior del coche—. Frente a él, nº 5 y nº 6 se miraron entre sí, quizá tratando de valorar la mejor estrategia a seguir. Las opciones básicas eran dos: enfrentarse como valientes a aquel canijo sin ojos y liberar a los de Pronosti, o huir como gallinas abandonando a sus fieles compañeros a su suerte.

En menos de un segundo, el privilegiado cerebro de nº 6 encontró una buena excusa que justificara inclinarse por lo segundo:

—¡Al coche, hay que salvar el Reconector! —gritó. A lo cual se aplicaron todos menos la Encapuchada nº 1, que ya estaba adentro con la falda de tubo medio arremangada, lo que le costó a nº 4 darse un coscorrón chichonero contra el quicio de la portezuela.

El inspector bien habría podido entonces desenfundar su sable imaginario y, de cuatro certeros tajos, inutilizar las ruedas del vehículo para coartar la escapada. Pero siguiendo la consigna de la Interpol de causar los mínimos daños a personas y propiedades, prefirió concentrar su chi para catapultarse de un salto hasta el techo del Voyager haciendo papilla varias leyes de Newton.

Stuk, sonó el golpe en el interior del vehículo, donde nº 5, nervioso, no acertaba con los cables que tenía que empalmar para arrancar el motor. Stuf, sonó otra vez la chapa del techo, e inmediatamente nº 5 vio aparecer por la ventanilla la cabeza del canijo sin ojos puesta del revés, lo que le daba un inquietante aspecto de murciélago feo tirando a vampiro. Luego, el murciélago metió una mano en el habitáculo y le tiró de su muñeca hacia afuera, de tan endiablada manera, presionándole entre los huesecillos carpianos, que nº 5 no tuvo más remedio que ceder al tirón quejándose flojito y de a poquito «Ay, ay, ay, ay, ay…»—, y sacar la otra mano de entre los cables bajo el volante para tratar de liberarse. Pero el invertido en sentido topológico aprovechó la coyuntura para engarzarle unas esposas en ambas manos, no sin antes pasar la cadena por el soporte del retrovisor, lo que dejó a nº 5 impedido para otra cosa que no fuera quedarse allí sentado viendo cómo el vampiro desaparecía de la ventanilla.

Por encima de él, estirado boca abajo a lo ancho del techo del Voyager, el inspector se provocó una especie de espasmo muscular para voltearse como una tortilla. Una vez boca arriba, realizó un movimiento sin duda emparentado con el break dance que le hizo rotar 180 grados con eje en su espinazo. Luego volvió a voltearse al estilo tortilla española y, al cabo exactamente de 1,7 segundos, estaba con la cabeza sobre la ventanilla donde antes tenía los pies —y viceversa.

En esos breves 1,7 segundos, el Encapuchado nº 6 no esperaba que la cabeza invertida del inspector apareciera de pronto en su lado del coche, de modo que, pese a su portentoso cerebro, la simple precaución de haber subido el cristal no se le había ocurrido todavía. Sin duda eso facilitó la acción del inspector, quizá junto con el hecho de que el portentoso cerebro de nº 6 le aconsejara presentar dócilmente ambas manos unidas en la esperanza de ahorrarse lesiones en los carpios.

En el asiento de atrás, no fue la misma la reacción de la Encapuchada nº 1, quien, comprendiendo que habían quedado inmovilizados, salió del habitáculo dispuesta a «chafarle los morros a este desgraciao sin ojos», según le anunció de viva voz a todo aquel que quisiera estar informado de sus proyectos a corto plazo. El Encapuchado nº 4, por su parte, se vio impulsado a salir también a fin de proteger caballerosamente a su impetuosa compañera.

Mientras, el inspector, que de pie sobre el techo del coche los vio abrir las portezuelas traseras, hizo unos pases mágicos de kung fu —iko ishoooo—, sacó de alguna parte otros dos juegos de esposas para hacerlos girar al estilo ninja —whu, ushuuuuuo—, y dio un salto mortal que le habría valido una medalla de oro olímpica de haber existido la modalidad «Salto de furgoneta con esposas»: ¡üiüiaaa sho, ikaaaai!

Tras la portentosa pirueta fue a caer en el suelo en perfecto equilibrio elástico sobre las dos piernas ligeramente abiertas, pero justamente allí lo esperaba la Encapuchada nº 1, quien, con las botas ya abrochadas y arremangándose la falda de tubo sin reparo por mostrar sus más íntimas prendas, soltó un patadón de empeine que fue a dar en pleno chacra genital del venerable Maestro, a lo cual, al venerable Maestro se le vio el blanco de los ojos por primera vez en este relato; acto seguido pronunció una larga «o», dejó caer las esposas en un estilo más bien poco zen, y, sin más protocolo, se llevó las manos a la entrepierna y cayó de lado sobre el suelo de cemento.

Ante tamaña acción de violencia de género, tanto el Encapuchado nº 4 como Corrales —que había asistido a ella desde más lejos— se llevaron también las manos a sus propias partes blandas y fruncieron la cara como si les hubieran dado a lamer un limón.

—Venga, quítale las llaves de las esposas que yo me encargo del otro —le dijo la Encapuchada nº 1 a su compañero nº 4.

El «otro», naturalmente, era Corrales, que, dada la rapidez con que se habían sucedido los hechos, no había tenido tiempo de imponer su autoridad.

Hacia él avanzó la Encapuchada nº 1 haciendo gestos de desplante:

—Y tú, Travolta, me vas a dar problemas, o qué…?

Pero Corrales no tuvo tiempo tampoco de pedirle a la señorita delincuente con botas un respeto a la Guardia Civil, porque, procedente de algún lugar a sus espaldas, sonó otra voz femenina:

—Mmmm: me temo, querida, que los problemas te los voy a dar yo —dijo la Agente 69, que, siguiendo a los de Pronosti desde la plaza, había ido sacando del bolso su Black Hammet calibre 5,23, pequeña pero juguetona.

La Encapuchada nº 1 se detuvo un momento para considerar a aquel putón fascista que apuntaba con la pistola como si estuviera posando para un fotógrafo:

—Y tú quién coño eres y a qué te metes…

—Oh: digamos que no es muy amable robarle su Victoria’s Secret a una dama que sabe manejar un arma, y mucho menos estropearle su pequeña Porsche. Son prendas tan tan personales… Pero ahora, ¿querrías ponerte esas esposas, querida, tú y este amigo tuyo tan tan guapo?

—Dice que ni hablar, que a él no le vuelve a reconectar las neuronas ni san Blas —tradujo Itziar en tono cansino, mientras se pintaba las uñas de los pies sentada como un indio en la butaca de las visitas.

—Si es por tu bien, Paquito —dijo la Primera Dama, que tenía los ojos congestionados y la nariz irritada de tanto pasarse el pañuelo.

—Por tu bien y el de las niñas —apoyó Berto—, y además no puedes aparecer en televisión en estas condiciones…

—Zer dio ergel horrek? ¿Qué coño dicen? —preguntó el Presidente Paquito, visiblemente irritado.

Itziar hizo la traducción al euskera, escuchó la larga e iracunda respuesta del Presidente y, en contraste con la vehemencia que expresaba el original, tradujo al castellano arrastrando las vocales de pura desgana:

—Dice que es ilegal secuestrar al Presidente del Gobierno en un hospital puuuúblico; que su lengua es el euskeeeera; que si a ustedes eso les parece una enfermedad es que son unos fasciiiistas; que las auxiliares de enfermería son unas santas y, sobre todo, que está hasta las pelotas de repetir siempre lo mismo… ¿Lo quieren oír en verso?

El doctor Cafarell, que había llegado a Madriz en el puente aéreo de las nueve, hizo un discreto gesto hacia Berto y la Primera Dama para invitarlos a salir de la habitación y hablar un momento en privado.

—Permítanme una pregunta… —les dijo en el pasillo, cuando se hubieron alejado unos metros de la puerta y los dos policías nacionales de paisano que la custodiaban—. Desde el punto de vista ético más que legal, ¿necesitamos su autorización?, ¿no bastaría la de su esposa, teniendo en cuenta las circunstancias?

—¿Su autorización para qué? —preguntó a su vez Berto, que estaba un poco espeso.

—Quiero decir… ¿Ha tenido usted en cuenta que sería posible someterlo al Reconector sin que él se entere, camuflado en alguna de las pruebas que le están haciendo aquí?

Berto miró a la Primera Dama, que se sintió interpelada:

—Quiere decir…, reconectarlo sin su permiso, para que vuelva a hablar normal, aunque él no quiera…

—Bueno, al fin y al cabo, la reconexión al euskera le fue inducida a la fuerza —justificó su idea el doctor Cafarell—, fue un acto de violencia en toda regla, y nosotros no estaríamos haciendo más que restituirlo a su estado normal… No sé si eso sería políticamente correcto, pero quizá deberíamos considerar la vertiente familiar del asunto, y no tanto la institucional…

—Es un punto de vista, y si se trata de una recomendación médica —dijo Berto, mirando a la Primera Dama esperanzado.

—Bueno, tal como yo lo veo —quiso el doctor cubrirse las espaldas—, no se trata de un problema médico puesto que el sujeto no corre ningún peligro, ni quedándose así, ni siendo restituido a su mapa neuronal de origen. Pero si nos decidiéramos por lo segundo, lo único que necesitaríamos sería disponer del Reconector y de una autorización de la esposa, exactamente lo mismo que si estuviera inconsciente y hubiera que operarlo.

—¿Tendríamos tu autorización? —preguntó Berto, de nuevo mirando a la Primera Dama.

A ella se le acumuló un poco de agüilla en los párpados inferiores:

—¿Seguro que no le pasaría nada malo?

—La probabilidad es despreciable —contestó el doctor Cafarell—. Sería mucho más peligroso extirparle el apéndice.

—Yo lo único que quiero es que vuelva a ser mi Paco de antes; si lo ven así las niñas…

—Entonces creo que ya tenemos la autorización de la esposa —dijo Cafarell.

—Ahora sólo nos falta encontrar un maldito Reconector… A ver si estos putos catalanes espabilan… —dijo Berto, sin recordar que el doctor Cafarell, pese a lo discreto de sus eles, era natural de Can Fanga.

Corrales trataba de consolar al inspector, que todavía no se había recuperado completamente del patadón:

—Ya lo sé, Maestro: si a mí me ha dolido namás de verlo, pero tiene que saltar sobre los talones, como los futbolistas, si se queda tirao en el suelo le va a durar más…

—¿Queremos hablar con un abogado abertzale, y que se nos lean los derechos en euskera —gritaba la Encapuchada nº 1, esposada a una tubería junto a nº 4—, sois unos cochinos fascistas, y en cuanto se entere nuestra gente os van a poner mirando a Iruña…

El resto de los Encapuchados permanecían en silencio con ese abatimiento que produce la derrota; incluso los chicarrones de Pronosti habían renunciado a sus contorsiones erótico escapatorias para dejarse caer, exhaustos y jadeantes, el uno sobre el otro.

Jazmín comprobó la integridad de su documentación falsa andorrana y de los diez fajitos de billetes que completaban 100.000 euros. Después los guardó con la Black Hammet en su bolso de Loewe, justo un segundo antes de que llegaran dos coches de la policía andorrana, sin duda alertados por el vigilante a cargo de las cámaras de seguridad del parquin.

Ambos vehículos irrumpieron con las luces rotatorias encendidas y, nada más detenerse en un frenazo brusco, se abrieron las portezuelas delanteras del primero y salieron de él dos policías —uno macho y el otro hembra—, ambos con una mano en la cartuchera y la otra en la porra. Sus compañeros permanecieron dentro del segundo coche pero igualmente prestos a desenfundar lo que fuera menester.

—Policía —dijo el policía macho, por si alguno de los presentes no había visto ni el coche patrulla ni sus uniformes con gorra, arma corta y porra grande. Luego saludó llevándose el índice y el corazón junto a las gafas de espejo y movió los ojos alternativamente entre Jazmín y Corrales, que, a pesar del atuendo del segundo, eran los que aparentaban más presencia de ánimo teniendo en cuenta que el resto estaban esposados en posiciones absurdas o dando saltitos sobre los talones.

Pero la Encapuchada nº 1 se adelantó a la respuesta a voz en grito:

—¿Estos fascistas españoles nos han atacado: somos ciudadanos vascos, tenemos derecho a hablar con el embajador de Euskadi en Andorra —exigió con gran aplomo, más que nada por ver si colaba.

Pero el policía macho persistió en mirar a Jazmín, en concreto por debajo de su barbilla y por encima de su ombligo.

—Mmmm: oh, gracias a Dios que ha llegado usted, estaba tan tan asustada…

—¿Qué ha ocurrido aquí, quién ha esposado a estas personas? —le preguntó a Corrales la policía hembra, más bajita y rechoncha que el macho pero dotada de una porra igual de intimidante.

—Guardia Civil española, descanse, bonita —le dijo Corrales—. Verá usté: aquí el inspector Sakamura de la Interpol se lo explicará todo en cuanto se recupere del altercado en el plexo sexual que le ha administrado aquella energúmena de las botas…

La policía hembra pensó que aquel tipo vestido de Travolta tenía toda la pinta de traficar con algo sucio, y la fulana de lujo que le hacía morritos al papanatas de su compañero tampoco parecía de mucho fiar. De hecho, ambos tenían todo el aspecto de haber estado torturando a aquellos grandullones esposados y al pobre chino que daba saltos.

Pero el chino que daba saltos se había recuperado lo suficiente como para agitar por encima de la cabeza una placa dorada de la Interpol.

El President de la Generalitat y el Conseller de Presidéncia estaban siguiendo una especie de eslálon peripatético sorteando lentamente los arbolitos del Pati dels Tarongers.

—Perdona: el Aeroret… —se disculpó el President por el desliz corto y seco que acababa de escapársele—. Eh…, a lo que íbamos: en el caso de que encontremos a alguien en Oriente Medio que nos vendiera otro Reconector, habrá que volver a escaquear un pico del presupuesto, así que a ver qué se nos ocurre…

—Bueno, podríamos recortar algunos servicios de sanidad… —propuso el Conseller, en su incompetencia de segundón.

—No seas cenutrio, caray: la sanidad no se recorta nunca, ¿no ves que todo el mundo se fija en eso? Tiene que recortarse siempre lo que pase más desapercibido… Educación, por ejemplo, que no se nota el efecto hasta que pasa una generación entera.

—Pero ya sisamos en horas de Lengua Española para comprar el primer Reconector: como no recortemos ahora en parvularios… —volvió a proponer torpemente el Conseller.

El President le dio una colleja:

—Parvularios nunca: Universidad, alma de cántaro; piensa un poco: ¿en qué collons beneficia al votante medio tanta beca de investigación científica, si ya lo investigan todo los americanos…?

En ese momento sonó el móvil del President:

Paraules d’amor

senzilles i tendres…

Era el politono de la Agente 69, que llamaba desde la plaza Rebes justo después de haber reingresado los 100.000 euros en la Petita Banca Andorrana, aunque esta vez en una cuenta a nombre de La Belle Jazmín.

—Mmmm, Andreu, cariño, ¿te pillo en buen momento? —le preguntó al President su voz aterciopelada.

—Sí, dime, dime…

—Oh: el inspector ha resultado ser tan tan increíble, deberías habérmelo presentado antes… ¿Pero te parece que consideremos cumplida mi pequeña misión? Han pasado los tres días y creo que no vas a tener que preocuparte más por él: acaba de capturar a unos horribles Innombrables y se vuelve a Francia. Yo creo que saldré para Ginebra después del almuerzo; acabo de hablar con un amigo de las Naciones Unidas que tiene un problema tremendo con unas fotos…

Al President se le encendió la bombillita que solía llevar colgando sobre la cabeza:

—¿El inspector ha capturado a unos Innombrables?, ¿era para eso que se iba a Andorra?

—Mmmm, sería largo de explicar: todo se ha complicado porque esos horribles jovencitos me robaron mi pequeña Porsche, y luego resultó que el inspector estaba tan interesado como yo en atraparlos…

—¿Y por qué no me explicaste eso ayer, cuando llamaste?

—Oh, Andreu, cariño: ¿cómo podía saber que eso pudiera interesarte? Dijiste que me ocupara de mantener al inspector entretenido en Calabella, y mejor aún lejos de allí, y ya sabes que yo sólo pregunto el «qué», nunca el «por qué» ni el «para qué»…

El President no se paró a pensar en si su exceso de discreción había sido oportuno en aquella ocasión, porque se le había apagado la bombillita que llevaba colgando y en su lugar lo iluminaba un rayo de esperanza:

—¿No tendrás idea de si esos Innombrables habían robado algo en Calabella…?

—Sí, una de esas máquinas que circulan por Oriente Medio. Se supone que son un arma secreta, pero todos los servicios de inteligencia andan como enloquecidos con ellas… El inspector la ha mandado embalar para enviarla a Lyon.

—¿A Lyon?, ¿y por qué a Lyon?

—Cariño: en Lyon está la central europea de la Interpol… Pero si te interesa puedo decirte adónde va dirigida exactamente.

—No sabes bien lo muchísimo que me interesa —dijo el President, pero enseguida se arrepintió de haber mostrado tantas ganas—: Quiero decir: de pende de lo que cueste comprar esa información, claro…

—Mmmm, invita la casa… En realidad, lo sé porque como el inspector no escribe más que japonés he tenido que rellenarle la dirección de envío en la agencia de transportes. Iba dirigida al comisario FréreJacques, rue des Policiens nº 45…

Corrales había terminado de hacer su equipaje en el Gran Hotel dels Pirineus y se acercó a la habitación del inspector con su bolsa de deporte del Real Madriz.

—¿Así que ya hemos terminao la misión, Maestro…?

—Ah, sí, mucha misión terminada —dijo el inspector, mientras fregaba el suelo con su bayeta húmeda.

—Ya… Y ahora qué: se vuelve usté con los gabachos…

—Una cosa sola: ¿qué cosa es Ga Ba Cho? —preguntó el inspector, asomando la cabeza por debajo de la cama.

—Los franchutes de la Francia, esos que tienen la Torre Fiel y hablan con la erre que parece que saquen gargajos…

—Ah, sí: yo vuelve central de Interpol. Investiga mucho delito europeo.

—Oiga, ¿y no necesitará usté un ayudante de la guardia civil pa los casos difíciles?

El inspector salió completamente de debajo de la cama para aclarar la bayeta y, de camino al baño, se plantó ante Corrales con las manos a la espalda y sus ojillos invisibles apuntando directamente a las pupilas del cabo.

—Tú mucho guardia civil español de aduana. Gran misión importante. Mucha parienta catalana espera Calabellá, sí.

—Na, si a la parienta con verla los fines de semana… Y además en la aduana m’aburro. Antes aún, que había trapicheos y cosas, pero con esto del Mercao Común y la Unión Europea…

—Ah, no aburre: tú gran guardián vigila país. Persona importante, mucho honor español, sí —dijo el inspector, componiendo una pantomima de guerrero samurái vigilando los confines del mar con cara de pocos amigos.

Corrales se quedó un momento pensativo mientras el inspector se acercaba al lavamanos para enjuagar la bayeta.

—Hombre, visto así… Pero de todas maneras, alguna vez le tocará a usté volver a España a investigar algún muerto, o lo que sea, ¿no?

—Ah, sí, mucho seguro.

—Pues que cuente conmigo pa lo que sea…

»Joder, Maestro, ¿las baldosas del wáter también las friega?, si fuera por usté las mujeres de la limpieza iban a tener que meterse a putas pa ganarse la vida…

La Encapuchada nº 1 había estado aullando consignas revolucionarias en las dependencias de la comisaría central de Andorra la Vella hasta quedarse afónica. Mientras, observándola con aprensión desde su despacho acristalado, el jefe de la policía andorrana trataba de dilucidar qué procedía hacer con aquellos seis individuos autoproclamados «patriotas vascos» que, alternativamente, amenazaban con hacer huelga de hambre o autoinmolarse a cabezazos si no eran puestos en libertad de inmediato.

En realidad, para la policía andorrana no había motivo de detención puesto que no habían incurrido en más desorden que el de aparecer esposados en un parquin. Tampoco la Interpol, según había deducido de la mímica de aquel extraño inspector sin ojos, estaba interesada en ellos, aunque sí parecía estarlo, y mucho, en aquel cacharro que había en el maletero del Chrysler Voyager y que el inspector se había empeñado en enviar inmediatamente a Lyon. Por otro lado, el Voyager, a juzgar por la documentación, había sido presumiblemente robado en España, de modo que quizá la policía española tuviera algún interés en aquellos individuos, si bien investigar este extremo no le incumbía en absoluto a la policía andorrana. Y, por último, lo que seguro no convenía era dejarlos deambular a su libre albedrío por Andorra, en especial a aquella loca de la falda de tubo y las botas militares, que aun esposada había abollado un archivador, escupido enormes gargajos sobre varios expedientes distantes varios metros de su posición, y mordido a un agente que la sujetó para evitar que volcara a coces el botellón del agua.

Finalmente, a la vista de aquella plaga, el jefe de la policía se inclinó por la solución más sencilla.

Se levantó de su butaca y salió a la sala donde estaban los seis en fila, esposados a un banco para que no pudieran romper nada más. Evitó encararse a la loca con botas —a pesar de que parecía ya un poco cansada después de tanto gritar y patalear—, desestimó también al tímido sentado a su lado y a los dos mostrencos de 1,90, y se detuvo ante los dos que parecían más listos:

—Ahora escoltaremos su vehículo hasta una de las fronteras: quedarán ustedes en libertad en cuanto la hayan cruzado; pueden elegir entre la española o la francesa —les anunció sin más explicaciones.

—La francesa —dijeron al unísono nº 5 y nº 6.

Sin embargo, la loca de las botas quiso puntualizar con su voz afónica pero siempre potente:

—Oye, que le quede claro a este mamarracho que a nosotros no nos expulsa nadie de un país, y menos de una mierda de país como éste, joder, que nos vamos a Francia porque nosotros queremos, la hostia.

Después de la conversación telefónica con el inspector Sakamura, el comisario FréreJacques pensó con alivio que podían dar por neutralizado el Reconector de Calabella, que ya viajaba por carretera camino a Lyon desde Andorra la Vella.

Sin embargo, el comisario no podía olvidarse definitivamente del caso todavía. El hecho de que —según recomendación de la OMS— todo aquel asunto de los Reconectores hubiera de mantenerse discretamente oculto a la opinión pública significaba que era preciso, no sólo hacer desaparecer de la circulación aquellas malditas máquinas, sino también disimular sus efectos, lo cual equivalía a inventar toda clase de explicaciones rocambolescas sobre lo ocurrido a las víctimas. Era incluso más agotador que cuando cierto lobby de fabricantes de cerveza financiado por cierto otro lobby de cadenas de televisión empezó a incorporar en sus botellines el llamado Champions Gas, lo que impelió a millones de europeos —la mayoría varones— a apiñarse en los bares ante la emisión de anodinos encuentros deportivos que, de no haber sido intoxicados por aquella sustancia, les habrían importado un petit poie.

Pero en el caso del Reconector de Calabella que ahora ocupaba al comisario, había que buscarle explicación natural, no a un mero fenómeno de obnu bilación colectiva, sino nada menos que a cuatro cadáveres sonrientes. Eso a falta de lo que pudiera pasarles a los otros seis de la lista que había enviado el inspector Sakamura desde l’Espagne.

A tal efecto, el comisario consultó al inspector Alain Pelon —sorprendentemente dotado de una abundante cabellera—, que era doctor en bioquimica por la Sorbona y uno de los más ilustres especialistas en neurotoxicidad.

El doctor, haciendo gala de su portentosa erudición en la materia, procedió a escribir unas certeras palabras clave en el popular motor de búsqueda conocido como Guglé Franlaise, que en realidad era el Google normal pero con los letreros en francés y algunas alusiones a la grandeur de la patrie.

—Aquí hay una toxina que podría valernos, n’estce pas? —dijo el doctor señalando la pantalla—: Actiolina Sardónica, produce tirantez en los músculos orbiculares, y como cualquier cosa en cantidades lo bastante grandes, yo juraría que puede ser mortal…

—¿Y dónde se encuentra esa toxina? —preguntó el comisario FréreJacques, mirando la pantalla por encima del hombro del doctor.

—Al parecer la produce cierta variedad tropical de medusa, la Cnidaria esperitata, también llamada Gorro de Dormir por la forma de su exumbrela. La mayoría de las variedades son originarias del sudeste asiático: costas de Java, Sumatra, Borneo… ¿Le valdría eso?

El comisario FréreJacques lo consideró unos segundos. Desde luego Calabella era un puerto de mar y eso encajaba con las medusas, pero no terminó de gustarle el hecho de que las Gorro de Dormir fueran de tan lejos:

—¿No sería un tanto extraordinaire que hubieran llegado medusas de Borneo a l’Espagne? —le preguntó al experto.

—Pas du tout. ¿No tuvieron plagas de conejos en Australia?, ¿no tenemos nosotros plagas de cangrejo norteamericano?, pues por la misma regla de trois podrían invadirnos les petites medusas de los mares del Sur, voilá. Y si no, siempre se puede hacer mención al cambio climático, que sirve estupendamente para justificar cualquier desastre…

—Bon, tampoco se trata de que cunda el pánico entre la población —consideró prudentemente el comisario—. Necesitamos algo un poco menos alarmante… Déjeme pensar… Supongamos que…, un barco venido de Borneo…, estuviera pescando en el Mediterráneo y…, hubiera usado carne de medusa asiática como… cebo para atraer a los…, digamos…, bancos de boquerones. ¿Suena verosímil?

—Eso depende de si los boquerones sienten algún apetito por las medusas —guardó reserva el doctor—. Podemos consultarlo en la Wikipédie francaise…

—No sé: de todas maneras tampoco resulta convincente que un barco de Borneo esté pescando boquerón en el Mediterráneo. Tendríamos que elaborar un poco más la idea…

En ese momento sonó el móvil del comisario:

«Sur le pont d’Avignon fon

y danse l’on y danse…

Era el politono que identificaba a su secretaria, Mademoiselle Frigidoire:

Alló dijo el comisario, con su impecable acento francés nativo.

—Commissaire: tengo en la otra línea al Ministro del Interior de l’Espagne

El comisario, siempre dispuesto a aceptar las cosas como venían, pensó que después de haber pasado horas intentado contactar con alguna autoridad española sin conseguirlo, aquello era una especie de feliz coincidencia.

Corrales y el inspector despidieron a Jazmín en el parquin del hotel.

La Agente 69 había elegido para viajar a Ginebra un JeanPaul Gaultier color lima, unos Manolo’s amarillos, su documentación falsa monegasca y el Lamborghini color pistacho que estaba aparcado entre la pequeña Porsche magnolia y el Alfa Romeo color sangría:

—Suiza resulta tan tan radiante en verano… —dijo para justificar la elección.

Corrales le abrió la portezuela:

—Señorita: que sepa que el cabo Corrales de la Guardia Civil queda a su entera disposición para lo que sea de menester.

—Oh, qué galante y español… —dijo Jazmín, dejando que el galán español le rozara el dorso de la mano con el bigote de cepillo.

Corrales carraspeó, notando todavía el tenue perfume de la Agente 69 bajo la nariz:

—Maestro, le espero arriba —dijo, dándole al inspector un codazo educado y fino, como requería la ocasión.

El inspector permaneció en su posición de espera, y Jazmín arrancó el motor antes de hablar:

—Mmmm: ¿de verdad que va a dejar que vaya sola…? Oh, ya veo que sí: es usted tan tan cruel conmigo… Si alguna vez quiere reconsiderar mi propuesta, mande recado a mi suite del hotel; tarde o temprano siempre paso por aquí.

—Aaaah, sí, yo mucho recado, ji ji.

Jazmín lanzó un beso con los dedos antes de accionar la palanca del cambio. El inspector saludó en gasso y el Lamborghini salió disparado rampa arriba, se detuvo un momento en la parte alta y desapareció con un chirrido de neumáticos hacia la luz del cielo. Corrales esperaba en la recepción del hotel, silbando bajito y balanceando su bolsa de deporte del Real Madriz con aire aburrido, o quizá mohíno. El inspector se le unió y, sin decir nada, ambos caminaron en dirección a la salida, donde ya les esperaba un taxi. Durante las casi cuatro horas que duró el trayecto hasta Calabella, apenas hablaron.

El inspector se sumió en una profunda reflexión sobre el azar y la voluntad, la búsqueda y los encuentros fortuitos, hasta que, en un momento de aproximación al satori, le pareció comprender el sentido de su extraño destino de monje policía.

Corrales, saturado de imágenes de acción, se quedó dormido y soñó con su infancia en Carabanchel, cuando a su vez soñaba con ser un agente del FBI con gafas de espejo.

Justo después de que la Agente 69 le diera la dirección de envío del Reconector, el President de la Generalitat le pidió a su secretaria que lo pusiera en comunicación inmediata con el Palacio Real.

Dos horas y media después, la Reina encontró el momento de ponerse al aparato:

—Majestad: me complace anunciarle que hemos encontrado el Reconector Neuronal, tal como Su Majestad había requerido —le dijo el President, en tono de niño obediente que ha hecho los deberes.

—¿El reconector de qué? —preguntó la Reina, que aquella noche había recibido la visita del zángano en sus aposentos y todavía tenía la cabeza en otra parte, quizá siguiendo las volutas del puro que fumaba con delectación sentada en su butaca Imperio.

—La máquina de los idiomas… La que necesita el Presidente del Gobierno Central…, todo eso que ha pasado por culpa de los vascos…

—Ah, ¿ya la tienes? ¿Ves como todo se consigue si uno pone voluntad, tontorrón? Hala pues: envíala enseguida al Hospital de La Paz que la estarán esperando…

—Verá, Su Majestad, es que la máquina no la tenemos nosotros…

—¿Ah, no?, ¿entonces quién la tiene?

—Está en la Interpol…

—Y eso qué es, ¿otro aparato?

—No me he explicado bien: me refiero a la policía internacional, que tiene las oficinas centrales en Lyon… Habría que pedirla desde el Gobierno de Madriz porque, como a nosotros nos tienen prohibido ser una nación, no tenemos ni selección de fútbol ni oficina nacional de la Interpol —alegó el President en su mejor tono victimista catalán.

La Reina Loles trató de que no se le acumulara mucha bilis Ogilvy.

—Vale: y ahora qué moños se supone que quieres que haga yo…

—Pues en fin…, quizá Su Majestad podría hablar con el Ministro de Interior para instarlo a solicitarle el Reconector al comisario FréreJacques, que según una información por la que, por cierto, hemos pagado una fortuna, es el que está al cargo…

—¿Y por qué no lo llamas tú directamente y se lo dices, alma cándida?, ¿es que tengo que hacerlo yo todo?

—Bueno, Su Majestad ya sabe que nosotros siempre procuramos cumplir con cualquier petición que nos haga la corona, pero una vez satisfecho su requerimiento de ayer, como todo esto no ha sido culpa nuestra sino de los vascos, eh, pues me sabe mal que tengamos que vernos involucrados, ni ante el gobierno ni mucho menos ante la Interpol…

La Reina dio un bufido de resignación antes de colgar y tenderle el teléfono inalámbrico al chambelán:

—Anda, márcame el número del Truchaloca, que está visto que en este país de intrigantes o se menea la monarquía o no se pone ni el huevo.

El Ministro Berto estaba reunido con Pachorra del Cuajo tratando de maquillar unas estadísticas macroeconómicas bastante feas cuando sonó en su teléfono el politono identificativo de la Reina:

Mi jacaaa, galopa y corta el viento

cuando pasa por el puerto,

caminíto de jeréeee…

—Majestad, qué gran honor recibir su llamada, precisamente ahora mismo estábamos ponderando la labor democrática de la monarquía… —empezó a mentir Berto con su mejor talante socialista.

—Déjate de lamerme el culo y localiza a un tal comisario FréreJacques en la central de la Interpol en Lyon. Allí tienen la máquina que les robaron a los catalanes.

—Gracias a Dios —dijo Berto, olvidando por un momento su acrisolado agnosticismo.

—Pues espabila. Y no quiero que me volváis a hablar de emergencias nacionales en lo que os queda de legislatura: ni tú ni tu amigo el Presidente, que entre vosotros y los republicanos me estáis dando un verano que pa qué.

Diez minutos después, el Ministro Berto hablaba con mademoiselle Frigidorie, la secretaria del comisario, y dos minutos más tarde, interrumpiéndolo mientras departía sobre medusas sudasiáticas con el doctor Alain Pelon, pudo ponerse en comunicación directa con él.

La conversación se desarrolló en frangais, naturalmente, lo que no le impidió a Berto usar su talante para inventar el drama en que se veía sumido el Presidente de l’Espagne, secuestrado por unos crueles Innombrables que lo habían reconectado a una lengua incomprensible y que ahora —siempre según la versión de Berto— clamaba por recuperar su amado idioma materno, no ya por razones de gobierno, ni siquiera de seguridad del Estado, sino sobre todo para volver a poder comunicarse con sus hijitas, dos adorables niñas de tierna edad que desde hacía dos días andaban llorando por los pasillos del Hospital de La Paz.

Quizá debido a que el comisario FréreJacques era hombre de corazón blando, o quizá porque no convenía que la reconexión neuronal de un presidente de gobierno europeo trascendiera a la opinión pública (o quizá porque la Interpol no depende de ningún organismo oficial conocido y sus dirigentes pueden hacer lo que les dé la gana) el comisario accedió a enviar el Reconector a Madriz. A condición, eso sí, de que no lo usaran más que para devolver al Presidente a su estado normal y después lo devolvieran intacto, condiciones a las que Berto accedió de inmediato.

Lo siguiente que hizo el Ministro del Interior y, ya por poco tiempo, Presidente en funciones, fue llamar al Hospital de La Paz para que el doctor Cafarell, que seguía desplazado en Madriz, preparara para aquella misma noche la pantomima prevista con miras a reconectar al Presidente Paquito sin que él se enterase.

A su vez, el doctor Cafarell, que en el momento de recibir la llamada se hallaba tomándose un güisqui doble en la cafetería del hospital, se apresuró a volver a la habitación del Presidente para anunciarle:

—Buenas noticias, señor Presidente: he hablado con el director médico y parece que, en cuanto le hagamos una última prueba en el microescáner de resonancia en diapasón, podremos darle el alta. Esta misma noche podrá dormir en casa.

—Zer dio ergel horrek? (¿Qué dice el imbécil éste?) —le preguntó el Presidente Paquito a su traductora, la enfermera Itziar, que ya se había pintado las uñas de los pies de cinco colores diferentes.

El 26 de julio amaneció tan soleado como cabía esperar en pleno verano. Los turistas empezaban a copar la enorme playa de Calabella y la avenida se veía alegremente recorrida por transeúntes en chanclas y algún descapotable encarnado aquí y allá, como una encendida amapola adornando el tráfico.

Corrales había quedado para recoger al inspector y acompañarlo a la estación de autobuses a las 9 en punto, pero llegó a la recepción del hotel Costa Brava con dos minutos de antelación, afeitado y ya con su uniforme de guardia civil de aduanas impecablemente planchado. Allí esperó escuchando la emisora de radio que tenía puesta el recepcionista, que alternaba los titulares del día con cuñas de declaraciones grabadas aquella misma mañana:

«El Presidente del Gobierno ha comparecido a primera hora en Los Despertares de la Uno, donde, al ser requerido al respecto, ha sido parco en explicaciones respecto a su reciente viaje oficial a Laponia:

»En Laponia todo ha ido bien, muy bien, tanto es así que estamos convencidos de que en breve podremos superar la crisis y acabar con las tensiones nacionalistas, y eso va a ser gracias a todos los españoles y españolas que confían en la labor del gobierno… —explicaba la voz del Presidente Paquito, ya con su habitual acento palentino y su talante socialista progre español».

A las nueve en punto, el inspector salió del ascensor con su equipaje, que consistía en un enorme bolso de tela con estampado de cachemira.

—A los buenos días, Maestro —saludó Corrales, exultante—. Pa que vea que yo también sé llegar pronto.

—Ah, sí: Corrales mucho madruga…

—Buá: y eso que la parienta se me puso besucona anoche… Al principio no se creía nada de lo que le conté y casi me da un sartenazo por no llamar por teléfono; pero como le traje de Andorra un perfume de los caros, treinta eurazos que me costó… En fin, venga, que nos da tiempo a tomar una cañita antes de que salga el autocar. Hoy invito yo, pa que vea que la Guardia Civil también s’estira.

Salieron del hotel, caminaron por la acera de la avenida y tomaron la primera travesía a la izquierda. Justo en la esquina de la parada de autobuses, entraron en el bar La Parrilla, donde Corrales solía tomar el Sol y Sombra de primera hora y alguna cañita siempre que el servicio le daba ocasión.

—Chst, Santi, que vengo con un colega de la Interpol: a ver si nos atiendes como es debido.

—Coño, Corrales, pensaba que t’habían procesao por apropiación indebida de mercancía en tránsito —dijo el aludido, que en sus ratos libres era abogado—: como ayer no se te vio el pelo…

—Cuidadín: un respeto a la Guardia Civil, que venimos de misión especial por to’l extranjero…

—Ya…

—Joder: otro desconfiao… —se quejó Corrales—. A ver, sírvenos aquí lo que el inspector demande.

El inspector quiso «agua de cristal puro, no tan frío», y Corrales, ya muy avezado en traducir al Maestro, pidió la correspondiente agua mineral del tiempo y una cerveza para él.

—¿No le apetece alguna fruta de bola española, o algo pa picar? —añadió, mirando al Maestro un momento—. Yo me comería unos boqueroncitos, que aquí los traen directos de la barca y la hermana del Santi los reboza qu’están pa chuparse los dígitos.

—Que hoy no hay boquerones, Corrales, que no te enteras —dijo el Santi, plantándole delante la portada de La Vanguardia que estaba encima del mostrador—. ¿No has leído los periódicos, que hablan de Calabella?

Corrales leyó en voz alta la noticia que le señalaban:

«El veneno de medusa responsable de los cuatro misteriosos fallecimientos de Calabella. Pág. 7».

…decía el titular a una columna, bajo la foto submarina de una medusa bastante aburrida que parecía llevar un gorro con borla.

—Coño, a ver si también salimos nosotros —dijo Corrales antes de apresurarse a leer los detalles en el interior:

«Según nota de prensa difundida ayer por el comisario FréreJacques, de la Interpol, un pesquero que ya ha sido identificado pudo haber comprado en un bazar chino varios sacos de pienso de medusa de una especie sumamente tóxica, conocida como Gorro de Dormir.

Este tipo de harinas de medusa, aunque elaboradas a partir de otras variedades completamente inocuas, se usan en países del sudeste asiático esparciéndose en el agua a modo de cebo para atraer a los bancos de boquerones. Según el doctor Alain Pelon, también de la Interpol, la corriente pudo desplazar cierta cantidad de esa sustancia flotante hacia el lugar donde los cuatro desafortunados turistas nadaban, lo que sin duda los expondría a entrar en contacto con ella por vía oral y/o cutánea, en especial en la zona de la cara que queda justo en la superficie al nadar.

Eso explicaría la peculiar “sonrisa de felicidad” que presentaban los cuatro cadáveres hallados, ya que el veneno de la Gorro de Dormir produce fuertes contracciones musculares que podrían haberles afectado el músculo irrisorio. Fuentes consultadas del Departament de Sanitat de la Generalitat de Catalunya se remiten al informe de la Interpol y garantizan la seguridad para los bañistas en la Costa Brava, aunque, a efectos meramente preventivos, desaconsejan el consumo de boquerón capturado en los últimos tres días».

—Joder, y de nosotros ni pío, Maestro… ¿Pero lo ve, como tenía yo razón?, ¿no le tenía dicho que todo esto iba a ser cosa de las medusas?

—Ah, sí: Corrales Gran Buda —dijo el inspector, achinando aún más sus ojos invisibles en una sonrisa pícara de estilo zen.

—Pa que vea: yo me di cuenta en cuanto vi al alemán en el yate… Lo que no me cuadra es qué coño tiene que ver la máquina esa que llevaban los vascos en la furgoneta…

—Sssht: gran secreto —dijo el Maestro, haciendo un gesto con el índice sobre los labios—. Tú no habla gente de máquina muy misteriosa…

—Ah, cojonudo: yo con la Interpol a muerte, pa secretos o pa lo que sea… Pero lo de la pelea sí que lo puedo contar, ¿no? ¿S’acuerda cómo capturamos a los dos grandullones…?; buá…, anda que no les dimos la del pulpo… ¿Y el interrogatorio que le hicimos al inglés y a la holandesa de las flores?… Sicología pura…

La alegre rememoranza de Corrales se interrumpió al poco, cuando vieron llegar tras las cristaleras el autocar con destino a Can Fanga, en cuyo aeropuerto debía tomar el inspector su vuelo a Lyon.

Corrales se ocupó de cargar el equipaje en el maletero y se despidió del inspector junto a la escalerilla de entrada.

—Bueno, Maestro, ya sabe dónde estamos, a ver si se pasa por aquí a investigar un poco de vez en cuando, o al menos a comerse un arroz hervido d’esos suyos…

—Aaaah, sí: amigos para siempre, naino, naino, naiono, na… —canturreó el inspector. Luego saludó en gasso y subió al autocar, donde ocupó un asiento junto a la ventanilla.

Corrales, que se ponía más bien blando en estas ocasiones, ya se había despedido agitando la mano e iniciado la vuelta al bar La Parrilla para tomarse una cañita antes de reintegrarse a la oficina de aduanas, cuando se oyó la voz del inspector, de nuevo asomado a la puerta del autocar, que gritaba:

—Una cosa sola: vista a las diez.

Corrales miró en la dirección indicada y se encontró a una portentosa morena en bikini que cruzaba la plaza en dirección a la playa.

—Ah, sí: mucho culo español de chochete moreno —aún oyó que gritaba el inspector, mientras el conductor del autocar accionaba el mecanismo hidráulico de cerrar las puertas y emprendía la marcha.