A lo largo de los años han pasado por mi consulta pacientes que aparentaban ser felices con una vida que nunca quisieron. Esa farsa suele venirse abajo si tienen un problema de corazón. Cuando esas personas están al borde de la muerte y la vida les da una segunda oportunidad, la mayoría se dan cuenta de que probablemente no tengan una tercera y acaban por sincerarse consigo mismos y con los demás. Aceptan entonces quienes son.
Sin aceptación es imposible progresar. Aceptar nos obliga a reflexionar sobre nuestra situación y nuestras capacidades de una forma realista para examinar nuestras virtudes o defectos, nuestros puntos fuertes y nuestras carencias, nuestro pasado y nuestro presente. Mientras sigamos atormentados por nuestro pasado, resentidos con el mundo y frustrados con nuestras limitaciones (físicas, intelectuales, económicas o familiares) no podremos encontrar posibles salidas, relacionarnos con los demás de una forma positiva y tener la estabilidad necesaria para luchar por alcanzar un objetivo. Estaremos, en definitiva, atascados en la parte más baja del círculo.
Alcanzamos la madurez cuando entendemos que no se puede tener todo, aceptamos nuestra vida e intentamos que sea lo más armoniosa posible. Cuando transigimos con nuestro físico, nuestro intelecto, la infancia que tuvimos y las circunstancias que nos ha tocado vivir. Cuando admitimos que la vida tiene momentos muy duros y que nosotros, como cualquier otro individuo, hemos de pasar por unos cuantos. Gracias a esa aceptación estaremos mucho mejor con nosotros mismos y con los demás.
La consecuencia más negativa de la no aceptación es el rencor. Y estar resentido con familiares, amigos, compañeros de trabajo o con la sociedad en general nos condena a una vida de aislamiento. Ese ostracismo nos impide conocer a nuevas personas y tejer una red de amistades, emprender proyectos interesantes y acceder a informaciones muy útiles para nuestra carrera académica o profesional. Una situación, en definitiva, que nos conduce hacia lo más profundo de la pendiente y que sólo conlleva más rencor, más aislamiento y menos oportunidades. Demos la vuelta al círculo en sentido inverso y esa espiral se contraerá en lugar de expandirse.
Aceptar nuestras circunstancias y limitaciones, reconciliarnos con nuestro pasado, con los reveses de la vida y con los demás es una prueba de madurez y una decisión sabia. Sin esa aceptación estamos condenados a enfadarnos una y otra vez con nosotros mismos y con todo lo que nos rodea. La culpa seguirá siendo de los demás: de nuestros padres, de nuestras parejas, de nuestros compañeros de trabajo y de la sociedad en su conjunto.
Tengo pacientes con problemas congénitos muy graves: nacieron con ellos, simplemente les tocó. Otros no padecen ninguna enfermedad hereditaria y gozan de salud hasta que un día la pierden. A otros, todos los problemas les llegan de golpe: como sucede en las tragedias griegas, sus matrimonios, su salud y sus negocios son azotados por la calamidad al mismo tiempo. Otros tienen una salud de hierro, pero están desesperados porque sus hijos están gravemente enfermos y darían lo que fuera para invertir los papeles. Y también han entrado en mi consulta muchas personas marcadas por las desdichas de sus antepasados, de padres y abuelos que sucumbieron o sobrevivieron a guerras, campos de concentración y masacres.
Unos aceptan de forma tremendamente estoica la adversidad. Reflexionan y hacen las paces con las circunstancias que les han tocado. Otros, en cambio, están amargados y profundamente resentidos. Si la actitud de los primeros les permitirá sentar las bases para levantarse de nuevo, la de los segundos sólo los conduce hacia lo más profundo de un pozo de dolor, hostilidad y parálisis.
Todos conocemos a hombres y mujeres adultos que siguen culpando a sus padres de infortunios que tienen lugar medio siglo después. Nos cuentan que sus infidelidades, la mala gestión de sus negocios, sus adicciones o su mal temperamento tienen su origen en la ludopatía del padre, la muerte temprana de la madre, el turbulento divorcio de sus progenitores o la miseria vivida durante la infancia. Quedan anclados en el pasado y no son capaces de percibir que podrían tener un presente muy distinto. Llenos de resentimiento, entran en una espiral autodestructiva. Otros, en su misma situación, reflexionan, aceptan su infancia y llegan a la conclusión de que no quieren repetir los errores de sus padres. Utilizan los malos recuerdos como trampolín y nadan lo que haga falta para llegar a mejor puerto.
Lo que estoy diciendo no es nuevo u original: conocidos filósofos y líderes espirituales han abogado por los conceptos de aceptación y estoicismo a lo largo de la historia. Pero no debe confundirse la aceptación con la resignación. Aceptar significa contemplar las circunstancias de nuestra vida y asumirlas sin rencor ni odio, pero también sin rendiciones porque seguimos aspirando a una vida mejor y haremos todo lo que esté en nuestra mano para lograrla. Crecemos como individuos porque estamos en paz con nosotros mismos y somos más sólidos y fuertes. Resignarse, en cambio, conlleva una actitud pasiva sin otras aspiraciones. La consecuencia de la no aceptación es el resentimiento, un sentimiento mezquino e inútil.
Debido al hecho de que atiendo en mi consulta a pacientes de origen muy diverso, muchos de ellos hijos de inmigrantes, he tenido la oportunidad de conversar con muchas personas que perdieron a algún familiar en el Holocausto. He podido observar cómo han sido capaces de transformar su rabia y su tristeza en energía para cambiar la comunidad. Son personas que han pasado por situaciones difíciles y esto las lleva a la conclusión de que la sociedad debe mejorar para que esa brutalidad no se repita. Primero aceptan su pasado y, después, no sólo no están resentidos con la sociedad, sino que quieren ayudar. Es una actitud mucho más constructiva que criticar y no hacer nada.
Uno de mis pacientes era un conocido productor de Hollywood. Hizo un donativo millonario al hospital que nos permitió emprender un proyecto sin precedentes: la clínica ambulatoria Hazen. Les explicaré cómo se gestó la idea de esta clínica ambulatoria y cómo la convertimos en una realidad. Cuando me trasladé desde la clínica Mayo de Rochester al hospital Mount Sinai de Nueva York observé un hecho que me pareció inadmisible y debía corregir. Atendíamos tanto a enfermos con buenos seguros médicos como a enfermos sin recursos que sólo contaban con el seguro estatal. Unos y otros tenían derecho a las mismas pruebas, pero la realidad era que los pacientes con seguro privado podían pedir cita para el día siguiente mientras que los demás se veían obligados a esperar durante semanas.
Yo quería crear una unidad que nos permitiera tratar a todos los enfermos igual y sentarlos en la misma sala de espera con independencia de su nivel económico. Algunos colegas tenían reservas y señalaron que los pacientes que buscaban un servicio exclusivo y un cierto ambiente cambiarían de hospital. Sabía que eso no se iba a producir porque cuando una persona no se encuentra bien lo único que quiere es ser bien atendida. Uno de los primeros pacientes de la nueva clínica fue un miembro de la familia Rockefeller. Compartió sala de espera con una señora de Harlem que nunca había tenido un seguro médico privado. Él mismo me comentó que le parecía una labor extraordinaria.
Joseph Hazen, productor de clásicos del cine tan memorables como El póquer de la muerte o Descalzos por el parque, era una persona muy generosa que había sufrido el Holocausto y una juventud complicada, entre otras dificultades de su pasado. Cuando le sugerimos que su donativo se destinase a un proyecto que en ese momento parecía arriesgado y revolucionario, se entusiasmó con la idea. Y me emociona pensar que, años después de su fallecimiento, la clínica que lleva su nombre es un modelo imitado que ha permitido tratar a miles de personas. La enfermedad tiene idéntico impacto en el rico y en el pobre: nos hace a todos iguales.
No todo lo que sé sobre la aceptación lo aprendí de mis pacientes. Observar a los médicos jóvenes es muy interesante. Desde 1999 organizo en Washington unos encuentros con un centenar de jóvenes médicos que aún deben decidir su futuro profesional. Ese evento busca responder a la siguiente pregunta: ¿cómo se llega a ser un investigador clínico? La fórmula es muy sencilla: invito a diez investigadores muy prestigiosos y les pido que hagan un balance sincero de sus carreras. Yo también me sumo a esta terapia de grupo. Durante un día y medio les contamos la realidad de nuestras vidas (enfermedades, aspectos familiares positivos y negativos, miedos o traumas, fracasos, logros, frustraciones y retos).
Estos encuentros son un éxito rotundo porque los diez invitados son un modelo para todos los jóvenes que participan en el encuentro, que tienen una imagen muy idealizada de esas eminencias. Y el gran éxito de esas charlas radica en el hecho de que estos ilustres científicos no dudan en desnudarse ante el público y exponer la realidad de sus vidas. Ese ataque de sinceridad tiene dos objetivos. Por una parte, que los jóvenes entiendan cómo, en el mejor de los casos, tendrán que superar muchos obstáculos y trabajar duro. Por otra busca acabar con la falsa noción de «éxito», una palabra que la sociedad fomenta y que yo aborrezco. Prefiero el concepto de «satisfacción personal», como he apuntado en varias ocasiones a lo largo de este libro.
Un gran número de participantes llega a Washington con una idea de lo que quiere hacer y se va de la ciudad con un proyecto completamente distinto. La razón es muy sencilla: antes de las charlas con los científicos sólo habían tenido en cuenta las salidas más atractivas, mejor remuneradas o con un mayor prestigio social, mientras que después se sinceran con ellos mismos, sopesan sus puntos fuertes o débiles, sus habilidades o carencias y también el tipo de vida personal que les gustaría tener. En otras palabras, aceptan su esencia y su talento y realizan así la mejor inversión para su futuro.
He tenido ocasión de tratar con cientos de médicos residentes y éste es un error que veo constantemente. Jóvenes que, sin pensar en su personalidad, sus aptitudes o su vocación, eligen una salida profesional que les proporcionará dinero, prestigio y la admiración de sus compañeros. No consideran que para algunas especialidades se necesita, por ejemplo, una intuición especial, ser muy cognitivo o sensible o tener muy buenas manos. Y unos meses más tarde, cuando ya están en el lugar equivocado, siguen sin aceptar la realidad y entran en una fase de frustración y resentimiento.
Les pondré un ejemplo. Hace dos años un médico que estaba a punto de terminar su residencia en el hospital vino a despedirse de mí y me preguntó si podía ser su mentor. Quise saber qué salida profesional había elegido y su respuesta me sorprendió, porque se había decantado por la cardiología intervencionista y esa especialidad requería mucha preparación técnica, y a mi parecer, no era la mejor opción para ese joven. Pocos días más tarde, otro residente vino a despedirse de mí y también me preguntó si podía ser su mentor. Como ya había hecho con su compañero, le pregunté por la salida profesional que había escogido y, para mi sorpresa, su respuesta fue idéntica a la del otro médico. Hablé con el responsable de cardiología intervencionista del hospital y me confirmó lo que yo ya sabía: que ninguno de los dos tenía el perfil que se requiere para esa labor.
Durante dos años les perdí la pista hasta que en una cena de antiguos residentes del instituto aparecieron los dos. En distintos momentos de la velada, uno y otro me explicaron que estaban muy descontentos, que trabajaban con equipos que no funcionaban y con jefes calamitosos. No dejaron títere con cabeza y criticaron a los mejores especialistas del sector. Y lo hicieron por una simple razón: el resentimiento. En vez de aceptar que se habían equivocado de salida profesional, que ellos no servían y, por ese motivo, no encajaban en los equipos médicos con los que trabajaban, seguían sin aceptar la realidad y se autoengañaban. Como suele ocurrir en estos casos, la culpa era de «los otros».
Les contesté lo mismo, aunque a cada uno por separado: «¿No te das cuenta de que el problema eres tú? Si no cambias de actitud, si no te aceptas a ti mismo, serás un frustrado y un resentido. Ven un día a mi despacho y hablamos».
Meses más tarde tuve noticias de ellos. Ambos habían decidido dar un vuelco a su profesión y habían comprendido que el origen de la tensión con sus equipos era, simplemente, que no estaban en el lugar más idóneo para ellos. Uno trabaja ahora como cardiólogo en el pueblo donde nació y el otro es cardiólogo general en Long Island, Nueva York, y lidera un proyecto muy válido.
No son casos aislados. Lo veo todos los años, cuando una nueva promoción de residentes es contratada por centros médicos. Primero buscan un trabajo con el que demostrar que «han triunfado». Semanas más tarde llaman a una inmobiliaria porque quieren comprarse un apartamento. Sin embargo, cuando los muebles todavía no han llegado a su nuevo hogar ya empiezan a intuir que todo ese tinglado nada tiene que ver con ellos. La única forma de deshacer el enredo es aceptar el error y volver a reformular su carrera profesional de acuerdo con sus propias personalidades. Eso les permite encontrar su lugar en la profesión médica.
Subirse a un taxi de Nueva York también es una clase magistral sobre aceptación y resentimiento. Una licencia de taxi cuesta un millón de dólares. Y de la misma manera que algunas personas compran pisos como forma de inversión, otras adquieren licencias porque con los años se revalorizan y pueden revenderse o alquilarse. De hecho, una sola familia de la ciudad, los Murstein, posee trescientas licencias. Obviamente, ningún miembro de esa familia es taxista: ellos se limitan a gestionar su activo. Alquilan las licencias al propietario de una flota o un vehículo que, a su vez, alquila el taxi a un conductor. Se trata de un alquiler diario y el conductor tiene que pagar unos trescientos euros con independencia de los beneficios de ese día, las inclemencias del tiempo o cualquier otra eventualidad. Para superar esa suma y obtener ganancias que les permitan comer tienen que trabajar más de catorce horas diarias, fines de semana incluidos; y tienen que correr, no pueden parar. Es un trabajo que en los años ochenta hacían estudiantes y neoyorquinos pobres, pero hoy la mayoría de los taxistas son inmigrantes recién llegados a la ciudad. En sus países de origen eran médicos, arquitectos, maestros o tenderos. Trabajan en unas condiciones muy precarias y son conscientes de que en lo alto del escalafón está un tipo que compró o heredó una licencia y que obtiene unos beneficios económicos que él jamás podrá igualar trabajando día y noche, llueva o haga sol.
Cuando subo a un taxi siempre le pregunto al taxista cómo le va. Y en pocos segundos ya sé si se trata de una persona que acepta su situación o si, por el contrario, ha entrado en una dinámica de resentimiento.
Unos te comentan que están trabajando duro porque acaban de llegar, pero están contentos porque enseguida encontraron trabajo, y añaden que les gustaría encontrar pronto uno más parecido al que hacían en sus países. De hecho, algunos de estos taxistas se han convertido en amigos y he podido hacer un seguimiento de sus vidas. Varios son pacientes de mi consulta. Otros te responden que están mal, que el país no funciona y que todo es un desastre. El país, la ciudad y los ciudadanos son los culpables de todos sus males y, por ese motivo, los odian y les desean lo peor. Otros deciden no hablarme cuando les digo que voy al hospital e infieren que soy médico y me gano bien la vida. Ese resentimiento sólo conduce a la pérdida de amistades y posibilidades, a una amargura infinita y, en definitiva, al aislamiento. Sólo se sale de esa dinámica negativa cuando se conecta con la sociedad y se participa en el cambio.
La mayoría de las personas aprendemos a aceptarnos con la edad. Yo acepto mis carencias y mis defectos. También conozco muy bien cómo y dónde puedo ser efectivo. Tienes que conocerte bien y ésa es tu ancla. Luego has de aceptar que, si tu esencia no cambia, vives en una sociedad cambiante a la que debes adaptarte. La aceptación supone entender quién eres y dónde estás. Eso te permitirá tomar decisiones personales y profesionales que te beneficiarán. Tu vida mejorará. Tienes que aceptarte. Aceptar al otro. Aceptar que vives en una sociedad en movimiento y debes participar en esa dinámica.