Uno

Pocos sabían que Su Majestad la Reina doña Eusebia se llamaba en realidad María Dolores, Loles para sus escasos amigos.

Ocurrió que, reunidos en conciliábulo escasas horas antes de la coronación, sus consejeros concluyeron que María Dolores I y no digamos Loles I sonaba muy poco regio, así que alguien propuso la denominación de Eusebia I, que, por alguna misteriosa razón, otorgaba más empaque. La culpa de este Apaño de última hora, sin duda, era de la imprevisión del padre de la Loles, don Fernando de Ogilvy y Cinco Sicilias, descendiente bastardo de Rigoberto el Bilioso, quien murió al caerse de un ciervo dejando varios bastardos pero ningún heredero legítimo; y como las posibilidades que don Fernando tenía de recuperar los derechos dinásticos que su antepasado había perdido tan tontamente en el siglo IX eran ínfimas, no observó la elemental precaución de proveer a su única hija de una onomástica ajustada a los requerimientos del trono, aunque sí le enseñó a disimular su fuerte acento de Jerez de la Frontera por si alguna vez tenía que trabajar en la tele.

Sin embargo, cuando don Felipe de Borbón renunció a la corona para hacerse cantautor y recorrer las españas acompañado a la bandurria por su esposa doña Letizia, la casa de Ogilvy y Cinco Sicilias vio un hueco claro, presentó pruebas de ADN del antepasado bilioso —así como del ciervo, cuya cornamenta seguía en la familia—, y litigó enérgicamente para hacer valer sus credenciales, todo ello mucho antes de que los republicanos, que eran numerosos pero mal avenidos, tuvieran tiempo de ponerse de acuerdo siquiera en el diseño de la nueva bandera tricolor y mucho menos en el escudo, del que el ya venerable diseñador Javier Mariscal había trazado algunos esbozos incapaces de contentar a todos, quizá por la excesiva munificencia con que había distribuido corderos y baobabs sobre campo de gules.

Sea como fuere, la monarquía seguía rigiendo en España gracias al abnegado sacrificio de la Loles —coronada Eusebia I—, quien, en apenas unos meses de reinado, estaba ya de sus malcarados y criticones vasallos hasta el real occipucio, al extremo de que algunos días especialmente aciagos de buena gana se habría unido a sus antecesores borbones para acompañarlos a las maracas en sus recitales.

Precisamente aquella mañana de julio, la Reina despachaba con sus consejeros y abogados a propósito de la última fechoría que los republicanos habían urdido para su descrédito, perpetrada de facto por una revista de humor chabacano que había representado en portada a la soberana —con todas sus generosas carnes exageradas hasta el delirio— en el acto íntimo de aplicarse un paño menstrual de celulosa —«Ups: me la he tragado», decía el ignominioso texto—, lo que, amén de una calumnia palmaria, puesto que la Reina Loles había ingresado en el climaterio hacía más de un lustro, resultaba a todas luces irreverente y vil.

—Estoy hasta el coño de estos putos republicanos: que les cooorten la cabeza —clamó fuera de sí ante sus leguleyos.

Uno de ellos trató, tímidamente, de apaciguarla:

—Majestad, quizá podríamos estudiar la posibilidad de incoar recurso de amparo ante el tribun…

—Incoarles un melón por el culo, es lo que habría que hacerles… Envidiosos, que son una banda de envidiosos… ¿Me meto yo con ellos?, ¿eh?, ¿me meto yo con ellos, que son un hatajo de cocainómanos?

El chambelán, que en ocasiones como ésta prefería desaparecer discretamente por los pasillos, se vio obligado a interrumpir la reunión para acercarse a la Reina y comunicarle al oído un recado urgente:

—Majestad: el Ministro del Interior reclama audiencia inmediata.

—Y ese Truchaloca qué mierda quiere ahora —espetó la Reina, que gustaba de poner al día sus injurias escuchando cada mañana a don José Domingo de la Cascada.

—Ignoro los detalles, mi Señora, pero según me comunica el propio Ministro se trata de un asunto grave que afecta a la seguridad nacional…

—¿Otra vez…?, ¿es que estos socialistas no pueden gobernar a los subnormales de sus votantes sin molestar a la monarquía semana sí semana también…? —maldijo Eusebia I, levantando sus soberanas posaderas de la butaca Imperio, que crujió con gran alivio de fustes y travesaños—. Ni se os ocurra moveros de aquí hasta que yo vuelva —les advirtió a los leguleyos señalándolos con su poderoso índice de larga uña afilada.

Salió precedida del chambelán, que le fue abriendo puertas hasta el Descansillo de la Antesala del Gabinete Real. Allí esperaba Berto bastante encogido, como cada vez que se veía obligado a acudir a palacio a causa de alguna emergencia nacional.

—A ver, qué pasa ahora… —preguntó la Reina, poniéndose en jarras a tres metros de él sobre la escalinata.

—Majestad: siento mucho molestarla, pero esta vez la cosa es grave… Temo que han secuestrado al Presidente del Gobierno.

—Y qué: ¿vienes a ver si lo tengo escondido en las mazmorras de palacio…?

Esa respuesta despistó un poco al Ministro del Interior:

—No, verá, es que…, en fin…, se ha producido un vacío de poder inesperado, y…

—¿Y…?

—Pues…, que alguien tendrá que gobernar el país mientras encontramos al Presidente…, y como, en fin…, su Majestad no deja de ser la jefa del Estado, pues he pensado que…

—Chst, despacito: si no recuerdo mal, ésta es una monarquía parlamentaria, y a mí me pagan muy poquito… Pase lo de ser el blanco de las mofas de los republicanos, pero no estoy dispuesta a pasarme el día solucionando los problemas en los que os metéis los políticos… Además, a ver: ¿tú no eras el Vicepresidente del Gobierno?

—Sí, Vicepresidente Primero…

—¿Y no te quedas tú gobernando cuando tu amigo se va por ahí de viaje oficial…?

—Sí, claro, pero éste es un caso…

—Un caso, qué caso… El Presidente no está porque lo han secuestrado, le ha picado una mosca tsetsé, lo que sea…; pues, bueno: se pone al frente del gobierno el Vicepresidente Primero, que para eso está… ¿Que resulta que también te secuestran a ti?, pues se pone al Vicepresidente Segundo, que para eso está también… ¿Vas pillando la lógica, alma cándida? —dijo la Reina, haciendo un gesto oscilatorio con el índice y el pulgar.

—Ya, bueno, ésa sería desde luego una solución provisional… Pero…, en fin, no sé: ¿no debería usted otorgarme alguna clase de… poder especial, o algo parecido? Lo digo por si el Presidente no aparece y hay que decírselo a la gente…

—Vale: te otorgo un poder especial —dijo la Reina, haciendo gesto remoto de tocarlo con una espada, o quizá con alguna clase de varita mágica—. ¿Algo más?

—Pues…, no sabría decirle, ahora no se me ocurre qué…

—Hala pues: a cascarla —dijo la Reina impaciente, y sin esperar a la reverencia de Berto se dio media vuelta camino de la sala donde esperaban los leguleyos.

—Este tío es tonto del culo… —comentó para sí misma; después se dirigió al chambelán—. Y tú: vigílame al Rey, que en cuanto me despisto se me escabuye con la moto…

La simpática sonrisa de la Porsche, que de ordinario la asemejaba a un delfín de ojillos sorprendidos, se había trocado en algo parecido a la mueca de un pato muerto.

A resultas del choque contra el macetero de la calle Mayor, el faldón delantero había desaparecido, el capó estaba arrugado hasta formar una cordillera bastante tibetana, y el chasis entero se había estremecido lo bastante para que la capota de lona no encajara en su cierre. Con todo, las desafortunadas azaleas del macetero sufrieron daños todavía más graves.

—Oh: ya está, ya está, ya pasó… —trataba la Agente 69 de consolar a su niña dándole palmaditas en el parabrisas—. Ahora mami te lleva al servicio técnico y ya verás qué guapa te pone el planchista, ¿te acuerdas?, ¿de aquel señor tan tan atento que te quitó un bollo en el culete…?

Abrió la portezuela y se sentó en el interior, que, salvo por el despliegue de airbags, parecía intacto. Los sistemas electrónicos funcionaban y, al girar completamente la llave, el motor trasero empezó a ronronear igual de bien que siempre.

Sólo después de estas operaciones, la Agente 69, con anticipado gesto de resignación, echó mano a la guantera para confirmar con desagrado que no sólo había desaparecido el cheque de la Petita Banca Andorrana, sino también su documentación falsa. En su lugar encontró una hoja de Moleskine con el dibujo de un orinal del que salían tres rayitas que sugerían fetidez.

La Agente 69 reflexionó. La fecha de cobro del cheque era el 25 de julio, y el horario de caja de los bancos en Andorra era de las 9 de la mañana a las 2 de la tarde.

—Mmmm, querida, tendrías la bondad de decirme qué día es hoy… —le preguntó en voz alta a una empleada vestida con un mono grasiento, que unos metros más allá trataba de desenganchar de la grúa a un jaguar abollado y cubierto de basura.

—Lo siento, cariño: me he olvidado el almanaque en casa de mi estilista —contestó la empleada, apartándose una greña que se le escapaba de la coleta. La respuesta había sido pronunciada con la típica antipatía con que la mayoría de las mujeres solía hablarle a la Agente 69, sin que ésta hubiera llegado a encontrar jamás explicación a tan singular fenómeno. De modo que pensó que lo mejor sería pedir ayuda a algún caballero, que en general se mostraban mucho más complacientes.

Buscó el móvil en su bolsito de Yves SaintLaurent y marcó el número del President Andreu, que aunque interrumpido en una importante reunión en el cuartito de la fotocopiadora del Palau de la Generalitat, respondió de inmediato a la llamada.

De este modo, la Agente 69 supo que era día 24.

—¿Me llamas sólo para preguntarme eso? —se extrañó el President al otro lado de la línea.

—Mmmm, ¿qué te parece si me llevo al inspector a Andorra un par de días?

—¿Ya has… entrado en contacto?

—Oh, Andreu, querido: no puedo creer que tengas tanta poca fe…

—Te quiero, te quiero, te quiero… Llévatelo dónde quieras, cuanto más lejos esté de Calabella mejor.

—Mmmm, otra cosa: aquel cheque que me diste no se puede anular, ¿verdad?

—No: puede ser destruido, pero no se puede anular, es como un billete de banco, ya te lo dije… No me digas que lo has perdido…

—No exactamente.

—Entonces qué estás tramando…

—Mmmm, te dejo: me parece que en las próximas horas voy a tener que trabajar estrechamente con la Interpol…

—Ah: eres el diablo, pero te quiero.

En su nueva calidad de Presidente en funciones, la primera medida que tomó Berto para afrontar el secuestro del Presidente Paquito fue reunir a la parte del Consejo de Ministros que no estaba de viaje oficial y abandonarse ante ellos a un tembleque nervioso.

—Pues yo diría que está haciendo un viaje oficial a Laponia… —propuso el Ministro de Exteriores.

—¿Y por qué precisamente a Laponia? —preguntó Berto, que en su estado de ánimo apesadumbrado le encontraba pegas a todo.

—Bueno, por allí no creo que haya muchos periodistas…

—Los periodistas están en todas partes, querido —dijo la Ministra de Sanidad, las fotos de cuya última revisión ginecológica habían sido publicadas en Tetas y Culos, la prestigiosa revista de análisis político.

—¿Estáis seguros de que en Laponia las mujeres no llevan burka? —quiso asegurarse la Ministra de Igualdad, que ya había terminado de reñir a los ayatolás y había aterrizado en Madriz esa misma mañana.

—¿Y qué demonios se supone que está haciendo el Presidente en Laponia? —preguntó Berto.

—¿Burka?, ¿en Laponia?, a mí no me suena —contestó la Ministra de Sanidad en la conversación cruzada.

—No sé: podríamos buscar en el Google algo que se produzca en Laponia en grandes cantidades y decir que el Presidente ha viajado allí a fin de llegar a algún acuerdo de importación… —propuso el Ministro de Exteriores.

—En Laponia llevan gorritos de colores con orejeras, nada de burka… —intervino José Miguel Pachorra del Cuajo, Ministro de Economía y Segundo Vicepresidente.

—Oye, pues no es mala idea —dijo Berto con un destello de ánimo—: seguro que Laponia es rica en alguna clase de combustible fósil…, ¿os habéis dado cuenta de que los combustibles fósiles están siempre en sitios difíciles?

—Pues a mí esos casquetes lapones, por muy de colorines que sean, me parece que no son más que burkas disimulados que los hombres les obligan a llevar a las mujeres —insistió la Ministra de Igualdad.

—Pero si los hombres también los llevan… —opuso Pachorra del Cuajo, que a menudo se enzarzaba a discutir con la Ministra de Igualdad.

—Bueno, puede que los hombres lo lleven porque quieren, pero ¿alguien se ha molestado en preguntarles a las laponas si desean llevar gorritos de colores…?

—Y qué os parece alguna clase de energía alternativa, y así de paso quedamos bien con los Cabezas Verdes… A lo mejor resulta que en Laponia producen bioetanol, o algo por el estilo… —dijo Berto, ya casi animado del todo.

—Por el amor de Dios, Catalina: los lapones y las laponas llevan gorritos de colores porque allí arriba hace un frío que pela, no saques las cosas de quicio…

—Pues yo creo que sería mejor decir que está en algún sitio con suficientes garantías de no discriminación sexista —insistió la Ministra de Igualdad—. Por ejemplo en Francia, que precisamente se celebra ahora en París el Congreso anual de MP y VM…

—Y si resultara que no hay combustibles alternativos, siempre podríamos decir que ha ido a exportar jamón serrano —siguió generando ideas el Ministro de Exteriores—. ¿No se lo hemos vendido a los americanos, que son tan tiquismiquis?

—¿MP y VM?, y eso qué demonios es —preguntó Pachorra del Cuajo, que, con la friolera de 46 años, era el más viejo y menos puesto al día de los ministros.

—¿No me digas, José Miguel, que no has oído hablar de los MP y VM? —le preguntó la Ministra de Igualdad aleteando interminablemente con sus pestañas superlargas.

—Lo del jamón no me parece verosímil. Esas cosas son más de presidentes autonómicos: si se desplaza el Presidente con mayúscula tiene que ser o para combustibles o telecomunicaciones, algo así… —dijo Berto.

—MP y VM son las siglas de Mujeres Padres y Varones Madres —puso al día a Pachorra del Cuajo la Ministra de Sanidad, que estaba licenciada en pedagogía y tenía cierta paciencia con los torpes—. Es decir, transexuales que tuvieron hijos o los adoptaron antes de cambiar de sexo: un colectivo emergente con problemática específica.

—Joder, y tan específica… —exclamó Pachorra del Cuajo.

El Ministro de Administraciones Públicas, que era el más gafotas, había aprovechado el tiempo para consultar en Internet con su ordenador portátil:

—He encontrado Laponia en la Wikipedia: «Región geográfica de Europa del Norte. Limita por el norte con el Océano Glaciar Ártico, por el oeste con el Mar de Noruega y por el este con el Mar de Barents. Está dividida entre Noruega, Rusia, Suecia y Finlandia».

—Vale, pero ¿tienen combustibles fósiles?

—Es interesantísimo —añadió con gran entusiasmo la Ministra de Igualdad, en su propia conversación—: se dan incluso casos de transexuales que tuvieron o adoptaron hijos antes y también después de cambiar de sexo. De modo que hay quien, por ejemplo, es padre de dos niños y madre de un tercero.

—Y eso qué tiene de interesantísimo, yo lo encuentro un lío tremendo —objetó Pachorra del Cuajo.

—A ver, estoy mirando en otra página… Eeeeh…, sol de medianoche…, aurora boreal…, patria de Papa Noel…, lengua ugrofinesa… 400 palabras para decir «reno»…

—Al grano, José Ignacio, joder, que estamos ante una emergencia nacional…

—Naturalmente que es interesantísimo: estos ejemplos de intercambio de roles parentales son de un valor incalculable para la equiparación de la mujer en todos los planos…

—… agricultura, caza, pesca, ganadería…, artesanía…

«Progresiva y recientemente, el turismo está formando parte del modo de vida sami…», bla, bla, bla… Pues no: parece que de combustibles no hay nada: ni fósiles ni alternativos.

—En todo caso será interesantísimo para la equiparación de los transexuales, ¿no?, porque las mujeres mujeres serán siempre madres —porfiaba Pachorra del Cuajo.

—No importa: la idea era buena, sólo hay que buscar en otro sitio. A ver, ¿quieres mirar el Yukón, que tampoco creo que haya muchos periodistas por allí…?

—Oggg, por favor, José Miguel: no seas antiguo… Si te oye decir eso alguien de la prensa, se nos va a echar encima el colectivo transexual en pleno.

—¿Antiguo yo, que pongo Jimi Hendrix en el coche oficial? Lo que pasa es que a vosotras se os va un poco la pinza con la cosa de los roles…

—No, espera —dijo el Ministro de Administraciones—. «Tras la posguerra, Laponia fue devastada y empezaron a explotarse nuevos yacimientos mineros de cobre y níquel. A finales de los años sesenta se instalan algunas industrias químicas y papeleras, y también centrales nucleares como la de Imandra, en la Laponia rusa». ¿No nos valdría algo de eso?

—Lo de las centrales nucleares rusas ni nombrarlo —dijo Berto.

—A los que se les va la pinza con los roles, eh, es a cierta generación de varones al borde de la andropausia, que al parecer aún arrastran resabios patriarcalistas…

—Ah, sí: pues ahora resuélveme un problema, tú que eres tan lista y tan moderna: qué pasará cuando al hijo de un transexual se le ocurra hacerse transexual, ¿eh?…

—Desde luego nada de nucleares…, pero lo de los yacimientos de hierro y níquel no suena nada mal —dijo el Ministro de Exteriores.

—A ver, mira a ver para qué demonios sirve el níquel —instó Berto.

—Oggg: ya está el ala conservadora buscándole tres pies al gato…: pues según el sujeto sea en cada momento hombre o mujer, será hijo o hija de su padre o madre según el sexo que éste o ésta tuviera o tuviese en el momento del nacimiento de su hijo o hija… Más claro, el agua.

—Ya lo tengo: «Aproximadamente el 65 por ciento del níquel consumido se emplea en la fabricación de acero inoxidable austenítico, y el otro 12 por ciento en superaleaciones de níquel. El restante 23 por ciento se reparte entre otras aleaciones, baterías recargables, catálisis, acuñación de moneda, recubrimientos metálicos y fundición».

—Clarísimo: con esa explicación y un simple astrolabio los críos ya sabrán con cuál de sus ocho transexuales les toca pasar el fin de semana…

—Algo de níquel seguro que tienen las vías del AVE, ¿no?… —dijo el Ministro de Exteriores, entreviendo una solución—. Yo lo tengo claro: el Presidente ha tenido que viajar repentinamente a Laponia en busca de un número todavía no confirmado de toneladas de níquel imprescindibles para terminar el trazado del AVE. Más verosímil imposible…

—Oggg, José Miguel, de verdad: qué de pueblo que suenan tus chistecitos…, ¿qué demonios se supone que es un astrolabio?, ¿un apero de labranza?

—Pero si el trazado del AVE lo terminamos el año pasado… —opuso Berto.

—Bueno: quedan las Canarias y las Baleares…

—¿Quieres que digamos que vamos a construir un nuevo trazado del AVE en las islas?

—Hombre, en Cabrera no, pero si buscamos una que sea grandecita, tipo Tenerife… ¿No te acuerdas que los canarios lo estuvieron pidiendo durante media legislatura pasada? Así de paso los contentamos…

De pronto se oyó un golpeteo de nudillos en la puerta y las dos líneas de conversación se interrumpieron simultáneamente.

Tras ser exhortado a pasar por la voz de Berto, asomó por el quicio el director general de la Policía Nacional:

—Lo tenemos —dijo, casi sin aliento y sin hacerse de rogar para anunciar tan esperada nueva—: hemos encontrado al Presidente saliendo del metro de la Moncloa, hace un cuarto de hora escaso.

—Gracias a Dios —exclamaron los resabios patriarcalistas de Pachorra del Cuajo.

—¿Está bien? —se interesó de inmediato Berto, que en poco más de tres horas de intenso estrés ya tenía suficiente experiencia como presidente en funciones.

—Bueno, lo que se dice físicamente está bien —contestó el director general de la Policía, con el aliento todavía entrecortado.

Aquella especificación era cualquier cosa menos tranquilizadora.

—Y… psicológicamente… —quiso saber la Ministra de Sanidad.

—Psé, también… Bueno…, casi…

Se hizo un silencio de tanatorio británico, hasta que Pachorra del Cuajo aportó su veteranía en cargos públicos para romper el encantamiento con la pregunta clave:

—Vale: ¿alguien de la prensa sabe algo?

—Que nosotros sepamos, no —dijo el director general de la Policía.

—Ufff —soltaron aire al unísono los seis ministros.

Seguido al trote por Corrales, el inspector Sakamura se había dirigido a toda prisa desde la academia de idiomas hasta la comisaría de los Mossos, distante unos quinientos metros. Allí, como Corrales no había todavía sido puesto al día de los últimos avances de la investigación —y de todas maneras habría necesitado un buen rato para recuperar el aliento—, el inspector trató de explicarse por sí mismo ante el agente que lo atendió.

—Mucho peligro personal —dijo.

El hombre, a seis meses de su jubilación anticipada —levantó la vista sobre sus gafas de cerca y vio un monigote sin ojos que apenas sobresalía del mostrador. Pero algo brillaba en la mano alzada del monigote; se puso las gafas de lejos que le colgaban de un cordón sobre el uniforme y miró mejor. Lo que brillaba parecía una placa de policía, el monigote parecía un japonés de edad indefinida, y los ojos seguían sin aparecer.

—Mani… —le dijo en catalán coloquial al japonés sin ojos.

—Mucha prisa. Interpol. Una cosa sola: ¿tú concede papel lápiz?

El proceso de entenderse fue lento. Cuando el agente de los Mossos entendió que debía darle al japonés sin ojos un trozo de papel y algo para escribir, el japonés sin ojos, concentrándose en la fotografía mental que le había hecho al horario de lecciones de la Académia Costa Brava, escribió el nombre de los seis asistentes al Curs Intensiu de Catalá, que todavía no habían sido hallados muertos de risa.

Después de un cuarto de hora de explicaciones, el agente entendió que aquellas personas corrían peligro, y también que el japonés sin ojos quería obtener sus respectivas direcciones y teléfonos.

En este punto, Corrales había recuperado el aliento y solicitó ser informado de qué demonios estaba pasando, de modo que el inspector trató de pormenorizarle a Corrales cómo se había desarrollado su inspección de la academia mientras él se quedó fuera impedido para entrar por Mister Propper. Entretanto, el agente de uniforme asistió a estas explicaciones alternando sus gafas de cerca y de lejos según el inspector se acercaba o se alejaba en el ejercicio de la mímica explicativa.

Terminada la pantomima, el inspector insistió ante el agente en obtener las direcciones y teléfonos. El agente dijo que no tenía acceso a esa información y que tendría que hablar con algún superior. El inspector, dando ya pequeños botes de impaciencia zen, solicitó la presencia de algún superior. Compareció un superior, escuchó lo que pedía el inspector, leyó detenidamente la lista de nombres de extranjeros, y se la llevó a su despacho. Tardó en salir lo que Corrales tardó en volver a tener ganas de fumarse un Ducados. Salió el superior y explicó que había hablado con sus superiores y le habían informado de que esas personas se hallaban en ese momento en paradero desconocido. El inspector Sakamura opuso con elocuentes gestos que ello no era óbice para que le facilitaran sus señas. El superior volvió a meterse en su despacho para volver a llamar a sus superiores. Corrales preguntó al agente si no podría fumarse un cigarrito. El agente negó. Salió de nuevo el superior y le comunicó al inspector que según sus superiores no se disponía en aquel momento de la información que se les solicitaba. El inspector, ya un poco Gouda de irritación, exigió que la página con la lista de nombres, así como con un breve mensaje que él mismo escribió en ideogramas japoneses, fuera escaneado de inmediato y enviado a la dirección electrónica de la Brigada de Investigaciones Especiales de la Interpol, concretamente a la atención del comisario FréreJacques, a lo que el superior procedió al comprender que, de todas maneras, aquel extraño japonés sin ojos hubiera podido enviar la información a sus superiores desde cualquier cibercafé.

Después del fatigoso trámite, Corrales y el inspector salieron a la calle.

—Mucho raro, policía catalana de ocultación —dijo el inspector.

—Raro por qué… Chist, vista a las diez, Maestro —dijo Corrales.

»Morena: te voy a convidar a algo pa’brir boca, que es la hora del aperitivo…

»Y ahora adónde vamos, Maestro —preguntó sin dejar de mirar cómo se alejaba la morena y temiendo que, llegados a este punto sin salida de la investigación, el inspector se volviera a la central de Lyon y él a su oficina de aduanas, donde rara vez tenía oportunidad de cambiar impresiones con veraneantes en bikini.

—Aaaah: ahora busca Innombrable robo misterioso —contestó el inspector.

—Ahí está: con un par… Pero dónde los buscamos, porque esta peña se mueven por el mapa como diablos.

—Aaaah, gran koan, sí. Tú y yo investiga mucho coche de Jazmín.

—Ah, cojonudo —dijo Corrales.

Aunque ignorante del secuestro del Presidente en Madriz, el asalto de los Innombrables a la academia de idiomas de Calabella era razón de sobra para que el President de la Generalitat reuniera a su propio gabinete de crisis en el cuartito de la fotocopiadora del Parlament de Catalunya.

Asistían al encuentro los socios de gobierno, el líder de la oposición y un monje capuchino. Tan sorprendente selección se debía a que todos ellos estaban al tanto de la puesta en marcha del Experimento Catalonia, cuyo germen se fraguó discretamente en Montsecret siendo anfitrión mosén Recaredo. La idea del Experimento era demostrar al mundo que aprender catalán también tenía interés para los extranjeros, ya fueran turistas o inmigrantes, la inmensa mayoría de los cuales, muy desconsideradamente, se instalaban en Cataluña limitando sus esfuerzos a aprender castellano y alegando la estúpida excusa de que ello les permitía entenderse con más de 300 millones de hablantes repartidos por medio mundo, incluido el 99,999 por ciento de los catalanes.

La cuestión es que, en previsión de que los numerosos fascistas mesetarios opusieran alguna clase de objeción al uso del Reconector Neuronal, todo se planeó bajo el más estricto secreto. De ahí que el lugar de reunión elegido para este segundo encuentro fuera tan marcadamente informal como el cuartito de la fotocopiadora del Parlament, y que, como de costumbre, quedara excluido de ella cualquier grupo que no fuera probadamente catalanista, lo que dejaba fuera a los Citizens of swing —partido minoritario de sospechosa vocación cosmopolita— y desde luego el Partido Español Por Excelencia de Cataluña —brazo regional del PEPE estatal—, presidido por un personaje que no separaba sus apellidos con vocal alguna, cuya higiene personal era cuanto menos dudosa, y que, en pocas palabras, era aborrecido por los catalanes ortodoxos hasta el extremo de ser apodado Gollum.

—¿Y a Madrit saben algo del Experimento? —preguntó Felip Rentafigues i Pastorets, de Unió Paradoxal de Catalunya, una vez que el President Andreu los hubo puesto a todos en antecedentes de lo acaecido la última semana.

—De momento, yo diría que no —respondió el President—. Pero la prensa ya habla esta mañana de cuatro cadáveres en Calabella, eso sin contar con que tenemos a ese cony de policía japonés hurgando por el pueblo, ni con que los Innombrables sabían exactamente dónde tenían que ir a buscar el Reconector… La prensa no ha relacionado todavía los cuatro muertos y el asalto a la academia de idiomas, pero cruzando información pueden hacerlo en cualquier momento, así que tenemos que estar preparados por si todo el asunto se hace público.

—Déu nos en guard… —se santiguó mosén Recaredo.

Intervino Manel Gonsales i Lopes, de los Rojos Verds, que años antes de catalanizarse el nombre se había licenciado en Derecho para defender a los proletarios iletrados de su Santa Coloma de Gramenet natal:

—Pero los voluntarios del Experimento firmaron un contrato, ¿no?: asumían que había un riesgo, y si son tan tontos que no leyeron la letra pequeña es culpa de ellos, ningún juez puede condenarnos por eso.

Interrumpió la reunión el sonido de un teléfono:

Paraules d’amor

senzilles i tendres,

no en sabiem mes…

Procedía del móvil del President, y el politono en concreto le indicaba que la llamada era de la Agente 69, de modo que se apresuró a contestar alejándose todo lo que pudo en un rincón del angosto espacio:

—Sí, hola… ¿hoy?, 24 de julio… ¿Me llamas sólo para preguntarme eso?

Los demás siguieron su charla:

—El problema no va a ser ninguna sentencia judicial contra nadie en concreto —dijo la Montse Gutierres i Fernandes, de Esquema Pertinaz de Catalunya—, el problema es que en Mordor nos quieren ver humillados, y Sauron aprovechará cualquier excusa para lanzarnos a los Jinetes Negros.

En cierta jerga muy del gusto de los jóvenes simpatizantes de Esquema Pertinac, «Sauron», o también «el Señor Oscuro», eran algunos de los sobrenombres de Fernández Plancha, secretario general del PEPE en Madriz y por tanto superior inmediato de Gollum. En cuanto a los Jinetes Negros, se podía nombrar así indistintamente a los miembros más conservadores del Tribunal Constitucional o a ciertos periodistas especialmente viperinos, entre los que José Domingo de la Cascada gozaba de una posición destacada.

—Fills meus: y si lo confesamos todo y pedimos perdón a las familias de los difuntos —propuso con humilde contrición mosén Recaredo, que estaba acostumbrado a redimirse de sus malas acciones mediante este tipo de fórmulas, tan sencillas como eficaces.

—Los que tendrían que pedir perdón son los invasores imperialistas, desde el Decreto de Nueva Planta en adelante —se opuso la Morirse, que, además de dominar la jerga callejera republicana, había cursado História de l’Opressió Hispánica en la universidad Pompeu Barrera i Rovira.

—Calma —pidió Rentafigues, que como democristiano votado por cincuentones solía usar un lenguaje más moderado—: lo importante es no perder la calma… Yo creo que en Manel tiene razón: si no se nos puede enjuiciar porque no hay trasgresión de la ley, lo que pueda decir el PEPE no nos interesa: esos fascistas no necesitan mayores excusas para meterse con Cataluña, ya estamos acostumbrados…

A todo esto, el President había terminado su conversación telefónica con la Agente 69:

—Bueno, algo es algo: buenas noticias —dijo en voz alta tras colgar, aunque sin dirigirse a nadie en especial.

—Alabat sia Déu —suspiró mosén Recaredo.

—Acabo de hablar con una…, con un colaborador… Parece que podemos mantener alejado de Calabella al policía de la Interpol, al menos por unos días… Las palabras del President fueron interrumpidas por un estornudo mal reprimido procedente del otro lado de la puerta, y fue él mismo quien se levantó del montoncito de papel DIN A4 para abrirla de par en par.

En el quicio, con toda la pinta del que ha sido sorprendido escuchando a hurtadillas, apareció la figura escuálida y encorvada de Gollum:

—Vengo a… hacer unas fotocopias, ¿os importa? —dijo con su voz aguda y su fétido aliento. Ateniéndose a esa declaración de intenciones, entró en el cuartito portando un montoncito de folios de los que sin duda se había provisto a modo de subterfugio. Dio la espalda a todos para ponerse a los mandos de la máquina y un airecillo a alcanfor y ropa sobada fue llegando a las narices de los presentes, momento señalado por la Montse pinzándose la nariz con los dedos y haciendo mueca de asco.

Enseguida, el silencio se hizo ominoso.

—Bueno, pues a ver qué tal nos sale este Ricardinho —dijo Rentafigues, tratando de simular que se habían reunido en el cuartito de la fotocopiadora con un monje capuchino para hablar de fútbol.

—Oye, ¿y Benito Bola de Set, que ha vuelto a ganar el Open de Calahorra? —dijo presto al quite el President, mientras le hacía señas a Rentafigues para indicarle que cuanto menos se mencionara a Ricardinho mejor.

Cuatro horas después de que el Presidente Paquito fuera secuestrado por seis ciclistas y dos después de que apareciera tan pancho saliendo del metro de Moncloa, la Primera Dama fue informada de la peripecia.

Inmediatamente, se dirigió en taxi al Hospital de La Paz, único lugar donde se encontraban los artefactos diagnósticos necesarios para corroborar la aparente indemnidad del Presidente, que había ingresado por su propio pie aunque de muy mala gana.

En la recepción del hospital esperaban el Ministro Berto, un médico con bata y una psicóloga con chaleco reflectante que fue requerida por si la Primera Dama no encajaba bien las novedades.

—¿Qué ha pasado, está bien? —preguntó la Primera Dama dirigiéndose a Berto.

—Sí, sólo lo hemos ingresado para hacerle un chequeo a fondo, estate tranquila…

Ese anuncio habria sido suficiente para tranquilizar a la Primera Dama, en efecto, pero a la Primera Dama le dio muy mala espina que la hicieran pasar a un despachito para informarla con más detalle.

Una vez sentados, la psicóloga se sintió en la obligación de intervenir antes que el médico con bata:

—Sobre todo tienes que estar tranquila, Pilar —le dijo, llamándola por el nombre de pila y tuteándola, tal como suele hacer el personal sanitario a fin de humillar a sus pacientes.

—¿Por qué me decís tantas veces que tengo que estar tranquila? ¿No dice Berto que está bien?

Cruzó la mirada con éste, en busca de confirmación.

—Está perfectamente, enseguida subimos a verlo a la habitación, ¿vale?… Vamos a ver, Pilar, ¿cuánto tiempo hace que estáis casados? —siguió la psicóloga, alargando una mano para apoyarla en el antebrazo de la Primera Dama, que con tanto preámbulo estaba empezando a perder la paciencia.

—Siete años, ¿por qué?

—Ajá… Tenéis hijos, verdad, dos niñas… —ignoró la pregunta la psicóloga.

—Sí…, están en el colegio…

—Ajá, muy bien, Pilar…, ¿y dirías que en la familia hay una comunicación fluida?, ¿habláis?…

—Pues claro que hablamos…

—Ajá… Y dime, Pilar, ¿alcanzas habitualmente el orgasmo?

—Y a usted qué coño le importa —terminó contestando la Primera Dama, ya enojada más que intranquila—, ¿quiere alguien decirme de una vez qué le ha pasado a mi marido?

La pregunta iba dirigida al médico con bata, que, tras la preparación animica, fue autorizado por la mirada de la psicóloga para hacer un informe preciso:

—Ejeeeem: en las pruebas de exploración que se le han practicado al Presidente hemos constatado un ligero aumento del nivel de radiación normal, en absoluto alarmante; transaminasas también un poco altas…, y en realidad nada más: el resto de pruebas han dado resultados normales. Desde que cursó ingreso presenta un comportamiento algo irritado —miró un momento a la psicóloga en busca de su aquiescencia—, pero eso es sin duda explicable dadas las circunstancias; también manifiesta un considerable apetito, al extremo de haber insistido de no muy buenos modos en que le subiéramos unos pinchos del bar, y, por lo demás, quizá lo más destacable es que sólo habla y entiende euskera.

Así de pronto, a la Primera Dama le había parecido escuchar una bobada sin sentido.

—Que sólo habla y entiende qué…

—Euskera —repitió el médico—: lengua vasca. Se hizo un breve silencio.

—Pero está perfecto, oye —dijo Berto, para llenarlo con algo tranquilizador—, lo único es que hay que hablar con él por mediación de un traductor, pero te acostumbras enseguida…

Pepe Luis Fernández Plancha se hallaba apoltronado en el Trono Oscuro de la central del PEPE en Madriz, donde se extienden las sombras.

Con gran regocijo, hojeaba la revista Tetas y Culos, donde, entre un reportaje acerca del tráfico de reliquias marianas durante la posguerra y una extensa entrevista a Bono de U2 —se había convertido al chamanismo de los indios mapuche—, venían unas fotos de la Ministra de Sanidad exponiendo sus partes pudendas ante el ginecólogo sin apercibirse de la cámara de 20 megapíxeles que arteramente ocultaba en el estetoscopio.

Lo sobresaltó el politono de su móvil:

Mi querida España,

esa España mía,

esa España nuestraaa…

«Gargamel», decía la pantalla, que era la manera como se conocía a Gollum entre los miembros de su propio partido. Fernández Plancha llevaba varios años tratando de encontrarle un sustituto, pero escaseaban los aspirantes al puesto por bien que se remunerara.

—Qué… ¿ya le has visto las lorzas del potorro a la Ministra de Sanidad? —saludó alegremente el secretario nacional.

—No, pero tengo…, noticias mucho más interesantes —dijo Gollum, y a Fernández Plancha le pareció que hasta podía oler su aliento de hiena a través del teléfono.

El inspector Sakamura y Corrales llegaron al depósito de la grúa municipal de Calabella justo cuando Jazmín trataba de convencer a la encargada de que necesitaba llevarse su coche inmediatamente. Por desgracia, la encargada no era un atento caballero sino una vulgar mujer y, con funcionarial desprecio, se obstinaba en que ni el Porsche ni tampoco cierto Jaguar que a Jazmín no le importaba lo más mínimo, podían salir de allí sin que alguien de la policía diera conformidad.

Todo se arregló en cuanto el inspector Sakamura sacó su placa de ninguna parte y la encargada, aunque a regañadientes, le dio a firmar unos papeles de recogida a Jazmín.

Pero antes de llegar al Porsche, el inspector se detuvo a considerar el Jaguar azul marino, cuya portezuela maltrecha permanecía abierta.

Pese al olor a basura procedente de los detritus que habían salpicado toda la carrocería en el choque con los contenedores, era evidente para cualquier olfato que el propietario del vehículo era fumador. Y también su acompañante habitual, que probablemente era mujer, según se deducía de la marca de algunas colillas que había en el cenicero, muy popular entre las fumadoras. Pero dos personas más habían ocupado aquellos asientos, porque el total de marcas de tabaco de las colillas eran cuatro, si bien de dos de ellas había exactamente quince colillas y de las otras sólo tres.

Descartadas las quince, que sin duda pertenecían a la pareja propietaria del vehículo, las otras eran de Marlboro y de Camel, marcas ambas al extremo comunes, ubicuas y unisex.

En las alfombrillas delanteras encontró abundante barro, lo que no encajaba con los hábitos del propietario de una berlina grande, cara y seria, y mucho menos con el de su acompañante femenina que, a juzgar por las profundas huellas en el tapizado, usaba zapatos de fino tacón. De modo que podía suponerse razonablemente que el barro provenía de los fumadores de Marlboro y Camel, quienes se revelaban ahora con toda seguridad varones, probablemente de gran envergadura —a juzgar por el tamaño de las huellas— y calzados con idénticas botas de suela gruesa —lo que sugería el uso de alguna clase de uniforme.

Tomó muestras de las dos alfombrillas y las metió en unas bolsitas que sacó de algún sitio.

En la guantera no faltaba nada de lo que suele llevarse: documentación, gafas de sol, etcétera. Sólo desconcertaba la presencia de seis latas de atún que el inspector, ignorante de si quizá era costumbre entre la clase acomodada española obsequiarse con cucharaditas de pescado en conserva durante los viajes en coche, no supo si relacionar con los propietarios o con los Innombrables. En cualquier caso, les hizo unas cuantas fotos mentales a las latas y salió del habitáculo.

—Qué, Maestro, ¿ya sabe dónde tenemos que ir a buscarlos? —dijo Corrales, que ya se había acostumbrado a los alardes deductivos del inspector.

—Aaaah, no: Sakamura limpia escudilla friega suelo, ji, ji —dijo el Maestro dándose puñadas en el occipital sin que ni Corrales ni Jazmín entendieran el significado de tal gesto acompañado de risa.

El Porsche ofreció menos posibilidades a la conjetura: como había sido tomado prestado en el parquin del hotel, las botas de los Encapuchados 1 y 4 no habían dejado huellas, y tampoco habían fumado en el coche. Sí habían dejado, sin embargo, una marca olfativa clara: perfume de mujer, sin duda, y no era el que usaba Jazmín y que el inspector Sakamura conocía tan bien que se puso de color Gouda al recordarlo.

—Mmmm, sí, yo también lo he notado —dijo Jazmín, cuyo olfato no tenía mucho que envidiar al del inspector: huele exactamente a J’adore, de Chistian Dior.

—Aaaah, tú sabe mucho perfume —dijo el inspector.

—Oh: lo compré yo misma ayer tarde, junto con una monada de Victoria’s Secret que también ha desaparecido. Pero si le interesa a usted el paradero de esos Innombrables tan… poco caballeros, yo puedo decirle exactamente dónde van a estar mañana por la mañana.

—¿Dónde? —preguntó asombrado Corrales, que por mucho que olisqueaba por encima del Porsche no lograba deducir un pimiento.

—Mmmmmm, haciendo efectivo un cheque de 100.000 euros en Andorra la Vella. Estamos a unas cuatro horas en coche desde aquí, o lo que es lo mismo: a unas dos horas en Porsche.

La única persona que aquella mañana en el Hospital de La Paz hablaba euskera resultó ser una auxiliar de enfermería natural de Santurzi, y sólo a regañadientes y ante los ruegos del director del hospital, se prestó a hacer de traductora del Presidente.

En aquel momento, el convaleciente, sentado en la cama con el respaldo alzado y la mesita de comer sobrevolándole el regazo, no hablaba con nadie por que estaba masticando, de modo que la auxiliar Itziar pudo tomarse un descanso para sentarse en el sofá y abrir una revista de trasplantes de páncreas que encontró por allí.

—Joder, a zer zikinkerta ematen duten jateko ospitaletan, langileek ere zabor hau jaten duzue? (Joder, vaya mierda de comida que dan en los hospitales, ¿los empleados coméis también de esta bazofia?) —dijo el Presidente, entre bocado y bocado.

Ezta aipatu ere. Hemen, Madrilen, ikaragarria da. Hori Santurtziko ospitalean jarri, y eta jendeak aurpegira botako liguke. (No me hable, aquí en Madriz es horroroso. Eso lo pones en el hospital de Santurzi y te lo echan por los morros).

Unos nudillos golpearon la puerta, pero el médico con bata al que pertenecían, siempre en la línea de socavar la autoestima de los pacientes, no esperó a obtener permiso y abrió directamente.

—Qué tal, Paquito, te traigo una visita —le dijo al Presidente de la nación, como si lo conociera de toda la vida.

—Zer dio txepel mantaldunak? (¿Qué dice el capullo de la bata?) —le preguntó Paquito a la auxiliar Itziar.

—Bisitaria dakarrela —tradujo la auxiliar, pero no habría hecho falta porque en aquel momento, el Presidente vio que su mujer entraba en la habitación, delante de Berto y de la psicóloga.

—Ondo nago, laztana, ez kezkatu —le dijo Paquito a su mujer, retirando la mesita de comer.

La Primera Dama no supo si sonreír o no y se quedó a medio camino, mirando a la auxiliar Itziar.

—Dice que está muy bien, que no tiene usted que preocuparse —tradujo Itziar, un poco conmovida por el desconcierto de la Primera Dama.

—Hurbildu zaitez, emakumea, eta emadazu muxu bat. Ez dut hozkarik egiten… —añadió el Presidente incorporándose un poco.

La Primera Dama no entendió el gesto y volvió la vista hacia la auxiliar Itziar.

—Dice que quiere darle un beso… —tradujo. La Primera Dama dudó un momento y pareció volver a consultar con la mirada a Itziar, que a su vez miró al médico con bata, que a su vez miró a la psicóloga.

—No pasa nada, Pilar, con naturalidad —dijo esta última.

—Tranquila: dice el doctor que no es contagioso —añadió Berto, antes de darse cuenta de lo impertinente del comentario.

La Primera Dama besó a su marido, primero en las mejillas y luego en los labios, cuando él pareció reclamarlo haciendo morritos.

—¿No…, no me entiendes, Paco? —preguntó la Primera Dama, con una cara de pasmo que daba pena verla.

—Zer dio? —preguntó Paquito volviéndose a la auxiliar Itziar.

—Ulertzen ez al diozun galdetzen du —tradujo Itziar.

Así, traductora y traducido iniciaron un largo diálogo en euskera, hasta que Itziar se volvió hacia los demás, que los miraban como quien mira un partido de tenis, y trató de resumir lo hablado:

—Dice que no sabía qué contestar porque es muy fuerte decirle a tu mujer que no la entiendes, y yo le he dicho que yo sólo traduzco, que no opino, pero que si en realidad no la entiende a usted, como es el caso, se acabará usted dando cuenta enseguida, de manera que no tiene sentido mentir. Entonces él me ha dicho que vale, que le diga a usted que no la entiende, pero que de todas formas eso tiene fácil remedio.

—Euskara ikastaro batzuk har ditzakezu, eta umeek ere bai… —añadió el Presidente, mirando sonriente a su esposa.

La Primera Dama, al borde de las lágrimas, volvió a mirar a Itziar para que le tradujera lo que acababa de decir su marido:

—Dice que usted y sus hijas de ustedes podrían hacer unos cursillos de euskera…

En ese punto, la Primera Dama sintió un vahído y se desplomó redonda justo entre Berto, el médico con bata, y la psicóloga con chaleco reflectante, ninguno de los cuales tuvieron suficientes reflejos como para sujetarla a tiempo.

El doctor Cafarell tenía 54 años que parecían 62, peinaba hacia atrás su escaso aunque luengo cabello cano, llevaba gafas metálicas siempre un poco torcidas sobre la nariz de Peter Sellers, y, ocasionalmente, lucía en mitad de la corbata un lamparón espolvoreado con sal.

La sala de audiovisuales del Palau de la Generalitat estaba en penumbra para destacar las transparencias que el doctor había preparado, y, a los diez minutos de preliminares sobre la fisiología del neocórtex, el Cap deis Mossos d’Esquadra empezó a cabecear sobre sus manos enlazadas en la panza.

Poco después, el doctor Cafarell abordó una disertación sobre diferentes teorías del aprendizaje y el Conseller de Presidéncia se abandonó a una fantasía erótica que le pasó en aquel momento por la cabeza.

Al iniciar el tema del bilingüismo según las sucesivas teorías de Saussure, Hall y Weinreich, el President empezaba a bostezar, y cuando se aventuró en los rudimentos de la neuroplasticidad, la conectividad sináptica y la poda neuronal del preadolescente, hasta el médico del Futbol Club Can Fanga, que también asistía, perdió completamente el interés.

En ese punto, el President se sintió obligado a interrumpir:

—Todo esto es muy… didáctico —dijo—, pero lo que nos interesa saber con urgencia es qué hace el Reconector y por qué unos mueren cuando se les aplica y otros no.

El doctor Cafarell comprendió, resignado, que estaba tratando con un simple político:

—El Reconector no es más que un equipo de resonancia magnética —dijo, con tono aburrido—. Se conecta al paciente con unos electrodos y es capaz de representar en una pantalla la actividad de distintas zonas de su cerebro. Sabíamos, por una investigación publicada por las universidades de Harvard y Stanford, que si un sujeto ve su propia actividad cerebral representada en un diagrama de barras, es capaz de modificar esa actividad a voluntad…

—Bien, pero para qué sirve todo eso… —volvió a interrumpir el President.

—Lo que se consigue con el Reconector —aclaró el doctor— es que el propio sujeto conectado a él active precisamente el área del cerebro que nos interesa, en este caso la del lenguaje.

—Vale, hasta ahí le sigo —dijo el President—. Qué más…

—Bueno, como no podemos dotar al sujeto experimental de más neuronas, ni tampoco crear nuevas sinapsis porque sería demasiado lento y requeriría un esfuerzo por parte del sujeto, simplemente procedemos a una reconexión mediante la emisión de los oportunos impulsos eléctricos a través de los electrodos. Es decir, el sujeto no aprende realmente: lo que hace es reconectar la mitad de sus neuronas para hacerle hablar perfectamente un segundo idioma, incluidos aspectos fonéticos como la pronunciación, entonación, un determinado deje local, todo…

—Pero si se usa la misma cantidad de neuronas para hacer el doble de trabajo… —empezó a decir el President.

—En efecto, el número de neuronas y de sinapsis es siempre el mismo —completó el doctor—, así que cuanto mejor queremos que hable un idioma, peor hablará el otro. En el caso de los voluntarios del Experimento Catalonia, repartimos las conexiones neuronales al cincuenta por ciento: la mitad siguieron ocupándose de la lengua materna de los voluntarios, y la otra mitad empezaron a saber hablar catalán como si lo hubieran aprendido antes de los diez años, en la fase de superdimensionamiento neuronal…

—¿Y eso no hace que hablen mal las dos lenguas, la suya y la otra?

—No —contestó el doctor—. Con la mitad de lo que sabemos de nuestro propio idioma nos sobra para comunicarnos con normalidad. Se trata de desprenderse de lo superfluo, por ejemplo de un montón de cultismos y tecnicismos inútiles, de figuras retóricas que jamás usamos, de recursos poéticos, canciones sin interés, listas de palabras absurdamente memorizadas… Nadie echará de menos toda esa basura lingüística en el sujeto experimental. De todos modos, cabe decir que esos porcentajes se pueden programar, de tal modo que si configuráramos en el Reconector una transferencia de idiomas al ciento por ciento, el sujeto experimental dejará por completo de hablar y entender su propia lengua para, simplemente, entender y hablar otra que en adelante considerará la suya. Pero eso no era lo que a nosotros nos convenía en el Experimento Catalonia: nosotros queríamos obtener sujetos experimentales perfectamente bilingües…

El President trataba de asimilar todo aquello.

—¿Y el proceso es reversible?

—Tantas veces como se quiera. A un determinado sujeto experimental se le reconfiguró el idioma dieciocho veces en tres días.

—¿Y cómo se elige el idioma que le… reconfiguramos?

—Bueno, el Reconector puede conectarse a Internet vía WiFi, y hay un montón de páginas desde donde se puede descargar el software correspondiente a cada lengua. Como el Reconector lo inventaron los fundamentalistas musulmanes, primero sólo se encontraba el árabe, pero desde que salió el inglés cada vez hay más lenguas disponibles…

—Bien —dijo el President—, pero todo esto no resuelve el enigma de por qué cuatro de las personas sometidas a las reconexiones han aparecido muertas. ¿Cómo se explica eso?

—Eso no se explica —dijo el doctor Cafarell—: eso, a la vista de los hechos y conocido el resultado de las autopsias, podemos todo lo más aventuralo…

—Y qué hipótesis concretas aventura usted —insistió el President.

—Verá —dijo el doctor Cafarell—, cuando hablamos de lenguaje estamos hablando de un tipo de conocimiento muy especial.

—En qué sentido…

—Bien, esto quizá es meterse en filosofías, pero podríamos decir que el lenguaje es la materia de la que está hecho nuestro pensamiento. Y ese lenguaje que configura nuestro pensamiento ha sido desarrollado por una comunidad humana, por una sociedad determinada, con unos condicionantes geográficos y una peripecia histórica concreta… En el caso que nos ocupa, ¿cree usted que piensan igual una inglesa, un holandés, un alemán, un suizo y un catalán?

—No sé… —dijo el President, en espera de que se lo aclarasen.

—Para empezar, el alemán piensa en alemán, y el catalán piensa en catalán. Y como el idioma alemán contiene la experiencia, las costumbres, el talante, las creencias, los prejuicios, las virtudes, los defectos y la idiosincrasia entera de la cultura alemana, claramente distinta de la catalana, cabe suponer que el alemán piensa, y por tanto es, de otra manera que el catalán.

—Sigo sin entender por qué han muerto cuatro de los voluntarios… —dijo, sinceramente, el President.

—Bueno, quizá sea descabellado, pero… Los cuatro muertos provienen de países fríos, inclementes, ordenados y aburridos, y justamente después de haber sido sometidos al Reconector han muerto por intoxicación de endorfinas… Es como si al ver de repente el mundo a través de los ojos de un catalán hubieran muerto de felicidad. El tranquilo y cálido Mediterráneo, el clima benigno, la buena mesa, el vino y el cava, la siesta a la sombra, la bonhomía y la concordia de la gente de paz que somos…, todo eso está en nuestra lengua. Quizá hablar catalán es para el cerebro de un alemán como ponerse unas gafas que lo trasladan al paraíso…

A la parte romántica del President, que en lo más profundo de su ser siempre había creído firmemente que Cataluña era la tierra más ufana bajo la capa del sol —lo cual, siendo parte de la letra de una sardana escuchada repetidamente en la más tierna infancia, no hacía más que reafirmar las hipótesis del doctor Cafarell—, le gustó aquella explicación: Cataluña y Paraíso sonaban muy bien juntos…

—¿Pero entonces por qué no se han muerto todos los del Experimento? —preguntó su parte sensata, realista y práctica—. El doctor Benites ha tenido a Ricardinho y al resto de los voluntarios supervivientes bajo observación exhaustiva, y sus niveles de endorfinas son normales.

El médico del Futbol Club Can Fanga asintió.

—Interesante asunto… —dijo el doctor Cafarell—. Yo diría que un brasileño, igual que un caribeño, tienen una visión del mundo todavía más hedonista que un mediterráneo… En este caso el efecto puede ser inverso: ¿no han notado si desde que Ricardinho habla catalán está un poco más serio…?

—Pues… la verdad es que apenas había bailado la samba al superar con éxito el segundo chequeo —dijo el médico del Can Fanga—, y eso que él lo celebra todo bailando samba…

—Y los otros son una italiana, un marroquí y dos sudamericanos, si no recuerdo mal… —siguió el doctor Cafarell—: gentes todas ellas igualmente acostumbradas desde la infancia al buen tiempo y la ingesta de estupefacientes…

—Hay también un francés… —opuso el médico del Can Farga.

—Sí, me acuerdo de él… Pero es de la Provenza, artista y millonario de nacimiento…

—Ahora que lo dice —agregó el del Can Farga— la peruana parece que se ha hecho muy devota de la Virgen de Montsecret, y el argentino apenas escucha a Les Luthiers ni hace comentarios inteligentes…

—O sea: ¿que éstos ya no se van a morir de risa…? —preguntó el President, tratando de asegurarse.

Los seis Encapuchados, de nuevo ataviados con sus barbas de ZZ Top, salieron a tomar unos pinchos por los alrededores de la plaza Santa Ana, en el centro de Madriz. Según informó el Encapuchado nº 5, lo que procedía comer en aquella localización era cocidito madrizleño y bocata de calamares, pero en lugar de eso se encontraron con una confusa mezcolanza de pulpos gallegos, embutidos serranos, patatas riojanas, habas asturianas, arroces valencianos, pescaítos andaluces, quesos manchegos, cocochas al pilpil y pa amb tomáquet escrito de las formas más diversas. En vista de lo cual, completamente escandalizados por aquella promiscuidad, optaron por olvidarse por un momento del conflicto tibetano y entrar en un restaurante chino, donde al menos sabían a qué atenerse.

Naturalmente, en pro de la pureza étnica del ágape, los seis rechazaron los cubiertos occidentales que estaban ya dispuestos sobre las mesas.

—Oye, pues para ser el Presidente del Estado Invasor, este Paquito no parece mal tipo —dijo el Encapuchado nº 2, tratando de atrapar una bola de cerdo agridulce con los palillos, que parecían minúsculos en sus manazas de eiskolari.

—Eso después de enchufarlo al Reconector, joder: cuando hablaba español se le notaba mogollón que era un fascista opresor —dijo la Encapuchada nº 1.

—Pues a mí también me ha caído bien, la hostia —dijo nº 3, también muy afanado en perseguir bolas de cerdo por el plato—. Y muy educau, oyes…

—Bah: lo que es es un blando, de los cojones… —dijo nº 5—. A mí me intentan enchufar a una puta máquina pa’cambiarme el idioma y lío la de Dios…

—¿Sabéis qué podríamos hacer para celebrarlo? —preguntó nº 4, dirigiendo la mirada hacia nº 6.

—Qué.

—Pues en vez de salir para Andorra mañana temprano, podríamos pasar esta noche allí, en uno de esos hoteles con saunas y jacuzzis… Cenamos como puercos capitalistas, mañana nos desayunamos en albornoz en la piscina, vamos a cobrar el cheque, pagamos el hotel y salimos hacia Iparralde relajaditos…

—Pues no es mala idea —terció nº 5—, con 100.000 euros de presupuesto revolucionario…

En unos segundos, todos miraban al nº 6 con cara de niño —barbudo— la mañana de Reyes.

—La verdad es que nos lo merecemos, qué hostias —dijo el cerebro—. ¿Cuánto tiempo se tarda hasta allí en coche?

—Siete horas y seis minutos desde el centro de Madriz hasta el centro de Andorra la Vella —informó nº 5, que ya había consultado el Google Maps en su portátil—. Contando una hora más para tomar prestado el vehículo adecuado y cargar el Reconector, podemos estar allí al anochecer.

—Yo me pido suite con televisión de plasma y cama de metro cincuenta para mí sola —dijo la Encapuchada nº 1, mirando desdeñosa a nº 4.

Corrales, que pasó por casa para prepararse un somero equipaje, apareció de regreso en el hotel Marina Brava con un nuevo sartenazo en la frente, muy cercano al primero.

Sin embargo, llamaba más la atención la indumentaria que había improvisado para la excursión andorrana con Jazmín y el inspector. Sin duda estaba inspirada en la de John Travolta en Fiebre del sábado noche, prototipo de elegancia aguerrida y varonil en los tiempos mozos de Corrales. La camisa, negra y de generosa solapa, parecía una talla más pequeña de lo estrictamente imprescindible, y se abría ampliamente sobre el pecho para mostrar un crucifijo de oro y, poco más abajo, una reunión de pelillos negros sobre la piel de color calamar. Los pantalones marfil, de talle alto, sin pinzas ni cinturillas, hacían lo que podían para no reventar por las costuras, a pesar de lo cual quedaban vacíos por la parte trasera, de cuyos bolsillos asomaban una cartera negra, un peine de concha y el paquete de Ducados. Las gafas eran las mismas que le servían en su papel de agente del FBI, pero algo en la gomina con que se había peinado hacia atrás le daba otro aire, quizá el de un Elvis Presley patilludo y decadente. El perfume con el que se había rociado generosamente era Prime Minister del año 1978 —lo había encontrado cuando hurgaba en su petate de la mili en busca de la gomina—, y su equipaje de mano consistía en una bolsa de deporte blanca con llamativas asas rojigualdas y un enorme escudo del Real Madriz.

El inspector vestía su habitual guayabera blanca y portaba un maletín negro en el que había metido varios juegos de esposas y su sable imaginario.

Jazmín se había decidido por enfundarse un simple Chanel de dos piezas con bolso a juego.

—Qué, ¿conduzco yo? —se ofreció Corrales en el parquin, cuando se aproximaban ya a la pobre Porsche de morritos aplastados.

—Mmmm: ¿cuántos puntos le quedan en el carnet? —preguntó Jazmín.

—Ocho: me quitaron cuatro porque los chavales que me hicieron soplar no sabían con quién estaban tratando…

—Oh: no creo que con sólo ocho puntos podamos llegar a Andorra la Vella en menos de tres horas. Los límites de velocidad son tan tan bajos.

De modo que el inspector —que seguía siendo el más japonés— se sentó en el hueco del perro, Jazmín al volante y Corrales a su lado.

Dos horas y media después —y unos treinta y cinco puntos de carnet que nadie podía quitarle a la Agente 69 porque su permiso de conducir era, no sólo andorrano, sino también falso— llegaban a la frontera española con el país de los Pirineos. Corrales, que ni en las montañas rusas había experimentado fuerzas G de tal magnitud, llegó con las piernas temblando, los pelos engominados apuntando en direcciones sumamente sorprendentes, y exhausto por la tensión de agarrarse al asidero de la puerta y empujar con los pies sobre la alfombrilla.

El inspector, acostumbrado a las emociones fuertes que procuraba el zen, llegó sonriente y con la cabeza llena de fotografías mentales —meramente turísticas— que le había sacado al Cadí y los bonitos valles de la Cerdaña.

Y Jazmin, a la que la velocidad le producia una sensación muy próxima a la voluptuosidad sexual, se relajó al incorporarse al tráfico lento de Sant Juliá de Loira para encender un cigarrillo y aspirar profundamente su delicioso humo.

Por lo demás, la probabilidad estadística de lluvia en Andorra en ese día concreto del mes de julio era sólo del 1,6 por ciento, pero como la capota de la pobre Porsche no podía cerrarse, Murphy se encargó de que empezara a lloviznar justo cuando entraban en Andorra la Vella.

A fin de ir poniendo en orden los asuntos de Estado, el Presidente en funciones Berto había convocado a la Ministra de Sanidad y el Ministro de Economía —los únicos que no tenían viajes oficiales o inauguraciones aquella tarde— en la habitación del Hospital de La Paz donde seguía ingresado el Presidente Paquito.

Ez dakit nortzuk diren, ezta non dauden ere, baina jakingo banu ere, ez nizueke esango —dijo el Presidente, mientras degustaba unos montaditos que había conseguido que le trajeran del bar bajo amenaza de abrirle un expediente al director.

—Dice que no sabe nada de los Innombrables pero aunque lo supiera tampoco lo diría —tradujo la auxiliar de enfermería Itziar, ya al borde de caer dormida en la butaca de las visitas.

—Coño, Paquito, que te han secuestrao… —opuso Berto.

Bahitu egin zaituztela kontuan izan beharko zenukeela dio —tradujo Itziar, que después escuchó la respuesta del Presidente y por último la vertió al castellano:

—Dice que eran patriotas vascos y no tenían más remedio que actuar como lo hicieron.

—A ver si va a tener un sindromazo de Estocolmo… —intervino la Ministra de Sanidad sin dirigirse a nadie en concreto.

—Zer esan du? —preguntó el Presidente.

—Stockholmeko sindromea duzula… —aclaró Itziar, antes de enredarse otra vez en un largo diálogo en euskera.

Finalmente tradujo:

—Ehhh, dice que no tiene ningún síndrome, que quiere hablar con un tal Satrústegui y que es lamentable que las enfermeras se vean obligadas a hacer horas extras contra su voluntad.

—¿Satrústegui el gordo? —preguntó Berto.

—Satrústegui tipo lodia? —tradujo Itziar.

Ez izan lotsagabea: Euskadiko Lehendakaria da —dijo el Presidente muy serio, dejando por un momento de masticar montadito de atún.

—Dice que más respeto, que es el Lehendakari —tradujo Itziar.

—¿Y para qué quieres hablar con él precisamente ahora, con la de problemas que tenemos? —preguntó Berto.

—Lod… Satrustegirekin zertarako hitz egin nahi duzun jakin nahi du —tradujo Itziar. Autodeterminazio emeferenduma berehala antolatu beharko genukeela uste dut. Euskal Herriak denbora luzeegia darama gure arretaren zain —dijo el Presidente, y tradujo Itziar:

—Dice que hay que organizar enseguida el referéndum de autodeterminación porque el pueblo vasco lleva demasiado tiempo esperando; y también que es increíble lo bajos que son los sueldos de las auxiliares de enfermería.

Los ministros intercambiaron miradas de inteligencia: indudablemente, el Presidente Paquito no estaba en sus cabales.

—Mira, Paquito, tú no estás bien, lo que necesitas son unos días de reposo, y no quiero que te preocupes de nada hasta que te mejores.

Ez zaudela burutik ondo eta atsedena behar duzula dio —tradujo Itziar, con un bostezo final.

—Galdetu euskaraz hitz egitea buruko gaitza dela iruditzen zaion. Hala bada muturrekoa eman beharko diot… —dijo el Presidente.

—Dice que deberían pagarles a las enfermeras al menos un plus por conocimiento de idiomas, y que si vuelve usted a insinuar que hablar euskera es una tara mental, le va a dar un puñetazo en las narices —tradujo Itziar.

Los ministros dieron un pequeño pero perceptible respingo.

—A mí no me miren —se exculpó Itziar—, yo sólo traduzco…

—Eso no te lo voy a tener en cuenta, Paquito, porque estás como estás: sólo te recordaré que estudiamos juntos en los salesianos de Palencia… —dijo Berto, visiblemente dolido.

El lamento fue traducido y el Presidente Paquito habló entonces bastante rato, de tal modo que Itziar fue traduciendo cada tanto:

—Dice que los patriotas vascos pueden permitirse el lujo de nacer en Palencia, en Cincinatti, o donde les dé el dolor a sus madres…

»Y exige le sea restituida de inmediato su autoridad de Presidente del Estado español, en virtud de la cual les ordena:

»Primero, que lo pongan en comunicación telefónica inmediata con el Lehendakari Satrústegui.

»Segundo, que pidan audiencia a la Reina Eusebia, a ser posible para esta misma tarde.

»Tercero, que convoquen una rueda de prensa para mañana a las ocho en la que comparecerá el Presidente…

»Y cuarto, que suban el sueldo un 20 por ciento a las enfermeras auxiliares que se vean obligadas a hacer trabajos de traducción fuera de turno.

Cuando unos minutos después los ministros salieron de la habitación estaban bastante más preocupados que al entrar.

—Si es que no es él —dijo la Ministra de Sanidad—: hasta le ha cambiado la mirada…

—Al final vamos a tener que recurrir a lo del viaje a Laponia: la primera idea es la que vale —dijo Berto, casi para sí mismo.

—Pues yo creo que esta enfermera nos ha metido morcillas en la traducción —dijo Pachorra del Cuajo—. A lo mejor con otro traductor el caso no parecería tan grave…

Después de la reunión con el doctor Cafarell, el President, el Conseller y el Cap dels Mossos se reunieron esta vez con un experto en cultura japonesa al que le había sido encomendado descifrar los ideogramas que el inspector Sakamura había enviado por fax al comisario FréreJacques y que, desde la comisaría de Calabella, les habían sido remitidos también al Cap dels Mossos.

—Muy buenos haiku —dijo el experto, echándole una mirada a lo que a los otros les parecían dibujitos incomprensibles.

—¿Haiku? —preguntó el President.

—Poesía japonesa zen. Poemas de sólo tres versos. Son de gran dificultad precisamente por ser espontáneos, muy poco trabajados y sin embargo exquisitos en su ejecución, exactamente como un paisaje pintado a tinta…

—Tendría usted la bondad de traducírnoslos…

—Bueno, es difícil. Las palabras japonesas tienen significados complejos, y además aquí se usan términos arcaicos derivados del chino…

El President sonrió todo lo que pudo y dijo:

—Por favor, inténtelo.

—No sé si soy lo bastante bueno —opuso todavía el experto, que aunque era natural de Riudellots de la Selva había estudiado literatura en la universidad de Tokio y se había contagiado un poco de la pegajosa modestia nipona.

—No importa —insitió el President, a punto de dejar ya de sonreír—, aunque sea una traducción aproximada, nos hacemos cargo de la dificultad…

El experto consideró conveniente no hacerse más de rogar y, gestualizando con elegantes movimientos de brazos y manos, declamó:

—La nube flota.

»La grulla levanta el vuelo.

»El río discurre en su cauce.

El President y los otros dos se miraron durante unos segundos en silencio.

—¿Qué significa? —preguntó finalmente el President.

—Quizá es un koan… La nube flota, pero en japonés podría significar también «la nube está ahí desde siempre», o «la nube permanece». El río discurre en su cauce, pero se usa la marca ideográfica correspondiente a tao, que significa también «el camino», «aquello de lo que no puede uno desviarse», o también la forma, el método, la manera precisa de hacer las cosas para llegar a un fin determinado… En cualquier caso, el efecto en japonés es de gran belleza y armonía, y, si les interesa mi humilde opinión, yo diría que este primer poema es sólo una introducción: algo así como nuestro «Érase una vez…», aunque más bien dice algo como «Todo estaba tranquilo cuando…».

—Joder, qué complicados son estos japos —dijo el Conseller.

—En realidad, si hablamos de zen, es justo lo contrario de complicado, por eso mismo es tan difícil de interpretar en su sentido exacto… —puntualizó el experto.

—¿Y hay muchos de ésos? —preguntó el President, que veía cuatro largas listas de ideogramas dispuestos en vertical pero no sabía a cuantos haiku podían corresponder.

—Mmmm, unos veinte —dijo el experto.

—¿Todos igual de… poéticos que éste?

—Pues…, a ver, le leo otro de por en medio, al azar…:

»Las gacelas abatidas guardan silencio.

»La lluvia cae sobre el bosque.

»La cosecha de arroz ha sido abundante.

—Este tío tiene que ser tonto —dijo el Cap dels Mossos.

—O tan listo que sabía que íbamos a interceptar su mensaje —dijo el President, y luego al experto—: Haga lo que pueda con la traducción y cuando la tenga completa me la hace llegar a mi despacho con un bedel.