Reservar unos minutos diarios a la reflexión es crucial; de hecho, lejos de ser una pérdida de tiempo, son los minutos mejor invertidos de nuestro día. Ya lo decía Publio Siro: «El tiempo de reflexión es una economía de tiempo». Y, al contrario, quien se levanta por la mañana y corre sin parar de una actividad a otra, quien no se detiene a meditar «para no perder tiempo», no aprecia cuánto tiempo malgasta cuando toma decisiones precipitadas y corre «como un pollo sin cabeza».
Nuestra sociedad no invita a la reflexión, pero caminar sin rumbo, deambular a ciegas por la vida, nos aparta en realidad de nuestro camino. Meditar no es una actividad pasiva como muchos creen: requiere voluntad y disciplina, grandes dosis de sentido común y mucho vigor intelectual. Vivimos en un entorno que nos obliga al cambio constante. Por ello es esencial que sepamos hacer un alto para estudiar nuestras circunstancias o considerar nuestras opciones; sólo así lograremos avanzar por el camino correcto. La reflexión es una pieza clave en el engranaje de la motivación. Cuando falla vagamos sin mapa y sin destino, desorientados, perdidos y, tarde o temprano, sin motivos para seguir caminando.
Yo necesito reflexionar tanto para poner en orden lo más inmediato como para organizar mis asuntos a más largo plazo. Todas las mañanas dedico unos quince minutos a la reflexión cuando llego a la oficina; es el momento más importante de la jornada porque me ayuda a establecer las prioridades y a centrarme en lo fundamental. En mi caso, cada día es una vida entera. Durante ese tiempo recibo buenas y malas noticias, examino urgencias que requieren decisiones determinantes para el futuro de mis pacientes, atiendo compromisos, valoro posibles presentaciones y procuro salir indemne cuando se precipita sobre mí una catarata de correos electrónicos. El tiempo que dedico a la reflexión es crucial para ordenar mi agenda, sobre todo mi agenda mental, pero esa meditación diaria tiene también un impacto a largo plazo. No es casualidad que encuentre soluciones a problemas personales cuando me levanto. El agotamiento y la confusión de la noche no me dejan pensar con claridad. Unas horas más tarde, sin embargo, soy capaz de procesar la situación con sosiego y analizarla desde otra perspectiva.
Tengo la sensación de que en el mundo actual se reflexiona poco. Vivimos pendientes del teléfono móvil y tenemos la tiránica necesidad de actualizar nuestro estado en las redes sociales cada cinco minutos. La mayoría de las veces, esa conducta atropellada y mecánica no es más que una huida hacia la nada, un paso hacia ninguna parte. El ruido nos impide percibir la música del camino.
Observo a mis amigos o pacientes y advierto que muchos tienden a reaccionar de forma automática sin considerar las consecuencias de sus actos. Incluso creen que podrán idear algo valioso durante una fiesta, un partido de béisbol o una cena multitudinaria. Algunos me dicen que esperan hallar calma para pensar cuando viajan en grupo, una actividad sin duda gratificante, pero muy poco propicia para el análisis reposado. Carece de sentido pasar a la acción si previamente no hay reflexión.
La reacción irreflexiva sólo conduce al fracaso. Y una sucesión de reacciones irreflexivas nos lleva a lugares extraños, con la consiguiente pérdida de energía y de tiempo. Deberemos deshacer nuestros pasos y avanzar hacia un lugar que tenga sentido. Hace pocas semanas, un joven médico me contó desolado que una prestigiosa revista especializada le había rechazado un extenso artículo donde exponía los resultados de su investigación. Esa publicación tiene expertos que evalúan el contenido del material que reciben. En su caso, uno de ellos había elogiado el escrito y otro lo había criticado de forma bastante áspera. Leí tanto el estudio como los comentarios hostiles y llegué a la conclusión de que la censura no era justa. En el pasado había tenido una relación muy estrecha con esa revista y decidí llamar a su editora. Nunca lo había hecho antes, así que me escuchó con atención y luego me pidió que el médico investigador mandara una carta para defender sus criterios.
Unos días más tarde recibí un borrador de esa carta. Parecía escrita por alguien que en ningún momento se había parado a considerar qué quería obtener con su respuesta o qué aportación positiva podía hacer. Era un texto agresivo, alocado, un simple ataque frontal al experto que había recomendado no publicar su estudio. Llamé al joven y le pedí que viniera a mi despacho. Le devolví la carta y le expliqué que era la diatriba perfecta si pretendía no publicar jamás en aquella revista y aislarse de la comunidad médico-científica. También le sugerí que reflexionara, que utilizara el sentido común y volviera al cabo de unos días.
Y yo me pregunté: ¿cómo es posible que un individuo que ha terminado la carrera de Medicina con sobresalientes no tenga un mínimo de tacto, de psicología, y no sepa escoger el tono con el que debe dirigirse a una revista cuya directora le está dando una segunda oportunidad? La respuesta es que en un mundo cada vez más tecnificado es posible tener excelentes conocimientos académicos y nulos conocimientos sobre las relaciones humanas.
Por otro lado, también es cierto que sólo con la edad aprendemos a valorar la importancia de la reflexión y a evitar las actuaciones precipitadas o poco meditadas. Cuando yo tenía la edad de ese joven y hacía la residencia en el Reino Unido, me marché de vacaciones a Barcelona sin haber completado la historia clínica de varios pacientes. Hoy, cuando lo pienso, debo admitir que fue un acto irresponsable, una falta de reflexión monumental. No se me olvidará en la vida la llamada que recibí de mi mentor cuando regresé de las vacaciones. El rapapolvo fue tan espectacular como merecido y nunca más dejé una ficha médica abierta. De hecho, ahora siempre me acompaña una grabadora digital para describir en el acto todas mis impresiones cuando efectúo la exploración médica de un paciente.
Aunque defiendo la necesidad de incluir la reflexión en nuestras vidas y dedicar el tiempo oportuno a esa tarea, en algunas ocasiones hacemos un balance de nuestra realidad de una forma mucho más intensa y rápida. Me explicaré: en situaciones extremas logramos expandir el tiempo o, si prefieren, comprimir nuestra experiencia. Les daré ejemplos muy cercanos. He visto cómo muchos pacientes terminales de cáncer exprimen cada día hasta sacarle el jugo de un año entero. Pero hay un caso más próximo: durante un vuelo de Nueva York a Sidney tuve la seguridad de que iba a morir en pocos minutos. Estábamos cruzando el Pacífico cuando de repente el avión se metió de lleno en una gran tormenta. Los pasajeros pudimos oír perfectamente el crepitar de los chispazos y un preocupante ruido en el motor. El piloto decidió que debía escapar de aquella turbulencia tan rápido como fuera posible e inició una maniobra de descenso en picado. Mi cuerpo quedó completamente inclinado y podía notar la presión del cinturón de seguridad. Pensé: «Esto es el fin». Aquellos segundos de caída fueron eternos. Tuve tiempo para recordar a mi familia. Pensé que los proyectos médicos y sociales que había impulsado quedaban en buenas manos. En esos últimos segundos de vida no dediqué ni un solo instante a mis logros profesionales. El apremio de un tiempo que se agota te obliga a dilatar esos segundos, minutos, horas o días y convertirlos en semanas, meses o años. Te obliga a destilar ideas y sensaciones para que quepan en el breve lapso disponible. Es una recapitulación aguda y fulgurante.
La reflexión personal y diaria es clave, pero también lo es compartirla con las personas más próximas. Cuando el año pasado falleció un buen amigo, el escritor Carlos Fuentes, pensé que iba a extrañar nuestras conversaciones sobre la vida, el ser humano, el poder y la poesía. Unos meses más tarde se publicó su novela póstuma, Federico en su balcón, y me llevé una gran sorpresa cuando supe que me la había dedicado. Para mí es un gran honor que un escritor de su talla me dedique una de sus obras y, tratándose de la última, el hecho adquiere una significación aún mayor. El libro, además, me evoca las conversaciones que sostuvimos, ya que el relato es un diálogo de dos personajes en un balcón: Dante Loredano, una especie de álter ego de mi amigo, y el filósofo alemán Friedrich Nietzsche.
«Quiero a los que son capaces de sonreír ante un problema, pueden reunir fuerzas cuando están afligidos y se convierten en personas más valientes a través de la reflexión», afirmaba Leonardo da Vinci. Yo no podría estar más de acuerdo. Sólo si meditamos, establecemos prioridades o metas y aprendemos a conocernos mejor seremos capaces de poner los cimientos de una vida fructífera y avanzar como individuos y como sociedad. Una cita del arzobispo Fulton Sheen nos advierte de los peligros que conlleva pasar de una acción a la otra sin haber reflexionado previamente: «Si no vivimos como pensamos, pronto empezaremos a pensar como vivimos». En efecto, el acto de reflexionar es el timón de nuestra vida y debemos hacerlo a diario para mantener el rumbo de nuestro viaje.