Su Majestad la Reina Eusebia I era sanguínea y nada propensa a la depresión, pero un cierto desconsuelo hizo presa de ella mientras veía el más popular programa televisivo de la sobremesa. El magazine estaba difundiendo en aquel momento unas imágenes del Rey consorte —Manolo para sus numerosos amigos— acudiendo en su moto con sidecar a un club nocturno ubicado en algún lugar de la carretera de Aranjuez. Pero lo que había sumido a la Reina en su momentánea tristeza no era tanto el lamentable estado en el que su real marido salía del local —ya de madrugada acompañado de una señorita rubia que lo ayudaba a montarse en la moto, ambos muertos de risa y sin guardar ningún protocolo—, sino sobre todo los repugnantes comentarios con que los presentadores glosaban las imágenes:
«Señores, hay que ver cómo está la baraja —dijo el sonriente y pulquérrimo presentador, que se hacía la pedicura a diario—: yo creía que teníamos al Rey de Bastos y ahora resulta que era el de Copas… Huy, por Dios, qué tontería, como están hoy los guionistas…».
«Chico, no seas mal pensado, lo mismo ese chalecito con tantas luces es una farmacia de guardia y el Rey ha ido a comprarle a la Reina unas compresas con alas», —dijo su compañera, aleteando con las pestañas a su particular manera y haciendo un gesto de inequívoca alusión a la vil caricatura de la Reina recientemente publicada.
«Pues si nos está usted viendo, Majestad —volvió a la carga el otro, aún más sonriente—; que sepa que ponemos a su disposición el teléfono de Alcohólicos Anónimos. Si mira aquí debajo en la pantalla verá los números… A ver, compañeros de realización, un poco de brillo, que tenemos a la pobre Reina esperando que le pongáis el cartelito…».
«Ah, y para las vomitonas sobre las alfombras de palacio, lo mejor es que les dé Su Majestad con agua jabonosa —remachó la presentadora—: hay que cuidar el Patrimonio Nacional, Majestad, que buen dinerito nos cuesta a los trabajadores…».
La Reina hundió el botón de apagado del mando a distancia:
—¿Y tú cuándo trabajas, so puta: cuando les comes el rabo a los productores? —se preguntó retóricamente.
El chambelán, que llevaba un buen rato espiando desde lejos para encontrar el momento de acercarse sin ser devorado, se armó de valor y llamó la atención de la soberana:
—Majestad…
—Díiime —dijo la Loles.
—El Jefe de la Oposición solicita audiencia inmediata —explicó el hombre, con tembleque de mantis religioso.
Contra todo pronóstico, la Reina no se revolvió al ataque para comerle la cabeza al chamberlán, sino que, todavía sumida en quién sabe qué reales melancolías, permaneció inmóvil y pensativa en su butaca Imperio:
—¿El Jefe de la Oposición?, ¿qué Oposición? —preguntó.
—La Oposición al Gobierno, Majestad.
—No sabía que tuviéramos de eso… ¿Lo conozco?
—Es el diputado Fernández Plancha, señora.
—Ah, el sietemesino del PEPE… Hazlo pasar, anda, a ver si me cambia un poco el humor. Y en cuanto lo hayas acompañado, vete a despertar de la siesta al capull…, a Su Majestad el Rey, y le dices que quiero verlo aquí en cinco minutos de reloj, que le tengo que contar un par de cositas.
La Reina se acercó a la chimenea en cuya repisa se hallaba una caja de puros con incrustaciones de marfil ilegal y ébano protegido. Tomó una tagarnina del g, arrancó una punta entre sus incisivos y la escupió en el hogaril.
Había dado apenas un par de buenas bocanadas cuando llegó el chambelán precediendo al sietemesino, quien de inmediato se prosternó ante la soberana, como solía hacer en cuanto se le presentaba ocasión:
—Es un honor ser recibido de nuevo por Su Majestad —dijo en tono untuoso y arcaizante—; disculpe Su Majestad mi osadía, bien sabe Dios que por nada del mundo quisiera distraerla de sus ocupaciones, pero he considerado que era mi deber de vasallo informar cuanto antes a Su Majestad de ciertos hechos que han llegado a mi conocimiento…
La Reina, que se había quedado en jarras con el puro en la boca, no era del todo indiferente a la exagerada obsequiosidad de Fernández Plancha:
—Dime, Fernández, dime… —dijo en tono magnánimo, aunque sin indicarle todavía a su humillado súbdito que se levantara.
—Los catalanes, mi señora, esos traidores…
—Mira que les tenéis manía a los catalanes, con lo entretenidos que están ellos con su cultura propia y sus cosas —observó la Reina, ya como quien riñe a un cachorro pendenciero que insiste en pelear con sus hermanos.
—Con todo el respeto: me permito recordarle a Su Majestad la gran cantidad de republicanos que habitan aquellas tierras abandonadas de Dios —dijo Fernández Plancha, que sabía exactamente dónde tenía la Reina su llaga.
La Loles mordió un poco el puro y no dijo nada. Pero en venganza hacia el sietemesino por haberle recordado veladamente el asunto de la caricatura, lo mantuvo con la rodilla hincada en el suelo hasta que terminó su resumen de lo averiguado por Gollum tras la puerta del cuartito de la fotocopiadora del Palau de la Generalitat. A saber: que los miembros del tripartito catalán, el jefe de la oposición y un capuchino de Montsecret habían urdido alguna clase de confabulación en la que intervenía una misteriosa máquina para hablar idiomas; que todo eso había causado la muerte de cuatro extranjeros tal como se detallaba en varios periódicos de la mañana, y, sobre todo, que los catalanes tenían pavor a que nada de todo aquello se supiera en Madriz, lo cual daba cumplida idea de la gravedad de la conspiración.
La Reina se sacó el puro de la boca, tocó la brasa con la uña del meñique para desprender la ceniza —que dejó caer a propósito sobre una alfombra del Patrimonio Nacional—, y se quedó mirando las gotas de sudor que le nacían a Fernández Plancha en el cuero ex cabelludo para rodarle después patillas abajo. En un momento de soberana campechanía, la Loles estuvo a punto de revelarle a su rendido súbdito lo poquito que le importaban los catalanes, el gobierno, la oposición, la patronal, los sindicatos, el clero secular y seglar y, en suma, todo este puñetero país de intrigantes y envidiosos que en mala hora se avino a reinar. Pero en ese momento volvió el chambelán para hacer otro anuncio:
—Majestad: el Ministro del Interior solicita audiencia inmediata.
Y de pronto, como si aquella gota hubiera rebasado el vaso, toda la biliosa furia contenida de los Ogilvy y Cinco Sicilias se desató como un viento nuclear:
—La madre que parió a estos putos socialistas, ¿es que no pueden ir a dar po’l saco a las Naciones Unidas, tienen que venir siempre aquí? —aulló al tiempo que lanzaba el puro encendido a la chimenea, en cuyas jambas de mármol rebotó para salir volando hacia el chambelán.
Aquel momento de erupción biliosa no era el mejor para comparecer ante la Reina, pero Manolo, el Rey consorte, entraba en ese momento en el salón y no tuvo tiempo de escabullirse cuando vio volar el puro.
—Y tú, sinvergüenza —le dijo su real esposa señalando con el índice—, siéntate ahí que ahora mismo te voy a contar yo cuatro cosas.
—Chist, cuidadito: a mí no me faltes al respeto que soy tu marido —dijo el Rey Manolo, alzando a su vez una mano como advertencia mientras se sentaba exactamente donde le habían indicado.
Entretanto, Fernández Plancha seguía postrado sobre una rodilla, al borde de la tortícolis y sumamente violento ante la situación. No tanto por la posibilidad de asistir a una real trifulca familiar, sino sobre todo porque no convenía a sus intereses que el Ministro del Interior lo encontrara allí.
De modo que se atrevió a musitar:
—Majestad, si no puedo servirla en nada más…
La Reina, que se había apoyado en la repisa de la chimenea tratando de recobrar el dominio de sí misma, no contestó hasta que notó cómo su nivel de adrenalina en sangre remitía hasta niveles controlables.
Después de haber sido convenientemente informado por Koldo de los Valles Verdes de los últimos logros de los Innombrables, así como de que el Presidente del Gobierno Invasor hablaba euskera con acento de Pronosti, el Lehendakari Satrústegui se moría de ganas de llamar a alguien para contárselo todo.
A este fin, repasó mentalmente la lista de presidentes autonómicos que le quedaban más cerca: Con el de Cantabria nunca había hecho muchas migas, y menos desde que había nombrado Consejero de Urbanismo de Santander a un diputado de la Falange Auténtica Resucitada.
El de Navarra de ahora también era bastante españolista, y sobre todo resultaba irritante que se empeñara en seguir diciendo «Pamplona» para referirse a Iruña.
El asturiano y el gallego eran tan serios y sosos como los catalanes, y en general no solían divertirse metiéndose con ellos…
El de La Rioja era majete, pero había estudiado Ingeniero de Caminos en Barcelona y su hijo mayor se había casado con el hijo de un directivo de La Caixa, así que tampoco valía…
De modo que finalmente decidió llamar a Nicolás, del Partido Socialista de la Pilarica, que al menos tenía buen saque y además siempre andaba a la greña con sus vecinos catalanes por el asunto de los trasvases.
Esa única llamada fue suficiente para desencadenar el juego de los disparates:
Una vez informado, el Presidente Nicolás dejó mediado un platillo de morcilla regado con vino de Cariñena para llamar al Presidente de Navarra y darle su versión. El Presidente de Navarra dejó su morcilla regada con vino de Navarra para llamar de inmediato al Presidente de Cantabria, que en ese momento estaba chapoteando en un charco para demostrarle a su cuadrilla de Santoña que el cargo no se le había subido a la cabeza. El Presidente de Cantabria llamó al Presidente de Asturias, que fue interrumpido en la redacción de un mail a Flavio Briatore en el que le proponía una Virgen de Covadonga de fibra de carbono a modo de mejora aerodinámica para el Renault de Fernando Alonso. El asturiano llamó enseguida al Presidente gallego, que, habiendo sido sorprendido en mitad de una escalera, no se movió hasta salir de foco, pero llamó desde allí mismo al Presidente de Castilla y León, que a su vez llamó al Presidente extremeño, que a su vez llamó al de la Junta de Andalucía…
El último lugar al que llegaron las noticias, pasando previamente por Canarias, fue a Ceuta y Melilla.
Y, naturalmente, las distintas versiones de lo sucedido que viajaron desde Bilbao hasta las costas de África pasando en zigzag por toda la piel de toro, distaban mucho de ser parecidas.
Para el viaje a Andorra con el Reconector, los innombrables habían tomado prestado un magnífico Chrysler Voyager con asientos que giraban 180 grados, una mesita auxiliar que permitía jugar a las cartas a los cuatro pasajeros de atrás, y un completo equipo audiovisual con dos pantallas de plasma escamoteables en el techo.
Como los dueños del vehículo eran una pareja del Octopus Dei, todo lo que la Encapuchada nº 1 encontró en la guantera fueron galletas María, toallitas húmedas, varios chupetes y una disquetera con películas infantiles, la mayoría de dibujos animados.
La última que vieron, cuando salían ya de la A-2 para desviarse al norte en Lérida, era el más reciente éxito de Disney Pixar: Sigmund Alligator. Trataba de un cocodrilo albino de las alcantarillas de Manhattan que, cada día al caer el sol, salía a la superficie por el inodoro de un psicoanalista para leer las obras completas de Freud en su biblioteca. Eso le sirve al cocodrilo albino para ayudar a sus amiguitos de las alcantarillas: un hámster ciego con complejo de Edipo, una tortuga mutante aquejada de narcisismo y otras mascotas infantiles que habían quedado traumatizadas a resultas de haber sido arrojadas por el desagüe. Pero un buen día, el cocodrilo albino sale por el vater del psiquiatra demasiado pronto y, tumbada sobre el diván de cuero, encuentra a una de sus pacientes: una bellísima aunque desdichada joven que no puede dejar de comer chirimoyas compulsivamente. El cocodrilo albino reconoce vagamente a la muchacha, pero no es hasta la mitad de la película cuando infiere que su compulsión por las chirimoyas está relacionada con la piel de éstas, que le recuerda a la piel de un pequeño caimancito que tuvo de niña y que, en la inocencia de un juego infantil, arrojó al inodoro para tirar después de la cadena. Es entonces cuando el cocodrilo albino, haciendo un flash back mental que lo transporta a una confusa y violenta escena de remolinos acuáticos y caídas al vacío por sinuosas conducciones, comprende que aquella muchacha es su dueña, su dulce amita, y, a la sazón, rica heredera de un financiero de Wall Street, lo que sin duda explica que el psiquiatra —que ya desde el principio se ve que tiene nariz de malo— aproveche las sesiones de regresión hipnótica para convencerla de que contraiga nupcias con él bajo régimen de gananciales. El cocodrilo albino entra entonces en acción para despertar a su dulce niña y se abalanza hacia el diván haciendo amorosos gestos con sus zarpas; pero la bella yaciente irrumpe en chillidos de puro pánico y el malvado psiquiatra la emprende a escobazos con el héroe, que en vano trata de explicarse con su bella voz de joven cocodrilo barítono. Enseguida llegan unos brutos del zoo de Central Park, lo capturan de muy malos modos, y la escena funde a negro con una canción tremendamente deprimente —La vida es dolooor / la vida es frustracióoon— que el protagonista entona con su bella voz, llorando en una jaula llena de jeringuillas que los yonkis han echado entre los barrotes.
Llegados a este punto, por increíble que parezca, los guionistas consiguen que la película acabe bien. El hámster ciego, la tortuga mutante, la serpiente hipocondríaca y un ejército de pececillos maníacodepresivos rescatan al cocodrilo albino y, con ingeniosas tretas psicoanalíticas, dejan en ridículo a sus zafios guardianes; el malvado psicoanalista es privado de su apartamento por no pagar los plazos del préstamo hipotecario que pidió para estudiar la carrera; y al final de todo, el cocodrilo no llega a casarse con la muchacha —ella es definitivamente mamífera y por mucho que lo intenta no consigue poner huevos—, pero ésta comprende lo ocurrido en un estallido catárquico y, para enmendar su pecado de infancia y librarse de la fijación con las chirimoyas, invita a todas las mascotas del submundo neoyorquino a vivir en el domicilio de su padre el financiero. Así, la película acaba con vistas aéreas de un impresionante penthouse en Park Avenue en cuya descomunal terraza se han instalado un estanque con nenúfares, terrariums iluminados por rayos UVA, y un montón de comederos siempre rebosantes de verdura fresca y golosinas donde los seres del submundo se sentirán sin duda felices y queridos para siempre.
«The End», leyeron los Encapuchados 1 y 4, sentados en la última fila de asientos con varios lagrimones recorriéndoles las mejillas.
—No me digas que estás llorando, joder —dijo la Encapuchada nº 1, arreciando la voz para disimular—: no ves que lo de los cocodrilos de las alcantarillas es una leyenda urbana, y además son dibujos…
Sin embargo, bajo la reprimenda, nº 1 consideró que la sensibilidad de nº 4, aunque resultaba abominable en una mujer, era un bonito complemento para un chico guapo.
—Atención, estamos a punto de cruzar la frontera —advirtió el Encapuchado nº 6, al que en ese momento le tocaba el turno de conducir—. Haced el favor de comportaros un poquito y no parecer sospechosos.
—Sospechosos de qué, me cagü’en tal: a ver quién tiene cojones de decirnos algo —dijo nº 1, para envalentonarse.
Naturalmente, la Guardia Civil de aduanas estaba allí para controlar lo que pudiera entrar desde Andorra y le importaba un pimiento lo que pudiera salir de España, así que el Chrysler Voyager con los seis encapuchados y su máquina diabólica ni siquiera tuvieron que detenerse para abandonar limpiamente el pais.
Veinte minutos después, cuando llegaban a Andorra la Vella, una fina e improbable lluvia empezó a caer sobre los neones de la pequeña ciudad.
La dirección de la única sucursal de la Petita Banca Andorrana coincidía con lo que el navegador del Chrysler les señalaba como centro de la población: la plaza Rebes, al principio de la zona rabiosamente comercial. Cuando llegaron era justo esa hora de la tarde en que el cielo es todavía diurno pero las montañas impiden la entrada del sol en el angosto valle y ya sólo brillan las infinitas luces de la avenida Meritxell, cruzando el río como una guirnalda de perfumerías, joyerías, tiendas de moda y restaurantes.
En la misma plaza Rebes había un parquin público, y allí dejaron los encapuchados el Chrysler mientras salían al exterior en busca de hotel.
El más moderno y con aspecto de caro que encontraron, apenas a unas manzanas de la plaza, tenía una imaginativa arquitectura de siete plantas asimétricas y un enorme cartel de neón azul donde se leía el nombre —Gran Hotel dels Pirineus— seguido de cinco estrellas tan raras y desiguales como la fachada.
Los seis encapuchados se recompusieron el disfraz de ZZ Top y entraron en la elegante y futurista recepción.
La Agente 69 tenía una suite con terraza permanentemente alquilada en el Gran Hotel dels Pirineus, así como tres plazas de aparcamiento para sus descapotables. No necesitó siquiera pasar por la recepción para reservar otras dos habitaciones para el inspector y para Corrales; le bastó hacer una llamada desde el garaje:
—Oh, Frederic, eres tan tan encantador… —le dijo a quien fuera que la atendió.
No había plan de acción previamente trazado, pero el inspector, al mando de lo que no dejaba de ser una operación policial, era el responsable de marcar la consigna de acción.
—Mapa no es territorio —dijo alzando el índice para remarcar la importancia de la conocida sentencia zen.
—Cómorr… —preguntó Corrales, vagamente chiquitistánico.
—Ah, sí: mucho mejor ver calle de Petita Banca Andorrana —aclaró el inspector.
Jazmín conocía bien la ubicación de la sucursal, en la plaza Rebes, y se mostró dispuesta a acompañar hasta allí a los caballeros. El inspector hizo gesto de ceder el paso a la dama y Corrales, que como a su pesar nunca había practicado ni el esquí ni la evasión de impuestos, conservaba el recuerdo de la Andorra del tabaco rubio y el queso de bola, los siguió bastante rezagado, admirado por el moderno diseño urbano y trotando a veces un poco para alcanzarlos después de haberse entretenido en algún llamativo escaparate —en realidad hubo que esperarlo unos minutos porque se empeñó en comprarse una gorra de béisbol con grandes letras de Adidas que, naturalmente, quiso estrenar de inmediato.
Una vez llegados al lugar, el inspector comprobó que la única sucursal de la Petita Banca Andorrana pasaba prácticamente desapercibida en la plaza. Era el típico banco de paraíso fiscal, sin cajeros automáticos ni carteles ofreciendo juegos de cacerolas a cambio de domiciliar la nómina, pero la discreción de éste en concreto quedaba aún más acentuada a causa de su fachada de grandes espejos azulones, como las gafas de un policía yanki. Ese efecto de reflexión, lejos de llamar la atención, procuraba un camuflaje perfecto por el método de repetir los edificios y estructuras que lo rodeaban hasta desdibujar su propia fachada, ni muy ancha ni muy alta, por lo demás.
Jazmín, el inspector y Corrales se sentaron en la terraza de un bar cuyas mesas ocupaban gran parte de la zona peatonal de la plaza. Pidieron café, agua mineral y una pinta de cerveza para Corrales, visto que no tenían coñac Veterano.
—Así que ahí es donde tienen que cobrar el cheque esos Innombrables… —dijo después de dar el primer sorbo, señalando con el mentón el pequeño edificio de espejo—. ¿Y qué vamos a hacer?, ¿detenerlos cuando entren en el edificio?
—Ah, no. Mejor detiene después —respondió el inspector, que estaba mucho más interesado en seguir los pasos de los Innombrables hacia el Reconector que en capturarlos inmediatamente.
—¿Y cómo sabremos que son ellos? —siguió preguntando Corrales, que de pronto empezó a ser consciente de las dificultades de la operación.
—Ah, Innombrable cinco persona o más persona. Dos grande persona que fuma con botas. Otra persona, o dos persona, o tres persona, con botas o sin botas, fuma o no fuma —explicó confusamente el inspector, tratando de resumir todo lo que había podido deducir del asalto de la academia de idiomas en Calabella y del examen del Porsche y el Jaguar utilizados.
—Cojonudo —dijo Corrales—. Pero si entra uno solo a cobrar el cheque y los demás lo esperan en algún sitio, qué hacemos: ¿preguntarle si tiene amigos con botas?
—Ah, gran koan… —dijo el inspector.
—Mmmm, yo creo que sabemos algo más de ellos —dijo Jazmín, terminando de revolver el azúcar en su café.
—Qué —preguntó Corrales, siempre atento a cualquiera que quisiera ser más listo que él.
—Uno de ellos es una mujer. Usó mi perfume y se llevó mis cosméticos y mi precioso Victoria’s Secret.
—A lo mejor era un hombre y lo cogió pa regalárselo a la parienta —opuso Corrales, que había decidido hacer valer su fina inteligencia de investigador encontrándole pegas a todo.
—Oh: un caballero nunca nunca debe regalarle cosméticos a una dama, sería una falta de tacto imperdonable —dijo Jazmín.
—Pues yo a mi parienta le regalé una vez una colonia que venía con el desodorante y la crema pa hidratarse los poros —porfió Corrales, dispuesto a no darse por vencido.
Entretanto, el inspector sacaba fotos mentales del edificio de espejo y, empalmando imágenes hasta formar una panorámica de 360 grados, del resto de la plaza. Luego estuvo observando detenidamente a un repartidor de octavillas apostado en la misma acera de la Petita Banca Andorrana, junto al semáforo. La densidad del tránsito peatonal era viva pero lo bastante espaciada como para que el repartidor tuviera tiempo de ofrecer una octavilla a cada uno de los que pasaban. Todos los transeúntes, por su parte, aceptaban lo que se les ofrecía; la mayoría —exactamente un 73,4 por ciento, según un rápido cálculo mental del inspector—, arrugaba el papel al alejarse unos metros y lo arrojaba en la papelera más cercana; pero lo interesante era que todos los sujetos observados sin excepción le echaban al menos una mirada detenida al texto.
El Maestro, que estaba barajando ideas en una especie de sudoku mental, saltó de su asiento:
—Una cosa sola —dijo repentinamente a sus dos acompañantes—. Yo viene ahora.
Tanto Corrales como Jazmín se quedaron mirando cómo se alejaba caminando con sus pasitos cortos y rápidos hacia uno de los bordes de la isleta central de la plaza, lugar donde esperó con las manos a la espalda a que el semáforo se pusiera verde. Luego cruzó sobre el paso de cebra y siguió por la acera de enfrente hacia otro semáforo. Cuando llegó a la altura del repartidor de octavillas, éste le tendió una. El inspector la tomó sonriendo e inmediatamente agradeció la deferencia saludando en gasso. El repartidor no supo reaccionar de otro modo que imitando vagamente el gesto del inspector, quien volvió a saludar al honorable repartidor que tan amablemente saludaba a su saludo, todo lo cual se repitió hasta tres veces. Cuando el repartidor comprendió que el juego no tenia fin a menos que se desentendiera de aquel japonés sin ojos, el inspector pudo seguir caminando por la acera exterior de la plaza hasta el siguiente paso de peatones hacia la isleta. Allí seguían Jazmín y Corrales, observando la secuencia con curiosidad de entomólogos.
—Ah, mucha propaganda andorrana —dijo el inspector, antes de sentarse y disponerse a estudiar la octavilla.
El color era rojo, y el texto en negro venía en tres idiomas: primero en catalán —el oficial andorrano—, después en español y por último en francés:
DISCOTECA PIRINEOS
JUEVES, FIESTA JACK DANNIELS.
AMBIENTE SELECTO. APRENDE A BAILAR
EN LÍNEA CON PROFESORES NATIVOS.
PRESENTA ESTE FLYER Y TE INVITAMOS
A LA SEGUNDA CONSUMICIÓN.
—Aaaah —dijo el inspector—: trampa de gato para ratón… Gato ataca, ratón huye de rabo con piernas.
—Qué, Maestro, ¿ya tenemos un plan? —preguntó Corrales ajustándose su flamante gorra sobre las gafas de sol—. Lo que no se le ocurra a la Interpol y la Guardia Civil trabajando en colaboración…
—Yo necesita copias de escrito de computadora en gran hotel elegante, ¿sí posible? —preguntó el inspector dirigiéndose a Jazmín.
—Podemos probar en el despacho de Frederic; es siempre tan tan amable…
—¿Ahora ya pronto? —urgió el inspector, alzándose repetidamente sobre sus piececillos como si se estuviera haciendo pis.
De modo que se levantaron y volvieron camino al hotel treinta segundos antes de que, desde la esquina opuesta de la plaza, llegaran seis individuos con barba postiza que, curiosamente, fueron a sentarse en la misma mesa que había ocupado hasta entonces el trío: justo frente al edificio de espejo de la Petita Banca Andorrana.
Cuando Fernández Plancha y el chamberlán se retiraron —el uno a la calle y el otro en busca del Ministro del Interior, que esperaba en la antesala del gabinete—, la Reina Loles y el Rey Manolo se quedaron completamente a solas.
—Tú, mamarasho —dijo la Reina con el acento de Jerez de la Frontera que usaba en privado con su marido—: que sepa’ que t’ha’ quedao sin amoto.
—¿Qu’amoto? —preguntó el Rey, sin interrumpir las palmas sordas que estaba repicando al compás del pie, que a su vez taconeaba amortiguado sobre la alfombra del Patrimonio.
—Mira, no me diga’ qu’amoto porque t’arranco la cabesa, casho cabrong… A ve’ qu’hasía tú con aquella rubia de pote, eh…, y deja ya de da’ palma que no’stamo de romería, coño.
—De romería me tiene tú cada día, shosho mío —dijo Manolo, iniciando una maniobra de aproximación a la Loles—. ¿No ve’ que na ma’ me gusta’ tú?
—Quita pa’lla con la peste a vino…
—Ven aquí, reina de la morería, que te vi a da una mano de pintura…
La Loles resistió las primeras acometidas por el sencillo método de apartar con su poderoso antebrazo el cuerpecillo menudo del Rey consorte, que parecía un zanganillo rondando a la hormiga reina. Pero Manolo, más ágil que su descomunal hembra, ya había acertado a meter la mano por debajo de la falda un par de veces, lo que siempre apaciguaba un poco la bilis de los Ogilvy.
—Quillo, Manolo, échate palla qu’está a punto de entra er trushaloca… —dijo la Reina, ya un poco sofocada—. Cusha, que me pone’ loca, ladrón.
En efecto, mientras el Rey consorte le palmeaba una nalga a la Reina Eusebia I, apareció el chambelán tosiendo ostentosamente. Dos pasos tras él se quedó el Ministro Berto Truchaloca, que casualmente también fue presa de un ataque de tos.
—Majestad… —empezó a decir el chambelán.
—Sí, sí, que entre… —dijo la Reina, dándole un empellón al Rey consorte que de poco lo descalabra contra una vitrina del Patrimonio, ocasión que aprovechó éste para escabullirse por los pasillos con el chambelán—. A ver: qué pasa ahora, alma cándida —le preguntó la Reina al Presidente en funciones cuando se hubieron quedado a solas en el salón.
—Esto sí que es una emergencia, Majestad —dijo Berto, que con tanto estrés había empezado a desarrollar un tic que le hacía arrugar la nariz cada pocas palabras.
La Reina, todavía un poco acalorada, tomó de un bufé barroco uno de los abanicos de exposición —los tres pintados y firmados por Francisco de Goya antes de la sordera— para abrirlo con un estallido y airearse ruidosamente el escote y la nuca sudorosa. Mientras, Berto le detalló las novedades; a saber: la reaparición del Presidente en el metro de la Moncloa, su incapacidad para entender y hablar otra cosa que no fuera euskera y, a pesar de semejante alteración de su personalidad, su insistencia en recuperar los poderes presidenciales.
Todo aquello sonó perfectamente absurdo a oídos de la Reina, que en aquel momento ni siquiera recordaba lo que había venido a decirle Fernández Plancha sobre una máquina de hablar idiomas. Lo seguro era que ante tanto despropósito y tanta tontería, estaba empezando a acumulársele la bilis Ogilvy y Cinco Sicilias.
—¿Y qué quieres que haga yo exactamente? —le preguntó impaciente a Berto, cerrando con otro chasquido su abanico.
—Pues…, es que dice que quiere hablar con el Lehendakari vasco y…, también quiere dar una rueda de prensa conjunta para anunciar la convocatoria de un referéndum de autodeterminación…
—Un qué…
—Un referéndum…, una consulta electoral de carácter vinculante para ver si los vascos quieren seguir formando parte del Estado español. Pero dice que si los catalanes quieren también podrán convocarlo, y los gallegos… Y que hay que votar también si queremos seguir siendo un Estado monárquico o nos pasamos a la república…
—¿Cómo…? —exclamó la Reina en jarras, avanzando su redonda faz y frunciéndola a medias en actitud desafiante.
—Se ha vuelto completamente loco, Majestad, no se le reconoce…, y mire que estudió conmigo en los salesianos de Palencia. Dice que España no existe, que es un delirio de grandeza de los Reyes Católicos perpetuado por los Austria y esclerotizado durante el franquismo, y que las naciones que han sido sometidas al imperialismo castellano tienen derecho a elegir su propia unidad de destino en lo universal.
—Ah, eso sí que no: a mí el reino no me lo desmiembra ni el Papa de Roma. A ver, dónde está ese… amotinador.
—Ingresado en el Hospital de La Paz, Majestad, pero ya no sabemos cómo retenerlo allí por más tiempo.
En ese momento volvió a aparecer el chambelán.
—Majestad, una delegación de varios presidentes autonómicos solicita audiencia inmediata.
La Reina intercambió una mirada con el Ministro del Interior, como pidiendo explicación a tan extemporánea visita justamente en aquel preciso momento de crisis nacional. Pero el Ministro del Interior no tenía ni idea de que la noticia de lo ocurrido con el Presidente había corrido vía telefónica a lo largo de toda la España inexistente, así que se encogió de hombros ante la Reina.
—Que pasen —le dijo la Loles al chambelán, haciendo acopio de bilis por si tenía que habérselas con alguna conspiración multirregional contra su soberana autoridad unificadora.
Cuando el comisario Antoine FréreJacques volvió de tomar café au lait y entró en la central europea de la Brigada de Investigaciones Especiales de la Interpol —rue des Policiens 45, Lyon, France—, su secretario le hizo entrega del informe vía mail que estaba esperando desde la mañana.
El mensaje llegaba desde la dirección electrónica de la central asiática en Kyoto, Japan, donde los expertos en exégesis del haiku zen habían interpretado el fax que el inspector Sakamura había enviado a la central de Lyon, France, desde Calabella, Spain.
De esa interpretación, se colegía sin lugar a dudas que los muertos de Calabella habían sido sometidos a la acción de una de esas máquinas que habían empezado a fabricar y vender los fundamentalistas islámicos y que traían de cabeza a la Interpol, con lo cual quedaban confirmadas las sospechas que se habían albergado al tener noticias de los dos primeros cadáveres.
«Merde: otra vez el mismo asunto», pensó el comisario FréreJacques. Hacía meses que no trabajaban en otra cosa: aquello se había convertido en una pesadilla babélica. Al principio los Reconectores Neuronales se usaban sólo para que los conversos pudieran recitar el Al Corán, si bien algunos grupos radicales las habían empleado a la fuerza contra altos miembros de diferentes embajadas norteamericanas en Oriente Medio, lo que había acarreado enormes quebraderos de cabeza al gobierno de Estados Unidos. Eso era desde luego un problema, pero por aquel entonces incluso los americanos llegaron a pensar que el invento, debidamente expropiado, patentado y homologado, podría comercializarse en colaboración con Microchof como simple método para el aprendizaje de idiomas —en concreto del inglés, que era el único verdadero—. Hasta que la OMS dictaminó que el proceso de reconexión neuronal no era ni mucho menos inocuo y, a regañadientes de Microchof, la Interpol fue encargada de interceptar y precintar todos los Reconectores así como de perseguir su tráfico internacional. Sin embargo, el mercado negro siguió funcionando en las profundidades de Oriente Medio, y desde hacía varios meses se podía descargar de Internet software pirata para un número creciente de lenguas cada vez más minoritarias —sólo entre las europeas se podían encontrar programas para el dálmata, bretón, occitano, siciliano, veneciano, sardo, galés, gaélico, romansch, volgan, votic, ludian, valenciano, aranés…—. Todo ello había suscitado el interés de un gran número de pequeños grupos independentistas o antisistema, y, bajo su acción delincuente, se habían empezado a producir por toda Europa secuestros de políticos y altos cargos que eran forzados a reconectar sus neuronas según la lengua minoritaria del gusto de sus secuestradores. Generalmente estas acciones tenían una intención reivindicativa, ya fuera cultural, de identidad nacional o directamente étnica, pero se sospechaba que a menudo se practicaba también como mera gamberrada. Sólo de este modo podía explicarse el caso de cierto nuncio del Vaticano, que apareció refrescándose en la Fontana de Trevi incapaz de hablar otra cosa que no fuera swagili.
De modo que lo único verdaderamente sorprendente en la información enviada por el inspector Sakamura era su convencimiento de que la policía catalana estaba interesada en dificultar sus investigaciones, lo cual le hacía sospechar que las instituciones públicas estaban implicadas en los hechos. Teniendo en cuenta que este tipo de máquinas solían usarse contra un gobierno o poder instituido, no bajo sus auspicios, aquello resultaba bastante raro para el comisario FréreJacques, quien, como el resto del mundo, desconocía la peculiar idiosincrasia de las instituciones catalanas —y de haberla conocido habría quedado aún más estupefacto.
Las últimas anotaciones del inspector informaban de que un grupo de Innombrables vascos —el comisario había oído hablar de ellos en referencia a la apoteosis de los chicles en las cerraduras del Ministerio de Hacienda español— habían robado el Reconector en Calabella y que, por tanto, la investigación se centraba ahora en seguirle la pista a ese comando, a lo cual el inspector se aplicaba de inmediato junto con su colaborador español de la Guardia Civil.
Añadía una lista escrita en letras occidentales con varios individuos sometidos a reconexión lingüística al catalán que, a juicio del inspector, deberían ser examinados médicamente con fines preventivos.
Sentados en la terraza de la plaza Rebes, los Innombrables observaron la fachada reflectante de la Petita Banca Andorrana.
—Joder, estos bancos parecen museos de Gehry —dijo el Encapuchado nº 2.
—Qué hablas, tú; pues no son poco más modernos, en Bilbo —discrepó la Encapuchada nº 1.
Como todavía no sabían cuál era la bebida típica del lugar, los seis pidieron cerveza y unas aceitunas rellenas, lo que, según les pareció, no podía ofender a nadie. Sin embargo, con vistas a la cena, el Encapuchado nº 5 había ya captado una señal WiFi y conectado su portátil a la red en busca de información sobre lo que debía comerse en Andorra para ser respetuosos con la cultura local:
—«Tratándose de un pueblo de las cumbres —leyó—, donde abundaron las especies favoritas de la cacería como el ciervo, el sarrio, la ardilla y el conejo, gran parte de los platos característicos andorranos tienen como fuente principal la carne de alguno de estos animales».
—¿Ardilla? —preguntó nº 4 con cara de aprensión—. No me digas que los andorranos comen ardilla.
—A la brasa, será —aventuró el Encapuchado nº 2, empezando a salivar.
El Encapuchado nº 5 no supo dar razón exacta, así que buscó en el Google alguna receta de ardilla; encontró unas cuantas páginas en respuesta y leyó una al azar:
—… Se recomienda utilizar ardillas grises, ya que las rojas son menos carnosas y por alguna razón tienen más nervios y glándulas. Antes de empezar se le atan las patas a la ardilla para que no arañe. A continuación se le retiran los ojos con una puntilla y, una vez indefensa y ciega sobre una superficie dura, se toma una maza de madera y se le rompen todos los huesos del cuerpo. Debe procurarse, a fin de que no se endurezca la carne, que el animal no muera en el proceso. A continuación, se le socarra el pelo en el fogón y se introduce el animal en una cazuela de agua hirviendo con hinojo y sal, cuidando de haber dispuesto una tapa con cierre porque la ardilla tiende a saltar al contacto con el agua. Espere dos minutos a que la ardilla deje de aullar y…».
—Oye, cacho psicópata, ¿tú de dónde sacas las recetas? —preguntó la Encapuchada nº 1, que pese a su rudeza era amante de los animales pequeños y peludos (a excepción de la rata).
—¿Yo?, la primera que m’ha dau por pinchar, joder: www.cocinagore.com.
—Pues ya puedes buscar algún plato que no aúlle mientras lo cocinan, oyes, porque si no me voy a cenar a un puto McDonald’s, por muy capitalistas yankis que sean.
Entretanto, el Encapuchado nº 6 observaba atentamente la plaza y, en especial, la fachada de la Petita Banca Andorrana. Había algo que no le gustaba de todo aquello: alguien —al menos la propietaria del Porsche donde la Encapuchada nº 1 había encontrado el cheque— sabia que ellos tenían que ir a cobrarlo justamente allí y exactamente el día 25 por la mañana.
Revisó por enésima vez la documentación que la nº 1 había sustraído del coche junto con el talón. Aquella tal Enrica Bellmunt i Somatent, nacida en Andorra el 17 de mayo de 1967, era, cuando menos, una mujer adinerada. Primero porque conducía un deportivo carísimo, segundo porque abandonaba alegremente en la guantera cheques al portador de 100.000 euros, y tercero porque estaba afincada en Andorra y, a juzgar por las apariencias, administraba una sociedad con el prometedor nombre de La Belle Jazmín.
Cierto que en la foto del pasaporte no parecía persona especialmente peligrosa —todo lo contrario: sus labios henchidos de glucógeno pronunciaban la M invitando a un franco acercamiento—, pero era posible que hubiera solicitado alguna clase de ayuda para interceptar a los ladrones. Desde luego no a la policía española, que estaba fuera de jurisdicción, pero quién sabe qué colaboradores, contactos y amistades podía tener una mujer de aquellas características, teniendo en cuenta además que estaba en su propio territorio.
Quizá en aquel mismo momento les estuvieran preparando una celada…
El Encapuchado nº 6 escudriñó la plaza en redondo bajo la sospecha de que alguien podía estar observándolos. Tuvo entonces la sensación de estar jugando una especie de partida de ajedrez a un solo movimiento, y ese movimiento tendria que ejecutarse con mano maestra a la mañana siguiente. Lo peor era que el enemigo resultaba, por el momento, invisible: podía ser cualquiera de los que andaban por la plaza con aire inocente. En cambio ellos, seis individuos con barbas postizas sentados frente a la fachada de la Petita Banca Andorrana, eran muy fácilmente relacionables con el robo del cheque.
—Apaga y vámonos, no me gusta esto —le ordenó a nº 5, que había empezado a buscar en Internet recetas de ciervo.
—¿Qué pasa? —dijo la Encapuchada nº 1, que se había hecho a la idea de pedir otra ración de aceitunas rellenas.
El Encapuchado nº 6 no contestó, sólo se frotó las sienes y dijo para sí mismo:
—Tengo que pensar…
Con la misma afición con que los Ministros del Gobierno aprovechaban cualquier ocasión para salir pitando de viaje oficial, los Presidentes autonómicos gustaban de escaparse improvisadamente a Madriz con alguna excusa institucional —excepto Satrústegui el vasco y Andreu el catalán, que como eran los más diferenciales solían irse directamente al extranjero para hacer política exterior por su cuenta—. La razón de tan singular querencia se hallaba en el anonimato que la capital otorgaba a los políticos periféricos, lo que invitaba al copeo y la deambulación noctámbula sin riesgo de ulteriores reproches conyugales.
Eso explicaba que, en menos de veinticuatro horas, se hubiera convocado una delegación de varios Presidentes autonómicos con lengua propia para protestar ante la Reina. En concreto habían acudido Nicolás el de Aragón, Vicentet el valenciano, Xosé el gallego y Pelayo el asturiano —el canario y el balear alegaron problemas para reservar vuelo, y tampoco nadie representaba los intereses del aranés, quizá debido a que eran responsabilidad del President de la Generalitat catalana, quien ya tenía otra lengua propia más elegante y cosmopolita de la que ocuparse.
Naturalmente, los cuatro que habían acudido traían unos presentes regionales: longaniza y morcillas de arroz, varios kilos de naranjas, queso de Cabrales y un centollo gallego que todavía movía las pinzas frenéticamente.
Cargados con ellos llegaron al salón donde la Reina y el Ministro del Interior habían estado departiendo. Hubo saludos verbales y, a indicación de la soberana, que señaló repetidamente con el abanico sin acercarse, los Presidentes depositaron sus ofrendas sobre una mesa Chippendale del Patrimonio Nacional. Acto seguido, tomó la palabra Nicolás:
—Majestad, venimos a denunciar un atropello.
—Para eso hay que ir a la jefatura de tráfico, querido —dijo la Reina.
—Perdone Su Majestad: quería decir una injusticia.
—Para eso al juzgado de guardia…
A Nicolás, que había estudiado FP Electrónica, se le terminaron los sinónimos. Pero acudió en su ayuda el asturiano, que era licenciado en derecho:
—En realidad, lo que venimos a denunciar exactamente es un agravio comparativo, Majestad —matizó Pelayo.
—A ver, qué agravio comparativo es ése —preguntó la Reina, sentándose pesadamente en su butaca Imperio al comprender que no tendría más remedio que escuchar a aquella panda de débiles mentales.
—Mi señora: hemos sabido que el Presidente del Gobierno ha aprendido a hablar en vasco, y nos parece que eso no es justo —dijo Nicolás.
El Ministro del Interior, con perfecto aplomo de Ministro del Interior, no dijo nada, pero un sobresalto traicionó su sorpresa por lo rápido que corrían las noticias.
—Ya —dijo la Reina—. ¿Y qué es lo que os parecería justo exactamente?
—Pues… si habla vasco debería también hablar fabla aragonesa —dijo Nicolás, pero enseguida los otros tres carraspearon y añadió—: Bueno, y gallego, bable y valenciano…
—Che: que no es lo mismo lo valenciá que lo catalá, eh —puntualizó Vicentet, alzando un índice para dejar constancia también iconográfica de su apostilla.
—Ah: y guanche —añadió Nicolás, que estaba repasando de memoria las distintas lenguas propias de la España inexistente.
—¿Y silbo canario? —preguntó la Reina, con una ironía que no todos captaron—, ¿no estaría bien que aprendiera también silbo canario?
—Bueno, y menorquín… —completó el asturiano, que consideró justo y noble hablar por su amigo el Presidente balear, con el que cada Semana Santa cambiaba una cabaña en Cangas de Onís por una casita en Binibeca.
Entretanto, sobre la mesa Chippendale, el centollo estaba atacando al queso de Cabrales a pellizcos, y el Presidente gallego, enrojeciendo hasta las orejas, tuvo que reconvenirlo a manotazos.
—Si es que está fresquiño, fresquiño —se disculpó por él ante la Reina.
Pero la Loles se había llevado las manos a la cara para tapársela y no ver lo que tenía delante.
—Anda, diles tú algo, que eres el Presidente en funciones —le dijo a Berto, que había asistido a la escena sin intervenir.
—¿Presidente en funciones? —preguntó Vicentet, que como era del PEPE valenciano estaba deseando encontrar evidencias de desgobierno para correr a decírselo a Fernández Plancha.
—Sí, eh…, estaba a punto de convocarlos a todos ustedes para darles noticias sobre lo ocurrido al Presidente —mintió Berto con gran talante socialista—. Pero veo que ya han tenido noticias, no sé exactamente por qué conducto…
—Por el gord…, por Satrústegui —dijo Nicolás, que aunque también era socialista, era maño y le costaba más mentir con naturalidad, incluso callarse por si acaso.
—¿Satrústegui? —repitió el Ministro Berto, mientras le parecía ver una lejana luz en aquel embrollo.
—Sí, y dice que los catalanes tienen una máquina para aprender idiomas y que se la han prestado a los vascos para que le enseñen euskera al Presidente —repitió Nicolás la versión edulcorada que le había sido dada desde Bilbao—. Y digo yo que si el presidente va a salir hablando euskera por la tele, tenemos derecho a que fable habla…, o sea…, a que hable fabla —nuevos carraspeos de sus colegas—. Bueno, y gallego, y eso…
—¡Los catalanes! —exclamó Berto, recordando las sospechas del Presidente sobre algo cociéndose en Cataluña—. Así que todo esto es culpa de los catalanes…
—Che: eso ya lo sabía yo… Si son unos imperialistas —dijo Vicentet.
—Cómo se ve que aquí hay autonomías de primera y de segunda… —se quejó Nicolás—. Yo digo que si los catalanes tienen una máquina de aprender idiomas, nosotros también tenemos derecho a una, ¿o no?
—¿Y de dónde han sacado los catalanes una máquina semejante? —preguntó Berto.
—Dice Satrústegui que las venden en Oriente Medio, pero a precios para autonomías ricas —informó Nicolás—. Y como aquí los que manejan dinero son los de siempre…
En la mesa Chippendale, el centollo hacía pompas y salivillas con sus diminutas piezas bucales mientras la conversación pasaba desde el mero intercambio de in formación y rumores sobre lo sucedido con el Reconector hasta el conocido entretenimiento de sobremesa de criticar a los catalanes. Incluso el Presidente asturiano, que no era especialmente dado al juego, se dejó llevar por el clima de tertulia y relató una reveladora anécdota de sus últimas vacaciones, cuando una estanquera de Calabella le respondió en catalán a pesar de que él le habló en castellano. Los demás Presidentes, por su parte, aportaron abundantes testimonios de segunda o tercera mano que avalaban la fama de malcarados, sosos, tacaños y poco solidarios que tenían los catalanes. Por último, más allá de la casuística, el Ministro de Interior Berto aportó un valioso dato antropológico al afirmar que, por influencia de la cultura y tradición judía, los catalanes eran gente dada a tirar la piedra y esconder la mano, y que ya hacía tiempo que el gabinete de gobierno estaba investigando ciertos movimientos sospechosos en la región.
Fue entonces cuando el intrépido centollo se lanzó hacia el queso con tal furia que hizo rodar varias naranjas valencianas y cayó él mismo sobre la alfombra del Patrimonio, a cuyo cálido y musgoso contacto desovó abundantemente.
El chambelán se acercó para retirar el marisco entre las disculpas del Presidente gallego:
—Si es que la criaturiña está recién sacada de la mar…
—Vamos a ver —trató la Reina de poner un poco de orden—, ¿pero lo que habla el Presidente no es euskera?
—Euskera total —dijo Berto, tratando de darle énfasis a la tragedia.
—¿Entonces qué demonios tienen que ver los catalanes?
—Bueno…, el Reconector de hablar idiomas es de ellos —argumentó Berto—. Y, no sé…, a lo mejor si se lo volviéramos a conectar pero al revés recobraría sus cabales…
La Reina suspiró resignadamente.
—A ver, chambelán, tráete el teléfono.
Pero el chambelán se las estaba viendo en aquel momento con el centollo, que sintiéndose atrapado por el abdomen, trataba de recobrar su libertad a alicatazos.
Ya de vuelta en el Gran Hotel dels Pirineus, concretamente en el despacho del tan tan amable Frederic —que resultó ser el gerente del establecimiento—, el inspector Sakamura se vio en la tesitura de pedir lo que necesitaba para pergeñar su plan:
—Persona de computadora. Mucho anuncio andorrano. Papel de verde amarillo, escribe letra española —dijo, haciendo pantomimas con la octavilla que le había tomado al repartidor en la plaza Rebes.
—Si papel de wáter ya tienen las habitaciones, Maestro —explicó Corrales, que confundió cierta parte de la mímica del inspector.
Después de muchos esfuerzos y la intervención de un camarero hondureño del bar del hotel —que no hablaba japonés pero al menos era bajito y de lejos, como el inspector—, se supo que éste requería un ordenador con procesador de textos y alguien que supiera manejarlo para componer e imprimir una octavilla parecida a la que agitaba tan vehementemente.
A tal fin se convocó también en el despacho de Frederic a uno de los pinches de cocina, portugués, que, según el camarero hondureño, había seguido unos cursos vespertinos de Microchof Windows en la esperanza de trabajar algún día en algún lugar con ventanas.
Comparecido el portugués, adujo que muito obrigado pero que terminaba el turno a las ocho y eran casi las siete y media, a lo que el gerente Frederic, ante la mirada suplicante de Jazmín, le prometió un día de fiesta extra si accedía a ayudarlos. El portugués se avino y se sentó en la butaca del gerente para ponerse manos a la obra ante la pantalla del ordenador.
Lo siguente fue lo más difícil. A saber: entender lo que el inspector quería escribir en el anuncio. Para ello, una vez más, fue de gran ayuda la mímica, lo que obligó a todos los presentes —Jazmín, Corrales, Frederic, el camarero hondureño y el pinche portugués— a iniciar algo parecido al conocido juego de adivinar el título de una película. Por ejemplo: el inspector bailaba regatón, hacía ademán de beber vodka con Red Bull, y fingía salir del lavabo frunciendo la nariz en todas direcciones.
—¡Discoteca! decía el camarero hondureño, acertando de pleno.
De este modo lento pero seguro, el pinche portugués compuso el siguiente texto con diferentes tipos y tamaños de letra:
DISCOTECA INTERPOL
DÍA 25, FIESTA DE LOS INNOMBRABLES.
VEN A TOMAR UNA COPA GRATIS Y ENTRA EN EL SORTEO DE UN FABULOSO PORSCHE DESCAPOTABLE CON 100.000 EUROS EN LA GUANTERA.
C/ SOSPECHOSO IDENTIFICADO S/N,
ANDORRA LA VELLA.
Al margen de las mímicas, cabe aclarar que Jazmín, una vez hubo comprendido la astuta trampa que pretendía tender el inspector, colaboró decisivamente en la redacción del anuncio, dotándolo del conveniente tono y dobles sentidos. Corrales, sin embargo, no terminó de asimilar la sutileza psicológica de la estrategia y hubo que explicársela varias veces. Se trataba, básicamente, de repartir las octavillas a todo transeúnte que pasara por la acera en las inmediaciones de la Petita Banca Andorrana, incluidos —claro está, puesto que constituían el verdadero objetivo— todos los que salieran de la sucursal. Para las personas no implicadas en el asalto de Calabella el anuncio no llamaría la atención y simplemente iria a parar a alguna de las papeleras que estaban junto a los semáforos; pero para el Innombrable que saliera del banco habiendo cobrado el cheque de Jazmín, sin duda el texto causaría alguna clase de reacción extraña. Un respingo, un titubeo, un apresuramiento, una mirada furtiva escudriñando a su alrededor…, cualquiera de esas reacciones llamaría fácilmente la atención del inspector, que según el plan, se quedaría apostado con Jazmín en la terraza del bar, observando con sus penetrantes ojos invisibles a cada transeúnte que recibiera la octavilla.
Después, una vez identificado el sujeto, habría que seguirlo discretamente y esperar al momento propicio para proceder a su detención.
—Cojonudo —dijo Corrales, poniéndose sus gafas del FBI para ir haciéndose a la acción—. ¿Y quién va a repartir las octavillas?
Jazmín y el inspector se lo quedaron mirando. La camisa travoltera y los pantalones sin cinturilla bien pudieran ser la indumentaria perfecta para un repartidor de flyers discotequeros. A condición, naturalmente, de que se quitara la gorra de Adidas.
En la intimidad de su habitación de adolescente, la Encapuchada nº 1 se había vestido alguna vez con ropa de Itziar, su hermana mayor, que recientemente había abandonado el domicilio familiar para irse a Madriz a hacer prácticas de auxiliar de enfermería en el Hospital de La Paz. En estas ocasiones furtivas, siempre con el pestillo de la puerta echado, se atrevía a ponerse un vestido de verano, ligero y volandero, y se miraba al espejo con un sentimiento de culpa no exento de voluptuosidad. Pero al margen de estas raras y secretas ocasiones, la Encapuchada nº 1 vestía siempre botas militares con hebillas, gruesos jerseys, pantalones llenos de bolsillos y la capucha cuando procedía, de tal modo que nadie que la viera rascarse los fondillos de la entrepierna y soltar gargajos a cinco metros de distancia hubiera podido sospechar sus vergonzantes accesos de coquetería femenino.
Todo ello explica su reacción cuando, de vuelta al hotel, el Encapuchado nº 6 le dijo que convendría que se pusiera una falda para ir a cobrar el cheque.
—¿Una qué? —preguntó, adelantando la cabeza entre los hombros.
—Y mejor si también te pones tacones y te maquillas un poco… Es importante que parezcas una fascista retrógrada.
—Oye, ¿a ti te han partido alguna vez la cara?
—Es por la causa, joder… —intervino nº 5.
—Y no se lo vamos a decir a nadie —apoyó nº 4, que estaba deseando volver a ver a la Encapuchada nº 1 sin jersey.
—¿Y si es por la causa, por qué no maquilláis y les ponéis tacones a éstos? —propuso ella, señalando con el pulgar a los chicarrones de Pronosti.
—Porque miden 1,80, calzan el 48 y tienen pelos en las piernas —dijo nº 6—. Y además los necesito para guardarte las espaldas cuando salgas del banco.
—Pues si tienen pelos que se depilen a la cera y yo les guardo las espaldas, la hostia…
Los aludidos se miraron entre sí con cierta alarma:
—A mí no me depila ni san Blas, me cago en tal —dijo nº 2.
—Y además nosotros no tenemos tetas, joder —opuso nº 3, haciendo gesto de abultamientos torácicos.
—O sea, que me toca pringar porque tengo tetas, ¿es eso? Sois unos putos machistas, la hostia. Por la misma regla de tres, vosotros que tenéis pelotas podríais entrar disfrazados de papanuel —argumentó, ya como gato panza arriba.
—No seas tan cabezona, joder… Si nos están vigilando esperarán ver llegar a uno o varios tíos, no a una mujer vestida de Paris Hilton. Toda la operación depende de ti: ¿quieres que le expliquemos a Koldo que hemos perdido 100.000 euros para la causa revolucionaria porque no te querías poner unos tacones? Hay que ser patriota, la hostia: Gora Euskal Herria… Gora —gritaron los demás.
La Encapuchada nº 1 suspiró y, con evidente resignación, se dejó caer sobre la cama de 1,50 con los brazos abiertos:
—¿Me juráis que no se lo diréis a nadie? —dijo, mirando al techo de la suite.
—¿Que no vale la palabra de los camaradas, o qué…? Venga, la hostia, que hay que comprar los trapos antes de que cierren las tiendas.
La Reina Eusebia, sentada en su butaca Imperio y rodeada de Berto, los Presidentes autonómicos con lengua propia y el chambelán, había sido puesta en comunicación telefónica con Andreu, el President de la Generalitat.
—Majestad, es un honor recibir su llamada, ¿se encuentran bien su esposo y los Infantes?… —dijo el President, que no tenía ni idea de a qué podía deberse la inesperada llamada pero siempre procuraba ser muy polite con la monarquía.
—Déjate de zarandajas: ¿qué habéis hecho con esa máquina de los idiomas? —cortó la Reina para ir directamente al grano.
El President, después del sobresalto, movió los ojos a uno y otro lado de su despacho en la Generalitat sin encontrar en las paredes mejor respuesta que ésta:
—¿Qué…, qué máquina, Majestad?
—No te hagas el tonto que nos conocemos: esa que les habéis dejado a los vascos.
—¿A los vascos?… Nosotros no les hemos dejado ninguna máquina a los vascos…
—Pues dice Satrústegui que se la habéis prestado a un comando de Innombrables para que secuestraran al Presidente del Gobierno, y ahora está el pobre que sólo habla euskera y quiere convocar un nosequé de independencia…
—Eso es una calumnia, nosotros no hemos prestado nada: los vascos nos la han robado —alegó el President, que, sin tiempo para asimilar las novedades, terminó confesando la propiedad del Reconector a cambio de no ser acusado de connivencia con quién sabe qué fechorías podían haber cometido los Innombrables.
—¿Y a ti te parece bonito, andar con máquinas de esas para lavarle el cerebro a la gente? —recriminó la Reina, en tono severo.
—Pero Majestad, si es para aprender idiomas, y nosotros la compramos, pagando, eh, y sólo la usamos con voluntarios que firmaron un contrato completamente gratuito…
—¿Y no ves que esas cosas las puede robar cualquiera, y estos vascos son como los críos, que basta que les prohíbas una cosa para que se lancen de cabeza a por ella?
—Pero nosotros no tenemos la culpa de…
—No tenemos la culpa, no tenemos la culpa… —imitó la Reina con voz meliflua—. No seas acusica, demonio, que está muy feo. Que los vascos son unos botarates ya lo sabemos, pero vosotros tendríais que tener un poco más de conocimiento que ellos, carajo. ¿No dices siempre que España es diversa?, pues los andaluces somos gandules pero graciosos, los aragoneses cazurros pero nobles y a vosotros os toca ser tacaños pero juiciosos, caramba, si no dónde está el hecho diferencial…
Al President de la Generalitat no había cosa que le doliera más que le pusieran en duda el seny catalá:
—Majestad, yo le juro por la Virgen de Montsecret…
—No me jures y mueve el culo, anda. Tengo aquí al Ministro del Interior que no le llega la camisa al cuello: envíale la maquinita esa al Hospital de La Paz, que le pongan bien el idioma al Presidente y aquí no ha pasado nada.
—Pero si el Reconector no lo tengo yo…
—Pues lo pintas, carajo, o lo buscas, o compras otro. ¿No nos has metido tú en el lío?, pues apechuga.
Cuando la Reina colgó, el President se quedó de brazos caídos sobre su butaca. Todo aquello era realmente injusto: un grupo ilegal de independentistas vascos robaban varios vehículos privados, asaltaban una academia de idiomas, sustraían equipamiento propiedad del Departament de Cultura de la Generalitat, secuestraban nada menos que al Presidente del Gobierno, le reconectaban las neuronas contra su voluntad, y resulta que los culpables de todo terminaban siendo ellos, los catalanes, como siempre. Sólo faltaba que alguien relacionara el Reconector con los cuatro cadáveres de Calabella para que José Domingo de la Cascada empezara a llamarlos asesinos por la radio.
Era en ocasiones como ésta cuando el President entraba en un estado de melancolía profunda.
—No nos quieren —dijo en voz alta, pero sólo para las paredes del Palau de la Generalitat—: en España no nos quieren.
Y se quedó dándole vueltas a la caja de Aeroret como si fuera un cubo de Rubik mientras, callada y pausadamente, atardecía en el Pati deis Tarongers.
El comisario FréreJacques, con su lista de seis ciudadanos extranjeros en peligro inminente de muerte, trataba de comunicarse con las autoridades españolas.
Asistido de un traductor, primero llamó a la Secretaría de Presidencia, donde le dijeron que el señor Presidente estaba de viaje oficial en Laponia y que debía dirigirse al Ministro del Interior. En el Ministerio del Interior le comunicaron que el señor Ministro se hallaba reunido con la Reina, pero ya que se trataba de un asunto policial le sugirieron comunicarse con la Jefatura Superior de Policía. Allí le informaron de que las competencias en materia de investigación criminal en Cataluña estaban transferidas a cierta institución llamada «Gobierno Autonómico». En la Generalitat le dijeron directamente en francés que, tratándose de ciudadanos extranjeros, las competencias las conservaba cierta otra institución llamada «Gobierno Central», pero que, siendo un caso de investigación policial, le aconsejaban ponerse en contacto con la Interpol en Lyon, France, y, muy amablemente, le facilitaron su propio número de teléfono junto con la recomendación de que preguntara por el comisario FréreJacques.
Llegados a esta primera vuelta al círculo, el comisario comprendió que se las había con españoles, gente sin duda simpática pero un tanto desordenada, así que decidió salir de la brigada a tomarse otro café au lait para hacer acopio de paciencia.
La dependienta ucraniana de los almacenes Pyrénées quedó bastante sorprendida ante la aparición a última hora de la tarde de aquellos seis individuos en la sección de boutique femenina.
No era infrecuente que una muchacha acudiera a comprar ropa en compañía de su novio o pareja, y tampoco que le pidiera opinión acerca de cómo le sentaban las prendas que se iba probando —lo cual solía confundir sobremanera a los novios o parejas.
Pero que una mujer apareciera acompañada de cinco hombres —los mas de ellos de tamaño armario ropero—, y que los cinco, hablando entre ellos en una lengua incomprensible, se tomaran tan en serio su papel de asesores e hicieran toda clase de gestos y comentarios sobre las redondeces que la muchacha exhibía, era desde luego bastante raro. Sólo uno de los hombres, el que parecía más tímido —y también el más guapo—, se mostraba un poco retraído y hasta se diría que molesto por los comentarios de sus amigos, al extremo que la dependienta ucraniana creyó adivinar en sus bonitos ojos de largas pestañas el monstruo verde de los celos.
Finalmente la muchacha, que bajo el holgado jersey y los pantalones militares resultó que estaba más que bien formada, se había quedado una falda de tubo de color gris, una chaqueta torera que según explicó se pondría sobre un body de Victoria’s Secret que tenía en el hotel—, medias finas, zapatos negros de aguja y un bolso a juego. Durante un rato, mientras ella pagaba en metálico, los cinco hombres parecieron discutir sobre el peinado que debía llevar —los dos más grandes preferían la melena suelta, otros dos que se la recogiera en un peinado alto, y el guapo proponía encasquetarle un gorro—. Después preguntaron en español por el departamento de cosmética y se fueron mostrándole a la muchacha cómo debía hacer gestos feminoides y contonear las caderas al caminar, lo cual dio lugar a una acalorada reacción de ella en aquella extraña lengua de la que sólo se entendían las palabrotas.
Eran las once de la noche cuando, impresas las octavillas y acordado el plan de acción para la mañana, el inspector, Corrales, Jazmín y Frederic terminaban de cenar en el restaurante del hotel.
Corrales, excitado y verborreico como un niño en su primera noche de excursión, había amenizado la velada detallando algunas de sus trepidantes aventuras en la oficina de mercancías del puerto de Calabella —como cuando recibieron unos huesos de neanderthal para el Museu d’História de Catalunya y el pastor alemán de la aduana los estuvo royendo hasta que el cabo de guardia se dio cuenta—. Llegados al momento de cafés y copas, había deleitado también a sus compañeros de mesa con algunas anécdotas de su servicio militar, con tan creciente emotividad, que al segundo Napoleón se puso en pie para entonar el himno de Infantería —«Ardor guerreeero vibra en nuestras voooces / Y de amor patrio henchido el corazoón…»—. El inspector, conmovido por la apostura zen de Corrales —la mirada al cielo, la diestra sobre el corazón y la siniestra alzando la copa de coñac—, se levantó también para ensayar una vigorosa danza samurái; que le venía que ni pintada al cántico. Frederic le buscó entonces los ojos a Jazmín, quizá para ver si estaba tan atónita como él y el resto de los comensales del restaurante, pero los ojos de Jazmín, así como su sonrisa zalamera, eran en aquel momento sólo para el inspector, que daba saltitos en posición de luchador de sumo con el rostro hierático de un guerrero de terracota. Así que Frederic aprovechó el final sincronizado del himno y la danza para alegar que la compañía era muy grata, pero ahora recordaba que se había dejado el grifo de la piscina abierto y tenía que retirarse.
Teniendo en cuenta que la mañana siguiente prometía ser movida, aquél parecía el momento oportuno para que todo el mundo se fuera a dormir. Sin embargo, Corrales prefirió ir a tomarse la penúltima al bar y se despidió del inspector haciéndole obscenos gestos de complicidad en un momento en que Jazmín no miraba. El inspector, por su parte, se puso un poco Gouda, sacudió la mano como para desconsiderar las tonterías de Corrales y entró en el ascensor siguiendo a la homenajeada.
No hubo asalto súbito mientras la cabina subía. Los dos ocupantes llegaron al ático.
El inspector acompañó a la dama hasta la puerta de su habitación.
Ella abrió su pequeño bolso de mano y buscó algo.
—Mmmm, por cierto, Maestro, ¿no cree que podríamos repasar algunos puntos que no tuvimos tiempo de tratar anoche en profundidad? —dijo, mientras con su mano de largas uñas rojas introducía la tarjeta de apertura en la ranura prevista a tal efecto en la puerta.
—Ah, no posible, ji, ji: Viejo Maestro lanza flecha, Joven Aprendiz sigue dirección —dijo el inspector, dando de esta forma por terminada la interrupción del celibato que se había impuesto con fines estrictamente pedagógicos.
—Mmmm, hace tanto tanto tiempo que no cuento con un caballero protector… ¿No ha pensado nunca en dejar la Interpol y dedicarse al cuidado de alguna dama independiente?, estaría usted tan tan sexi en un Aston Martin color arena…
—Ah, no, ji, ji: yo lava escudilla friega suelo —dijo el inspector, antes de saludar en gasso y siguir por el corredor con sus pasitos cortos.
—Oh, qué hombre tan tan arrebatador —dijo la Agente 69 apoyada en el quicio y aireándose la melena detrás de la nuca.
Antes de acostarse, un poco nerviosa por lo que les esperaba al día siguiente, la Encapuchada nº 1 quiso ensayar con los zapatos de tacón y los útiles de maquillaje.
Ante el espejo del baño, la sobresaltó el sonido de unos nudillos llamando a la puerta de su suite y se fue de la raya con el perfilador de labios.
—Soy yo —se oyó que decía tras la puerta la voz de nº 4.
Nº 1 se puso la capucha antes de abrir y encontrarse a nº 4 con un cubo plateado del que asomaba una botella de champán, dos copas de sombrilla y una rosa que, a falta de más manos, sostenía entre los dientes.
—Dónde vas con eso, la hostia —dijo nº 1.
Nº 4, impedido por la rosa, no pudo contestar hasta que ella se la retiró de entre los labios y la plantó entre el hielo del cubo.
—Es que como mañana terminamos la acción y no sé cuándo volveremos a vernos…, había pensado que…
—Habías pensado que qué…
Nº 4 se quedó un momento callado, y durante ese momento juntó todo su valor para decir:
—Que si querrías ser mi pareja de hecho renovable por semestres.
Una oferta de compromiso tan largo sorprendió a la Encapuchada nº 1, de modo que pasaron tres segundos de silencio en los que miró al solicitante de arriba abajo:
—¿Pero tú tienes estudios, piltrafilla?
—Pues, hice hasta segundo de BUP…, pero mi padre es constructor…
—A buenas horas, en plena crisis inmobiliaria…
—Y también he hecho un cursillo de Represión Tántrica de la Eyaculación…
—Eso es fácil: ahora lo hacen hasta los machistas…
—Bueno, no hace falta que me contestes ahora, pero quiero que sepas que haría cualquier cosa para procurarte orgasmos múltiples y plenamente satisfactorios —imploró nº 4.
La oferta era tentadora.
—¿Pasarías el aspirador los sábados mientras yo me voy a tomar el hameiketako con mi cuadrilla?
—Todos los sábados del semestre.
Eso era todo lo que la Encapuchada nº 1 esperaba oírle decir a un pretendiente.
—Bueno, ya hablaremos —dijo de todas formas, para que no se hiciera muchas ilusiones, antes de cerrarle la puerta en las narices.