Actitud positiva

De lunes a jueves llego a la oficina a las 4.45 de la mañana. Como ya les he contado, antes de entrar en el hospital compro mi desayuno en el puesto ambulante de un matrimonio griego. Cuando llego a mi despacho hago un breve repaso de la agenda del día y reflexiono durante quince minutos. Uno o dos días a la semana durante unas dos horas me pongo en contacto con España para hablar sobre el CNIC y otros proyectos vinculados con la salud pública. Si no hago esas llamadas, empiezo las reuniones con mi equipo a las 5.30 o 6 de la mañana, ya que parte de los médicos e investigadores llega temprano. Acostumbro a dedicar al menos dos horas diarias a los proyectos de investigación que tenemos en marcha. Suelo examinar a pacientes durante gran parte del día y también tengo que atender alguna urgencia. Por otra parte, a diario tengo reuniones y respondo llamadas de pacientes o relativas a la gestión de mi departamento. Intento llegar a casa a las ocho de la tarde para cenar con mi mujer y, hacia las diez, unos cuatro días a la semana, hago una hora de ejercicio físico como entrenamiento para poder subir en verano los puertos del Tour o del Giro. Para asegurarme de que no me fallará la voluntad y haré ejercicio aunque esté cansado, un entrenador viene a mi casa dos veces por semana. De esta forma, yo me motivo dos días y él me motiva los dos restantes. Muchos días, antes de acostarme redacto solicitudes para ayudas a proyectos científicos que quiero impulsar. No necesito dormir más de cuatro horas; por alguna razón no me levanto cansado, supongo que duermo poco pero intensamente.

Las tardes de los jueves y los viernes suelen ser algo distintas. Mi jornada empieza a las 4.45 de la mañana como de costumbre, pero el jueves por la tarde me voy al aeropuerto y vuelo a Madrid para llegar puntualmente al CNIC a las siete y media de la mañana del viernes. Allí trabajo hasta las cinco de la tarde. Luego regreso a Nueva York. Suelo llegar al aeropuerto JFK a las siete de la tarde y me paso por el hospital.

El sábado y el domingo llego a la oficina a las 5.30 de la mañana. Cada día me espera una lista de veinte pacientes a los que tengo que llamar para hacer un seguimiento de su estado de salud, ya que anteriormente los he examinado en visita ambulatoria o en el hospital. Son enfermos con dolencias complicadas y hablo quince minutos con cada uno. Tengo que estar muy concentrado y orientarlos adecuadamente. Son unas sesiones que no podría hacer ningún otro día de la semana, cuando el teléfono suena constantemente y todo mi equipo de apoyo está alrededor. Sé que estas llamadas hacen que mis pacientes se sientan bien atendidos, comprendidos y acompañados.

Ésta es mi agenda durante todo el año, salvo las tres semanas de verano que paso en Cardona, el pueblo de María Ángeles, que está a una hora y cuarto de Barcelona. Allí dedico al menos diez días a subir montañas en bicicleta como preparación para el ascenso a uno de los grandes puertos de Francia o Italia que coronan cada año los ciclistas profesionales. Suelo hacer unos setenta kilómetros diarios, unos setecientos en total. El Tourmalet, por ejemplo, se eleva a dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Los demás puertos tienen una altitud parecida.

He coincidido en varios actos con ciclistas profesionales y cuando les cuento mis peripecias veraniegas siempre les sorprende que un médico que no tiene la posibilidad de entrenarse como ellos sea capaz de hacer unos recorridos que requieren una gran fortaleza física. A los incrédulos siempre les doy la misma respuesta: me lo propongo y tengo disciplina. La fuerza mental es más importante que la física.

¿Cómo puedo a mi edad mantener esta agenda de locos? Porque sé que sólo con disciplina y una actitud positiva mi labor puede tener una cierta influencia en los que me rodean. En otras palabras, la actitud positiva puede definirse como un estado anímico predispuesto a superar cualquier dificultad o adversidad.

Cuando empezó la crisis en Estados Unidos descendieron los ingresos del Instituto de Cardiología que dirijo. De repente, y sin que nadie se lo exigiera, mi equipo empezó a trabajar los fines de semana. Yo nunca se lo pedí, ni siquiera lo insinué, pero a ellos les pareció la reacción más normal al problema que teníamos. Durante estos tres años nadie ha entrado en mi despacho para pedirme un aumento salarial. Es un ejemplo que simboliza la actitud positiva y la ética de trabajo de un equipo formado por personas luchadoras llegadas de todos los rincones del mundo, algunas tras pasar muchas penalidades.

Les contaré una anécdota: el otro día conocí en un avión a un hombre muy interesante que, según observé, tenía una actitud positiva innata. Me dijo que, poco después de cumplir doce años, sus padres fallecieron en un accidente de coche. Cuando empezó a trabajar tuvo que enfrentarse a un sinfín de obstáculos y fracasó repetidas veces. En un momento de desesperación se hundió y se planteó el suicidio. Sin embargo, gracias a su actitud positiva y al consejo de sus amigos encontró la fuerza necesaria para fundar una empresa informática que ahora es líder en el sector y trabaja con las principales compañías del mundo. A veces, la vida hace que te muevas entre la plenitud y el fracaso, y la diferencia que separa lo uno de lo otro es mínima; una palabra de ánimo, un conocido que te da una oportunidad o el recuerdo de un ser querido que nos transmitió la importancia de la lucha pueden ser claves para la salvación.

En casos de desesperación extrema, la actitud positiva puede no ser suficiente para salir a flote; abrirnos a los demás es entonces decisivo. Lamentablemente, muchas personas se avergüenzan de su situación y no comparten su problema con nadie. Reconocer que están deprimidas les parece humillante. Eso es un grave error por dos motivos: hablar de los problemas que nos angustian es sin duda un alivio terapéutico y, además, si no somos capaces de contar a nuestros familiares o amigos que lo estamos pasando mal, nadie nos puede ayudar. La vergüenza y el orgullo son nuestros peores enemigos.

En relación con la actitud positiva, les hablaré de algunos ejemplos que conozco muy bien porque se refieren tanto a personas a las que quiero (mi mujer, mi hija o algunos amigos) como a compañeros de trabajo y pacientes. Son la muestra de que tras un sinsabor es posible salir adelante con una actitud positiva, y a menudo abriéndonos a la ayuda de los demás.

Quiero compartir ahora con ustedes el que, sin duda, fue uno de los peores momentos de mi vida. Acabo de cumplir setenta años y, como el resto de los seres humanos, he tenido momentos buenos y malos. Profesionalmente he recibido premios y distinciones, pero también he pasado por épocas duras en las que he debido luchar porque trabajaba con personas que no creían en mí. He superado un cáncer de próstata, he enterrado a mis padres y a muchos amigos, y también he visto morir a muchos pacientes. Sin embargo, toqué fondo en una ocasión: cuando mi novia, ahora mi mujer, me dejó.

Nos conocimos en un pasillo del Hospital Clínic de Barcelona. Yo salía de la habitación de un paciente y me llamó la atención una enfermera que se había sentado en una silla del pasillo y estaba leyendo la revista Destino, un referente progresista e intelectual de la época. De hecho, su rostro estaba escondido tras las páginas y en un principio sólo pude ver su cabeza y la portada. Así que me asomé, vi su cara por primera vez y me interesé por la revista. Estuvimos hablando unos cinco minutos y cuando nos despedimos yo ya había decidido que iba a casarme con ella.

Empezamos a salir. Ella era más bien tímida. Le relaté mis experiencias en el extranjero y también le dije que quería vivir en el Reino Unido una temporada. Le hablé de mi familia, de mis investigaciones científicas y de mis proyectos. Yo estaba entusiasmado y en ningún momento me di cuenta de que toda esa información la estaba agobiando. Un día se presentó con un aspecto más bien serio y me dijo que lo había estado pensando y había llegado a la conclusión de que era mejor romper. Había decidido que aquella relación no iba a funcionar. En un momento caí en picado por la pendiente del círculo para situarme en la parte más baja de la frustración. En los días siguientes fui incapaz de pensar con claridad. Soy muy obsesivo y recordaba una y otra vez la conversación que habíamos tenido y sus motivos para dejarme.

Anoté su explicación en una hoja y me percaté de que en ningún momento me había dicho que yo no le gustaba; lo que había dicho es que creía que la relación no podía funcionar. Y pensé que su razonamiento para llegar a esa conclusión era, sencillamente, erróneo.

Así que, movido por una actitud muy positiva, decidí resolver el embrollo de la mejor manera: con metodología científica. En un cuaderno de dibujo hice un gráfico con los motivos que ella me había dado para terminar la relación y unas flechas azules y rojas que indicaban por qué ella estaba equivocada y mostraban el camino que debía seguir.

Como ven, había conseguido salir de la frustración y motivarme; había iniciado mi subida por el círculo de la motivación. Para poder llegar a la parte más alta del círculo y estar satisfecho, tenía que conseguir que María Ángeles cambiara de parecer. Me fui a Cardona y le pregunté si podíamos vernos fuera del pueblo, en territorio neutral. Me citó en un restaurante de Solsona. Allí abrí el cuaderno de dibujo y le hice una presentación de hora y media. Defendí mi caso con mucha pasión y vehemencia; es la mejor conferencia que he dado en la vida y por la mejor causa. Ella decidió darme otra oportunidad. Casi medio siglo después sólo tiene un reproche: que no guardara el diagrama que salvó nuestra relación.

Todas las parejas deberían elaborar presentaciones como ésa de vez en cuando para hablar del presente y el futuro de su relación. Si no les gusta pintar, hoy pueden hacer un gráfico con PowerPoint, pero opino que es menos romántico.

Años más tarde, quien se desalentó fue María Ángeles. Se había criado en un pueblo catalán y estaba muy unida a su familia, pero tuvo la valentía de casarse conmigo y seguirme al Reino Unido primero y a Estados Unidos después. Nunca le agradeceré lo suficiente el apoyo que me ha prestado a lo largo de los años, especialmente cuando no estaba seguro de qué trayectoria debía tomar.

Cuando nos mudamos a Minnesota a principios de los setenta decidió que quería estudiar la carrera de Trabajo Social. Consiguió el título y además tuvimos a nuestros dos hijos. En 1980 entró en contacto con un grupo de trabajadores sociales y empezó a participar en un programa destinado a adolescentes cubanos que habían salido de su país por el puerto del Mariel. Más de ciento veinte mil cubanos habían llegado en barco a las costas de Florida. La mayoría terminaron desperdigados por Estados Unidos y recibieron ayuda de familias o centros de acogida.

Durante dos años, mi esposa asesoró a un grupo de chicos cubanos que había sido enviado a nuestra ciudad, Rochester. Las diferencias entre el Caribe y una localidad con temperaturas bajísimas durante el invierno situada en el interior de Estados Unidos son brutales. María Ángeles quería ayudar a esos jóvenes e invirtió horas y esfuerzo en este empeño. De hecho, estaba tan implicada que los menores formaban parte de nuestra vida y algunas mañanas yo los llevaba al trabajo. La mayoría eran camareros en restaurantes.

Esa experiencia terminó mal. Los chicos extrañaban a sus familias, no se adaptaron y algunos de ellos empezaron a desarrollar comportamientos violentos. Mi esposa pensó que ella podría ayudarlos, pero un día se despertó con la noticia de que dos habían muerto en un tiroteo.

Fue un golpe para María Ángeles, pero su actitud positiva la llevó adelante. Durante diez años ella me había apoyado incondicionalmente y había soportado con infinita paciencia mis ausencias y «excentricidades» como las excursiones ya mencionadas a la granja donde yo supervisaba a una familia de cerdos. Vivía en una ciudad que nada tenía que ver con el pueblo donde había crecido. Además, es una persona con una curiosidad insaciable y siempre había querido estudiar Historia del Arte. Y la animé a tener una actitud positiva e ir en esa dirección. Unos meses más tarde me ofrecieron un trabajo en Nueva York y aunque yo no estaba muy convencido de que ésa fuera mi mejor opción profesional, sí supe que en esa ciudad ella podría estudiar en la Universidad de Columbia. Ésa fue una de las mejores decisiones que hemos tomado.

En algunas ocasiones, es necesario reinventarse y eso es lo que hizo ella. Su generosidad, su actitud positiva, su pasión por la vida y su enorme valentía son un referente constante para mí. Querer nos hace ser mejores y ella me ha dado la fuerza y la motivación necesarias para avanzar. Admiro su tenacidad y su espíritu de lucha. Aprendo de ella todos los días. De hecho, aprendí mucho observándola durante ese proceso de cambio y entendí que es muy importante tener un «plan B». Puedo afirmar sin problema que si algún día llego al hospital y recibo la noticia de que estoy despedido y me dan una caja de cartón para guardar mis cosas, ya tengo un plan alternativo y estoy preparado para empezar una nueva vida. Les cuento mi plan: seguiría llevando a cabo una intensa labor de difusión social en torno a la necesidad de mejorar los hábitos de salud de la población como la mejor medida para prevenir enfermedades. Por otra parte me gustaría escribir. En estos momentos no dispongo del tiempo necesario para hacerlo. Si estuviera menos ocupado, me gustaría escribir, no sólo artículos o libros vinculados con la medicina, sino también novelas y guiones en los que reflejar muchas experiencias que he vivido y de las que nunca he podido hablar directamente.

También me gustaría viajar. No me refiero a los viajes que hago ahora, que consisten en subirme a un avión, cruzar el océano, tener unas reuniones de pocas horas, volver al aeropuerto, cruzar el océano de nuevo e ir directo a mi consulta. Echo de menos los viajes que hacía cuando era adolescente y, concretamente, me gustaría repetir una ruta por la isla de Mallorca durante la cual dormí en distintas playas, contemplé amaneceres y observé cómo faenaban los pescadores. No me importaría volver a pasar noches enteras en la intemperie (esta vez mejor equipado).

Mi hija y su marido también pasaron por una mala racha profesional en sus primeros años de casados. Los dos son arquitectos y se formaron en las mejores escuelas, pero sus magníficos expedientes no bastaron para detener el golpe que sufrieron muchos profesionales jóvenes durante los dos primeros años de la recesión en Estados Unidos.

Los encargos eran escasos. Día tras día esperaban una llamada o un correo electrónico con alguna nueva propuesta. Uno no puede sobrevivir mucho tiempo en Nueva York con poco trabajo. El nerviosismo inicial se convirtió en ansiedad. Afortunadamente, su actitud los empujó a buscar soluciones y decidieron pedir ayuda. Percatarse de que no estaban solos y que tenían una familia que les daría apoyo emocional si lo necesitaban los tranquilizó. Y salir de ese bloqueo les permitió, poco a poco, impulsar sus propios proyectos, que en estos momentos son muchos.

Cuando se desanimó, mi hija entendió que debía compartir el problema con sus padres. Esta reacción, que parece normal, no es la habitual en Nueva York, una ciudad donde uno puede tener la sensación de estar rodeado por personas que triunfan (un concepto absurdo que todos deberíamos eliminar de nuestras vidas), que son felices, tienen familias perfectas y el trabajo más interesante. En ese contexto, admitir que tienes problemas es muy difícil y son muchos los que optan por fingir que todo va bien y que les llueven las ofertas. Si mandas el mensaje de que estás perfectamente, nadie te va a echar una mano.

Esta simulación es muy común en profesiones artísticas y la veo en escritores, arquitectos, pintores, cantantes y actores. Intuyen que si reconocen que no les llueven las ofertas están admitiendo su fracaso y piensan que entrarán en una espiral de desastres sin salida. Por este motivo fingen siguiendo un consejo muy popular en Estados Unidos: fake it until you make it, es decir, «finge hasta que lo consigas».

Fingir que estás bien te produce una ansiedad enorme y tarde o temprano te hundes en la más absoluta de las miserias. Además, estas personas suelen llevar un tren de vida que ya no se pueden permitir, y no sólo malgastan el poco dinero que les queda, sino que contraen deudas y mienten sin parar. Al final, su mundo ficticio se derrumba y se quedan solos, sin amigos, con impagos y una enorme sensación de vacío.

Admitir que estás pasando por un mal momento no representa un fracaso, sino un primer paso hacia una posible solución. Hace años, uno de los voluntarios del hospital vino a pedirme ayuda. Era cardiólogo y quería trabajar en un hospital universitario, pero había entrado en una espiral negativa de la que era muy difícil salir. Había nacido en la India y había emigrado a Estados Unidos sin el dinero ni los contactos suficientes para poder mejorar su expediente académico y entrar en las universidades que luego te abren las puertas de los mejores hospitales universitarios del país. Él sabía que si nadie le daba una oportunidad estaba acabado. Podría tener una práctica privada o trabajar en un centro médico de importancia menor, pero nunca en un hospital como el Mount Sinai. Es una persona con mucho talento y muy trabajadora. Pensó que si empezaba en mi hospital como voluntario, tal vez tendría la posibilidad de demostrar su gran valía y alguien le daría una oportunidad. Y no se equivocaba, porque yo capté su potencial desde el primer momento, sobre todo su tremenda actitud positiva.

Cuando me pidió ayuda no teníamos ninguna vacante, pero meses más tarde un cardiólogo de mi equipo cayó enfermo y le propuse una sustitución de unos pocos meses. En ese tiempo transformó el departamento y en la actualidad, además de ser mi mano derecha y el director asociado del centro que dirijo, es probablemente el cardiólogo que practica más intervenciones del país y con menores índices de complicaciones, como ha ratificado durante siete años consecutivos el comité de control de calidad médica del estado de Nueva York.

Otro médico de nuestro hospital ha sobrevivido a un tumor cerebral. Tan pronto como recibió el diagnóstico se apoyó en su familia, pero también en sus compañeros, que hicimos un frente común para que no se desplomara y conservara la esperanza. Durante los meses que duró su baja seguimos en contacto constante con él. Esto le permitió mantener la calma y no precipitarse. Buscó al mejor cirujano para un tipo de intervención que, lamentablemente, puede conllevar una hemorragia y la muerte en el quirófano. La operación fue perfecta y no le quedaron secuelas. Acaba de recibir el premio al mejor educador de la escuela médica de nuestra institución.

Como ven, los médicos somos humanos y también enfermamos. Las empresas tienen que estar preparadas para apoyar a sus trabajadores en este tipo de situaciones y trasmitirles calma y confianza. No tiene sentido que una persona que lucha contra una enfermedad tenga, además, que combatir la incomprensión, la insolidaridad, la ignorancia y los prejuicios de un sistema corporativo que no entiende que los humanos no somos máquinas. Durante los meses que luché contra mi cáncer de próstata no hubiese tolerado que nadie cuestionara mi valía profesional o la capacidad que tengo para desarrollar mi labor. En la actualidad, muchos problemas de salud que antes eran graves o mortales se curan con tratamientos perfectamente compatibles con una vida personal y profesional plena. Y entre todos debemos cambiar esos departamentos de personal cuyos jefes no entienden la naturaleza humana y adoptan actitudes brutalmente negativas.

El otro día conseguí animar a unos padres muy ansiosos porque no sabían cómo encarar la enfermedad de su hijo de cuatro años. Cuando el niño tenía doce meses, un electrocardiograma reveló que padecía un problema cardíaco que puede causar la muerte súbita. Lógicamente, a esa pareja le entró el pánico y pensó lo peor. Estaban muy asustados y habían perdido la esperanza. Iniciaron un largo periplo por varios hospitales hasta que llegaron a mi consulta. Examiné al pequeño y luego me reuní con los padres y les describí la situación de la forma más realista posible: efectivamente, su hijo tiene una anomalía cardíaca que puede causar una muerte súbita, pero las posibilidades de que esto ocurra son mínimas si la familia y los educadores del menor están bien informados y adoptan precauciones como tomar determinados medicamentos si el niño tiene fiebre.

Cuando salió de mi despacho, aquella pareja se había quitado un gran peso de encima. Parecía otra. Durante tres años habían estado convencidos de que su hijo podía morir en cualquier momento y por primera vez alguien les había dicho que lo más probable es que eso no ocurriera. Alguien les había dado algunas claves básicas para prevenirlo. Mi actitud positiva y mi empatía hacia esa familia no fueron ficticias, vacías o paternalistas: fui realista y me basé en datos científicos.

Algunos enfermos se atreven a someterse a una operación de vida o muerte porque saben que no tienen otra alternativa; esa intervención les puede costar la vida, pero no actuar supone una muerte segura. Una de mis pacientes salió en algunos medios de comunicación de Nueva York porque la suya fue una de las primeras operaciones de doble trasplante de corazón y pulmón. María tenía cincuenta años, era gallega, estaba casada, tenía una hija y era una trabajadora incansable. Le dijimos la verdad: padecía un problema congénito en el corazón y tenía los pulmones inundados de sangre. Tenía muchas posibilidades de morir si se operaba y, por otro lado, si no se operaba le quedaban pocos meses de vida. Lo cierto es que no se atrevió a entrar en el quirófano hasta el último momento, cuando finalmente entendió que sólo asumiendo ese riesgo tenía alguna posibilidad de ver crecer a su hija. Una década después, María goza de buena salud. En su caso, su actitud positiva estaba forzada por las circunstancias.

No siempre podemos salvar la vida de nuestros pacientes con una simple actitud positiva. Sin embargo, uno de los mejores consejos que puedo dar a los médicos más jóvenes es que traten a sus pacientes como ellos quisieran ser tratados si algún día están enfermos, y también los acompañen en las fases graves y los momentos finales. Es el último gesto que un facultativo puede hacer por un paciente, pero además es fundamental para que los familiares tengan la tranquilidad de que se ha hecho todo lo posible para salvar a esa persona porque el médico ha estado allí hasta el final. Esa familia lo recordará siempre y su duelo será más fácil, pues tendrá la seguridad de que su ser querido ha recibido la mejor atención posible.

A menudo estoy al lado de mis pacientes graves en los momentos finales. De hecho, si un enfermo es operado a corazón abierto siempre estoy presente cuando sale del quirófano y suelo regresar por la noche. Si no estás, el duelo de los familiares es muy amargo. Yo visitaba a una enferma todos los fines de semana. Esa mujer había sufrido una embolia y para que no tuviera que desplazarse hasta el hospital iba a su casa cuando hacía la ronda de visitas a domicilio los sábados o los domingos por la tarde. Recuerdo que estaba dando una conferencia en la Universidad de Cornell y apagué el teléfono móvil. Cuando lo encendí dos horas más tarde tenía varias llamadas perdidas del marido y un mensaje de voz. Llamé inmediatamente y el hombre, muy afectado, me dijo que su esposa había muerto y que no me lo perdonaría nunca. Lo cierto es que yo no podría haber evitado la muerte de su mujer y, por otra parte, tampoco puedo estar conectado siempre: de vez en cuando no puedo atender llamadas como ocurrió en aquella ocasión. Han pasado los años y ese hombre sigue sin perdonarme: no ha encontrado la cierta paz interior que le permita superar aquella muerte.

El desasosiego de los pacientes no siempre está causado por una enfermedad. A veces piden cita porque quieren vernos y contarnos sus problemas amparados en el secreto profesional que nos impide hablar. También saben que intentaremos ayudarlos. Recuerdo que en una ocasión pidieron cita, con sólo tres días de diferencia, dos hombres muy influyentes de la ciudad que habían sido despedidos por sus empresas. Los dos casos eran parecidos: ninguno esperaba el cese fulminante y ninguno tenía un plan alternativo. Ambos habían amasado una gran fortuna y ahora tenían la posibilidad de hacer lo que quisieran con sus vidas, pero sus actitudes eran muy distintas.

El primero era un hombre poderoso que tenía un defecto tan grave como común en nuestro tiempo: el egoísmo. En los últimos años la ciencia ha avanzado mucho, pero ningún investigador ha conseguido tratar el egoísmo, una enfermedad crónica que, en la mayoría de los casos, es incurable. Ese tipo de personas no están conectadas con nadie, cultivan amistades muy superficiales e intermitentes y generalmente se mueven por interés. Cuando se hunden, están muy solos y tampoco tienen la capacidad de cambiar, son prisioneros de una miseria interior y de una sensación de vacío que ellos mismos se han ganado a pulso. Tras el despido, mi paciente tomó una serie de decisiones equivocadas y pasó los últimos años de su vida aislado y deprimido. Su egocentrismo y su falta de actitud positiva impidieron que pensara en un «plan B». Sin duda, el egoísmo y el aislamiento son la peor combinación para alguien que ha caído y quiere levantarse. Si esa persona no cambia, está condenada a ir de fracaso en fracaso, a perder una vez tras otra.

El segundo paciente, en cambio, era un tipo muy generoso y sociable. Siempre le había interesado la política internacional y con la ayuda de varios amigos creó una fundación que promueve un mayor entendimiento y cooperación entre países. Desarrolló un «plan B» que funcionó.

Mi experiencia como médico me permite hacer la siguiente afirmación: tener una actitud positiva o negativa ante un determinado problema puede marcar la diferencia entre la solución y el caos más absoluto, entre la vida y la muerte. He tratado a pacientes con enfermedades cardíacas muy graves que se salvaron en parte porque desde el primer momento hicieron todo lo posible para luchar contra la dolencia. Otros tenían la misma enfermedad y murieron, creo yo, porque se desanimaron y optaron por darlo todo por perdido desde el primer momento.

Les hablaré de algunos enfermos que he conocido, personas con problemas médicos, pero con una actitud parecida a la de otras con problemas laborales, económicos o sentimentales. Son ejemplos de cómo ante una dificultad no existen los atajos: es necesario motivarse, respirar hondo, encontrar fuerzas donde sea y agarrar el toro por los cuernos. Unos estaban motivados desde el inicio, otros estaban muy asustados y conseguí que confiaran en mí, se reanimasen y lucharan; otros estaban muy desmotivados y todavía no he conseguido que superen esa negatividad. Son enfermos que conozco bien, que he tratado desde hace muchos años y cuyos historiales clínicos son más largos que este libro, pero les resumiré sus historias.

El primer caso que compartiré con ustedes es el de una paciente de cuarenta años muy motivada y cuyo coraje me impresionó. Esta mujer nació con una grave enfermedad cardíaca conocida como síndrome del bebé azul,[*] de la que se operó, y, además, hace un año superó un cáncer de colon. Y eso no es todo: unos meses atrás le detectamos en las piernas un coágulo de sangre que iba directo a los pulmones. Esta mujer ha superado obstáculo tras obstáculo, dificultad tras dificultad, siempre con una confianza absoluta en que sus enfermedades no podrían acabar con ella. De hecho, horas antes de la operación para extraerle el trombo de la pierna me comentó que era muy religiosa (era judía ortodoxa) y que había decidido casarse. Incluso había dado permiso a su familia para que le buscara marido.

A mí siempre me ha interesado el corazón de mis pacientes; también en lo que concierne a la parte emocional. Debo admitir que cuando esa mujer me contó que creía en los matrimonios arreglados me quedé algo preocupado. Le dije que esperaba que su marido pudiera acompañarla a mi consulta más adelante, ya que quería conocerlo. Debo admitir que sus padres tienen muy buen criterio, porque ese hombre la quiere y la apoya, y desde que se casaron siempre la acompaña al hospital y se interesa por todas y cada una de las pruebas médicas que practicamos a su esposa. Siempre he admirado el optimismo de esta mujer y he aprendido mucho de ella. Recientemente, le di el alta médica la víspera del Día de Acción de Gracias. Me despedí de ella con el tradicional «Feliz Día de Acción de Gracias». Y su respuesta fue: «Doctor, yo doy las gracias todos los días de mi vida».

Los pacientes más optimistas son a menudo los de mayor edad. Cuando tienes la suerte de tratar a personas nonagenarias o centenarias te das cuenta de que lo han visto todo, lo han superado todo y han llegado a esa edad porque tienen unas ganas de vivir tremendas. Esa motivación los mantiene vivos.

Una de esas pacientes cumplirá ciento un años dentro de unos meses. Se fatiga cuando anda porque la velocidad de su corazón se dispara. Cuando le pregunto cómo está, siempre me responde lo mismo: «Estoy fabulosa». Unos meses atrás se compró una bicicleta estática para hacer ejercicio en casa los días que no puede salir a pasear porque llueve o nieva.

La supera en optimismo un hombre de ciento seis años que pidió hora para verme porque necesitaba mi consejo. Cuando le pregunté qué quería me dijo: «Necesitaría que me ayudara a organizar mis próximos años».

También tengo pacientes con problemas cardíacos graves pero con una actitud positiva que confían en mí y escuchan mis consejos, pero no siempre los siguen: intentan encontrar un equilibrio entre cuidarse y disfrutar de la vida. Éste es el caso de una enferma extremadamente optimista, una mujer de cuarenta y ocho años que sufre una enfermedad compleja que le dispara los niveles de colesterol. Hace prácticamente treinta años que entra y sale del quirófano para ser operada a corazón abierto: primero le hicimos un by-pass coronario, más tarde necesitó una válvula artificial y, finalmente, tuvimos que sustituir esa válvula por otra.

Nuestra comunicación es muy fluida y ante cualquier problema o anomalía me llama inmediatamente. Sin embargo, cuando mis consejos son incompatibles con sus planes valora el riesgo que conlleva ignorarlos y si considera que el riesgo no es muy elevado sigue adelante con su vida. No hace mucho llamó porque volvía a tener el colesterol por las nubes y le pedí que cancelara un viaje a Colombia. Me contestó que había estado organizando esa salida durante meses y me pidió que le indicara la medicación que debía tomar y el hospital al que debía ir si no se encontraba bien durante sus vacaciones.

Me pasa lo mismo con un paciente de ochenta y nueve años al que sólo le funciona la mitad del corazón. Le he dicho infinidad de veces que no puede jugar un partido de tenis de dos horas todos los días. No consigo comprender cómo su pobre corazón soporta toda esta actividad. No puedo afirmar que este enfermo sea un irresponsable, ya que cada tres meses se presenta puntualmente en mi consulta y quiere que le practiquemos todas las pruebas necesarias para confirmar que todo está en orden. Sabe que tiene un problema e intenta tenerlo bajo control, pero ha decidido que no está dispuesto a sacrificar el tenis.

Pero no siempre todos los enfermos tienen una actitud positiva desde el inicio, porque están asustados. Una de mis pacientes sufrió tres infartos antes de cumplir treinta y cuatro años. Ningún médico había podido diagnosticar qué enfermedad le estaba causando el estrechamiento de las arterias (conocido en medicina como vasoespasmo) y los consiguientes infartos. Añadiré que en su historia clínica también se refleja que tuvo espasmo de las arterias que van al intestino y al cerebro.

Cuando la conocí estaba muy deprimida, asustada y cansada. Le practiqué varias pruebas y descubrí que tenía una enfermedad rara y poco conocida. Tan pronto como le diagnostiqué la enfermedad cambió de actitud y pasó de ser una paciente atemorizada a ser una persona motivada. Esta transformación resultó sorprendente porque yo había podido descubrir la causa de los espasmos, pero no tenía una solución mágica para que su grave problema se solucionara. De hecho, al final fue necesario un trasplante de corazón.

Recibir el corazón de otro ser humano es una experiencia intensa y difícil para todas las partes implicadas. La operación es compleja y, lamentablemente, el paciente debe asumir el riesgo de un posible rechazo. En el mejor de los casos lo espera un postoperatorio duro que se sobrelleva con medicación y, en muchos casos, con apoyo psicológico. Esta enferma demostró tener una fuerza increíble, hasta el punto de que era ella la que daba ánimos a su familia. Confiar en el equipo médico que le había diagnosticado su enfermedad y había demostrado que velaba por ella le proporcionó la fuerza necesaria para afrontar con optimismo su grave situación y luchar por su vida.

Recuerdo el caso de un hombre que estaba muy asustado cuando llegó a mi consulta. Este paciente, de cuarenta y un años, había tenido una infección en el corazón que le causó un aneurisma cerebral. Es comprensible que se sintiera algo desbordado por la situación. De hecho, tenía el convencimiento de que todo iría mal y de que, si no lo operábamos, la arteria se rompería y tendría una hemorragia cerebral que le causaría la muerte. Mi opinión como médico era muy distinta. Yo no era partidario de operar porque mi experiencia indicaba que en su caso la intervención era arriesgada e innecesaria. Obviamente no le gustó mi consejo e inició un periplo por distintos hospitales de la ciudad en busca de un facultativo que le diera la respuesta que él quería escuchar. Algunos médicos coincidieron con mi diagnóstico y otros le dieron la razón. Estos últimos me llamaron para solicitar más información sobre algunas pruebas que le habíamos practicado y aproveché la ocasión para explicarles por qué, en mi opinión, operar era un riesgo innecesario.

No lo operaron y el tiempo me dio la razón; el aneurisma no le causó una hemorragia. Han pasado tres años y mi paciente se encuentra bien y ya no está asustado. Cuando hablo con él por teléfono está relajado y receptivo porque sabe que puede confiar en nosotros.

Otra paciente muy negativa era una mujer de cincuenta y seis años que había pasado por el quirófano en tres ocasiones: en 2001 le fue implantada una válvula en el corazón, fue necesario colocar una segunda válvula en 2008 y tres años más tarde esa válvula artificial tuvo que ser reparada. Hace unos meses hizo saltar todas las alarmas. Me explicó que prácticamente no podía andar porque se ahogaba y se cansaba. Esto son síntomas de mal funcionamiento de la válvula, así que la ingresé de inmediato para practicarle varias pruebas. Tras pasar dos días con ella en el hospital y recibir los resultados de los exámenes médicos llegué a dos conclusiones: su válvula funcionaba correctamente y mi paciente tenía otros problemas.

Era muy exigente con las enfermeras y las trataba con desprecio. Su marido era peor porque se comportaba de forma agresiva y desagradable. Tras recibir varias quejas por parte de mi equipo, fui a verla a su habitación y me percaté de que ella y su marido tenían graves problemas de comunicación. Era evidente que había un serio conflicto entre ellos. Esa mujer, consciente o inconscientemente, había utilizado sus problemas cardíacos del pasado para llamar la atención y conseguir que, durante unos días, su marido le hiciera caso o, tal vez, para que no la abandonara.

Se quejó de las enfermeras del hospital y decidí ser muy directo: «La válvula de su corazón funciona perfectamente, lo que no funciona es su matrimonio». Ese comentario fue la clave para que mi relación con esa paciente cambiara, porque a partir de ese momento empezó a tratarme con respeto. Y no sólo me dio la razón, sino que se sinceró y me contó que ella y su marido atravesaban por una crisis, y que tenía miedo de que su matrimonio fracasara. Y es que los seres humanos somos muy complejos. A veces, tenemos un problema grave y lo que hacemos es inventarnos un segundo problema para no tener que afrontar una situación dolorosa.

Lamentablemente, no todos los enfermos confían en los médicos y siguen sus consejos. Tengo un joven paciente con una actitud más bien suicida. Tiene veintitrés años y nació con un agujero en el corazón. Mientras fue niño, sus padres pudieron controlar sus chequeos médicos y la medicación que tomaba, pero cuando alcanzó la mayoría de edad y asumió la responsabilidad sobre su salud empezaron todos los problemas.

Desarrolló una aversión hacia los médicos y dejó de tomar los fármacos. Tiene un problema grave, pero ha optado por la negación. En su caso, esta negación podría costarle la vida. Lo llamamos para recordarle que tiene una revisión y no se presenta. Un médico de mi equipo le preguntó por teléfono si estaba tomando la medicación y le respondió que no había podido hacerlo durante algunas semanas porque se había ido de viaje a Perú. Su huida hacia delante ha empeorado su salud y en los próximos días tendré que hablar con él. Morirá si no consigo que cambie de actitud y confíe en nosotros. Y esa muerte no estará causada por el agujero en su corazón, sino porque su actitud negativa le ha cerrado las puertas a un tratamiento.

He tratado a pacientes que desconfiaban de mis consejos y pedían una segunda opinión y luego una tercera o una cuarta, pero finalmente cambiaban de actitud y se ponían en mis manos. Espero poder convencer a este joven de que tomar la medicación es imprescindible si quiere vivir.

Los peores momentos son a veces la mejor oportunidad para emprender grandes proyectos. Las situaciones más duras ofrecen oportunidades si la actitud es tan positiva como la de mis progenitores, un ejemplo de entereza y energía en circunstancias adversas. Prueba de ello es que abrieron una clínica para enfermos mentales durante la guerra civil. Ellos me enseñaron a no tener miedo a asumir riesgos. El teólogo J. Sidlow Baxter se preguntaba: «¿Cuál es la diferencia entre un obstáculo y una oportunidad? Nuestra actitud. Cada oportunidad entraña una dificultad y cada obstáculo esconde una oportunidad».

Sin lugar a dudas, mi padre, Joaquín Fuster, supo ver las oportunidades que se escondían tras los obstáculos de su juventud. Estudió Medicina en Barcelona, más tarde se especializó en psiquiatría y llegó a dirigir el Departamento de Psiquiatría del hospital de Sant Pau. Se casó con una de las hijas del rector de la Universidad de Barcelona y marqués de Carulla, distinción que le había concedido el rey Alfonso XII, uno de sus pacientes. No tardaron en formar una familia numerosa. Cuando mi madre estaba embarazada de su tercer hijo empezó la guerra.

El conflicto bélico dividió a familias, destruyó ciudades y dejó una cifra aterradora de muertos, heridos, desplazados y exiliados. Barcelona fue bombardeada una y otra vez. Una de las bombas alcanzó el edificio donde vivían mis padres, que estaba en el barrio del Ensanche. Decidieron que había llegado el momento de dejar el centro de la ciudad y una conocida les prestó una casa en el barrio de Pedralbes, que por aquel entonces estaba en las afueras de Barcelona.

Mi padre advirtió la importancia que podía tener un sanatorio mental donde se atendiera a personas necesitadas de unas semanas de tratamiento y reposo. Con la ayuda de mi madre convirtió el edificio que les habían prestado en una clínica y alquiló la casa de enfrente para convertirla en su hogar. El sanatorio siguió en funcionamiento tras el inicio de la segunda guerra mundial y la llegada del franquismo. Mi padre llevaba la dirección médica y mi madre la administración. Juntos coordinaban un centro que podía atender hasta a treinta pacientes.

Esa clínica era mi segundo hogar. No sólo porque vivía en la casa de enfrente, sino también porque solía ir a la salida de la escuela para abrir la nevera de su espaciosa cocina y prepararme la merienda. Observé a muchos de los enfermos. Recuerdo sus sonrisas, sus llantos, su alegría al despedirse de nosotros y, lamentablemente, algunos suicidios. Allí aprendí mucho sobre la empatía y el respeto hacia el sufrimiento de los demás.

Mi padre dirigió la clínica hasta el final. Cuando falleció, el centro cerró sus puertas. Mi madre aún vivió muchos años más, hasta los ciento uno nada menos. El secreto: su actitud positiva en todo momento frente a cualquier adversidad.

Mis progenitores me dieron una libertad absoluta. Mi padre me llamaba «el sabio» a pesar de que yo no era un alumno brillante. Creo que supo percibir mi creatividad y me dio margen para que pudiera desarrollar una forma de vivir y pensar. Pese a que nunca pretendieron orientarnos en una dirección u otra, y aunque en casa nunca se habló de que los hijos siguiésemos sus pasos y estudiásemos Medicina, uno de mis hermanos mayores, Joaquín, se convirtió con los años en un psiquiatra que realiza estudios neurofisiológicos muy apreciados por la comunidad científica mundial, y yo me decanté por la cardiología. Así es como nuestros progenitores, y en especial nuestra madre, nos ayudaron a cultivar desde pequeños una actitud positiva ante la vida, que yo he asimilado plenamente y quiero transmitir a los demás en todo momento.

Mis otros tres hermanos, Gerardo, Alberto y Pilar, también contribuyeron de manera brillante en los campos de la economía, la dirección de personal y la administración hospitalaria, respectivamente. Tienen personalidades distintas pero comparten una visión muy positiva de la vida y un gran espíritu de lucha y superación.