En nuestro ascenso por la pendiente del círculo inevitablemente encontraremos barreras. Al esfuerzo descomunal para no desanimarnos y permanecer motivados, deberemos sumar un esfuerzo adicional para no sucumbir a las fuerzas negativas que nos impiden avanzar.

Algunas personas no sólo no transmiten optimismo, sino que además frenan sueños y proyectos ajenos. Lamentablemente, esos individuos negativos que obstruyen cualquier iniciativa próxima a ellos abundan en la sociedad y en muchas ocasiones ocupan cargos importantes en la Administración o en empresas. Diariamente tengo que vérmelas con sujetos así y parte de mi trabajo consiste en convencerlos, esquivarlos o neutralizarlos.

Bloquean cualquier idea con afirmaciones como «Esto no va a funcionar», «Imposible», «No podemos hacerlo» o «No, nosotros no lo hacemos así». Esas personas minan nuestro entusiasmo, dañan nuestra motivación y pueden contagiarnos su desaliento. Representan un lastre añadido en nuestra lucha por alcanzar un futuro mejor.

Diariamente nos cruzamos con ellos de dos maneras. De forma directa en reuniones, charlas por teléfono o trámites cotidianos. De forma indirecta como usuarios de Internet o las redes sociales y como consumidores de ciertos medios de comunicación. Algunos comentaristas, columnistas o blogueros irradian negatividad y no son capaces de hacer aportaciones constructivas a la sociedad que critican. Luego están los internautas que, sistemáticamente, entran en páginas web de consumidores para criticar un restaurante, hotel, tienda, consultorio médico o cualquier otro servicio que hayan probado en las últimas veinticuatro horas. No me refiero, obviamente, a las quejas fundadas y legítimas de un consumidor, sino al comentario venenoso y a la exigencia ilimitada de algunos. Son la versión moderna de los clientes malhumorados que nada más llegar a un hotel pedían el libro de reclamaciones por si lo necesitaban. Y siempre lo necesitaban porque su carácter agrio y su disgusto crónico los convertían en unos incansables detectores de defectos.

Tras observarlos detenidamente durante años, he llegado a la conclusión de que estos «interruptores de sueños» se pueden clasificar en seis grandes grupos: personas con un gran complejo de inferioridad que necesitan frenar a los demás para demostrar que tienen una parcela de poder; cargos intermedios que intentan ascender y son prisioneros de una pulsión constante por agradar a sus superiores y trepar; individuos que no tienen maldad, pero son muy negativos y pesimistas; egomaníacos que no saben escuchar a los demás y no atienden a razones; personas con una tenebrosa confusión mental que no les permite impulsar un proyecto propio o ajeno por simple que sea; y, finalmente, individuos cuyo único objetivo en la vida es sobrevivir y sólo son capaces de valorar los proyectos que los mantienen a flote. Les pondré un ejemplo de cada grupo, aunque en realidad podría contarles cien.

En relación con el primero de estos grupos, unos años atrás, el equipo de uno de los proyectos de salud pública que promovía fichó a un coordinador. Conocí a ese hombre unas semanas más tarde y enseguida me percaté de que tenía un gran complejo de inferioridad: sólo veía problemas y no aportaba soluciones. Soy un médico observador y no suelo equivocarme en esas primeras impresiones. Pasaron los meses y no conseguíamos avanzar porque aquella persona encontraba problemas y defectos a todas las propuestas, que siempre quedaban en punto muerto. Decidí que únicamente había una forma de salvar el proyecto: despidiéndolo. Unos meses más tarde coincidí con el director de una fundación y me contó que aquella persona trabajaba con él. Tras una breve pausa me preguntó cuál había sido la razón de su cese. Mi respuesta fue: «La misma por la cual tú ya no puedes trabajar con él». Entonces el hombre se desahogó y me contó que estaba harto, porque además de dirigir la fundación tenía que librar una lucha diaria contra un tipo que aunque trabajaba para ellos se había convertido en el principal obstáculo de la institución.

Un ejemplo perfecto para el segundo caso, el de persona que intenta medrar y aparentar poder, lo viví con un abogado recién fichado por una multinacional asiática que ha apoyado uno de mis proyectos de salud con una aportación de unos dos millones de dólares. Nada más llegar, y sin conocer el proyecto en profundidad o tener experiencia en el campo de la salud pública, convocó una reunión urgente y extraordinaria de los principales inversores de la compañía para alertarlos del inmenso error de seguir apoyando el proyecto. Según me comentó uno de los asistentes, atacó la iniciativa con razonamientos erróneos. Obviamente, esa sesión tenía el objetivo final de darse a conocer y llamar la atención en un grupo de personas que, más adelante, podían apoyar su ascenso. Con este tipo de sujetos y comportamientos soy muy severo: llamé al vicepresidente de la multinacional y le dije que no estaba dispuesto a tolerar esos frenos y cortapisas y que si aquel individuo seguía entrometiéndose, les devolveríamos el dinero y buscaríamos otro donante.

Luego están, en el tercer grupo, como les avanzaba, los pesimistas, que siempre tienen un no por respuesta, pero no tienen mala intención. Su máxima es «Todo lo que puede ir mal irá mal…», así que para qué intentarlo. La mejor defensa ante esta actitud es el prestigio personal. En mi caso, tras muchos años de esfuerzo, he conseguido que este tipo de personas no se atreva a frenar mis proyectos en Estados Unidos porque he demostrado que cuando me propongo impulsar una iniciativa reúno a las personas y los medios para que sea un éxito. Cada vez que he entrado en un nuevo país, he necesitado unos años para lograr el reconocimiento que me proteja de individuos que puedan dudar de mi capacidad creativa. La buena noticia es que con los años es posible silenciarlos; la mala, para aquellos lectores que son jóvenes y lo que necesitan es apoyo en sus inicios, es que de entrada representan un obstáculo considerable.

En cuanto al cuarto grupo, el de los egomaníacos que no escuchan, su actitud la he observado sobre todo en algunas personas que ejercen altos cargos ejecutivos y políticos. Son un peligro, ya que, lamentablemente, tienen el poder suficiente para silenciar a quienes no opinan como ellos. Creen que saben más que nadie de arquitectura, genética, física cuántica, psiquiatría, urbanismo, arte, literatura y cualquier otra materia humana o divina. Precisamente porque no escuchan, dialogar con ellos o intentar hacerles razonar es imposible: que frenen o apoyen un proyecto no dependerá ni de nuestro esfuerzo ni de nuestro talento.

Luego está el quinto grupo, el de las personas de pensamiento espeso, que a menudo pasan por perfeccionistas pero no lo son: más bien tienen una constelación de ideas en el cerebro que no pueden ordenar. Por el hospital han pasado médicos jóvenes que eran brillantes, pero que nunca fueron capaces de publicar un estudio porque, por algún motivo, no conseguían estructurar sus pensamientos, plasmarlos en un papel y publicarlos. Pueden estar meses o años dando vueltas en torno a una idea o un proyecto y sólo consiguen perder el tiempo propio o ajeno y, muchas veces, hacer que otras personas pierdan la paciencia. Crean unos embrollos tremendos porque cualquier idea, por simple que sea, se convierte en complicada y, al final, logran que treinta personas se involucren en una tarea que una sola podría completar en media hora si él la dejara en paz. Uno de los médicos más brillantes que he conocido, con unas credenciales impecables de una de las mejores facultades de Medicina del mundo, nunca fue capaz de hacerle un diagnóstico concreto a un paciente. No podía porque empezaba a sopesar alternativas y nunca llegaba a una conclusión definitiva. Pese a sus amplios conocimientos, dio grandes quebraderos de cabeza al hospital, que se vio obligado a crear un equipo que supervisara su trabajo. En la actualidad ya no trabaja con nosotros.

Por último, integran el sexto grupo los supervivientes, personas que no tienen mucho poder y que, básicamente, sólo quieren permanecer en su puesto y que todo se mueva lo menos posible. Cualquier propuesta puede desestabilizar su particular juego de equilibrios y por este motivo siempre están al pie del cañón, simulando una actividad cuyo objetivo final es consolidar la inactividad. Suelen hablar con frases hechas y vacías. Crean situaciones tan absurdas y kafkianas que serían muy graciosas si no fuera porque te están complicando la vida.

En resumen, esas personas forman parte de una corriente que avanza en el sentido contrario al círculo. El sentido del círculo es, en este orden, frustración, motivación, satisfacción y pasividad. En cambio, esta corriente negativa puede entorpecer nuestra andadura, frenarnos o incluso hacernos retroceder desde la motivación a la frustración. Debemos mantenernos alejados de ellas o esquivarlas. Éste sería mi primer consejo como médico, ya que siempre es preferible prevenir que curar. Cuando esto no sea posible, no tendremos más remedio que empujar más fuerte que ellas, con una actitud positiva y grandes dosis de creatividad, astucia y paciencia. Sólo cuando nuestra actitud positiva consiga vencer su actitud negativa podremos seguir nuestro ascenso por la pendiente del círculo y dejarlas atrás.