Autenticidad

Nunca dejará de sorprenderme la cantidad de personas que no se muestran tal y como son, que viven una impostura permanente desde que se levantan hasta que se acuestan. También cambian de personalidad en función de la situación o de su interlocutor.

Esconden sus problemas e inseguridades detrás de actitudes egocéntricas, de comportamientos histriónicos que van trocando según el contexto en el que se encuentran. Se disfrazan con ropa de marca, gafas de sol que les permiten ocultar su mirada o grandes coches deportivos. Tienen amistades superficiales y son prisioneros de una actividad permanente que les permite desplazarse sin descanso y sin tener que dar muchas explicaciones. Su vida es una huida hacia delante o, más bien, hacia ninguna parte.

Son personas que todavía no se aceptaron. Muchas han caído víctimas de las presiones de una sociedad que las empuja a simular personalidades para ser más populares, más atractivas o más parecidas al resto. Algunas se inventaron el personaje hace tanto tiempo que les resulta más fácil seguir fingiendo que quitarse la máscara.

La impostura es un error muy grave. Para empezar, esa actuación constante conlleva un gasto de energía considerable, energía que ya no tendremos para emprender proyectos que realmente valen la pena. Además, cualquier proyecto personal o profesional que emprendamos desde esa ficción está condenado al fracaso: estamos construyendo un castillo de arena que se desmoronará en cualquier momento.

La falsedad me da mucha pena porque detrás del impostor se esconde una persona en potencia mucho más interesante que la máscara andante tras la cual se oculta. Es mil veces mejor un ser humano complejo, como todos, que un antifaz parlante que sólo repite frases hechas.

Me gustan los seres auténticos; aquellos que no cambian de personalidad o de comportamiento según el ambiente, las circunstancias o su interlocutor. Son siempre ellos mismos y se comportan exactamente igual en una recepción con un jefe de Estado y en una reunión de su comunidad de vecinos. De hecho, siento una gran admiración por los individuos que para ser ellos mismos han luchado contra su sociedad o las convenciones de su época y han navegado a contracorriente para tener la vida que querían.

A lo largo de mi vida he tenido la suerte de conocer a muchos individuos que apostaron por la autenticidad, pero citaré el ejemplo de dos seres genuinos a los que quiero y conozco muy bien: mi padre y mi hijo.

Como ya comenté, mi padre era psiquiatra y dirigió un sanatorio mental en Barcelona. Mi hijo es un cantautor bohemio que construye guitarras y repara bicicletas con piezas de automóviles abandonados. A simple vista, abuelo y nieto son muy distintos. La realidad es que su esencia es similar: los dos se rebelaron contra ciertas normas impuestas por la sociedad y lucharon por defender su autenticidad.

Páginas atrás les conté las peripecias de mis padres para abrir la clínica y formar una familia en la Barcelona bombardeada de la guerra civil. Lo que no les he dicho es que mi padre llegó a esa ciudad huyendo de otra y de los fantasmas de la época que le tocó vivir.

Mi padre, Joaquín, creció en Palma de Mallorca, y a los diecisiete años se mudó a Barcelona para estudiar Medicina. Su familia también se mudó por las mismas fechas, lo que explica que en la isla ya sólo quedaran parientes lejanos cuando yo nací. Yo solía visitar a mi abuelo paterno, un médico sabio y paciente que me regalaba caramelos de regaliz (las famosas pastillas Juanola). Durante mi infancia viajé con mis padres y mis hermanos a varias ciudades de Europa, pero nunca a la ciudad de mis antepasados paternos.

A principios de los setenta descubrí un importante secreto por casualidad. Trabajaba en la clínica Mayo y el periódico de la ciudad, The Rochester News, publicó un artículo donde se mencionaban apellidos de origen judío, entre ellos el mío y el de otro residente que se apellidaba Aguiló. Por aquel entonces ya habían nacido mis hijos, Silvia y Pau. Llamé a mi padre y éste me dijo que esa información era cierta, pero que hablaríamos de la cuestión durante las vacaciones de verano. La historia que me contó unos meses más tarde me fascinó.

Mi padre se crió en Mallorca durante los años anteriores a la primera guerra mundial. Desde muy pequeño fue consciente de que, por algún motivo, su familia no era como las demás, y de que, por el mismo motivo, sus sueños tenían un techo en la sociedad de la época. Mi padre era chueta, es decir, miembro de una familia con antepasados judíos que se habían convertido al catolicismo siglos atrás. El apellido Fuster («carpintero» en catalán) está en todas las listas de apellidos chuetas. Y según me contó, éste no era el único factor que se tenía en cuenta para identificar a ciertas familias y ponerles el membrete de chuetas. También se consideraban los linajes: cada generación transmitía a la siguiente una lista mental de familias que procedían de judeoconversos. Eran muchos los que tomaban buena nota de esta información, muy útil para evitar que sus hijas contrajeran matrimonio con un chico perteneciente a una de esas familias, o impedir que los miembros de esa comunidad pudieran acceder a determinadas posiciones sociales. Esta situación llevó a algunos descendientes de judeoconversos a ocultar sus apellidos para evitar la discriminación; práctica bastante inútil porque siempre había alguien en la isla que «sabía» e informaba a los demás. Otros tenían relaciones muy endogámicas. De hecho, los dos apellidos de mi padre, Fuster y Pomar, son chuetas porque mi abuelo y mi abuela pertenecían al grupo. Todos sabían cuáles eran los quince apellidos o linajes malditos y aún hoy podemos mostrar la lista: Aguiló, Bonnín, Cortés, Forteza, Fuster, Martí, Miró, Picó, Piña, Pomar, Segura, Tarongí, Valls, Valentí y Valleriola.

La marginación de esta comunidad se remonta al siglo XIV. En 1391, durante el asalto al Call, la judería de Palma, fallecieron más de trescientas personas. Un siglo más tarde, la Inquisición torturó a quienes no quisieron convertirse al cristianismo. Los judíos de Mallorca quedaron divididos en reconciliados (conversos), relajados (castigados) y marsíes (judíos que delataron a otros judíos para salvarse). Tradicionalmente, los chuetas vivieron en barrios concretos y fueron prestamistas y compradores de oro o ejercieron profesiones liberales como las de médico y abogado.

Mi abuelo era un doctor muy conocido en Palma de Mallorca y llegó a ser el médico de cabecera del obispo, prueba irrefutable de que si eras un buen profesional nadie te cerraba la puerta; eso sí, eras un excelente profesional chueta.

Mi padre sólo quería tener una etiqueta, la de la autenticidad que exhibiría toda la vida, su esencia de médico, y no estaba dispuesto a cargar con la otra: por eso decidió que viviría en otro sitio. Ese estigma le proporcionó la motivación necesaria para marcharse a Barcelona a estudiar. En esa época, mudarse a Barcelona era una aventura parecida a la que años más tarde viví yo cuando crucé el Atlántico y me mudé a Minnesota para trabajar en la clínica Mayo.

La comunidad chueta fue discriminada hasta los años cincuenta. Mientras, mi padre ya se había abierto paso como psiquiatra en Barcelona, se había casado con quien había querido y había tenido cinco hijos que nunca recibieron las burlas de sus compañeros de colegio.

De hecho, resulta sorprendente pensar que en 1942, cuando mi madre estaba embarazada de mí, agentes de las SS se presentaron en Palma de Mallorca con la orden de preparar una lista detallada de los descendientes de aquellos judíos mallorquines. Cuentan que el obispo de Palma elaboró un informe que se remontaba hasta los tiempos de la Inquisición donde incluyó a miles de personas con el fin de que la Alemania nazi no supiera por dónde empezar.

Una situación de injusticia puede convertirse en el motor que mueve a una persona a luchar por un futuro mejor. Para que el motor siga en marcha es necesario que el individuo esté decidido y quiera llegar hasta la meta que se había propuesto, cueste lo que cueste. Nadie ha dicho que los sueños son fáciles de alcanzar. Lo difícil no es estar motivado, el reto es seguir motivado, mantener la autenticidad y luchar por una causa. Y mi padre tenía motivación a raudales porque fracasar y volver a la isla no era una posibilidad que le resultara demasiado atractiva.

A veces cuesta tomar una decisión; en este caso, empezar una nueva vida en otra ciudad. Sin embargo, cuando nos hemos arrojado al abismo, el resto del camino nos parece fácil o inevitable: simplemente pensamos que ésa es la única vía posible y que no hay atajos.

Mi padre no quiso vivir en Mallorca. En Barcelona estudió Medicina Legal y pudo cultivar su afición a la ópera, la lectura y la escritura. Y la familia de mi madre no puso ninguna objeción cuando quiso casarse con ella. De hecho, fue uno de mis tíos quien los presentó con la intención de propiciar una relación. Sin embargo, la sutil discriminación que sufrió durante su infancia le marcó, hasta el punto de ocultar los orígenes de su apellido a sus cinco hijos. No quería que nadie pudiera señalarnos injustamente con el dedo. Siempre persiguió la autenticidad a toda costa.

Mi hijo Pau tiene también una definición de autenticidad muy estricta. Para él, la autenticidad es ser constante y coherente con uno mismo y también con la situación con que se encuentre. Siempre es él, con independencia del momento, del lugar y de las personas. Descubrió que no quería vivir en Nueva York; se sintió muy agobiado por la presión social. Nueva York es una ciudad con una actividad frenética llena de personas pegadas a sus teléfonos móviles. Ese ritmo ha sido una gran fuente de motivación para mí y me entusiasma estar rodeado de personas tan trabajadoras y enérgicas, pero mi hijo se sentía abrumado por la agresividad y la competitividad del ambiente. Esa adrenalina nunca le interesó. Es muy probable que se sintiera incomprendido en casa, ya que mi esposa, mi hija y yo sí nos habíamos adaptado a la ciudad y habíamos hallado nuestro sitio en una sociedad que nos recibió con los brazos abiertos.

Pau hizo las maletas y se fue a un sitio más acorde con su personalidad. Se mudó a Cardona, que, como ya he dicho, es el pueblo donde nació su madre. En esa localidad, de cinco mil habitantes, muy tranquila y relajada, ha encontrado la base sobre la que construir la vida que le gusta.

Recientemente, una productora le ha propuesto un proyecto que es perfecto para él: viajar durante varios meses en una de las bicicletas que él mismo diseña y construye cargado con varias de sus guitarras, también hechas por él. A lo largo de su peregrinaje actuará en los pueblos por los que vaya pasando. Su itinerario se podrá seguir a través de las redes sociales, que informarán puntualmente de sus paradas y planes. Él, que siempre huyó de la publicidad, está muy ilusionado con una idea que le permite unir su pasión por las bicicletas, la música y la creación.

A veces ocurre que las personas que más nos quieren pueden, sin proponérselo, ser obstáculos para nuestra autenticidad. Muchos padres ven a sus hijos como una extensión de sus vidas. Quieren que éstos hagan lo que ellos no pudieron hacer y lleguen adonde ellos no pudieron llegar. Lo cierto es que nuestros hijos son personas independientes con sus propios sueños. Cada uno posee una personalidad y un potencial que él mismo debe explorar.

Nuestra relación es excelente, es uno de mis mejores amigos. Se ha convertido en un personaje tan curioso como entrañable. Tiene un gran sentido del humor, es capaz de reírse de su sombra y está en las antípodas de lo convencional. Es alguien muy complejo y extremadamente íntegro.

Los dos somos muy creativos y a ambos nos gustan las bicicletas. Pau «opera» a sus bicis con precisión de cirujano. No las vende, las regala: como ya he comentado en páginas anteriores, una conocida fábrica de bicicletas lo llamó porque las quería patentar y él se negó. Los negocios nunca han sido lo suyo.

Supongo que para Pau he sido un buen ejemplo con ciertos aspectos negativos. Es probable que en ocasiones se sintiera confundido e incluso intimidado cuando sospechaba que tenía unas metas muy distintas a las mías y no sabía cómo expresarlo. En cambio, creo que mi hija Silvia, con quien también estoy muy unido, me vio como un aliado incluso durante la adolescencia. De hecho, cuando estudiaba en el instituto instauramos la costumbre de quedar una vez por semana para ponernos al día de nuestras vidas y compartir reflexiones o planes. Es una costumbre que hemos mantenido con los años siempre que hemos vivido en la misma ciudad.

En cualquier caso, puedo entender perfectamente la reacción de Pau porque, irónicamente, a mí me pasó exactamente lo mismo. También me sentía intimidado por los éxitos profesionales de mi padre y de mi abuelo cuando estudiaba. Mi padre era un médico muy conocido en Barcelona y uno de los psiquiatras más prestigiosos del país. Mi hermano mayor, Joaquín, fue un magnífico estudiante y científico. Y mi abuelo había sido rector de la Universidad de Barcelona y senador. Todas las mañanas pasaba por delante de su busto al ir a clase. Mi agobio no terminó cuando empecé a sacar matrículas de honor y fui premio extraordinario de carrera, porque algunos compañeros llegaron a insinuar que me habían dado ese reconocimiento por ser quien era. Eso es algo que me marcó.

Es imprescindible sincerarse con los demás y, muy especialmente, con uno mismo. Tener una vida aparentemente perfecta que no está a la altura de nuestras expectativas o deseos nos hace profundamente infelices. Lo mismo ocurre si renunciamos a nuestros principios éticos y de autenticidad.

Les contaré una experiencia personal. De 1995 a 2005, el hospital Mount Sinai tuvo varios directores y decanos en la escuela de medicina. Yo no siempre estaba de acuerdo con las decisiones que tomaban y no dudé en manifestarlo porque esas iniciativas afectaban a la calidad del servicio médico y a las condiciones de trabajo de mi equipo. En aquel contexto de desconfianza y tensión le pedí a un paciente que siempre había sido muy generoso en sus donaciones al centro que nunca más regresara a mi consulta. Esto desató una tremenda crisis interna porque aquel miembro de la alta sociedad neoyorquina me había ofrecido cincuenta millones de dólares para llevar a cabo un importante proyecto: construir el nuevo edificio de nuestro instituto cardiovascular. Los responsables del hospital no se podían creer que en el marco de esa negociación le hubiese dicho a nuestro benefactor que se buscara otro médico. De hecho, tras medio siglo de práctica profesional, se trata de la única ocasión en que le he dicho a alguien que no quería verlo más.

Este señor tenía un carácter muy fuerte y parece que un periódico de la ciudad había publicado un artículo sobre él con información personal. Por alguna razón pensó que ese dato había salido de mi consulta y me llamó hecho una furia para insultarme. Nunca antes me habían acusado de divulgar secretos médicos. Yo me sentí muy ofendido y le dije que una relación médico-paciente se construye a partir de la confianza y el respeto mutuos y que nuestra relación había terminado. Se quedó muy sorprendido porque no estaba acostumbrado a que alguien le parase los pies, y mucho menos alguien que está esperando una gran suma de dinero para un hospital. Hasta ese momento, todo el mundo había estado a su servicio. Al día siguiente, su hijo me llamó y me pidió que recapacitara. Le contesté que le podía recomendar otros cardiólogos de mi confianza, pero que yo no quería tener tratos con su padre porque no era la primera vez que perdía los papeles.

En una ocasión estaba cruzando el Atlántico y el piloto de Air France se acercó a preguntarme si podía ir a la cabina para atender la llamada de un paciente. Era él: había conseguido averiguar que yo estaba en ese vuelo y había logrado que la compañía aérea hiciera la llamada para preguntarme qué medicamento tenía que tomar porque esa mañana se había resfriado. Unos meses antes ya había habido un pequeño incidente que no terminó mal porque mi esposa y yo tenemos sentido del humor. Aquel sujeto organizó una fiesta de cumpleaños en su mansión de Newport, la réplica de un castillo. El protocolo marcaba que todos los invitados se situaran al pie de una escalinata de mármol, hasta que él apareciera en lo alto y bajara los peldaños acompañado de música clásica. María Ángeles y yo estábamos al pie de la escalera, ya que el organizador de la fiesta había decidido que seríamos los primeros en ser saludados. El hombre inició el descenso cargando con su queridísimo gato. Cuando finalmente llegó adonde estábamos nosotros y nos saludó, el bicho se abalanzó sobre mi esposa y le arañó el brazo.

Han pasado muchos años, pero cuando recordamos ese momento triunfal no podemos parar de reír. Cuando mi ex paciente falleció, el hospital no constaba en la herencia. Sin embargo, el tiempo puso las cosas en su sitio y el hijo del hombre, el mismo que me había pedido que rectificara, me llamó y volvió a asignarnos la extraordinaria cantidad que su padre iba a darnos en su día. Su decisión se debió sin duda a mi postura de autenticidad cuando me sentí insultado y al hecho de que siempre habíamos tenido una relación excelente. La ética tiene que estar por encima de lo material.

En cualquier caso, mi conflicto con su padre hizo que mi relación con los decanos del Mount Sinai fuera todavía más incómoda. De hecho, me estaba planteando aceptar la propuesta de otro centro académico cuando tuve un golpe de suerte: nombraron a un nuevo decano. Incluso antes de que recibiéramos la importante donación, éste me indicó que me consideraba imprescindible para su proyecto y así hemos avanzado a lo largo de los últimos siete años.

En resumen, siempre hay gente que necesita ponerte una etiqueta o explicarte quién eres. Creen tener poderes telepáticos y saber cómo eres; creen conocer tus motivos para hacer las cosas y cómo piensas; te catalogan basándose en tu familia, tus antepasados o tus apellidos. Es importante no perder el tiempo para complacerlos con justificaciones o disculpas. Tampoco debes renunciar a tus valores y principios. Debes ser quien eres, debes ser auténtico.