Vivimos en una sociedad de infarto. Resulta imposible leer los periódicos por la mañana sin tener palpitaciones. Bancos que se hunden, países al borde de la bancarrota, escándalos de corrupción política, hospitales con menos recursos, suicidios de personas que están a punto de ser desahuciadas, desoladoras cifras de paro, despidos masivos y palabras de algunos dirigentes cuyas preocupaciones o prioridades se alejan sin remedio de la ciudadanía.
Un mundo que creíamos estable parece fundirse bajo nuestros pies; «todo lo sólido se desvanece en el aire». En su lugar, se ha instaurado una sensación de incertidumbre que está paralizando el progreso de nuestros jóvenes, el éxito de los trabajadores y la merecida serenidad de nuestros mayores. Las malas noticias económicas irrumpen hermanadas con las pésimas noticias climáticas. La crisis y el calentamiento son fenómenos globales: nuestras cuentas bancarias se derriten como los glaciares.
Es evidente que algo debe cambiar, que debemos construir una sociedad más humana, más justa y con valores más firmes.
La sensación de hartazgo y las ganas de cambio son compartidas por millones de personas en todo el mundo. Y ya no son sólo los más jóvenes o los más radicales quienes exigen una transformación de la sociedad: hasta los abuelos y padres más conservadores han llegado a aceptar que el sistema actual es insostenible y no quieren dejar ese triste legado a sus hijos y nietos.
Yo también tengo hijos y nietos, y creo que un cambio de mentalidad es posible. En mi opinión, la motivación de los individuos es el motor de este cambio. De hecho, me preocupa que el hastío actual pueda convertirse en desesperanza o pasividad, que impere la resignación, el «yo no puedo hacer nada». La historia nos demuestra que la gente puede levantar hospitales, escuelas, ciudades y países cuando se suman esfuerzos e ilusiones.
Una actitud positiva es clave para ver las oportunidades que nos ofrece la vida. Las personas resueltas y optimistas aprenden de los infortunios y salen reforzadas de ellos. Los momentos duros no conducen entonces al resentimiento sino a la empatía, la generosidad y el empuje creativo.
Esa disposición de ánimo tiene un indudable componente genético, pero también puede adquirirse durante la infancia. Una madre o un padre entusiasta nos enseña desde niños a interpretar nuestro entorno de una cierta manera. Estar programados para tener una visión estimulante de la realidad es una suerte inmensa, pero esa actitud también se puede desarrollar con los años gracias a la observación y la experiencia. Los golpes bajos que nos da la vida son, sin duda, la mejor escuela. Tenemos dos opciones: entrar en una espiral de rencor y amargura que acabará dañando a los demás, o superar los reveses y comprender que todos los seres humanos somos iguales, que en algún momento pasamos por situaciones muy similares y debemos por tanto tener la capacidad de empatizar y de ayudarnos los unos a los otros.
El resentido tiende a pensar que sus problemas son más graves que los ajenos y su sufrimiento mucho más hondo que el de ningún otro individuo en este mundo. El resentido da la espalda a la sociedad o, todavía peor, la desafía para humillar y herir al prójimo. Por el contrario, la actitud positiva tiene efectos importantes sobre uno mismo y los que le rodean. El optimista es capaz de motivar a los demás, de alegrarse del éxito ajeno, de ser amable, de levantarse después de una caída, de entender que las relaciones son más importantes que las posesiones materiales y de pasárselo bien incluso cuando las circunstancias no le son del todo favorables. La actitud positiva determina la mayoría de nuestras experiencias diarias, impide que la negatividad de los demás nos afecte, nos lleva a dar sin esperar a cambio y, en última instancia, nos permite ser auténticos.
En realidad, y yo lo veo todos los días en el centro médico donde trabajo, todos somos iguales. El empresario de Manhattan y la trabajadora social del Bronx viven en universos muy dispares, pero a la hora de la verdad, con el corazón literalmente abierto sobre la camilla de un quirófano, llevan la misma bata, han sentido los mismos miedos y, tal vez, han afrontado los mismos problemas familiares.
No somos especiales y nuestras pequeñas o grandes desdichas tampoco lo son. Compartimos el presente con siete mil millones de personas y todas ellas están construyendo el mundo que heredarán las generaciones futuras. Si pensamos que nuestra aportación es irrelevante, la suma de millones de derrotas será letal para la sociedad.
Sería un error dejarnos arrastrar por el huracán del pesimismo, la insensatez egoísta o la irreflexión. Debemos resistir y buscar las señales que nos permitan hallar el camino hacia una sociedad más equitativa y altruista. Transformar el desaliento en entusiasmo es decisivo si queremos impulsar un cambio a todas luces necesario.
En el contexto económico actual, los ciudadanos se sienten frustrados por la duración y la profundidad de la crisis económica. La Cruz Roja habla ya de «desesperación silenciosa» para referirse al estado de ánimo de millones de españoles. Dicha organización ayudó a 1,2 millones de personas en España en 2012, y este año espera llegar a más de 1,5 millones de ciudadanos que han solicitado su colaboración para comprar alimentos y productos de primera necesidad. Este movimiento humanitario está ayudando por primera vez a miles de «nuevos pobres», familias que han quedado atrapadas en una situación de extrema vulnerabilidad debido a la pérdida de trabajo de todos los miembros adultos. Unos seis millones de españoles están desempleados: la cantidad es escalofriante y sigue creciendo día a día con inexorable crueldad. Quienes tienen un trabajo precario y mal remunerado sueñan con empleos más estables y menos ingratos.
Los jóvenes se enfrentan a una situación especialmente difícil: uno de cada dos no encuentra trabajo y muchos optan por marcharse al extranjero. Otros se ven obligados a aceptar ofertas temporales o prácticas a tiempo parcial en condiciones a veces abusivas.
Los niños son las víctimas más vulnerables de la crisis: unos cuatro millones viven en España bajo el umbral de la pobreza. Son un rostro invisible, una voz muda o silenciada, pero lo cierto es que la penuria de sus familias tendrá un efecto profundo en su educación, su bienestar y su desarrollo.
El drama económico actual recuerda a la Gran Depresión que desde Estados Unidos se extendió por todo el mundo en los años treinta del siglo pasado. También tiene puntos en común con la crisis que sufrió Argentina hace diez años.
La ansiedad, la angustia, la impotencia y las palpitaciones de mis pacientes españoles son muy parecidas a los trastornos que presentaban los neoyorquinos cinco años atrás o a los que padecían los argentinos hace una década. He tratado a enfermos de muy variados orígenes, así que durante más de cuarenta años he podido observar a través de ellos la evolución de muchas regiones del mundo. Personas que procedían de países en vías de desarrollo hoy pueden afirmar que son ciudadanos de Estados emergentes como Brasil o China. También se ha producido la situación inversa: nativos de una potencia mundial como Estados Unidos ven ahora cómo su hegemonía se debilita con el auge de países que van recortando distancias.
Durante la década de los noventa, muchos pacientes que trabajaban en Wall Street ganaron enormes cantidades en la Bolsa de Nueva York. Sus palpitaciones, su ansiedad, no estaban producidas por la falta de trabajo, sino, bien al contrario, por el ritmo inhumano de su actividad profesional, por el alto riesgo de las operaciones financieras, por el uso y el abuso de sustancias que los mantenían en constante tensión y les permitían cerrar formidables transacciones en cuestión de minutos… En definitiva, por un tren de vida brutal, agobiante y absurdo. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 se generalizó la congoja, la depresión y el miedo. La lesión fue física y psicológica, pero también económica. La quiebra de Lehman Brothers provocó un tsunami imparable en Estados Unidos y después en el resto del mundo. Desde entonces, las tribulaciones económicas se han convertido en un tema reiterado por todos mis pacientes cuando llegan a la consulta y les pregunto cómo están.
Y, como contaré en este libro, yo también he atravesado malas rachas y contratiempos (dificultades laborales, académicas, un cáncer…) que fácilmente podrían haberme abatido.
Permítanme que les ponga en antecedentes. Nací en Barcelona el 20 de enero de 1943. La ciudad se recuperaba entonces de los terribles bombardeos sufridos durante la guerra civil española, que había terminado apenas cuatro años antes. La segunda guerra mundial devastaba Europa por aquel tiempo.
Yo era el pequeño de cinco hermanos y mis padres se esforzaban con ahínco por sacar adelante un sanatorio mental situado en el barrio de Pedralbes. Formaban una pareja luchadora e infatigable que me transmitió una visión positiva de la vida. Viví luego en el Liverpool de los Beatles y en Edimburgo; más tarde me mudé a Estados Unidos, primero al estado de Minnesota, después a Nueva York, luego a Boston, y finalmente regresé a Nueva York. Durante los últimos años compagino dos tareas: en Nueva York soy Physician Chief (director médico) del hospital Mount Sinai y su Centro de Cardiología; en España dirijo el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC).
Setenta años de vida y experiencia y el contacto con amigos, conocidos y pacientes me llevan a la siguiente conclusión: el desánimo y la incertidumbre, los descalabros y las adversidades, son elementos inseparables de nuestra existencia. Es imposible estar siempre arriba. Quien alcanza la cúspide fácilmente puede caer, pero luego puede alzarse de nuevo solo o con la ayuda de otros. La buena y mala noticia es que ese proceso es cíclico: cuando estamos en lo alto de la satisfacción luchamos para mantenernos allí; tras la caída también tendremos que luchar para levantarnos y subir otra vez la ladera. Es un círculo en continua rotación, un empeño constante. Como ven, ya les avanzo que la satisfacción no es un obsequio o un privilegio otorgado graciosamente sin nuestro esfuerzo. Una vida satisfactoria es una conquista cotidiana.