Tutoría

Un tutor o mentor es una persona, normalmente mayor que nosotros, que conoce nuestros puntos fuertes o débiles y nos aconseja durante nuestra primera etapa de aprendizaje o en los primeros años de nuestra vida laboral. Un buen tutor puede cambiar el rumbo de nuestras vidas.

El asesoramiento por parte de un mentor no está tan arraigado en España como en otros países. Es una lástima. Son muchas las personas que por su valía y experiencia podrían orientar a una generación de jóvenes que está teniendo muchas dificultades para encontrar trabajo.

Está demostrado que los países que tienen mayor tradición de tutoría y que fomentan programas de prácticas en las empresas (me refiero a prácticas formativas y bien organizadas) tienen tasas de paro más bajas. En estos casos, los cargos altos e intermedios están dispuestos a compartir tiempo y conocimientos con el joven aprendiz. Además, los programas de prácticas de esas compañías se han diseñado pensando en las necesidades actuales. Esos proyectos requieren un alto nivel de profesionalidad, responsabilidad y altruismo por parte de las compañías que los impulsan.

Cuando alguien nos aconseja en el sentido correcto y cree en nosotros, tenemos más motivación y más seguridad para avanzar. No conozco a muchos jóvenes que, con dieciséis o diecisiete años, tengan la madurez y la experiencia suficientes para tomar decisiones que determinarán su futuro. Sin embargo, a esa edad deben decidir su carrera universitaria o profesión, y el tipo de vida que les gustaría tener. Lo cierto es que tendrán que pasar décadas antes de que esos hombres y mujeres puedan mirar hacia atrás y reflexionar sobre si acertaron o se equivocaron en su elección profesional. Los años nos dan otra perspectiva de la vida y también de nosotros mismos. Nos conocemos más y, por otra parte, estamos liberados de las presiones familiares que probablemente influyeron en nuestra decisión.

Todavía no se ha inventado una máquina del tiempo que permita a los jóvenes indecisos viajar al futuro y ver si la carrera profesional que eligieron les dio grandes momentos de placer o una permanente frustración. La buena noticia es que disponemos de un instrumento similar a esa máquina del tiempo, y en cierto modo mucho más eficiente: la figura del mentor o tutor.

El tutor es una persona que, en la mayoría de los casos, le lleva muchos años de ventaja a su pupilo y que lo aconseja para que éste pueda encontrar su camino. Se trata de una relación fundamentada en la confianza mutua y con grandes dosis de química. El mejor tutor es aquel que hace esfuerzos por comprender la personalidad del joven y, en función de ésta, lo guía en la dirección correcta para que pueda potenciar su creatividad artística, su pasión por las matemáticas o su amor a la naturaleza. Es tan generoso que no sólo comparte conocimientos con su pupilo, sino que desea que éste lo supere algún día y pueda llegar más lejos que él.

Como ya he comentado antes, tuve la suerte de tener un tutor excelente. Era el doctor Pere Farreras Valentí y fue una eminencia en el campo de la medicina. Lo conocí en una pista de tenis. Yo tenía diecisiete años y estaba absolutamente perdido.

Excepto en asignaturas como biología o filosofía, siempre había sido un estudiante poco destacado. Diría que era un joven creativo y muy inquieto que necesitaba practicar deporte a diario para calmarme. Jugaba al fútbol y al tenis. Este último deporte me gustaba especialmente y durante muchos años me entrené dos o tres horas diarias con el Club de Tenis de Barcelona y participé en numerosos campeonatos. A los quince años fantaseaba con dedicarme al tenis. Ése iba a ser mi futuro: levantarme temprano para encontrarme con mi entrenador, viajar, jugar importantes partidos y ganar trofeos.

A principios de aquel verano recibí dos noticias. La buena era que había sido seleccionado para participar en el campeonato Orange Ball (la Copa Davis juvenil) que se celebraría en Miami durante el otoño; la mala era que había suspendido matemáticas. Esa última fue la que más impresionó a mi padre, quien dejó claro que en los meses siguientes iba a entrenar lo mínimo porque tenía que quedarme en casa estudiando. Aprobar las matemáticas en septiembre iba a ser mi prioridad. Tres meses más tarde lo conseguí y regresé con mucha ilusión al club de tenis. Mi entrenador me indicó que durante mi ausencia otros jóvenes se habían estado preparando para el campeonato de Estados Unidos, que éramos cuatro candidatos y sólo podían ir tres. Debíamos competir y uno sería descartado. Competimos y yo fui eliminado.

Recuerdo que aquella tarde fui a ver la película El puente sobre el río Kwai, de David Lean. Cuando salí del cine, decidí que el tenis no era para mí y que quería ser ingeniero agrónomo, ya que me apasionaba la naturaleza y la investigación sobre la biología de las plantas y los animales. Nunca podré olvidar la profunda decepción que sentí cuando unos días más tarde averigüé que esa carrera no se ofrecía en Barcelona y tenía que mudarme a Valencia o a Madrid. En esa época no había tanta movilidad como ahora y los estudiantes no solían alejarse de sus familias. Si la carrera que querías estudiar no existía en tu ciudad, estudiabas otra. Yo era el pequeño de cinco hermanos y estaba muy unido a mi familia; no me planteé siquiera la opción de irme a otra ciudad.

El balance del verano era un suspenso en matemáticas, una derrota en tenis con la subsiguiente eliminación para un campeonato que era muy importante para mí, la elección de una carrera imposible y la desorientación absoluta. En resumen, estaba en lo más bajo del círculo, en la parte de la frustración, y todavía no había conseguido reunir la fuerza y la confianza necesarias para motivarme. «Creo que haré Medicina porque estudiar a los humanos no puede ser muy distinto de estudiar las plantas», le dije a mi padre. Él sabía mejor que nadie que yo no era un alumno muy aplicado, pero supongo que creía en mí. Me contestó: «Mira, es una carrera que empiezan unos mil alumnos y sólo cien terminan; si no vas a quedar entre los primeros, no lo intentes». Yo no sabía si podría ser uno de los mejores; ni siquiera tenía la seguridad de poder estar entre los cien que terminaban. La inseguridad y el nerviosismo me consumían. Hasta que un encuentro fortuito me cambió la vida.

En las pistas de tenis solía encontrarme con un eminente médico que siempre me sonreía y con quien a veces conversaba. Recuerdo que me crucé con él y le pregunté sí creía que yo podía llegar a ser médico. «No tengo ninguna duda. No sólo serás médico, serás un gran médico y un gran investigador», respondió. Soy médico porque Pere Farreras Valentí pronunció esa frase y me transmitió confianza. No sé qué cualidades había visto en mí, pero me aferré a sus palabras. A partir de ese momento yo me convertí en estudiante de Medicina y él en mi mentor.

Farreras Valentí fue presidente de la Sociedad Española de Medicina Interna y autor de un texto canónico para muchas generaciones de galenos, algo así como una Biblia de la medicina hispánica. Fue catedrático de Medicina Interna primero en Cádiz y luego en Salamanca y Barcelona. La influencia que tuvo sobre mí no termina aquí: soy cardiólogo porque en 1959, durante mi segundo año de carrera, él sufrió un infarto de miocardio mientras jugaba al tenis. Me animó a seguir esa dirección porque era la especialidad médica que él menos conocía. Mi mentor quedó muy marcado por ese infarto, que le dejó como secuela frecuentes crisis de angina de pecho. En aquella época, la media de vida tras un infarto era muy reducida. Yo me estaba orientando hacia la psiquiatría por tradición familiar, ya que mi padre y mi hermano mayor eran psiquiatras. Él me dijo algo parecido a esto: «Mi mayor preocupación como clínico general es que mi conocimiento de las enfermedades cardíacas es insuficiente. Creo que deberías ser cardiólogo porque te interesa la fisiología cardiovascular y te gusta la investigación. Por otro lado, las bases de la psiquiatría están sólo en sus comienzos».

Por la confianza que yo tenía en él y que él puso en mí, decidí seguir su consejo y nunca lo he lamentado: la cardiología me apasiona. Es verdad que aquel hombre vivía con el fantasma de su propia enfermedad, pero al mismo tiempo poseía dos cualidades esenciales en un gran mentor: me conocía bien y estaba genuinamente interesado en mí. Además era un brillante académico que podía imaginar el futuro de las distintas especialidades médicas.

Me animó a salir del país. Me dio dos consejos que fueron determinantes para mi carrera: que leyera los libros que se estaban publicando en Inglaterra y Estados Unidos y que todos los veranos viajara al extranjero para hacer prácticas. Seguí su recomendación y en el verano de 1963 conseguí unas prácticas en la Royal Infirmary de Liverpool. Llegué a esta ciudad y a pesar de un expediente lleno de matrículas me encontré un poco perdido: mi inglés era bastante básico, me sentía solo y, como se dice vulgarmente, era el último mono del centro médico. Además, yo había crecido durante la dictadura en una Barcelona tan rígida como depresiva, y un viaje de pocas horas me había transportado de repente a un mundo lleno de música, fiestas y cerveza. De hecho, un grupo de jóvenes de la ciudad estaba causando furor allí y en Alemania. Eran los Beatles, y su canción Love Me Do sonaba sin parar en las calles, los bares y las tiendas.

En el hospital me sentía bastante invisible. Me hubiera gustado trabajar con un eminente patólogo, el profesor Harold Sheehan, pero aquel célebre doctor ignoraba mi existencia. Sentirme tan insignificante tan sólo me motivó. Decidí que cuando me fuera en septiembre los médicos del centro conocerían mi nombre. Y pasó algo curioso. La Royal Infirmary organizó un torneo de tenis que, por lo visto, era un acontecimiento al que acudían muchos aficionados. Hacía cinco años que no tocaba una raqueta, pero me pareció una oportunidad única para luchar contra mi invisibilidad. Prácticamente no pude entrenarme, pero, como saben todos los deportistas, la fuerza mental es más importante que la física. Yo estaba muy motivado porque tenía un objetivo: que alguien reparara en mí y me dejara entrar en un equipo de investigación.

Gané el campeonato derrotando fácilmente a todos mis contrincantes. Dos días más tarde me llamó el profesor Sheehan y me preguntó si podía ir a su despacho; me propuso que pasara todas las tardes con él. A su lado aprendí muchísimo. De hecho, él me mostró la diapositiva de un coágulo de sangre con unas células (las plaquetas) obtenidas durante la autopsia de un enfermo que había muerto a causa de un infarto. Años más tarde, esa imagen dio lugar a mi tesis doctoral.

Tras el verano, regresé a Barcelona. Cuando terminé la carrera, decidí que había llegado el momento de mudarme al extranjero; y en esta ocasión no quería que se tratara de una experiencia de un verano sino de varios años. Conseguí una beca de la Fundación March para hacer mi doctorado en Edimburgo, me casé con María Ángeles y dos días después nos mudamos a esa ciudad. Fui a Escocia por recomendación de Farreras Valentí. Aunque mi primera opción había sido Londres, mi tutor me dijo que allí encontraría grandes cardiólogos, pero probablemente ninguno de ellos tendría tiempo para mí. En Edimburgo, en cambio, podría trabajar con el fundador de la primera unidad coronaria del mundo, Desmond Julian, y con un reconocido experto en colesterol, Michael Oliver.

En los sesenta, la distancia entre Edimburgo y Barcelona era enorme, no me refiero sólo a la geográfica. Creo que una de las primeras experiencias vividas en nuestra nueva ciudad muestra este alejamiento. Pocos días después de que María Ángeles y yo llegásemos a Escocia, la enfermera jefe de la unidad coronaria del hospital organizó una fiesta en su casa y nos invitó. Cuando llegamos, la mayoría de los invitados ya estaban bastante bebidos y visiblemente desinhibidos. Ahora me parece conmovedor pensar que por aquel entonces ese evento fue nuestro tema de conversación y de risas durante semanas.

Yo tenía una fijación: la diapositiva del coágulo del enfermo que había muerto de infarto y que yo había visto en Liverpool hacía dos años. Creía que mi investigación tenía que seguir ese camino. Por otro lado, continuaba en contacto con mi tutor y compartía con él mis impresiones y mi evolución en el hospital. Farreras Valentí me pidió que cuando regresara a Barcelona ese verano le llevara un nuevo fármaco, la lidocaína, que acababa de emplearse en nuestra unidad de Edimburgo; aquel medicamento podía evitar la muerte tras un infarto agudo y aún no había llegado a España. Unos meses después llegué a Barcelona con la lidocaína en el bolsillo. Habíamos quedado en vernos una semana después. Dos días antes de la cita, su hijo llamó por teléfono. Me dijo que mi tutor había tenido un infarto minutos antes y había caído al suelo tras la comida. Corrí a su casa, que estaba a pocas calles, con el fármaco que me había pedido. Lamentablemente llegué tarde. Había muerto súbitamente de un infarto de miocardio. Era el 17 de mayo de 1968. Farreras Valentí tenía cincuenta y dos años. Yo tenía veinticinco.

Fue mi tutor y tuvo un gran impacto no sólo sobre mí, sino también sobre muchos estudiantes más. Sin duda, cumplió a la perfección la labor de mentor una persona que comprende su propia finitud y decide transmitir sus conocimientos a los hombres y mujeres del futuro para que éstos puedan continuar su tarea y, a su vez, transmitir nuevos conocimientos a la generación siguiente.

Me enseñó que es imposible ser un buen médico si no eres una persona con principios éticos que asume su responsabilidad hacia el paciente. La medicina clínica y los conocimientos empíricos son muy importantes, pero también lo es la relación de confianza que estableces con el enfermo, relación que te lleva a entender sus inquietudes, solidarizarte con él y respetar sus opiniones. Mi mentor me animó a salir y a adaptarme a un mundo que era muy distinto a la España de la época. El Liverpool y la Escocia de los sesenta nada tenían que ver con la sociedad que yo había conocido. Obviamente tenía razones personales de mucho peso para querer que yo investigara las causas del infarto, pero también vio que a mí me gustaba la investigación y sabía que me estaba guiando hacia un campo con mucho futuro. Farreras Valentí me trató como a un hijo; fue tan generoso que deseó que yo llegara a sitios donde él no había podido llegar e hiciera todo lo que él no había tenido tiempo de hacer. Fue un guía inolvidable. Un tutor que me acompañará siempre. Tuvo la tenacidad de dedicar todos los años de su vida a escribir y dejó un legado para el futuro. Dio consejos hasta el final. El último de ellos fue para su hijo segundos antes de morir. Se trata de una recomendación que todos deberíamos seguir: «Sobre todo, no seas engreído».

Sin duda, Farreras Valentí me ayudó a encontrar el camino que debía seguir. Aunque a partir de su muerte continué mi andadura sin él, ya me había transmitido las pautas para que no me perdiera.

Cuando falleció mi tutor decidí que mi etapa en Edimburgo había terminado y que Estados Unidos era el sitio más adecuado para estudiar las enfermedades cardíacas. Quería trabajar con uno de los cardiólogos más prestigiosos del mundo, el doctor Eugene Braunwald, en un centro médico de San Diego, en la Costa Oeste. Mandé una solicitud y me admitieron. Cuatro meses antes de mi viaje, la administración del hospital me mandó una carta para explicarme que, lamentablemente, no podían contratarme porque yo no tenía permiso de residencia en Estados Unidos, la famosa «tarjeta verde».

Para trabajar en Estados Unidos uno necesita tener permiso de residencia, pero para tener un permiso de residencia es necesario tener trabajo en ese país. Es un pez que se muerde la cola. En la actualidad cada vez son más las empresas que, para poder contratar a un profesional de valía, no dudan en seguir todos los pasos oportunos para obtener el permiso correspondiente. En aquella época ese trámite era complicado.

A lo largo de mis cuarenta años de carrera en Estados Unidos, el país ha pasado por épocas de mayor o menor flexibilidad en cuanto a la concesión de permisos de residencia para extranjeros. Ése era un momento especialmente duro y no conseguí la documentación necesaria. Sin embargo, durante los años setenta, la clínica Mayo, en el estado de Minnesota, ya tenía muchos facultativos extranjeros y también pacientes de todas las nacionalidades. Era un centro médico de gran prestigio, pero tal vez menos codiciado por su ubicación geográfica. Vivir en el interior del país es más duro que vivir en la Costa Este, donde hay ciudades mayores, el clima es mejor y, en mi caso, estás más cerca de casa. Y es mucho más duro que vivir en la Costa Oeste, con un clima inmejorable, prácticamente mediterráneo, y un ambiente muy relajado.

Como repetiré a lo largo del libro, la vida es un trabajo en equipo: se consiguen pocas cosas solo y es preferible unir fuerzas con otras personas. Se equivocan los que trabajan solos porque quieren tener más protagonismo o porque temen que otros sean más brillantes que ellos. De hecho, si saben más que nosotros, mucho mejor. Como reza un proverbio masái: «Si quieres llegar rápido camina solo, pero si quieres llegar lejos camina acompañado». En esa ocasión, fue un joven médico español que trabajaba en la clínica Mayo, Joan Surós, quien me hizo el gran favor de ir personalmente a la oficina del jefe de admisiones y entregarle mi carta en mano. Ese gesto fue decisivo y nunca lo olvidaré.

Sin embargo, a veces hay que dar un paso atrás para dar dos hacia delante. Dos meses más tarde empecé a trabajar en el hospital y, a pesar de ser ya un cardiólogo formado en el Reino Unido, tuve que empezar de interno en los servicios de urgencias. Se presentó un segundo trámite burocrático: después de un año de interno en medicina general y urgencias había que pasar un examen antes de empezar la especialidad de cardiología. Para un extranjero educado en el sistema español y británico, era una extraña prueba con respuesta de elección múltiple. Suspendí. Aquel examen no tenía nada que ver con lo que yo había hecho hasta la fecha. Pero no valen las excusas ni la autoindulgencia: lo cierto es que suspendí.

No pasar el examen me desmoralizó; sentí una mezcla de derrota y humillación. Y la situación parecía empeorar: mi jefe en el hospital también recibió los resultados y me pidió que fuera a su despacho. Cuando me vio la cara soltó una carcajada. Me dijo que él me había observado durante meses y que no debía preocuparme por el resultado. Le quitó mucho hierro al problema: «Simplemente prepárate mejor y la próxima vez aprobarás». Me inyectó confianza, me conocía.

Todos hemos reaccionado con tristeza y decepción al suspender un examen. En mi caso, y si soy sincero conmigo mismo, era el resultado más lógico teniendo en cuenta que no conocía bien el sistema. La gran mayoría de las veces, la vida no te ofrece atajos: para pasar aquella prueba era necesario esforzarse. Me esforcé y aprobé. Prácticamente, terminé mi residencia de cardiología por segunda vez, ya que me había formado en el Reino Unido junto al doctor Desmond Julian. ¿Fue duro? Sin duda. Nadie dijo que iba a ser fácil. Lo viví como la única forma de abrirme el futuro que yo quería.

Tres años más tarde ya estaba listo para practicar como cardiólogo en plantilla de la clínica Mayo y para empezar a investigar. Conseguí una beca del Instituto Nacional de la Salud (NIH por sus siglas en inglés) para un proyecto de investigación sobre las plaquetas (las que había visto en la diapositiva de Liverpool). Resultó ser el mejor sitio para investigar porque la mayoría de los médicos que me rodeaban eran eminentemente clínicos, no hacían mucha investigación, y tuve más espacio para recorrer y más becas a las que acceder. Allí aprendí a presentar solicitudes y propuestas para la obtención de ayudas públicas a proyectos de investigación. Actualmente sigo en esa vía y pocas veces he solicitado ayudas privadas.

Un grupo de científicos del hospital quería llevar a cabo un proyecto similar y vino a preguntarme si me podía unir a ellos, porque yo tenía la subvención. Esta situación es muy frecuente en la comunidad científica. Grupos distintos con proyectos similares. A veces colaboran, otras compiten. A veces prima más el ego que el bien común. Yo opté por compartir mis investigaciones con ese equipo y nunca lo lamenté. Seis investigadores llegan mucho más lejos que uno solo. Sobre todo cuando tienes que observar a una familia de cerdos.

No es una metáfora…, me refiero literalmente a una familia de cochinos que vivía en una granja situada a diez kilómetros de la clínica. Los miembros de esa familia porcina tenían una dolencia genética muy parecida a la humana, pero más severa. La enfermedad de Von Willebrand es una anomalía que afecta a las plaquetas y que produce frecuentes hemorragias.

Otros cinco investigadores y yo hacíamos turnos nocturnos de dos horas para observar a los animales. Tengo el recuerdo de ir hacia la granja a las dos de la madrugada y a treinta bajo cero en un coche repleto de líquido anticongelante. Contemplar durante dos horas a una familia de cerdos que sangran en una granja con escasa calefacción mientras el frío va calando tus huesos y la nieve va sepultando tu coche es duro. Sin la ayuda de cinco personas más hubiera fracasado.

En la actualidad, puedo coordinar muchos proyectos a la vez y en distintos países del mundo porque cada uno de ellos está gestionado por un equipo de expertos en el que confío. Yo solo no podría dirigir el Instituto de Cardiología del hospital Mount Sinai en Nueva York, ser el director general del CNIC en Madrid, impulsar programas de salud cardiovascular en Cardona o la isla de Granada, promover hábitos de vida saludable en las escuelas de Colombia, Estados Unidos, España y otros países o potenciar el uso de la polipíldora y de la tecnología de imagen en países en vías de desarrollo. Trabajar codo a codo con otras personas me permite hacer todo eso y más, ya que también organizo seminarios y cursos para médicos jóvenes, redacto peticiones de ayudas para proyectos científicos, doy conferencias y escribo libros. Todo ello me ha permitido ser tutor de investigadores jóvenes al mismo tiempo que ellos han sido colaboradores de esos proyectos.

Es fundamental que alguien te aconseje. Tiene que ser alguien que te aprecie y con quien tengas química personal, alguien que te conozca lo suficiente para saber qué camino es el mejor para ti, un camino que corresponda a tus destrezas o preferencias y te haga feliz. Cambiar de vida o dar un salto al vacío es mucho más fácil si una persona en la que confiamos plenamente nos tiende la mano y nos acompaña en esa aventura. Yo he tenido tutores y también he sido tutor. A lo largo de la vida, todos deberíamos haber estado en ambas situaciones.

Me gusta estar rodeado de personas que puedan darme consejos relativos a mi especialidad, a otras especialidades médicas o a materias que nada tienen que ver con mi profesión. Comparto información con otros médicos, pero también con políticos, filósofos, periodistas, arquitectos, pintores, cineastas, taxistas y, sobre todo, pacientes.

Además de tutores que nos acompañen durante años determinantes de nuestra vida, todos necesitamos guías que nos indiquen el camino a seguir en momentos puntuales. Y todos tenemos la capacidad de ser guías y apoyar a alguien que necesita consejo o ánimo. La relación entre el guía y el guiado es muy parecida a la del mentor y el pupilo. El vínculo de química y confianza es idéntico, pero la diferencia fundamental es que en este caso los consejos no tienen por qué ser académicos o de largo alcance.

Mis experiencias como guía se enmarcan en lo cotidiano y han surgido a partir de relaciones muy naturales, nada forzadas; nunca me he planteado guiar a personas que no conozco y se dirigen a mí porque me han visto en los periódicos o alguien les ha dicho que soy un tipo conocido y bien conectado. Les daré cuatro ejemplos para que me entiendan.

Todas las mañanas hago el mismo recorrido. Salgo de casa a las cuatro y media de la madrugada y llego a la puerta del hospital unos diez minutos después. Antes de entrar siempre me dirijo al puesto ambulante de un matrimonio griego de unos sesenta años que a esas horas ya sirve desayunos. Me conocen desde hace tantos años que no es necesario decirles qué quiero: chocolate caliente (me da más energía que el café) y una rosquilla sin azúcar. Trato a esa pareja desde que empecé a trabajar en el hospital. Los admiro mucho porque son extremadamente trabajadores, sencillos y muy amables. Me alegra verlos todas las mañanas y tener una breve conversación con ellos. La nuestra es una relación de dos décadas, una relación de confianza y química mutua.

Su puesto ambulante apenas tiene espacio para que ambos puedan servir desayunos de pie. Utilizan los baños de la sala de urgencias del hospital, por lo que con los años se han familiarizado con el ir y venir de médicos, enfermeras, pacientes y ambulancias. Así que no es sorprendente que su hijo, que los ayuda los fines de semana, tomara la decisión de estudiar Enfermería.

Un día, mientras me preparaban el chocolate, mis amigos me preguntaron si podía hablar con su hijo. Les dije que el chico viniera a verme a la consulta. Vino unos días más tarde y me explicó que quería estudiar Enfermería por tres motivos: era la profesión que le gustaba, ésta le permitiría aportar dinero a la familia y además podría ayudar a otras personas. También me explicó que nunca había sido un buen estudiante, pero que ahora tenía la motivación necesaria para mejorar sus resultados académicos y sobresalir en esa profesión. Tenía veintiséis años y carecía de una titulación universitaria. Me pidió trabajo en el hospital. Le respondí que no contratamos a todos los que llaman a nuestra puerta sin estudios universitarios y que, por otra parte, sin ese título no podía tener trato con pacientes. Ésa era la mala noticia. La buena: si trabajaba duro, regresaba a la universidad y estudiaba Enfermería, yo me ofrecía a enfocarlo durante todo ese proceso y sería su mentor.

Para que todos los lectores me entiendan: cuando digo «trabajar duro» me refiero a trabajar en el puesto de sus padres o en un restaurante para poder pagarse la carrera (la mayoría de las universidades de Estados Unidos son privadas), estudiar Enfermería por la noche y preparar los exámenes los fines de semana. Le dejé muy claro que, si él quería ser enfermero, yo no conocía atajos, que el único camino posible y realista era el esfuerzo y el sacrificio. Él captó el mensaje y todos los retos que le planteé lo motivaron todavía más. «Lo conseguiré, no lo defraudaré», afirmó. Lo cierto es que yo no tengo ninguna duda de que ese chico estudiará Enfermería, y tal vez Medicina, y será un excelente profesional, de la misma forma que, medio siglo atrás, un médico que me había observado durante años mientras yo jugaba al tenis me dijo que él no tenía ninguna duda de que yo sería un buen médico y científico.

Este joven confía en mí y ha decidido avanzar por el camino que yo le propongo. Y yo confío en él y por este motivo estoy dispuesto a que nos reunamos de vez en cuando para hablar sobre su evolución y asesorarlo. Si yo no creyera en él, no tendría ningún sentido perder el tiempo con esas sesiones. Es una rueda positiva: que yo crea en él le dará la fuerza necesaria para lograr lo que se ha propuesto.

No siempre somos guías de personas que tienen un problema académico. También podemos convertirnos en la tabla de salvación de quienes necesitan otro tipo de ayuda. Hace unas semanas vino a mi consulta el hijo de un antiguo paciente mío. Pero, para contar el dilema del hijo, primero debería contar la historia de su padre, un hombre muy inteligente y hábil en los negocios, un empresario con mucha visión. Nuestra relación empezó cuando con una simple exploración física, sin ayuda tecnológica, fui capaz de detectarle una anomalía cardíaca que había pasado inadvertida a otros especialistas. Le recomendé a un cirujano de la clínica Mayo que era experto en ese tipo de operaciones. A partir de ese momento, el hombre desarrolló una relación de gran confianza conmigo por dos motivos: por haber detectado un problema cardíaco sin más herramientas que una simple observación y mi intuición clínica y por haberle recomendado el mejor experto aunque éste no estuviera en mi hospital. De hecho, él fue el primer paciente que donó dinero para mis proyectos. Falleció de un cáncer de próstata y su hijo heredó el negocio.

Y, como decía, el hijo vino a mi consulta. Precisamente porque iba a dirigir el conglomerado de empresas familiares y estaba sometido a mucha presión, quería hacerse un chequeo médico para confirmar que estaba sano. Lo cierto es que, lamentablemente, no lo estaba. Le detecté el mismo problema cardíaco que a su padre y le expliqué que se debía operar. Sin embargo, le dije que prefería esperar unas semanas para ver cómo evolucionaba su salud y que me viniera a ver al cabo de dos meses. Que lo hiciera esperar sesenta días no le agradó en exceso, y me consta que en esas semanas pidió la opinión de otros cardiólogos… Lo sé porque todos me llamaron. Yo tenía un motivo para retrasar la operación. Para someterse a este tipo de intervención, el paciente tiene que estar preparado psicológicamente. Cuando finalmente regresó al Mount Sinai, tenía una lista con todas las opiniones de los cardiólogos que había visitado. Le recomendaban técnicas distintas, entre ellas una que sólo requiere una incisión torácica mínima. También le aconsejaban un cambio de válvula. Yo le dije que, a mi parecer, tenía que ponerse en manos de un cirujano de mi hospital que es experto en ese tipo de problemas y que no cambia la válvula cardíaca, sino que la repara. Aunque se trata de una situación distinta reaccionó como el hijo del matrimonio griego. «Me pongo en tus manos, confío plenamente en ti y estoy muy tranquilo», dijo. Fue operado con éxito hace ocho semanas.

También conozco desde hace muchos años a una mujer octogenaria que había trabajado en el hospital. Siempre ha tenido muy mal carácter. Es alguien muy irritable y cascarrabias. De hecho, todos la evitaban. No creo que a ella le importara lo más mínimo, porque no era muy sociable. Siempre que venía a mi despacho, mi equipo desaparecía. Cuando se jubiló mantuvimos el contacto, entre otras cosas porque yo era el médico de su marido, que también tenía un carácter bastante complicado. Cuando éste falleció, ella pasó por una depresión que la llevó a recluirse en casa y a alimentar pensamientos suicidas. Fue entonces cuando decidí que sólo yo podía ayudarla, porque no aceptaría los consejos de ningún otro médico. Me propuse visitarla todos los fines de semana y tratarla hasta que superara la depresión. Poco a poco se fue encontrando mejor, pero nunca interrumpí las visitas a domicilio porque a su edad siempre se tiene un problema u otro. Lo interesante del caso es que me escucha y sigue todos y cada uno de mis consejos. Y con ello no quiero decir que con los años su carácter se haya ablandado: estas últimas semanas ha necesitado la atención de una enfermera y creo que ha contratado a cinco en quince días. Lo que quiero decir es que incluso ella advierte que todos necesitamos ayuda y orientación. Y por algún motivo siempre confió en mí. Nadie entiende mi relación con esa mujer. Todos necesitamos el apoyo de alguien, y yo soy el único que se lo puedo dar.

Un aspirante a enfermero, un enfermo que será sometido a una operación quirúrgica y una anciana cascarrabias que tenía tendencias suicidas. En un contexto de incertidumbre y oscuridad, se lo jugaron todo a una sola carta porque alguien en quien confiaban los condujo en esa dirección. No es fácil dar el salto; sólo lo haremos cuando confiemos plenamente en la persona que nos promete que ésa es la mejor opción.

Y les daré un último ejemplo que, como los anteriores, reúne los elementos de una relación de confianza que se cultiva con el paso del tiempo. Todos los años trabajo con un equipo de dieciocho residentes (anualmente aceptamos a seis residentes que se quedan tres años). Tengo muy buen recuerdo de uno que trabajó en el hospital a finales de los años ochenta. Me atrevería a decir que fue uno de los tres residentes más brillantes que han pasado por el Instituto de Cardiología. Ahora es un cardiólogo muy prestigioso y trabaja en un centro médico del interior del país. He mantenido la relación con él porque cada dos años los antiguos residentes del Instituto de Cardiología, más de ciento cincuenta, se desplazan hasta Nueva York para asistir a una cena que ellos han bautizado como la Sociedad VF, la Valentín Fuster Society. Por otro lado, desde hace diez años soy el cardiólogo de su padre y un mes atrás, tras el chequeo anual, le recomendé que se operara porque había empeorado. Le aconsejé que lo hiciera un cirujano de nuestro hospital que, en mi opinión, es el mejor para ese tipo de operación. Su hijo me llamó porque él, que conoce a los mejores cirujanos cardíacos, había oído hablar del cirujano que iba a operar a su padre a corazón abierto pero sabía poco de él. Había elaborado una lista con los expertos que, a su juicio, eran los más indicados para la intervención. Le expliqué que ninguno de ellos superaba al que yo recomendaba. Creo que nos quedamos unos segundos en silencio y entonces mi ex residente dijo: «Pues si tú estás seguro, confío plenamente en ti». Tras tantos años de relación y habiendo trabajado conmigo codo a codo en el hospital, este médico se atreve a dar un salto al vacío y dejar que una persona que hasta cierto punto le era algo desconocida opere a su padre.

Les he descrito estos cuatro casos por una razón: uno sólo puede ser el guía o el tutor de alguien si existe una relación de mucha confianza y una química favorable. En mi opinión, un vínculo tan estrecho sólo se construye con los años.

En definitiva, he sido discípulo y tutor. En ocasiones, he necesitado guías y, en otras, he guiado. Todos tenemos la necesidad de que nos orienten y la capacidad de orientar a otros. Creo que es una cadena que no se debe romper y espero haber tenido en algún joven médico un impacto parecido al que Pere Farreras Valentí tuvo en mí.