Uno

El tercer cadáver apareció en la cubierta de su propio yate y resultó ser bastante feo.

No sólo por el bigote, adherido a una de esas caras redondas y dentonas que no admiten ornamentos pilosos. Ni tampoco por el voluminoso cuerpo desnudo, que habría podido confundirse con el de un cetáceo de no ser por el champiñón que le remataba el abdomen a modo de genital externo —exactamente como el pitorro de un flotador en forma de manatí—. El tercer cadáver era feo, sobre todo, porque parecía respirar; ése era el efecto que causaba el movimiento de la marea al mecerle la panza en un vaivén gelatinoso. Sin embargo, a cambio de esa turbadora apariencia de jadeo post mortem, no se percibía rastro de sangre o heridas y la expresión de la cara bigotuda era sonriente, placentera, diríase que de una felicidad emparentada con la estulticia.

El inspector y Maestro Sakamura se había detenido a unos metros de la tumbona de teca en la que yacía aquel muerto feo y feliz. Permaneció inmóvil unos segundos: los diminutos pies ligeramente separados, las manos a la espalda, escudriñando con sus ojillos rasgados que destellaban en la penumbra de la cubierta entoldada como dos cabezas de alfiler. Cualquiera de sus colegas de la Brigada de Investigaciones Especiales con sede permanente en Lyon, Francia, habría sabido que el inspector estaba fotografiando mentalmente la escena. Ciertamente, el fotógrafo de los Mossos d’Esquadra ya había tomado varias docenas de instantáneas desde todos los ángulos imaginables, pero ni las más avanzadas cámaras digitales de la policía autonómica catalana podían competir con los retratos en 3D que registraba la memoria visual del venerable Maestro zen enviado por la Interpol.

A su lado en la cubierta del yate, el cabo de la Guardia Civil Rafael Corrales aseguró en un gesto inconsciente la banderita española adhesiva que adornaba el broche de su reloj del Real Madriz. Mientras tanto, aventuró una explicación para aquella inaudita proliferación de cadáveres risueños:

—Esto va a ser de las medusas, lo que yo le diga.

Pero el inspector Sakamura pidió silencio moviendo los brazos en un lento y elástico giro, que parecía haber sido perfeccionado durante años, y, a fin de completar su análisis organoléptico, olfateó el aire con leves movimientos de sus aletas nasales.

Al poco, con su voz ligeramente aflautada y su peculiar acento de Kyoto, dijo:

—Pimienta… Tomate… Apio… No tanto limón… Sake puro…

—Eso va a ser el blodimeri —dijo el cabo Corrales, señalando un vaso que reposaba en una mesita cercana a la tumbona junto con un periódico doblado.

—Aaaah… —exclamó el inspector Sakamura, como si la luz se hubiera hecho de pronto en su mente—. ¿Qué cosa es Blodi Meri?

—Eso colorao que se iba a tomar el muerto.

—Aaaah… ¿Bebida picante española?

—Pues va a ser que sí —dijo Corrales muy convencido, como siempre que era interpelado sobre algo sobre lo que no tenía una idea demasiado precisa—. Es una bebida mayormente andaluza: parecida al gazpacho pero sin ajo…

—Aaaah… —dijo el Maestro Sakamura, de nuevo en el mismo tono de descubrimiento triunfal—. ¿Qué cosa es Ga Pacho?

—Pues…, pa comer en verano, en vez de sopa…

—¿Blodi Meri también sopa de verano?

—No, el blodimeri se bebe sin cuchara, y es mayormente pa la resaca…

—Aaaah, Re Saka… ¿plato comida española?

—Nada de comida: resaca es cuando te cueces a cubatas y por la mañana te duele la perola… —Corrales acompañó la explicación de un gesto de empinar el codo y otro de agarrarse la frente.

—Aaaah… —exclamó una vez más el inspector, y esta vez compuso una mueca de inteligencia que redobló el brillo de sus ojos casi invisibles tras las delgadas ranuras de los párpados.

—Y qué: usté cómo lo ve… —preguntó Corrales, que sentía un vago respeto hacia japoneses, alemanes e italianos, y además había sido advertido por sus superiores de que el inspector Sakamura era una eminencia en investigaciones de alcance internacional.

—Oh: muerto va a nadar por el mar —dijo el inspector, haciendo un elegante gesto de brazada zen—. Cabello mojado de sal… —Se señaló sus propios cabellos, mucho más escasos y canos que los del cetáceo de la tumbona, que efectivamente parecían húmedos y apelmazados—. Después muerto sale del mar para beber sopa picante española… Sopa sin cuchara: para resaca… —Hizo esta puntualización muy serio, como si fuera de suma importancia—. Entonces, zas: muerto muere muy misterioso.

—Joder: cojonuda, la explicación… ¿Y de qué se ríe el muerto misterioso? —insistió Corrales, que ahora contemplaba el rostro del cadáver con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones de tergal azul, siempre un poco caídos.

—Aaaah… Gran koan… Gran enigma para meditar silencioso…

Corrales, que iba relajando su dicción a medida que le iba tomando confianza al inspector, se encogió de hombros:

—Pues yo pa mí que la cosa está clara. Tres guiris muertos y los tres riéndose: una inglesa el domingo en la playa, un holandés el miércoles en un banco del paseo, y ahora un alemán en su yate…, los tres coloraos como cangrejos. Eso han sido las medusas, fijo; deben de tener un veneno que sólo ataca a los guiris porque nosotros ya estamos inmunizaos, o tenemos mejor piel… Pero esto es caso resuelto en cuanto nos llegue la autopsia de la inglesa: veneno de medusa que afecta al músculo de reírse. —Se pellizcó el irrisorio derecho hasta componer un rictus sardónico en su propia cara—. Lo que se llama mayormente una into’sicación de to’sinas: al tiempo.

El inspector Sakamura escuchaba a Corrales tratando de entender algo más de la mitad de lo que estaba diciendo, pero su mente privilegiada andaba ya haciendo cálculos complejos.

—¿Mucho asesinato en Calabella? —preguntó.

—¿Asesinatos?, ¿aquí? —Corrales chasqueó la lengua en forma negativa—. Aquí los peces gordos del pueblo no dejan ni abrir discotecas, pa que no haiga peleas… Estos catalanes del Ampurdán son mu listos, ya lo verá… ¿Usté se cree que si hubiera asesinatos en la Costa Brava iban a venir los guiris a dejarse los cuartos? Si me dijera usté en Lloré, o en Caster’defés, no le diría yo que no, ¿pero en Calabella…?

—Ahora tres asesinatos en semana, ji, ji —dijo el Maestro Sakamura, alzando tres dedos y riendo extemporáneamente, como si eso mismo dicho en japonés fuera un chiste buenísimo.

Corrales, que pese a sus simpatías no hablaba ni japonés ni alemán ni italiano, chasqueó la lengua una vez más:

—Na: medusas… Se lo digo yo, que llevo aquí destinao treinta años y he estao más aburrido que un perro con una flauta.

—Aaaah… —dijo el Maestro Sakamura, como siempre que un enigma se esclarecía en su mente—. ¿Tú no nacimiento en Calabella?

—Yo qué va… Yo soy madrileño de pura cepa: de Carabanchel nada menos, que es el barrio más cojonudo de todo Madriz.

—Aaaah… —dijo el inspector—: yo come sardinas de Carabanchel…

El cabo Corrales tardó varios segundos en entender qué remota asociación de ideas había hilvanado el venerable Maestro:

—Qué sardinas de Carabanchel ni qué niño muerto: «escabeche»: se dice «sardinas en escabeche»… —corrigió, un poco picado en su orgullo castizo.

—Ah sí: mucha comida picante española —dijo el maestro sonriendo.

Acto seguido se volvió hacia los dos Mossos d’Esquadra que hacían guardia en la cubierta del yate, saludó en gasso —manos juntas, leve inclinación de cabeza—, y se retiró hacia la escalerilla de popa.

El Honorable President de la Generalitat de Catalunya aprovechó que su mujer había entrado en el baño para liberar bajo las sábanas un molesto cúmulo de gas que le hinchaba el vientre. Con gran placer, escuchó su estertor largo y regular, pero tuvo que reprimirlo en sus postrimerías en previsión de un indeseado final húmedo. Después, temiendo la inminente vuelta al lecho de su esposa —el chorrito sobre el agua del inodoro había dejado ya de sonar—, aireó enérgicamente las sábanas para eliminar cualquier rastro de metano embolsado.

En eso estaba cuando sonó un politono en el móvil que el President dejaba siempre en la mesilla:

Segur que tomba, tomba, tomba,

i ens podrem alliberar…

Era el timbre escogido para distinguir las llamadas de su equipo de gobierno. En la pantalla leyó la palabra Edu, diminutivo del nombre de pila del Conseller de Presidéncia.

Desde luego no era buena señal que un Conseller llamara al President a pocos minutos de la medianoche.

Qué collons passa… —dijo el President después de pulsar el botoncito verde de responder.

—¿Te pillo durmiendo? —dijo la versión traducida de la voz del Conseller.

—Casi; qué quieres… —se impacientó la versión traducida de la voz del President.

—Malas noticias…

—¿Vas a entretenerme con muchos preámbulos?, estaba ya acostado…

—Vale, al grano: te acuerdas del Experimento Catalonia.

—Shhht… Claro que me acuerdo…, qué pasa… —dijo el President, bajando ostensiblemente la voz.

—Pues pasa que tres de los voluntarios han muerto en circunstancias extrañas…

El President guardó un par de segundos de silencio.

—¿Circunstancias extrañas?, ¿y eso qué cony quiere decir?

—Todavía no nos han llegado los resultados de las autopsias, pero los tres han aparecido muertos y…, en fin: sonriendo, como si hubieran muerto de felicidad; así mismo me lo ha dicho el director de los Mossos d’Esquadra… El último ha aparecido esta tarde: un empresario alemán que suele atracar su yate en Calabella.

El President no supo calibrar inmediatamente qué parte de aquella información le parecía más preocupante:

—¿Y has esperado a que hubiera tres muertos para darme noticias?

—Yo me he enterado hace un rato. Todo ha ocurrido en menos de una semana: el primer cadáver apareció el domingo, una inglesa residente en Calabella; luego el miércoles un holandés también residente, y esta tarde el alemán…

El President se mesó las sienes:

—¿Y tú crees que tiene algo que ver con el… Experimento?

—Bueno…, teniendo en cuenta que se han sometido a las sesiones un total de diez extranjeros voluntarios y resulta que en la misma semana han muerto tres de ellos sin causa evidente pero en circunstancias parecidas… Tú dirás, pero a mí me parece demasiada casualidad.

—Vale: vamos a curarnos en salud: detened inmediatamente el Experimento. Busca una excusa convincente…, y no hagas el más mínimo ruido, no quiero ni pensar en que pudieran llegar rumores a Madrit.

—Me parece que no va a ser tan sencillo… Resulta que el alemán era uno de los principales accionistas del grupo Volkswagen, así que la noticia va a correr no ya per Madrit, sino por media Europa.

Mare de Déu: ¿y quién fue el genio que pensó en incorporar a un capitoste de la Volkswagen al Experimento Catalonia?

—Bueno, las premisas del experimento eran precisamente ésas: diez personas de distintas nacionalidades, sexos, edades y niveles socioculturales…

—Pues la hemos cagao… —A estas alturas el President había puesto ya los pies en el suelo y trataba de organizar algo parecido a un zafarrancho preventivo—. A ver, quiero que nos reunamos inmediatamente con el director de los Mossos… Habrá que tratar de mantener la investigación en el estricto ámbito de…

—No te canses, Andreu: demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Para mantener el asunto en ningún ámbito controlado.

El President suspiró:

—A ver: qué otra cosa hemos hecho mal…

—Resulta que el segundo muerto, el holandés, era traductor de no sé qué brigada de investigación que depende de la Interpol, así que la propia Interpol decidió enviar a un investigador a Calabella, por lo visto un japonés que tiene fama de eminencia. Se pusieron directamente en contacto con el Ministerio del Interior y…

—¿Qué?, ¿han hablado con Madrit?

—Eso parece…

El President, sentado en la cama, notó una ligera humedad en el pijama y pensó que quizá no había sido lo bastante rápido al reprimir el final indeseado de la ventosidad:

—¿Un japonés de la Interpol?, Mare de Déu… Quiero que alguien de los nuestros se pegue a ese investigador como una lapa. Alguien de máxima confianza: lo presentaremos en calidad de guía, o de colaborador, o de… anfitrión, lo que se te ocurra…

—También demasiado tarde. Los de Madrit le han asignado como guía a un cabo de la Guardia Civil, uno de los que quedan en el puerto de Calabella para el control de aduanas…

—¿Un guardia civil del puerto…? Eres un mal parit, Edu: dime ahora mismo que todo esto es una broma.

—… aquí tengo la ficha: Rafael Corrales, 53 años, destinado en Calabella desde 1979…

—Para, para el carro: ¿me llamas a medianoche para decirme que tenemos a un cony de policía japonés y a un guardia civil chusquero investigando la muerte de tres voluntarios del Experimento Catalonia?, ¿es eso? Júrame ahora mismo que no te lo estás inventando para ver si me da un ataque al corazón y presentarte como cabeza de lista en las próximas elecciones.

—Te lo juro.

Cuando el President colgó, su mujer había vuelto ya a la cama.

—¿Qué pasa? —le preguntó a su marido.

—Que la hemos cagao —dijo el President, tirándose de la parte de atrás del pantalón del pijama mientras caminaba hacia el baño.

Naturalmente, el inspector Sakamura había reorganizado el mobiliario de su habitación en el hotel Marina Brava según los preceptos del feng shui: el arte de armonizar estancias y enseres para facilitar el flujo de chi, o energía vital, y equilibrar de ese modo las tensiones entre el yin y el yang.

A las cinco de la mañana se hallaba ya vestido con su kesa ceremonial y sentado en za-zen: las piernas en posición de loto completo, la espalda erguida, las manos apoyadas sobre el regazo… La inmovilidad era absoluta, y sin embargo se intuía una gran tensión en la figura, como en un arco a punto de ser disparado.

Así, en intensa meditación, controlando en todo momento el iki o respiración, se mantuvo hasta que en el campanario de Calabella sonaron las seis.

Después, para desentumecer las piernas, caminó por la habitación según la ancestral tradición kin-hin: un paso rítmico como el del faisán, que alterna tiempos de tensión y de espera y deja en la arena una huella firme y silenciosa como el rastro de un ladrón…

Tras quince minutos más de tai chi y otros quince de chi kung, el inspector salió al balcón del hotel para practicar algunas artes de combate al aire libre. Frente a la barandilla del cuarto piso compuso la postura de la grulla, en perfecto equilibrio sobre su pierna derecha, y se mantuvo así en silencio durante tres minutos. Hasta que, con potente voz de ataque que resonó en toda la avenida desierta y oscura, gritó:

Útuuuuú, assaaaaaa, ishoooooo

E inició una larga exhibición de shi-sei —posición y velocidad— acompañada de sus correspondientes articulaciones guturales y gritos paralizantes. Empezó con una bella danza aikiro, el arte de escamotearle el cuerpo al adversario —úpaaaaaa, úpaaaaaa, úpaaaaaa—, después vino un recital de piernas volando al estilo tae kwondonisiiiii, nisiiiiiyaaaa— y de seguido una retahíla de golpes secos de karateyóuuu, yóuuuu, utaishooooo?

Tan concentrado estaba el Maestro que no reparó en que algunos vecinos de las fincas colindantes habían salido a sus balcones y ventanas:

—Que alguien le sacuda una patada en la boca a ese perro, a ver si deja de dar po’l saco a las siete la mañana —sugirió un huésped del mismo hotel, que salió a la terraza en meros calzoncillos.

Tras el sipalkido —o camino de las 18 técnicas de lucha—, el Maestro Sakamura desenfundó su sable imaginario no menos afilado por ser inexistente y, con los ojos cerrados, recorrió furiosamente el balcón dando saltos de kendo, la poderosa esgrima japonesa: icóoo, ya, icóooo, ya, icóooo

Per famor de Déu —imploró una veraneante de Vic envuelta en una toalla de playa—, que hay criaturas durmiendo…

Para cuando el recepcionista del hotel, cuyo teléfono no paraba de sonar desde todas las habitaciones, salió a la calle para ver qué estaba pasando en el balcón del cuarto piso, el venerable Maestro había enfundado ya su sable imaginario y saludaba en gasso, no sólo a sus honorables y fantasmagóricos adversarios, sino también a dos honorables niños de corta edad que aplaudían desde el apartamento de enfrente, y a un honorable borracho que volvía a casa y se detuvo a disfrutar de la exhibición.

El silencio volvió definitivamente a la calle cuando el inspector se retiró al interior. Había llegado el momento de humedecer la bayeta que siempre llevaba en su equipaje y, puesto de rodillas, fregar concienzudamente el suelo de la habitación. Después hizo la cama y, por último, entró en el baño a practicar sus abluciones de antes del desayuno. Generalmente el inspector guardaba ayuno día sí día no —a menos que estuviera en periodo de sa shin, en cuyo caso ayunaba siete días seguidos—, pero en previsión del gasto de energía que pudiera depararle la investigación en curso se propuso comer a diario.

Se vistió con una de las dos guayaberas blancas que había comprado en Lyon al enterarse de su viaje a España, bajó al comedor del hotel, y estuvo observando con mucho detenimiento el bufé del desayuno. Desestimó embutidos, pancetas, tostadas, mantequillas y mermeladas de varios sabores para concentrarse en el gran cesto de fruta y, sólo después de profundas deliberaciones, eligió una manzana pequeña y volvió a su habitación para comerla al estilo zen, masticando metódicamente, sin aferrarse a ningún pensamiento que no estuviera relacionado con lo que estaba masticando. De este modo, dejando que cualquier idea que cruzara su mente pasara como una nube que no deja rastro sobre el cielo, llegó el momento en que su reloj interno le informó de que debía acudir a su cita con el cabo Corrales.

El encuentro se habría producido con la exactitud de un mecanismo de precisión de no ser porque Corrales entró en la recepción del hotel Marina Brava a las ocho y veinticuatro, es decir, veinticuatro minutos más tarde de la hora acordada. La explicación a tan acusado desajuste se hallaba en que, en cierta ocasión remota, el cabo Corrales había oído decir que la puntualidad era la cortesía de los reyes, de modo que, siendo él plebeyo, se consideró exento para siempre de tal obligación para con sus semejantes.

—Qué pasa, Maestro —saludó al entrar y encontrar al inspector esperando de pie como solía, con las manos cruzadas a la espalda.

El inspector se movió para saludar en gasso e inmediatamente, sin pronunciar palabra, volvió a su posición de espera.

—Qué: nos vamos ya… —dijo Corrales.

—Tú espera ahora —fue la respuesta del inspector. No fue hasta veinticuatro minutos después, para desesperación de Corrales, que ni pudo fumar ni encontró una triste silla donde sentarse en aquella inhóspita recepción, que salieron a la calle.

El Presidente del Gobierno de España se dirigía al Congreso de los Diputados en un Audi A8 oficial: una enorme caja fuerte azul marino con los cristales tintados y blindado hasta el tubo de escape, pero sin banderas ni distintivos que dieran a los Innombrables más pistas de las necesarias.

Como de costumbre, iba escuchando el programa matinal de radio más popular entre los taxistas de Madriz, en el que el viperino periodista y martillo de herejes don José Domingo de la Cascada estaba poniendo a caer de un burro al Ministro de Economía, quien había comparecido la tarde anterior ante los medios de comunicación para anunciar un paquete de medidas urgentes para acelerar la salida de la crisis.

«Este robamigas venido a más se ha creído que los españoles somos tontos —decía la voz radiofónica—; pues mire usted, don Ministro de Calderillas: nos hemos dado perfecta cuenta de que es usted un saltacharcos…».

El Presidente se prometió a sí mismo buscar la palabra «saltacharcos» en el diccionario de la RAE que tenía en su despacho y, aprovechando que el chófer estaba ocupado peleándose con el tráfico de primera hora de la mañana, se hurgó la nariz con el meñique en busca de una postilla profunda que le estorbaba la respiración. La batida dio resultado y al extraer la uña se encontró prendida a ella algo parecido a un brote de soja, de cabeza costrosa y larga cola translúcida que se le quedó adherida a lo largo del dedo.

Justo en ese momento empezó a sonar el teléfono móvil que el Presidente solía llevar en el portafolios.

Saliste a la arena del night club,

y yo te recibí con mi quite mejor.

Estabas sudadita,

pues era una noche que hacía calo-or…

El Presidente pudo bajar el volumen de la radio desde un control instalado en la puerta, pero comprendió que necesitaba usar las dos manos para abrir la cerradura de seguridad del portafolios y empezó a preocuparle el destino de aquello que tenía pegado a la mano.

Y yo bolinga, bolinga, bolinga

haciendo frente a la situación

con torería y valor…

Probó en la parte baja del asiento de cuero, pero aquella lombriz pegajosa se resistía a abandonar el cuerpo que le había dado cobijo para iniciar una vida adulta e independiente. Entretanto, el politono del teléfono había ido subiendo de volumen hasta alcanzar su máximo:

La culpa fue del cha cha cha

que tú me invitaste a bailar…

Por fin aquella tierna criatura se avino a quedarse pegada a la tapicería y el Presidente abrió el portafolios y sacó el móvil. «Andreu», decía la pantalla, nombre de pila de su joven compañero de partido en tiempos de Felipe González y, desde hacía tres años, President de la Generalitat.

—Hombre, Andreu, ahora mismo estaba pensando en lo tuyo… —mintió el Presidente con todo su talante socialista.

—Paquito, cómo estás —dijo el President, usando el diminutivo cariñoso con el que llamaban al Presidente sus amigos y allegados.

—Me pillas en el coche, escuchando al imbécil de la radio… Oye, tú sabes qué es un «saltacharcos»: le ha llamado «saltacharcos» a José Miguel.

—Cualquiera sabe, a mí me llamó el otro día «partepiñones periférico».

—Yo no sé de dónde saca este tío los adjetivos…

—Los aprendería cuando era monaguillo…

El Presidente emitió una risita de complicidad anticlerical, gemela de la del President al otro lado del teléfono, pero inmediatamente se hizo un silencio demasiado largo.

—Pues te llamaba precisamente por la rueda de prensa de José Miguel —dijo al fin el President—. Muy bien, eh…, aquí al menos ha causado muy buena impresión: la estuve viendo con el Oriol de La Caixa y le pareció muy sensato. ¿Has leído el editorial de La Vanguardia?

—No he podido todavía, pero la llevo en el portafolios —volvió a mentir el Presidente, siempre con su afable talante.

—Lo ponen muy bien, eh. Yo creo que transmitió confianza, sobre todo cuando dijo lo de coger el toro por los cuernos…

—Sí, eso estuvo cojonudo…

Volvió a hacerse un silencio y el President, que después de todo era el que había hecho la llamada, volvió a llenarlo con un punto de incomodidad:

—Bueno, pues nada… ¿Alguna novedad por Madrit?

—No, no, todo bien…

—Ya… No tenemos nada urgente ahora mismo, ¿no?

—No, que yo sepa… Oye, que he leído en el Marca que ya tenéis fichado al brasileño del Liverpool, ¿no?

—Ah: eso es secreto de Estado…, pero en fin, tampoco te lo voy a negar…

—Menudos sois… Pero vais a volver a perder la Liga de todas maneras, que lo sepas.

—Eso habrá que verlo… —Se hizo otro silencio—. Bueno, oye, pues nada…, felicita de mi parte a José Miguel; tengo que dejarte que voy a inaugurar no sé qué centro para mujeres en Manresa, que me da una pereza sólo de pensarlo…

—Hombre: yo a esas cosas envío a la Ministra de Igualdaz… Tú es que tienes poquísimas mujeres en el gabinete, te lo tengo dicho…

—Ya, si es que estas cosas las vas dejando, las vas dejando…

Cuando al fin colgaron, el Presidente se quedó pensativo en el interior del coche, que a su vez había quedado definitivamente atrapado en un monumental atasco en la Gran Vía.

Había algo en la llamada del President Andreu que no le cuadraba en absoluto.

Volvió a tomar el teléfono y buscó en la agenda hasta dar con «Alberto», nombre del Ministro del Interior.

—Berto, ¿te pillo en mal momento?

—No, estoy atascado en la Gran Vía…

—Joder, yo también…, ¿a qué altura?

—Llegando a la calle Montera, ¿y tú?

El Presidente bajó la ventanilla tintada para asomar un poco la nariz y, en el carril de al lado, apenas unos pocos coches más adelante, distinguió otro Audi A8 con los cristales oscuros.

—Te estoy viendo: voy detrás de ti, a veinte metros —dijo el Presidente—. Vente y súbete a mi coche.

—Yo también te veo. Pero si me bajo les va a dar un ataque de nervios a los de seguridad…

El Presidente se fijó en los dos turismos de escolta camuflada que acompañaban a cada uno de los A8 azul marino, uno delante y otro detrás.

—También es verdaz… Oye, que te llamaba porque acabo de hablar con Andreu, el de la Yeneralidaz.

—¿Sí?, y qué dice…

—Nada… Que ayer estuvo muy bien José Miguel, que vio la rueda de prensa con el presidente de La Caixa, bla, bla, bla…

—Me extraña: nunca suele estar de acuerdo ni con José Miguel ni conmigo…

—Pues hay algo más raro todavía… Hemos estado hablando como cinco minutos y ni una sola vez ha pronunciado las palabras «financiación autonómica». Y mira que después de una comparecencia pública de José Miguel lo tenía a huevo para colar el tema…

—Coño: eso sí que es raro.

—Ya te digo… ¿Tú has leído La Vanguardia de hoy?

—No, hoy me toca El Faro de Vigo y El Oriente de Asturias. Oye, estoy pensando que eso va a ser que te llamaba para sonsacarte, o para ver si tú le decías algo que él esperaba oír.

—Eso he pensado yo también… ¿No tienes noticia de algo que se esté cociendo discretamente en Barcelona?

—Psss…, ¿aparte de lo del brasileño del Liverpool?, nada.

—Pues échales un vistazo a los extractos de la prensa catalana y haz unas cuantas llamadas discretamente… Luego por la tarde hablamos.

Al colgar, el Presidente pudo aprovechar que el coche reiniciaba la marcha y el chófer no miraba por el retrovisor interno para aventurarse en busca de otra postilla, que esta vez le raspaba la fosa nasal izquierda.

Dado que la viuda del cetáceo alemán estaba todavía bastante afectada, el inspector Sakamura decidió empezar sus investigaciones visitando al compañero de la primera finada, la inglesa que había aparecido muerta en la playa.

El cabo Corrales lo iba guiando por las empinadas callejas del barrio viejo de Calabella, cada vez más alejados del ajetreo turístico de la avenida, la calle Mayor y sus aledaños. Se detuvieron en la puerta de una casita baja y estrecha, pintada de morado y encajada como una pieza de mosaico entre otras casitas iguales aunque de distinto color.

Fue el cabo Corrales el que llamó al timbre. Medio minuto después nadie había abierto la puerta, pero el fino oído del inspector detectó que sonaba música dentro —They tried to make me go to rehab / I said no, no, no—, y su base de datos mental estaba tratando de catalogar exactamente la información que le enviaba su portentosa pituitaria: algo como hojas secas quemándose.

Corrales cruzó una mirada cómplice con el inspector y después volvió a llamar. Enseguida enmudeció la música y se oyeron toses y una voz procedente del interior:

OK, OK, give me just a minute

Cuando al fin se abrió la puerta ya no le quedaron dudas al inspector Sakamura: olía a marihuana transgénica de la variedad XP4, mezclada con tabaco rubio de la marca Lucky Strike y sin duda liado en papel de arroz. El hombre que abrió la puerta tendría unos treinta años, era más bien alto, muy delgado y con varios mechones de cabello trenzados y rematados por bolitas de colores. Se quedó mirando alternativamente a la ligeramente fofa figura del cabo Corrales, situado en primer término, y después a la mucho más menuda y enjuta del inspector, con las manos a la espalda y los ojillos quietos, invisibles tras los abultados párpados rasgados.

—Hola —dijo el joven en castellano, vista la cara typical Spanish que tenía Corrales.

—Buenos días: se presenta el cabo Corrales, de la Guardia Civil —dijo Corrales con una inesperada dicción de presentador de telediario—. Éste es el inspector Sakamura, de la Interpol…

El inspector había sacado una placa dorada de no se sabe dónde y saludó en gasso inclinando muy levemente la cara.

—El inspector está investigando el reciente fallecimiento de la compañera de usted —continuó Corrales—. ¿Tendría inconveniente en atendernos unos minutos?

—Ya he hablado con los Mossos, estuve declarando en la comisaría —dijo el joven, con marcado acento de Stan Laurel y Oliver Hardy.

—Estamos informados y comprendemos lo difícil de las circunstancias, pero se trata de ampliar algunos detalles que podrían ser de importancia, ¿podemos pasar?, no le robaremos mucho tiempo. —Corrales hizo un gesto hacia el interior de la vivienda.

—Sí, claro —dijo el joven, de mala gana pero un poco temeroso de negarse a la petición, por un lado tan amable y correcta, y por otro tan firme y decidida que parecía apoyarse en alguna clase de amenaza velada. Aquél, según Corrales, era el estilo elegante y frío del FBI que había visto en tantas películas y que ahora tenía oportunidad de poner en práctica. Pensando en ello había salido de casa con las gafas de sol que normalmente usaba para conducir, y hasta pensó en ponerse el traje de la boda de su sobrino para completar la caracterización, pero como el día prometía ser especialmente caluroso se conformó con pedirle a su mujer que le planchara una camisa blanca de manga corta. El conjunto de la camisa y los pantalones de tergal azul le daba un ligero aspecto de mormón en plena campaña proselitista, pero el tono seguro de su voz era inequívocamente policial.

Siguieron al joven a lo largo de un pasillo pintado del mismo color morado de la fachada que los condujo a un minúsculo salón. Ese breve tránsito fue suficiente para darle a entender al inspector Sakamura que aquella casa tenía un feng shui perfectamente horroroso y que el yin y el yang campaban asilvestradamente por sus respetos. Al margen de eso, en el patio interior al que daba el salón, destacaban cuatro frondosas plantas de marihuana cuyo verde brillaba al sol, y el inspector comprendió también que, pese a la nefasta disposición del mobiliario, aquél debía de ser el único lugar presentable de la vivienda, de lo contrario el joven los habría hecho pasar a cualquier otra habitación en la que su afición a la jardinería psicoactiva no resultara tan evidente.

—¿Quieren sentarse? —preguntó el joven. Corrales, ya cumplida su labor de introducción, lo hizo en un extremo del sofá de rinconera, y el anfitrión inglés se sentó en el extremo opuesto.

Era el turno de actuación del inspector, y Corrales se dispuso a disfrutar de una lección magistral de interrogatorio intimidante. Sin embargo, el inspector, incapaz de sentarse en un sofá que quedara de espaldas a la puerta, se mantuvo en pie observando los cuatro pósters desiguales en tamaño y antigüedad que decoraban las paredes, pintadas de un rosa chicle mal relacionado con el verde cotorra de las puertas. En el primer póster sonreía Bob Marley con los dientes negros y uno de sus gorros multicolores, el segundo mostraba el rostro marcado de Lou Reed en su época yonki, en el tercero estaba Janis Joplin en plena actuación beoda, y en el último se veía a Amy Winehouse mirando a cámara con cara de estar a punto de darle un ladrillazo al fotógrafo. Los muebles, viejos y dispares, algunos pintados a brocha, parecían heredados de amigos y vecinos, o quizá directamente rescatados de un contenedor. No había libros, pero sí algunos periódicos en la mesa de centro que merecieron cierta atención por parte del inspector, y también varias decenas de cedés desordenados. Volaban rastros de ceniza por todas partes y, sin embargo, no había ceniceros, de modo que el inspector supo que habían sido retirados a toda prisa antes de abrir la puerta.

—¿Qué trabaja usted? —inquirió el Maestro Sakamura de forma inesperada, mirando al inglés con sus ojillos brillantes.

El joven alcanzó a entender lo que se le preguntaba.

—Vendo pulseras en el paseo —contestó, alzando la muñeca para enseñar el producto que él mismo manufacturaba.

—Aaaah —dijo el inspector en su habitual tono de descubrimiento súbito—. ¿Usted quiere recibirnos otro día mañana pasado, por favor?

Esto ya no lo entendió muy bien el inglés, pero no por ser inglés, sino porque el tono y por tanto la intención de la pregunta habrían resultado confusos para cualquiera.

—Sí, claro —dijo por si acaso el joven.

—Bien, gracias, adiós —dijo el inspector, como quien recita de memoria el nombre de los tres Reyes Magos. Después se acercó a la puerta que daba al pasillo y esperó a que el anfitrión abriera paso.

Corrales tardó casi tanto como el joven en entender que había que levantarse y disponerse a salir, y cuando lo entendió, procedió al estilo más FBI que pudo, reacomodándose las gafas oscuras y tratando de que no se notara su propio desconcierto.

Sólo una vez afuera se atrevió a inquirir al Maestro:

—¿Ya está?, ¿eso es todo lo que quería preguntarle?

—Ya está sí —contestó el inspector.

—¿Y para saber de qué trabaja el inglés hemos venido hasta aquí?, tenemos los informes, o se lo podíamos haber preguntado a los Mossos

El inspector se detuvo un momento con las manos a la espalda y, dirigiendo sus ojillos de nuevo invisibles hacia Corrales, dijo:

—La persona importante.

»La persona cuerpo y casa entera.

»El informe no importante.

Y volvió a echar a andar dejando atrás al cabo.

—No, si por mí cojonudo —dijo Corrales, tratando de alcanzarlo—. Pero ya que la investigación avanza tan rápido podríamos tomarnos una cañita antes de ir a casa del holandés, ¿no?

—Una cosa sola: ¿qué cosa es Ca Nita?

—«Canita» no: «cañita», bebida española para el verano. La inventamos en Carabanchel cuando no existía el aire acondicionao.

—Aaaah… —dijo el inspector Sakamura.

El Lehendakari Satrústegui había conseguido acercarse a sus propios pies lo bastante como para cortarse la uña del dedo gordo izquierdo, si bien de forma bastante irregular, como si se la hubiera roído un hámster. Pero después de resoplar durante varios minutos sentado al borde de la bañera, comprendió que no tenía sentido seguir luchando contra la evidencia: tendría que ponerse a régimen, una palabra que detestaba por su asociación a toda clase de pesadillas totalitarias.

Salió del baño en camiseta y calzoncillos y gritó en dirección a la cocina:

—¡Maitechu!: ven un momento, que no me apaño.

—Qué te pasa, pues…

—Que vengas, te digo.

Maitechu apareció secándose las manos.

—Y qué quieres…

—Pues que no me llego, a cortarme las uñas.

—¿T’has duchau?

—Luego, me ducho…

—Pues dúchate primero, o qué…

—Si ya me duché anoche…

—Pues te vuelves, a duchar, que te huelen, los pies.

—Que no me huelen —el Lehendakari se husmeó los dedos de la mano con los que se había estado sujetando el pie y se le escapó una mueca que desmintió sus palabras.

—Trae aquí esos calcetines, que los llevo al lavadero… Y ponte Peusek, ¿oyes?

En ese momento, sobre la estantería del lavabo, sonó el móvil personal del Lehendakari:

Tenemos pollo asau,

asau, asau, asau con ensalaada.

Buen menú, buen menú,

buen menú señor…

En la pantalla aparecía la palabra «Koldo», nombre de pila del cabeza de lista del Partido Euskaldun de los Valles Verdes, socio en el último gobierno heptapartito vasco. El Lehendakari comprendió con fastidio que tendría que hablar en euskera, lengua en la que no se había iniciado hasta los 36 años y en la que, pese a sus esfuerzos, nunca había conseguido hablar fluido a menos que se tratara de un discurso ensayado.

Se sentó sobre la tapa del wáter para afrontar el esfuerzo más cómodamente y pulsó el botón de respuesta.

—Qué pasa, Koldo —dijo la versión traducida de su voz.

—Acabo de enterarme de una cosa que te va a interesar —contestó la versión traducida de la voz de Koldo.

—Cuenta…

—Agárrate: me han dicho que los catalanes tienen el Reconector…

El Lhendakari dio un respingo sobre su improvisado asiento:

—Qué me dices: ¿seguro?

—Seguro.

—Qué hijos de puta. (En castellano en el original). ¿Cómo te has enterado?

—Me llega de una fuente fiable, no me hagas hablar.

El Lehendakari comprendió que Koldo se estaba refiriendo a los Innombrables, que a consecuencia de sus movimientos clandestinos por medio mundo solían manejar información privilegiada.

—¿Y cómo han podido hacerse con él?, mira que nosotros lo intentamos y no hubo manera…

—Eso ya no está tan claro, pero me dicen que el contacto lo hicieron en algún lugar de Duwait, o puede que en los Emiratos Árabes… Ha debido de costarles a precio de central nuclear, y en plena crisis…

—Bah, menudos son estos catalanes para sacar dinero de debajo de las piedras: seguro que tienen los sótanos de la Sagrada Familia forrados de fondos reservados, por eso no querían que pasara el AVE por debajo. Además, si son listos pueden amortizar el gasto en tres meses, y ya sabes que listos lo son un rato… Oye, y qué: ¿funciona bien?, ¿no hay efectos colaterales?, se decía que podía ser peligroso, por las radiaciones, o algo…

—Ni idea: si lo han probado ya con alguien han conseguido mantenerlo en secreto.

—Seguro, que lo habrán probado… Qué cabrones. (En castellano en el original). Oye, tenme al tanto si te enteras de algo más…

Cuando el Lehendakari colgó, volvió a aparecer su mujer en el quicio de la puerta del baño.

—Y qué, aún no t’has duchau siquiera…

—Qué quieres, si he’stau hablando con Koldo, el de los Valles Verdes.

—Y qué habláis tanto, pues…

—Nada, joder: cosas nuestras, d’Estau…

El apartamento del muerto holandés estaba en primera línea de mar, y el cabo Corrales volvió a guiar al inspector Sakamura cruzando el centro de Calabella. Hubiera sido fácil evitar el penoso tránsito por la calle Mayor, atestada de turistas que husmeaban las paradas de bisutería en la esperanza de encontrar algo en que gastar compulsivamente su dinero, pero a Corrales le gustaba cambiar impresiones con algunas veraneantes escogidas:

—¿Vas a la playa, pichurri? —le espetó a una francesa bastante bien terminada—: si quieres te hago sombra un rato, pa que no te peles…

—Ta gueule… —contestó la francesa tras sus gafas de sol, disparando el flash de su cámara hacia su cara.

—¿Ha visto?, me ha hecho una foto: a ésta le gustao —dijo Corrales volviéndose un momento hacia el inspector—. Si no estuviera de servicio… Espere qu’entro un momento en el estanco a comprar Ducados…

El inspector Sakamura no tenía ni la más remota idea de qué cosa podía ser un «ducados», así que simplemente siguió a Corrales y atravesó tras él las puertas automáticas de vidrio que aislaban el local climatizado de la tórrida atmósfera exterior. Aquello fue toda una experiencia para el Maestro. A sus sesenta y ocho años —que no parecían más de cincuenta y siete—, era la primera vez que entraba en el interior de un estanco. De pronto, le pareció haberse sumergido en un infierno frío e intensamente aromatizado por la madera de las cajas de puros, y los narcóticos efluvios que exhalaban las bolsas de tabaco de pipa. Pero, sobre todo, al inspector Sakamura le fascinó el mosaico multicolor de miles de cajetillas de cigarrillos que cubrían la pared de detrás del mostrador. Observó maravillado cómo las dos dependientas atendían sendas colas de turistas y, con la precisión de un brazo robótico, se volvían hacia la estantería y extraían la marca que se les solicitaba sin necesidad de mirar, confiando únicamente en la inteligencia autónoma de su mano.

Aquello le pareció al Maestro Sakamura de lo más zen.

—Dame un ducaditos pa matar los gérmenes, anda —le pidió Corrales a la dependienta de más edad, la misma que le vendía tabaco desde 1979— Se ve mucho guiri rubiajo esta mañana, ¿no?: éstos no son de Can Fanga…

No me’n parlis, ha arribat aquest matí un vaixell ple d’anglesos i no donem fabast… (No me hables, ha llegado esta mañana un barco lleno de ingleses y no damos abasto…) —contestó la dependienta.

—Pues nada —dijo Corrales—: a venderles droga blanda a los ingleses hasta que s’asfisien…

El inspector Sakamura, que pese al festival de olores mareantes se mantuvo atento al diálogo, esperó a salir de nuevo a la calle para detener un momento a Corrales y, mirándolo fijamente a los ojos desde sus ranuras destellantes, preguntarle:

—Una cosa sola: ¿por qué yo entiendo a ti y no entiendo mujer que habla para tabaco?

—Eso va a ser porque yo hablo castellano y ella habla catalán…

—Aaaah, Kata Lan… —el inspector rió brevemente—, ji, ji, ¿qué cosa es Kata Lan?

Reiniciaron el camino hacia el paseo Marítimo mientras Corrales le daba al Maestro Sakamura unas lecciones básicas de sociolingüística peninsular tal como las recordaba de sus tiempos de escolar:

—Pues el catalán viene a ser un dialecto del español que se pronuncia parecido al francés; lo mismo que el gallego, lo que pasa es que el gallego se pronuncia mayormente como el portugués. Y luego también está el vasco que es otro dialecto del castellano, pero éste debe de estar mezclao con griego o algo raro porque cuando lo hablan rápido no se entiende una mierda…

—Aaaah… Mucho idioma diferente español…

—Bueno, idioma idioma sólo hay uno, que lo inventamos en Madriz en tiempo de los romanos… Esto se lo digo yo en confianza porque usté es una persona inteligente y entiende las cosas, pero no se lo diga a ningún catalán porque se mosquean cantidá, ¿sabe usté? Buá: una vez se me ocurrió decírselo a mi mujer y me tuvo a pan y agua dos semanas.

Hizo un gesto deslizando el índice y el anular a lo largo de la nariz.

—Aaaah —dijo el inspector—, ¿tú esposa catalana?

—De Olot, mayormente, que es el primer destino que tuve. Con la tontería la invité un día al cine y se quedó preñada: si no de qué iba yo a casarme, con lo que me gustan las mujeres… Al chico lo tengo ahora en la Academia Militar del Aire: ha salido un machote, como su padre…

—Una cosa sola: ¿también habla catalán en Carabanchel?

Corrales chasqueó la lengua y se quedó mirando al inspector de arriba abajo, como siempre que le tocaban su orgullo castizo:

—No me joda, Maestro… Nosotros en Carabanchel tenemos dialecto propio: científicamente se llama «carabanchelí», «cheli» para abreviar, pero mayormente hablamos en cristiano, como los señores.

—Aaaah… —dijo el inspector, tratando de asimilar tanta información confidencial como le estaba proporcionando su cicerone—. ¿Catalán no cristiano, idioma moro del Islam?

—No hombre, no… Lo del catalán es porque la provincia de Gerona es la que está más lejos de Madriz, y antes las carreteras no eran como ahora… Pero en Can Fanga, que está mejor comunicada, ya se habla más español normal.

—Una cosa sola: ¿qué cosa es «Kan Fan Ga»?

—Pues Can Fanga viene a ser lo que es mayormente Barcelona pero dicho en catalán antiguo.

—Aaaah… Yo poco rato en Can Fanga, aeropuerto del Prat —dijo el Maestro—. ¿Muy bonita de arquitectos modernitos?

—Psé, se ve que quisieron hacer una cosa como Madriz pero les salió más pequeña y sin tanto señorío… Tienen playa, vale, pero todas las calles son iguales, y para disimular la chapuza le llamaron a eso el Enchample de Sardá, que era el abuelo de aquel presentador de la tele que salía con la Veneno, no sé si también lo echaban en el Japón… Luego tienen la Sagrada Familia, que está sin terminar porque al arquitecto lo atropelló un tranvía y ahora no encuentran los planos; y después también tenían un gorila blanco en el zoológico, pero se empeñaron en preñar a mogollón de monas para ver si les salían hijos blancos y al pobre lo acabaron matando a pajas. Con perdón…

—Ah, también Olimpiadas de Can Fanga. Amigos para siempre naino naino, naino na —canturreó el inspector—. Yo sí visto en Kyoto televisivo…

—Buá: eso de las Olimpiadas fue un tocomocho, hombre… No ve que el capitoste de los juegos era un catalán forrao de pasta y barrió pa casa… Seguro que si en aquel entonces el mandamás olímpico hubiera sido Jesús Gil las Olimpiadas las hubieran hecho en Marbella, no te jode…

Habían llegado ya al paseo Marítimo y caminaban sobre el tramo central de tierra batida, bastante más cómodos que por las callejas del casco viejo. El inspector Sakamura parecía estar barrinando algo:

—Una cosa sola: ¿tú entiende mucho catalán?

—Claro: yo entiendo de todo, no ve que a la aduana llegan guiris de todas partes… Un día hasta me entró un carguero australiano; pero no australiano de Austria: éste era australiano de Australia, que aún está más lejos…

»Uf: atento al escaparate, Maestro, que ésta viene pidiendo guerra…

»¿Te ayudo a llevar peso, bonita?, te veo muy cargada…

La interpelada no se dignó a abrir la boca.

—La mitad de todo eso es silicona, se lo digo yo que tengo buen ojo pa la frutería…

Pero el inspector Sakamura estaba pensando en otro asunto:

—Una cosa sola: ¿tú enseña a mí poca palabra catalán?

—No me joda, Maestro, si eso no hace falta enseñarlo: se aprende solo, como el cheli.