Tres

Como la Ministra de Igualdad se hallaba de viaje oficial para afearles a unos ayatolás que no otorgaran a sus mujeres la libertad de convertirse en objetos sexuales al estilo cristiano, el Presidente se vio obligado a inaugurar él mismo un Museo del Vino en el Campo de Borja, provincia de Zaragoza.

Terminado el acto, el Presidente, ya un poco mareado, se dejó conducir hasta el Mesón de la Dolores, sito en la hospitalaria localidad de Calatayud, cuyo comedor se hallaba rebosante de los más altos cargos del Partido Socialista de la Pilarica, todos ellos impacientes por darle cariñosos papirotazos al mandamás nacional de la coalición y sacarse numerosos retratos «con flas» que inmortalizaran el evento. Cuando al fin los ochenta y pico comensales se sentaron a la enorme mesa dispuesta para el encuentro, varios camareros con fajín y cachirulo sirvieron descomunales raciones de migas tropezadas con abundante colesterol del malo, y el Presidente no se atrevió a rechazarlas a pesar de la dieta estricta que estaba siguiendo a causa de sus problemas con las transaminasas. De modo que pasó varios minutos escarbando tímidamente en el plato mientras el Presidente de Aragón —Nicolás para los amigos, sentado a su diestra— le detallaba su nuevo proyecto para explotar el indudable potencial turístico de los Monegros, cosa que hizo sin necesidad de dejar de comer migas y alzando la voz sobre las alegres jotas de picadillo que propalaban los altavoces. Se trataba, someramente explicado, de construir un río navegable desde Bujaraloz a Fraga, así como sus correspondientes puentes de Calatrava, un parque temático de Rafael Moneo dedicado a cada época de Goya —antes y después de la sordera—, varios campos de petanca in door de Frank Gehry, y un aeropuerto transcontinental de Norman Foster para facilitar el acceso del turismo asiático y norteamericano. Todo ello, naturalmente, doblemente rotulado en habla castellana y fabla aragonesa, para no ser tenidos en menos que los vecinos ricos.

Afortunadamente, para cuando el Presidente Nicolás iniciaba el tema de la financiación estatal que precisaría un proyecto de tal envergadura, al Presidente Paquito empezó a sonarle el móvil de las llamadas importantes:

Saliste a la arena del Night Club…

De modo que se disculpó ante el Presidente Nicolás y se levantó de la mesa para ir a hurgarse la nariz mientras contestaba la llamada en un rincón discreto del comedor.

«Alberto», decía la pantalla.

—Berto… ¿alguna novedad de los catalanes? —preguntó instintivamente el Presidente.

—No exactamente… —contestó el Ministro de Interior—. Aunque tampoco lo descarto. Se trata de los Innombrables…

El Presidente se sobresaltó visiblemente:

—Qué pasa… Hazme el favor de tenerme vigilados los Ministerios, a ver si nos la van a liar otra vez con los chicles…

—Tranquilo: esta vez han enviado a una célula activa a Cataluña. Los teníamos vigilados desde hacía semanas, para que luego te quejes de que no manejamos información de primera… Son seis individuos, cinco hombres y una mujer vestida de tío; generalmente se reúnen a conspirar en tabernas de las suyas, pero esta madrugada se han encontrado en la terminal de autobuses de Bilbao disfrazados con barbas postizas. Luego se han subido a un coche de línea directo a Barcelona, allí han robado una furgoneta grande, y han salido conduciendo por la AP7 en dirección Gerona… A partir de ese punto sólo los hemos podido controlar con las cámaras de Tráfico; la última imagen es de un peaje que da salida a la Costa Brava…

—Bueno, y dónde están ahora…

—Pues no sé: por allí arriba, en el Ampurdán…

—¿Cómo por allí arriba?, ¿no los habéis seguido?

—Joder, Paquito, en Barcelona siempre hay algún Nacional trabajando en algo, pero más arriba ya no tenemos policía permanente…

—¿Y no podríamos haber enviado a alguien del Ministerio?, tenemos una brigada entera dedicada a eso…

—Si tuviéramos que enviar a alguien detrás de todos los Innombrables que se desplazan íbamos a necesitar ocho brigadas… Lo mismo se han ido a la Costa Brava de vacaciones.

—¿Los seis miembros de un comando juntos, en una furgoneta robada, disfrazados con barbas postizas…?

—Vale, sería raro, pero por algo te estoy llamando, ¿no?

El Presidente, nervioso, catapultó con los dedos la pelotilla que había estado redondeando mientras hablaba. Por un lado algo tramaban los catalanes; por otro los vascos sabían de qué iba; y, justamente en ese momento, un comando de Innombrables se internaba por primera vez en la provincia de Gerona… ¿Podía ser casualidad?

Podía serlo, desde luego, pero algo le decía al Presidente que valía la pena seguir la pista, por inconsistente que fuera.

—Si enviamos ahora a alguien desde Madriz perderemos unas horas preciosas… —dijo—. ¿No tenemos por allí a nadie que nos pueda mantener informados?

—Psss… Como no avisemos a la Guardia Civil de Aduanas que está en los puertos: desde el último traspaso de competencias son los únicos que nos quedan… El otro día ya mandamos a uno para que acompañara a un japonés de la Interpol…

—¿Un japonés de la Interpol?

—Sí: un tal comisario FréreJacques llamó al Ministerio desde Lyon y los atendió mi secretario. Se ve que esta semana pasada han aparecido tres muertos extranjeros en no sé qué pueblo de la costa; uno de ellos era un traductor holandés de la Interpol que se murió de risa, el otro un accionista importante del grupo Volkswagen, también muerto de risa, y luego una inglesa que teníamos fichada por tráfico de hachís…

El Presidente se colapsó por un momento:

—Berto, coño, no me líes… Vamos a centrarnos un poco en lo que estamos…

Corrales y el inspector Sakamura fueron recibidos en la escalerilla del yate alemán por el personal de a bordo, en concreto un tipo con gorra, camisa engalonada, calzones cortos, zapatos acordonados y calcetines, todo ello en blanco nuclear. A requerimiento de Corrales, usó el transmisor que llevaba en la cinturilla para comunicarse con alguien en su idioma y, tras unos minutos de espera a pleno sol, recibió respuesta y les pidió a los visitantes que lo acompañaran.

La viuda del capitoste de la Volkswagen los recibió en la misma cubierta de popa en la que había aparecido el cadáver sobre la tumbona. Vestía un pareo sobre el bikini y aparentaba tener menos de treinta años, aproximadamente la mitad que su difunto cetáceo.

—Buenas —dijo Corrales, que sudaba copiosamente y no estaba de humor para hacer imitaciones del FBI—, aquí el inspector Sakamura que s’ha empeñao en molestarla a estas horas…

—Entschuldigung —contestó la viuda en pareo—, Ich spreche nicht Spanisch.

—La jodimos, Maestro —dijo Corrales—, ésta namás habla extranjero. Y es extranjero de lejos porque no se le entiende nada. Mejor nos vamos a echar la siesta y volvemos mañana con un traductor…

El inspector Sakamura, que una vez había tenido acceso al libro de instrucciones de una taladradora Bosch, saludó en gasso y se aventuró a comunicarse sin la mediación de Corrales:

Eine Frage Allein: Ehemann studieren Catalan Sprache auf Leher Schule? (Una cosa sola: ¿su marido estudia catalán en escuela profesor Calabella?) —preguntó, tratando de confirmar sus sospechas.

Dado que el librito de instrucciones de una taladradora siempre es bastante más breve que el de un televisor de pantalla plana, el alemán del inspector era incluso peor que su español; pero la viuda logró captar el significado básico de la pregunta.

—Ja, ja —contestó.

—Aaaah —exclamó el inspector, haciendo que sus ojos fueran, por un momento, casi visibles—. Welcher Schule? (¿En qué escuela?)

La viuda no tenía ni idea. Pidió que la esperaran unos momentos y desapareció hacia el interior del barco.

Poco después volvió con una tarjeta que le tendió al inspector Sakamura.

«Académia d’Idiomes Costa Brava —decía la tarjeta—. Anglés, alemany, italiá, francés. Catalá intensiu pera estrangers».

Debajo, en letra pequeña, venía un teléfono y una dirección:

«Carrer de la Gallineta, nº 28, 180796 Calabella (Girona)».

A la hora de los telediarios, el President de la Generalitat pulsó el botón correspondiente a la emisora pública catalana, afecta al Govern de la Generalitat hasta el punto de que sus locutores jamás pronunciaban la palabra «chotis» sino que, sistemáticamente, la sustituían por el eufemismo «baile tradicional de la capital administrativa del Estado español».

Coincidiendo con la sección de deportes, los estudios centrales de la emisora conectaron en directo con la sala de prensa del Fútbol Club Can Fanga, donde todo estaba dispuesto para que Ricardinho Betancourt, flamante fichaje del equipo, respondiese a las preguntas de los periodistas y expresara lo feliz que se sentía, a poder ser, sin mencionar en ningún momento que iba a ganar el triple que en su anterior equipo.

La primera pregunta se la formuló un avispado periodista de La Vanguardia:

—¿Qué ha sentido Ricardinho al ponerse por primera vez una camiseta blaugrana con su nombre escrito a la espalda?, ¿se considera ya un poco canfangarí?

La pregunta parecía inocente y tópica pero, al contener la expresión canfangarí, distinta de canfangarés, que era el gentilicio correcto de Can Fanga, ponía a prueba el conocimiento de la idiosincrasia del equipo que tenía el crack brasileño, extremo sobre el que los socios canfangarins eran especialmente susceptibles.

—Ben, eu soi muito contento de iogar en el Can Fanga, e prometo trabajarr muito perr marrcarr goles, eu soi seguro que eu voi a celebrrarr bailando muita samba con a galera —contestó Ricardinho, superando la prueba sin problemas en su carioca españolizado.

Mientras tanto, varios caricaturistas de los principales periódicos esbozaban en sus cuadernos unas orejas de soplillo asomando a través del peinado de inspiración africana que lucía el jugador, y otros tantos caricatos de la televisión buscaban amaneramientos gestuales y de dicción que les sirvieran para componer sus hilarantes imitaciones.

Otro periodista, esta vez del As, se saltó desconsideradamente el turno para preguntar con mucho retintín si Ricardinho creía posible ganar algún título en la próxima temporada o pensaban seguir dejando que el Real Madriz acaparara, como de costumbre —añadió con lacerante malicia—, los trofeos importantes.

—Eu soi muito segurr de ganarr muitas copas este año, e eu sé que Rreal Madrrit e un equipo muito potente, mais eu voi a tenerr muita consentra jao e eu voi a ganarr muita gloria porr eu meu equipo —fue la respuesta del crack, que ya puso a los caricatos alerta sobre la gran cantidad de veces que pronunciaba la palabra «muito». Bastaría embadurnarse la cara con maquillaje oscuro, encasquetarse una peluca con trencitas y decir tres veces «muito» en cada frase para tener una imitación perfecta del nuevo delantero centro.

En el resto de la comparecencia, se sucedieron varias preguntas y respuestas bastante anodinas, hasta que un periodista del Avui se levantó y, después de carraspear y probar el micro repetidamente para llamar la antención de toda la sala, con voz alta y clara, preguntó:

—Senyor Ricardinho, podría dirnos si és vosté conscient de que el Futbol Club Can Fanga es mes que un club, la qual cosa vol dir que representa per a nosaltres, els catalans, un simbol de la lluita per assolir el ple reconeixement de la nostra identiat nacional… (Señor Ricardinho, ¿podría decirnos si es usted consciente de que el Futbol Club Can Fanga es más que un club, lo cual quiere decir que representa para nosotros, los catalanes, un símbolo de la lucha para conseguir el pleno reconocimiento de nuestra identidad nacional…?)

De pronto se hizo el silencio en la sala de prensa. El representante del jugador, un ex manager de boxeo que se había hecho inmensamente rico a resultas de especializarse en cazar brasileños para el Can Fanga, estaba a punto de traducir la pregunta a un castellano ligeramente abrasileñado cuando Ricardinho Betancourt, con marcado acento gerundense, concretamente de entre La Bisbal y Cassá de la Selva, se adelantó para contestar:

Bé: no cal dirho, oi altrament no gosaria d’ésser portador dels colors canfangarins a la samarreta… Tanmateix, a fi i efecte de deixar ben galesa la meva fer vent adscripció a la justa causa catalanista, us voldria manifestar que faré tant com pugui per tal de donar a conéixer la cultura i els fets diferencials d’questa terra que avui m’acull amb tanta generositat. Així doncs. visca el Can Fanga i visca Catalunya! (Ni qué decir tiene, ¿verdad? De otro modo no me atrevería a ser portador de los colores canfangarins en la camiseta… En cualquier caso, a fin de dejar constancia de mi ferviente adscripción a la justa causa catalanista, os quiero manifestar que haré lo que esté en mi mano para dar a conocer la cultura y los rasgos diferenciales de esta tierra que hoy me acoge con tanta generosidad. Así pues: ¡viva el Can Fanga y viva Cataluña!)

Y terminó alzando un puño por encima de sus trencitas negro azabache. La reacción ante tamaño alegato no fue inmediata, pero poco a poco creció un rumor sordo en la sala de prensa.

La mayor parte de los periodistas extranjeros y españoles no supieron ni qué había dicho Ricardinho ni en qué idioma lo había dicho, aunque desde luego no les había sonado ni a medio brasileño.

Los representantes de la prensa catalana se miraban unos a otros con estupor y, aunque sí habían entendido las palabras, lo mismo hacían gestos de incomprensión.

Sólo el periodista del Avui que había hecho la pregunta y, en el centro de la mesa ponente, Josep Maria Finestrals i Capcusí, conocido financiero y presidente del club, sonreían de oreja a oreja ante el desconcierto general.

Y a pocos kilómetros de allí, ante la pantalla de su televisor, el President de la Generalitat dejó derramar gran parte de la cucharada de vichisuá que estaba a punto de llevarse a la boca. Acto seguido se le cayó la cuchara misma en el centro del plato y, por último, se le escapó una larga y sonora ráfaga de gas intestinal: prrrrrrrrrrp.

El cuarto cadáver fue el de un suizo ginebrino, y apareció sonriendo aquella misma tarde en Calabella, sentado en un Volkswagen Escarabajo que se quedó al ralentí en un semáforo de la avenida.

El caos circulatorio que se organizó con el taponamiento del semáforo, la llegada de varios coches patrulla cuando los otros conductores vieron que el suizo no se movía por mucho que se le insultara en todos los idiomas de la Confederación Helvética, la ambulancia que apareció poco después con todas sus sirenas aullando, el inspector de los Mossos que llegó en coche, los fotógrafos y analistas de la brigada científica en su furgoneta, y por último el juez de guardia que tuvo que acudir a levantar el cadáver en su propia Vespino para sortear el colapso, paralizó durante más de dos horas la zona comercial cercana a la playa.

Sin embargo, el inspector Sakamura y el cabo Corrales, que se hallaban en ese momento perdidos en la maraña de callejas en cuesta del casco antiguo, no tuvieron noticia inmediata del hecho. Ambos andaban buscando la dirección de la escuela de idiomas a la que había asistido el alemán del yate y, previsiblemente, también la inglesa y el holandés.

Resultó que el Carrer de la Gallineta empezaba su incomprensible numeración en el 7, continuaba hasta el 1, allí saltaba alla y seguía con pares hasta el 26; mientras que, en la acera de enfrente, empezaba con el 2 y se detenía en ello, justo donde tanto pares como impares quedaban interrumpidos por la verja de un viejo cementerio, cerrada con cadena y candado.

—Maestro, como no aparezca pronto el 28 voy a potar los chipirones aquí mismo, delante de to’s los difuntos —advirtió Corrales, mientras se secaba el sudor que le escocía en los ojos.

Finalmente, a fuerza de callejear, se dieron cuenta de que la calle Gallineta seguía más allá de la iglesia aneja al cementerio y, desde el otro lado, quedaba muy cerca de la calle Mayor. Allí, para desesperación de carteros, estaba el número 28, justo entre el 26 y el 15, pero todo lo que encontraron bajo el número fue un rótulo sobre la persiana cerrada —Académia d’Idiomes Costa Brava— y un cartel pegado con cinta adhesiva en el quicio: Horari d’estiu, de 9 a 13 h. (Horario de verano: de 9 a 13 h)

—Lo ve usté, Maestro: en el Japón porque queda apartao y el sol pilla de rasqui, pero en España, que estamos en tol medio del mapamundi, a la hora de la siesta no se mueve ni el reloj del campanario. Y menos por aquí arriba, que ya es Mediterráneo tropical y hace un bochorno que se caga la perra…

—Aaaah, sí: mucha siesta española… —dijo el inspector, contrariado por el horario de la academia—. Yo busca teléfono inglesa holandés —añadió, dándose la vuelta y apresurándose camino al hotel, donde guardaba los informes facilitados por los Mossos.

—Joder, Maestro, ¿Usté no suda?, porque a mí la fruta de bola se me habría evaporao ya entera…

Pero el inspector, a pesar de sus cortos pasos, se hallaba ya a varios metros calle abajo y a Corrales no le quedó más remedio que dejarse caer tras él. Estaban ya en la avenida, muy cerca del hotel, cuando encontraron el monumental atasco que había producido el muerto suizo en su Escarabajo, aunque el núcleo del colapso no llegaba a verse desde allí. En cualquier caso, Corrales divisó algo más adelante en la acera que le hizo olvidar cualquier consideración acerca del tráfico:

—La madre que me parió: menuda real hembra tenemos justo en la puerta del hotel —le dijo al inspector, pero sólo a medida que se acercaban comprendió que tendría que hacer gala de su verbo más florido para homenajear a un ejemplar como aquél. Llegaron a tan sólo unos pasos y Corrales, estupefacto, todavía no había ensalivado nada apropiado; sin embargo, resultó que aquella conjunción inaudita de todas las virtudes de Afrodita se dirigió directamente a él:

—Mmmm, podría usted hacerme un favor, caballero —dijo la voz más ronroneante y sensual que Corrales había oído desde que aquella jamona rubia y tetuda le cantó el cumpleaños feliz a aquel tío cabezón con corbata.

—Yo a usted le hacía hasta los deberes, señorita —contestó con su mejor dicción y recibiendo la mano que se le tendía para ser besada—. Se presenta el cabo Corrales de la Guardia Civil: comunique usted sin demora en qué puede servirla este cuerpo benemérito que se pone a sus pies…

—Oh: es usted tan tan atento… Mi nombre es Jazmín —en aquellos labios rojos y pletóricos de colágeno sonó algo así como yashmín—. Me temo que tengo un pequeño problema con mi automóvil…

—Pues está usted a salvo, señorita, ha encontrado a las personas adecuadas. Aquí le presento al inspector Sakamura, de la Interpol.

—Encantada —dijo simplemente Jazmín, sin dejar de mirar a Corrales.

El inspector saludó respetuosamente en gasso y Corrales, con gran satisfacción, comprendió que esta vez le tocaba a él tomar definitivamente la iniciativa:

—¿Se trata tal vez de alguna avería?, con mucho gusto trataremos de ponerle remedio a la mayor brevedad…

—Oh, no: nada de eso… Es que las mujeres somos tan tan torpes aparcando…, y lamentablemente me veo obligada a viajar sin la compañía de ningún caballero… Temo que he quedado demasiado cerca de esas… horribles columnas, y ahora, simplemente, no sé cómo salir de la plaza… Oh: pensará usted que soy tan tan torpe…

—Señorita: la belleza se hizo para ser contemplada, no para aparcar coches… Dígame usted dónde tiene el vehículo y con mucho gusto se lo saco; y si más tarde necesita usted que se lo meta, me tiene igualmente a su servicio…

Ante semejante ofrecimiento, Jazmín creyó llegado el momento de mojarse los labios:

—Mmmm, ¿lo dice de verdad?, oh: es usted tan tan amable… Está justo aquí, en el parquin del hotel… siempre después de usted —dijo Corrales, lo que le daba oportunidad de calibrar la portentosa parte trasera de la Agente 69; tan portentosa que, mientras bajaban las escaleras, llamó la atención incluso del inspector Sakamura:

—Ah, ji, ji: mucha mujer española —le dijo discretamente a Corrales, siempre con las manos a la espalda.

El President de la Generalitat no pudo terminar la vichisuás: apenas la cadena desconectó el directo con la sala de prensa del Futbol Club Can Fanga, saltó en busca de su teléfono móvil y marcó el número del Conseller de Presidéncia:

—¿Tú has visto lo mismo que yo? —preguntó directamente.

—¿Quieres decir lo del Ricardinho? —dijo el Conseller, que naturalmente también veía la cadena pública catalana.

—Dime que no tiene nada que ver con el Experimento Catalonia: dime que Ricardinho es nieto de un payés de Vic emigrado a Brasil y que de pequeño le enseñó a hablar en catalán su abuelo…

—Pues…, precisamente te iba a llamar porque me acaban de dar la lista de los voluntarios del Experimento…

—Vale: entonces ahora sólo dime que el Ricardinho no aparece, ¿verdad que no?

—Bueno, literalmente no porque lo de Ricardinho debe de ser un diminutivo… El que sí aparece es un tal Ricardo Betancourt, futbolista…

—La madre que os matriculó… ¿A quién se le ocurrió semejante disparate…?

—Bueno… Había que meter de todo un poco, y Finestralls se empeñó…

El tono del President de la Generalitat era ya de franca voz en grito:

—Y quién cony es el President del Can Fanga para decidir a quién se mete en un asunto de estas características: aquí el único President que vale soy yo…

—Hombre, pensamos que podía ser un buen golpe de efecto: un crack de fama mundial que hablara catalán…

—¿Golpe de efecto?, y si se nos muere de felicidad como los otros tres qué pasa…

—Cuatro…

—¿Cómo cuatro?

El Conseller informó de las novedades con extrema delicadeza:

—Verás, es que me acaba de llamar el Cap dels Mossos… Dice que han encontrado a un suizo muerto en un semáforo de Calabella. Henri Distel, relojero: también está en la lista…

—Mare de Déu —clamó el President—. O sea, que sólo quedan seis…

—Pues, si no fallan las cuentas… Te leo los nombres de los que todavía no han palmao… Abdalá Hussain, marroquí, pescador en Calabella; Alejandro Sanz…, uy…, ah, no…, menos mal: tranquilo que no es el cantante porque éste es argentino y trabaja en un cybercafé; luego está Isabela Morales, peruana, hace limpiezas en casas particulares; Fabritzia Fiorella, italiana, camarera en una pizzería; Alain Montnoire, francés, pintor, pero no pone si de brocha gorda o fina; y luego el Ricardo Betancourt, futbolista. Todos residen o veranean en Calabella menos éste, que lo llevaron ex profeso para el Experimento.

—Pues que Dios los pille confesados; y a nosotros lo mismo… De momento quiero que los localicéis discretamente y los mantengáis bajo vigilancia, pero sin que se enteren, ¿estamos? Y reza porque la Agente 69 haga bien su trabajo, porque si no ya puedes ir recogiendo los bártulos para irnos a la oposición.

—Mmmm, ha sido usted tan tan amable —dijo Jazmín, a punto de montarse en su descapotado Porsche blanco después de que Corrales lo sacara de la plaza, no sin antes rayarle un paso de rueda trasero contra la columna.

—Todavía no le tengo pillada la medida a la trasera, pero ya verá qué pronto me hago con ella…

Corrales mantuvo la puerta del conductor abierta en espera de que Jazmín se acomodara en el asiento con las dificultades derivadas de vestir un Dolce&Gabanna tan corto y ajustado, precisamente del mismo blanco magnolia que el descapotable. Una vez observada la maniobra desde su posición de privilegio, Corrales cerró delicadamente la portezuela y, ahora a vista de pájaro sobre el generoso escote, le tendió a Jazmín una de las tarjetas de visita que se había mandado imprimir en letra inglesa hacía más de veinte años:

Rafael Corrales

Control de Aduanas

—No pierda mi número —dijo.

—Mmmm, ¿de verdad puedo llamarlo más tarde si le necesito para aparcar? —dijo Jazmín, alzando la grupa para alcanzar a meter la tarjeta en la guantera y, de paso, dejar constancia de la turgencia de sus nalgas.

—Señorita: mi aparato ya está impaciente por recibir su llamada.

—Oh: es usted tan tan solícito… Les veré entonces más tarde —dijo la Agente 69 mirando sólo un momento al inspector y dejando caer los párpados vertiginosamente.

Cuando los 300 caballos blancos del Porsche relincharon subiendo la cuesta hacia la calle, tanto Corrales como el inspector Sakamura se quedaron unos segundos observando su trasera con matrícula andorrana.

—Buá: le he visto toa la blonda de las bragas…

—Una cosa sola: ¿qué cosa es Bra Ga?

—Pues como los calzoncillos pero pa taparse el chochete…

—Aaaah… Una cosa sola: ¿qué cosa es Cho Che Te?

—Joder, Maestro, parece que haya aprendido usté español con las instrucciones de un televisor… El chichi, la almeja.

Se situó el índice y el corazón sobre la boca e hizo vibrar la punta de la lengua entre ellos.

—Ah, sí: mucho chochete español… —dijo el inspector enrojeciendo un poco bajo su piel amarilla, lo que terminó por darle a su cara redonda el tono anaranjado de un queso Gouda.

—Pero éste no es chochete cualquiera: ésta es una hembra fina y con clase, no como esas guarras que enseñan las domingas en la playa. Pa chingar con una mujer así tiene uno que quitarse hasta los calcetines…

En tan animada charla, subieron hasta la calle y, antes de entrar en la recepción del hotel en busca del ascensor, repararon en que la avenida estaba cortada en dirección a la playa y el cruce con el paseo había sido vallado y encintado por los Mossos.

—Qué ha pasao ahí fuera, que han cortao la calle —le preguntó Corrales al recepcionista.

De este modo, tanto el cabo como el inspector Sakamura, supieron que habían encontrado a un cliente del hotel muerto en su coche mientras esperaba la luz verde en el semáforo. Según el recepcionista, se trataba de un señor suizo muy limpio y muy educado que pasaba quince días en Calabella todos los veranos y que, antes de marcharse de vuelta a Ginebra, dejaba una generosa propina para el personal y reservaba la misma habitación para el año siguiente. Una pena.

—Joder con las medusas —dijo Corrales—, ¿también ha aparecido riendo?

Pero el inspector Sakamura no dio tiempo a que el recepcionista respondiera:

—Yo puede ver habitación ahora, ¿sí? —le preguntó, al tiempo que, por arte de birlibirloque, sacaba su placa de la Interpol.

El joven titubeó un poco y alternó la mirada entre la placa dorada y Corrales, que no parecía tan importante como el inspector pero era conocido como guardia civil en todo el pueblo.

—Tranqui, tronco, que aquí el Maestro tiene permiso del Ministerio del Interior pa investigar lo que quiera.

Después de aguardar unos minutos a que llegara el jefe de seguridad y los acompañara a la habitación, el inspector tuvo oportunidad de comprobar que, en efecto, el muerto suizo también leía El Pum Diari y subrayaba en él algunas palabras —buscando al azar entre las páginas encontró malifeta (Tropelía) y plujims (Lloviznas)—. Pero no sólo eso: en el escritorio, junto a la publicidad de una pizzería con servicio a domicilio, otra de una sauna en Can Fanga y algunos folletos de cruceros de corto recorrido, encontró una tarjeta de la Académia Costa Brava idéntica a la que les había mostrado la viuda del cetáceo.

Entretanto, Corrales se entretuvo curioseando los cosméticos del baño y la ordenadísima ropa del armario, y después hojeando una revista en cuya portada venía retratado un joven de piel bronceada y tensos abdominales.

—Una cosa sola —preguntó el Maestro—: ¿qué cosa es malifeta? Una otra cosa sola, ¿qué cosa es plujims?

—Malifeta es mayormente mariquita, y pluyim que tiene mucha pluma…

—¿Y esta mierda es la Costa Brava?, pues no es poco más brava en Zarauz… —dijo la Encapuchada nº 1 en cuanto la furgoneta que habían tomado prestada en Can Fanga enfiló el paseo Marítimo de Calabella.

No les costó localizar el céntrico hotel Marina Brava, aunque el dispositivo policial del cruce con la avenida les obligó a quedarse detenidos un buen rato, hasta que llegó el juez con su Vespino, dio permiso para retirar el cadáver del relojero suizo, y los de la grúa se llevaron su Escarabajo al depósito municipal.

Habían reservado con antelación tres habitaciones dobles y una plaza de aparcamiento para la furgoneta, pero apenas se entretuvieron unos minutos en el hotel para remojarse la piel bajo las barbas postizas y, enseguida, los seis salieron a la calle para hacer una exploración previa del terreno de operaciones.

La información de la que disponían gracias a las células informadoras de los Innombrables era precisa: tenían un número y una calle.

Encontraron la calle sin problemas gracias a un plano del pueblo que les proporcionó el recepcionista del hotel; sin embargo, no fue tan fácil localizar el número correspondiente a la Académia Costa Brava. Cuando al fin se les ocurrió rodear el viejo cementerio y dieron con ella, siempre siguiendo las instrucciones del cerebro de la célula, probaron la solidez de la persiana cerrada, midieron la anchura de la calleja, y se fijaron en las direcciones de tráfico de las vías adyacentes, todo lo cual fue cuidadosamente apuntado en una libreta Moleskine por el Encapuchado nº 4, que como era el tímido del Komando tenía mejor letra.

Media hora después, se adentraron en el barullo de la calle Mayor, repleta de turistas recién levantados de la siesta, y se sentaron en la terraza de una cafetería junto al ayuntamiento. Allí, mientras el Encapuchado nº 6 se enfrascaba en la libreta y el plano para estudiar diversos recorridos y puntos críticos de corte de tráfico, sus cinco compañeros tomaron un piscolabis a base de enormes gambas de Calabella pasadas por la plancha.

—Psé, se pueden comer… —dijo la Encapuchada nº 1 chupando una cabeza y tratando de no mancharse mucho la barba postiza.

Cambió de opinión en cuanto el camarero les trajo la cuenta.

El President de la Generalitat recibió aquella misma tarde noticia telefónica de las autopsias del holandés y el alemán. El resultado era el esperado: ligeramente altos niveles de radiación y descomunal cantidad de endorfinas en sangre. Sin novedad respecto al caso de la inglesa.

Después de colgar, estuvo unos minutos pensando y tamborileando con la caja de Aeroret sobre su mesa de despacho. Pero no se le ocurrió otra medida preventiva más que llamar a Finestrals, el presidente del Futbol Club Can Fanga.

—Josep Maria, soy Andreu…

—Hombre: qué tal, colega —respondió el presidente del club, que gustaba de homologarse con el President de la Generalitat.

—¿Dónde estás, podemos hablar en privado?

—Sí, estoy en la piscina de casa, en Sant Cugat…

—Es que preferiría no ser muy explícito por teléfono…

—Qué pasa…

—De momento nada que tenga que preocuparte, pero me temo que podría pasar algo gordo… Vosotros ya le habéis hecho la revisión médica al Ricardinho, ¿no?

—No jodas, Andreu: uno no paga 50 millones de euros por un delantero sin hacerle una revisión…

—Y es una revisión completa, con análisis de sangre, y eso…

—Buf me parece que hasta les hacen un tacto rectal…

—Y qué, estaba bien…

—Collonut. ¿Por qué lo preguntas?

—Pero eso fue antes de…, bueno, de que lo llevarais de visita a Calabella por lo del Experimento aquel, ¿verdad?

—Pues…, me parece que sí… Sí, claro: cuando fuimos a Calabella ya teníamos firmado el contrato…

—Merda —exclamó el President.

—Qué pasa… —exclamó el otro President.

—Que la hemos cagao. Te lo contaré en persona, tenemos que vernos cuanto antes. Oye, ¿tenéis algún médico de confianza en el Can Fanga?

—No jodas, Andreu: ¿tú te crees que llevamos a los cracks al médico del seguro?

—Pues llámalo, me parece que vamos a necesitarlo.

Más que nada para hacer tiempo, la Agente 69 se había acercado en su Porsche magnolia a Platja d’Anell, donde tenían tienda algunos distribuidores internacionales de armamento ligero. Allí tuvo oportunidad de reforzar su arsenal ofensivo con una barra de labios de precisión, varios cosméticos de corto alcance, y un uniforme de combate Victoria’s Secret con transparencia reforzada. Después dejó caer las bonitas bolsas de papel charol en el asiento trasero y entretuvo la vuelta a Calabella humillando a un Z4 amarillo cuyo conductor, un sesentón teñido con Just For Man, se había empeñado en impresionar con su pilotaje deportivo a la dama del Porsche.

Llegada a la altura del hotel Marina Brava, paró el motor en medio del carril con el consiguiente corte del tráfico que venía detrás, y encendió todos los intermitentes. Unos segundos después, cuando ya se había organizado un considerable guirigay de bocinazos, sacó la tarjeta de visita de la guantera y le hizo una llamada a Corrales:

—Mmmm, ¿Rafael?… Oh: estoy en un aprieto horrible. Sí: me he pasado la entrada al parquin y al poner la marcha atrás se ha calado el motor: temo que ahora no hay forma de arrancarlo y he provocado un atasco terrible. […] Sí, aquí, a la puerta del hotel. […] Oh: por favor, se lo agradecería tanto tanto. […] No tarden, creo que voy a enloquecer con todas estas bocinas sonando…

Tanto Corrales como el inspector Sakamura se hallaban en el momento de la llamada terminando de inspeccionar la habitación del relojero suizo. Naturalmente, ambos salieron disparados hacia la calle para prestar socorro a la indefensa dama, quien, siempre a motor parado, ya había pisado repetidamente el acelerador hasta asegurarse de anegar de gasolina los delicados sistemas de inyección del deportivo.

Cuando Corrales salió a la calle y se hizo idea de la situación, se ocupó de descongestionar la fila de coches que se había formado detrás del Porsche, como en sus mejores tiempos de joven guardia civil de Tráfico. Mientras tanto, el inspector Sakamura abrió la portezuela para ayudar a salir a la perfectamente desvalida Jazmín y ponerla a salvo sobre la acera, lugar hasta donde la guió sosteniendo su mano sobre el antebrazo como en una delicada danza versallesca. Y el recepcionista del hotel, que no se resistió a la tentación de revolotear alrededor de aquella huésped tan poco común, también salió a la calle para prestarse a confortarla con Agua del Carmen, esparadrapo esterilizado o cualquier otra cosa que pudiera hacerle olvidar el mal rato.

Corrales, entre orden y orden a los conductores, comprobó desde la calzada que al girar la llave del Porsche funcionaban la batería y el motor de arranque, aunque no llegaba a ponerse en marcha. Sin duda estaba ahogado de gasolina, de modo que se acercó un momento a la acera para dar un diagnóstico experto y tranquilizador:

—Esto va a ser mayormente la succión del comon rail primario, que a veces hace contacto con la distribución de los inyectores y dificulta el aquaplanin. Pero no se preocupe usté que en cinco minutos se lo arranco.

—Oh: estaba tan tan asustada.

Después de unos pocos minutos en los que volvió al centro de la calzada para seguir gobernando a vehículos y peatones con enérgicos gestos, Corrales probó a girar de nuevo la llave y el poderoso motor volvió a ronronear como un gato doméstico.

—¿Ve usted?, es cuestión de habilidá: hay que darle al contacto sin pisar el acelerador… Ahora lo aparcamos donde usted indique y aquí no ha pasado nada.

Rodeó el morro del coche y abrió la portezuela del acompañante:

—Maestro —dijo dirigiéndose al inspector, que se había mantenido observando con las manos a la espalda—, ¿le importa ir detrás, que como es usté más japonés cabe mejor?

De modo que los tres dejaron plantado en la acera al recepcionista —con su botella de Agua del Carmen y sus esparadrapos— y se incorporaron al tráfico en dirección a la playa para dar la vuelta a la manzana y alcanzar el acceso al parquin del hotel.

—Mmmm: han sido ustedes tan tan amables… ¿Cómo podría yo compensarles?

—Bueno…, si insiste ya verá usté cómo se me ocurre algo —dijo Corrales.

—Insisto… Oh, ya sé: permítanme invitarlos a cenar.

—De ninguna manera —zanjó terminantemente el cabo—, la cena de hoy la paga la Interpol, faltaría más…

—Mmmm: es usted tan tan encantador… Sólo denme veinte minutos para sentarme a practicar mi meditación del crepúsculo.

El inspector Sakamura, que asomaba la cabeza desde el angosto espacio que quedaba detrás de los asientos, dio un respingo:

—Aaaah…, ¿tú practica mucho zen?

—Oh, tiene usted que probarlo: el budismo me ha procurado tanta tanta serenidad desde que murió mi tercer marido… —dijo Jazmín cuando Corrales maniobraba ya para aparcar en L en la plaza del hotel.

Anochecía cuando el President de la Generalitat decidió repasar algunos de los periódicos de más tirada para asegurarse de que, al menos por el momento, todo seguía en orden.

La Vanguardia no traía nada. El Periódico tampoco. Ni El País, ni el ABC, ni Público ni El Mundo… Sin embargo, en el amarillista El Globo encontró un titular que daba grima a primera vista:

«Tres extranjeros mueren misteriosamente en Cataluña».

—Merda —exclamó el President de la Generalitat golpeando ligeramente su mesa de despacho con la caja de Aeroret.

Pero el subtitular era todavía más inquietante:

«¿Casualidad o relación oculta?: según testigos presenciales, al menos dos de los tres cadáveres aparecieron en la pequeña localidad costera de Calabella con un horripilante rictus en el rostro».

—Horripilante tu puta madre, malparit —exclamó el President, indignado ya antes de empezar a leer el cuerpo de la noticia:

«… La policía autonómica catalana, bien conocida por la brutalidad de sus métodos, se niega a informar a la prensa del resultado exacto de las autopsias…».

«… Importante accionista del grupo Volkswagen…».

«… Ante el secretismo de la Generalitat y la inacción del Ministerio del Interior, la Interpol se ha visto obligada a intervenir enviando a varios agentes especiales para investigar los oscuros sucesos acaecidos…».

Para cuando el President terminó la lectura completa, la caja de Aeroret se había convertido en poco más que un posavasos. Ciertamente no aparecía por ninguna parte la palabra «radiación», pero aun así, esos malditos periodistas se las apañaban para que ni una sola de las frases que escribían sonara bien.

Y sin duda todavía sonarían peor al día siguiente, cuando dieran noticia de la aparición del cuarto cadáver en pleno semáforo y el resto de los periódicos y las cadenas de televisión se unieran al coro de las especulaciones.

Dado que el presupuesto de la célula no daba para seguir con el marisco, el komando de IKEA terminó el piscolabis de gambas de Calabella y su jefe decidió ir a cenar a un local más barato.

En aras de mostrarse respetuosos con la cultura autóctona, desestimaron un Dóner Kebab, una pizzería, un mejicano y dos chinos, y se obligaron a pedir salchicha gorda con alubias en una cafetería donde se servían platos combinados para turistas, siempre con abundante guarnición de lechuga pocha y patatas fritas congeladas.

Aprovecharon el momento de tomar la Ratafia —que según había consultado en el Google el Encapuchado nº 5, era algo así como el Patxarán local— para exponer el plan al detalle. Después, aunque apenas había anochecido, se retiraron al hotel con intención de dormir algunas horas antes de entrar en acción.

Tanto por afinidad personal como por razones operativas, compartían habitación los Encapuchados 5 y 6 pues habían leído a Engels y a Sabino de Arana—, los 2 y 3 —que eran los chicarrones de Pronosti Tan Tarantán—, y la Encapuchada nº 1 y el Encapuchado nº 4 —que quedaban sueltos—. A las diez de la noche se había hecho la oscuridad y el silencio en las tres habitaciones y, vencidos por el cansancio del viaje y las peripecias del día, casi todos dormían. Sin embargo, hacia las diez y media sonó un tremendo bofetón en uno de los dormitorios: plaf.

—Como te vuelvas a meter en mi cama te corto la picha a rodajas, desgraciao —exclamó la Encapuchada nº 1, por si el bofetón no había sido suficiente medida disuasoria.

Dada la ocasión, a Corrales le pareció poco El Llamántol d’Or donde habían almorzado y se decidió a dar el salto hasta La Llagosta de Platí Iridiat, que era la marisquería más elegante y cara de Calabella.

Sentados en una de las mejores mesas gracias a una oportuna mención a la Interpol, Corrales, la Agente 69 y el inspector Sakamura se hallaban ante una cazoleta de angulas, una tarterita de caviar Beluga y un bol de arroz hervido respectivamente.

—Mmmm, debe de haber tenido usted una vida tan tan fascinante… —decía Jazmín, paladeando una cucharadita de huevas oscuras—, estoy segura de que podría enseñarme tantas tantas cosas…

—Ah, no: no mucho bueno maestro —dijo el inspector Sakamura, poniéndose de un intenso color Gouda.

—Oh: no debe ser usted tan modesto… Estoy segura de que ha alcanzado el satori: ¿no es así como le llaman ustedes al Despertar de Buda bajo el árbol Bodhi?

—Ah, no, ji, ji, si yo digo tengo satori, yo no tengo satori. Mejor lava escudilla y friega suelo…

—Mmmm, que gran gran koan… ¿Lo aprendió usted cuando estuvo en ese Templo de Kyoto…?

—Ah, no: yo joven monje en Kyoto, después gran viaje travesía Yokohama, Sendai, camina descalzo con escudilla.

—Oh: Japón debe de ser un país tan tan excitante…

—Pues aquí donde me ve, yo soy del mismo Carabanchel —terció Corrales, que desde hacía un buen rato notaba con fastidio cómo iba quedando desplazado de la conversación.

—Mmmm… ¿Y tienen ustedes algún dojo zen en Carabanchel? —preguntó encantadoramente la Agente 69, que llegados a este punto ya no necesitaba a Corrales para nada.

—Mismamente de esa raza no, pero un vecino tenía un pedazo de Red Bull que no había quien se acercara al bloque…

—Qué lástima —dijo Jazmín sonriendo un momento y volviéndose de nuevo hacia su presa—. Y dígame, Maestro: ¿cree usted que sería posible hacer algo con mi mal karma? Temo haber llevado una vida tan tan disipada…

—Ah, sí: mucho hielo derrite, mucha agua obtiene. Mal karma, gran Despertar. Lava escudilla y friega suelo: olvida satori.

—Sin embargo, me gustaría tanto tanto que me enseñara algo al respecto…

—Ah, no: no aprende satori. Gato no aprende: gato es Buda. Rata no aprende: rata es Buda. Hombre es Buda, después hombre aprende, entonces hombre olvida. Gran koan —sentenció el Maestro haciendo un gracioso gesto con las manos.

—Pues en Carabanchel a las ratas las corríamos a pedradas… —intervino Corrales, que había resuelto todos los koan hacía mucho tiempo.

—Ah, sí: Corrales tiene satori —dijo el Maestro señalando a su cicerone—. Corrales Gran Buda, ji, ji.

—Bueno, tanto como Gran Buda… —rechazó el aludido, dándose unos palmetazos en la tripa para demostrar que sonaba a duro.

—Oh, pero estoy aprendiendo tanto tanto esta noche… ¿Cómo puedo escucharle y no aprender? —trató jazmín de reconducir la conversación con el Maestro.

—Tú aprende si no busca aprender. No objetivo. Tú sigue practica za-zen: cada día; tú limpia escudilla: cada día; tú friega suelo: cada día. Mejor no busca para tú encuentra.

Corrales volvió a meter baza:

—Es mayormente como cuando pierdes las llaves y por mucho que las buscas no las encuentras, pero en cuanto haces una copia nueva aparecen las viejas debajo de algo. ¿No es eso, Maestro?

—Ah, sí: satori es vieja llave perdida…

—Lo ve usté, señorita: si no hace falta estudiar pa na… Aquí donde me ve, yo he llegao a donde estoy sin tocar un libro.

—Ah, sí: Corrales mucha sabiduría de gato, ji, ji…

De pronto, sobre la suave música de jazz ambiental, sonó un fandanguillo en estridente politono:

Por un beso que le di en el puerto

a una dama que no conocía.

Por un beso que le di en el puerto

han querido matar mi alegría…

—Ésta es la parienta —dijo Corrales sacando el móvil de la funda que colgaba de su cinturón—. Como le he dicho que tenía una reunión con la Interpol y no se lo ha creído, ahora llama pa controlar si he bebido…

En su ya dilatada carrera, la Agente 69 se las había tenido que ver con eruditos, filósofos y religiosos de toda especie, pero nunca antes se había visto obligada a trabajar estorbada por un guardia civil de Carabanchel. Sin embargo, su cerebro femenino y multifuncional ya había calculado que lo mejor sería esperar la ocasión: tarde o temprano se quedaría a solas con el inspector, aunque fuera al llegar a la recepción del hotel. Y entre ese punto y el momento de abrir la llave de su habitación, había todo un largo recorrido repleto de oportunidades.

—… ni una gota, te lo juro… —dijo Corrales al aparato, mintiendo con todo su aplomo—. ¿Qué?…, vamos, no me jodas, Conchita: dónde coño quieres que compre yo ahora Lasante Salú, no ves que estoy reunido…

Exactamente a la una de la madrugada, los seis Encapuchados del komando IKEA se habían levantado, duchado, y reunido en la recepción del hotel, ya liberados de las urticantes barbas postizas y ataviados con sus confortables capuchas de trabajo.

Pero la reunión duró sólo un momento porque enseguida volvieron a separarse por parejas.

Según los planes, necesitaban, además de la furgoneta que traían de Can Fanga, tomar prestados dos vehículos de alta gama —mucho menos sospechosos a ojos de los cuerpos represivos del Estado Invasor—. De ello se encargaron por un lado los Encapuchados 2 y 3, que eligieron un señorial Jaguar azul marino en el aparcamiento público de la playa, y por otro lado el Encapuchado nº 4 con la Encapuchada nº 1, quien se encaprichó de un Porsche color blanco magnolia que había visto en el parquin del mismo hotel.

En el silencio de la noche, fue el Encapuchado nº 4 —todavía con el moflete derecho dolorido— el encargado de forzar la cerradura e ingeniárselas para anular los sistemas de seguridad del vehículo. Mientras tanto, la Encapuchada nº 1 se dedicó a hurgar en la guantera en busca de algo que valiera la pena requisar a favor de la causa revolucionaria. Era increíble la cantidad de cosas interesantes que guardaban los sucios capitalistas en las guanteras de sus coches…

Primero revisó la documentación a nombre de una sociedad con domicilio en Andorra: La Belle Jazmín Societat Limitada. Después sacó un pasaporte también andorrano a nombre de Enrica Bellmunt i Somatent, nacida en Andorra la Vella el 17 de mayo de 1967. Y por último encontró algo muchísimo más útil para la causa: un cheque al portador de 100.000 euros contra la Petita Banca Andorrana, con sede central en la misma ciudad.

—Me cagüen Blas: nos ha tocao la lotería —le dijo la Encapuchada nº 1 a su compañero, que andaba todavía enredando con cables bajo el volante.

Eso a pesar de que todavía no había encontrado ni los cosméticos de marca ni el body de Victoria’s Secret, casualmente de su talla, que contenían las bonitas bolsas acharoladas del asiento de atrás.

Cinco minutos después de que los Innombrables salieran del hotel, llegaba a la puerta otro extraño aunque más reducido grupo.

—Qué: vamos a tomar la penúltima por ahí —preguntó Corrales con la voz ya pastosa por efecto del litro y medio de Albariño y los tres güisquis con los que acompañó el Cohiba del que todavía mordía la colilla.

—Oh: temo que estoy tan tan cansada —se excusó Jazmín.

—Si beberse un cubatilla no cansa nada, mujer… Qué dice usté, Maestro: ahora invito yo.

Sacó la cartera y, un poco tambaleante, se inclinó para darle verosimilitud a la propuesta mostrando dos billetes de 10 euros.

—Ah, no: trabaja mucho mañana.

—Pues yo ya no puedo ir a casa hasta que la parienta se haya dormido… Menuda se pone cada vez que tengo que trabajar de noche… Podríamos ir a al Mojito, o al 5ª Aveni…

Corrales se interrumpió al acordarse de cierto local nocturno en el que no resultaba ni necesario ni conveniente acudir en compañía femenina. Y de pronto pareció entrarle mucha prisa por irse a dormir:

—¿Sabe qué le digo?, que tiene razón, Maestro: mañana hay que madrugar.

Dio las buenas noches, saludó agitando la mano, y se alejó por la avenida en dirección contraria a su casa.

«Al fin solos», pensó Jazmín.

Y llegados al ascensor, sin más preámbulos, recurrió a una maniobra de ataque inapelable, fulminante, aprendida durante sus primeros años de lucha en las más humildes trincheras y perfeccionada después entre las más altas instancias:

Se arrimó al inspector Sakamura y le echó mano a la bragueta.

—Aaaah… —dijo el Maestro, haciendo alarde de su recién adquirido vocabulario junto a Corrales—: tú chochete quiere chingar con Sakamura…

Todo sucedió con tremenda rapidez, perturbando la paz de la cálida madrugada de julio en Calabella. Primero un Porsche descapotable chocó contra un macetero y quedó atravesado en el acceso a la calle Mayor, desierta a esas horas.

Eso produjo un primer gran estruendo: boooum. Casi inmediatamente después, en la parte cercana al puerto de una calle paralela, un Jaguar azul marino se empotró contra dos grandes contenedores de basura, boooum, creando una verdadera barricada de desperdicios desparramados.

Esos dos aparentes accidentes de tráfico dejaron el casco antiguo de Calabella inaccesible al tráfico rodado.

Enseguida, varios vecinos alarmados por el estrépito salieron a sus ventanas, comprendieron lo ocurrido y llamaron a la patrulla de la Policía Municipal.

El tercer estruendo, boooum, lo produjo la furgoneta conducida por el Encapuchado nº 5 contra la persiana del número 28 de la calle Gallineta, concretamente bajo el rótulo que decía Académia d’Idiomes Costa Brava.

Naturalmente, cada vez más vecinos y cada vez más alarmados, siguieron llamando al número de la Policía Municipal, que recibía noticias contradictorias sobre el lugar exacto donde se había producido el accidente ya que en realidad eran tres aparentes accidentes. Con todo, dos patrullas consiguieron llegar a dos de los puntos de choque: el del Porsche y el del Jaguar, vehículos que, contra toda lógica, aparecieron vacíos de ocupantes. Pero como ningún coche patrulla pudo recorrer la zona de callejas que había quedado aislada entre los dos accidentes, nadie de la Policía Local —ni de los Mossos que acudieron poco más tarde— tuvo oportunidad de estorbar el trabajo de los Encapuchados en la calle de la Gallineta, donde se habían reunido de nuevo los seis para completar la acción.

Emplearon en ella apenas cinco minutos, debidamente filmados en vídeo por el Encapuchado nº 4. Una vez inutilizada la persiana, hubo que entrar con una linterna para localizar el Reconector. Visto que no estaba ni en la recepción, ni en el despacho, ni en ninguna de las tres pequeñas aulas, sólo podía hallarse en la única habitación que permanecía cerrada bajo llave. La descerrajaron, entraron, envolvieron eso que parecía una impresora láser en una bolsa de basura industrial, y, entre dos, cargaron con ella hasta acomodarla en el portaequipajes de la furgoneta. Luego pintaron con espray de color negro el símbolo de los komandos de IKEA —un orinal del que salían tres rayitas que indicaban abundante olor— e iniciaron la retirada.

La exquisitez del plan consistía en haber elegido los puntos de choque de los dos coches de tal modo que, atendiendo a las distintas direcciones permitidas o prohibidas, ningún vehículo policial pudiera llegar a la calle de la Gallineta, y sin embargo la furgoneta sí pudiera salir. Sólo fue cuestión de seguir el trayecto previamente estudiado y trazado por el Encapuchado nº 6 sobre el mapa para que, exactamente a las 2.07 de la madrugada, la furgoneta con los seis Encapuchados y el Reconector requisado salieran de la población en dirección sur.

Según informaba el Google Maps, a una media de 110 km/h, les quedaban 7 horas de viaje hasta Madriz conduciendo en turnos cronometrados de 70 minutos.

—Coño, nos hemos dejado las latas de atún en el Jaguar —dijo nº 2.

A pesar del descuido, les alegró bastante el viaje el cheque de 100.000 euros que la Encapuchada nº 1 se sacó de un bolsillo y que fue pasando de mano en mano.