EL cielo estaba nublado y amenazaba con nieve. Adormilada, Hester dejó de mirar la ventana y extendió el brazo hacia Mitch. La cama a su lado estaba revuelta, pero vacía.
¿Se había ido durante la noche?, se preguntó pasando la mano por las sábanas donde él había dormido. Al principio, sintió desilusión. Habría sido tan agradable despertarse con él por la mañana… Luego, retiró la mano y se la puso bajo la mejilla.
Quizá fuera mejor así. No sabía cómo habría reaccionado Radley. Y, si al despertarse hubiera tenido allí a Mitch, sin duda cada vez le habría sido más difícil no invitarlo a pasar la noche. Solo ella sabía lo mucho que se había esforzado para no tener que necesitar a nadie. Ahora, después de tantos años de lucha, empezaba a ver progresos reales. Había logrado darle a Radley un buen hogar, en un barrio agradable, y tenía un trabajo sólido y bien remunerado. Seguridad, estabilidad. No podía arriesgar de nuevo todas aquellas cosas por el embrollo sentimental que suponía depender de alguien. Y, sin embargo, ya empezaba a depender de Mitch, pensó retirando las mantas. Por más que la razón le decía que era mejor que se hubiera ido, lamentaba que no estuviera allí. Y lamentaba, mucho más de lo que él se imaginaba, ser suficientemente fuerte como para mantenerse apartada de él.
Se puso la bata y fue a ver si Radley quería desayunar. Los encontró juntos, inclinados sobre el teclado del ordenador, mientras lucecitas de colores explotaban en la pantalla.
—Este chisme falla —dijo Mitch—. Ese tiro era mortal.
—Te has pasado un kilómetro.
—Le voy a decir a tu madre que necesitas gafas. Mira, esto es directamente un boicot. ¿Cómo voy a concentrarme con este estúpido gato mordisqueándome los pies?
—No sabes jugar —dijo Radley, altanero, cuando la última nave de Mitch cayó derrotada.
—¿Que no sé jugar? Yo te enseñaré si sé jugar —agarró a Radley y, levantándolo, le dio la vuelta—. A ver, ¿qué dices ahora? ¿Falla el aparato o no?
—No —riendo, Radley apoyó las manos en el suelo—. A lo mejor eres tú quien necesita gafas.
—Voy a tener que soltarte. No me dejas elección. Ah, hola, Hester —agarrando las piernas de Radley con un brazo, le sonrió.
—¡Hola, mamá! —aunque se estaba poniendo rojo, Radley parecía encantado cabeza abajo—. Le he ganado tres veces. Pero en realidad no está enfadado.
—¿Cómo que no? —Mitch lo levantó y lo dejó caer suavemente sobre la cama—. Me siento humillado.
—Le he dado una paliza —dijo Radley con satisfacción.
—No puedo creer que me lo haya perdido —ella les ofreció una sonrisa cautelosa. Radley parecía contento de que Mitch estuviera allí. En cuanto a ella, le costaba mucho esfuerzo sofocar la alegría—. Supongo que después de tres grandes batallas, querréis desayunar.
—Ya hemos comido —Radley se inclinó hacia el suelo para recoger al gatito—. Le he enseñado a Mitch a hacer tostadas francesas. Dice que están muy ricas.
—Eso ha sido antes de que me timaras.
—Yo no te he timado —Radley rodó sobre la cama y se colocó al gato sobre la tripa—. Mitch ha fregado la sartén y yo la he secado. Íbamos a prepararte a ti una, pero como seguías durmiendo…
La idea de que los dos hombres de su vida trastearan en la cocina mientras ella dormía la dejó confundida.
—Supongo que no esperaba que os levantarais tan pronto.
Mitch se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Hester, siento decirte esto, pero son más de las once:
—¿Las once?
—Sí. ¿Qué tal si comemos?
—Bueno, yo…
—Piénsatelo. Supongo que debería bajar y ocuparme de Tas.
—Lo haré yo —Radley se levantó y empezó a dar brincos—. Puedo darle la comida y sacarlo a dar un paseo. Sé hacerlo, tú me enseñaste.
—Por mí, bien. ¿Tú qué dices, Hester?
Ella aún estaba aturdida.
—De acuerdo. Pero abrígate.
—Sí —Radley recogió su chaqueta—. ¿Puedo traer a Tas cuando vuelva? Aún no conoce a Zark.
Hester miró la pequeña pelota de pelo, pensando en los grandes colmillos blancos de Tas.
—No creo que a Tas le apetezca mucho conocer a Zark.
—A Tas le encantan los gatos —le aseguró Mitch, recogiendo del suelo el gorro de esquí de Radley—. Y no lo digo en el sentido gastronómico, claro —se metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves.
—Ten cuidado —le dijo ella a Radley cuando este salió agitando las llaves de Mitch. La puerta se cerró con un golpe.
—Buenos días —dijo Mitch, envolviéndola en sus brazos.
—Buenos días. Podías haberme despertado.
—Me dieron ganas —le pasó las manos por la espalda—. Iba a hacer café y a llevarte una taza. Pero Radley se levantó y, casi sin darme cuenta, me encontré batiendo huevos.
—Y… ¿no le extrañó que estuvieras aquí?
—No —la besó en la punta de la nariz. Luego, apretándola contra su costado, la condujo a la cocina—. Apareció cuando estaba calentando el agua y me preguntó si iba a preparar el desayuno. Tras una breve negociación, decidimos que él era el más cualificado de los dos. Todavía queda un poco de café, pero creo que será mejor que lo tiremos y hagamos más.
—Seguro que está bueno.
—Me encanta la gente optimista.
Ella estuvo a punto de sonreír mientras abría el frigorífico para sacar la leche.
—Pensaba que te habías ido.
—¿Habrías preferido que me fuera?
Ella sacudió la cabeza, pero no lo miró.
—Esto es muy duro, Mitch. Cada vez es más duro.
—¿El qué?
—Intentar no querer que estés aquí, así, todo el tiempo.
—Di una sola palabra y me mudaré con perro y todo.
—Ojalá pudiera. De verdad, ojalá. Mitch, esta mañana, al entrar en el cuarto de Rad y veros juntos, he sentido que algo encajaba. Me he quedado allí, pensando que podría ser así siempre.
—Y así será, Hester.
—Tú estás muy seguro —sonriendo, ella se dio la vuelta y apoyó las manos sobre la encimera—. Estás absolutamente seguro, y casi desde el principio. Tal vez sea eso lo que me asusta.
—Cuando te vi, Hester, sentí que una lucecita se encendía para mí —se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros—. No siempre he tenido claro qué quería en la vida, y a veces las cosas no han salido como yo esperaba, pero contigo estoy seguro —apretó los labios contra su pelo—. ¿Me quieres, Hester?
—Sí —con una largo suspiro, ella cerró los ojos—. Sí, te quiero.
—Entonces, cásate conmigo —la obligó suavemente a girarse para mirado cara a cara—. No te pido que cambies nada, salvo de apellido.
Ella deseaba creerlo, creer que era posible emprender una nueva vida una vez más. El corazón le martilleaba contra las costillas cuando rodeó a Mitch con los brazos. «Aprovecha la oportunidad», parecía decirle. «No rechaces el amor». Sus dedos se tensaron.
—Mitch, yo… —sonó el teléfono, y Hester dejó escapar el aliento que había estado conteniendo—. Lo siento.
—Yo también —musitó él, pero la soltó.
A Hester aún le temblaban las piernas cuando descolgó el teléfono, colgado de la pared.
—¿Diga? —el aturdimiento se disipó de repente. Y, con él, la alegría—. Allan…
Mitch se dio la vuelta rápidamente. La voz de Hester era tan suave y firme como su mirada. Pero se había enroscado el cordón del teléfono alrededor de la mano, como si quisiera anclarse.
—Bien —dijo ella—. Estamos los dos bien. ¿Florida? Creía que estabas en San Diego.
Había vuelto a mudarse, pensó Hester mientras escuchaba aquella voz familiar e inquieta, como siempre. Escuchaba con fría paciencia mientras Allan le contaba lo bien que le iban las cosas.
—Rad no está en este momento —le dijo, aunque él no se lo había preguntado—. Si quieres felicitarlo por su cumpleaños, le diré que te llame —hubo una pausa, y Mitch notó que su mirada cambiaba, y que la rabia se apoderaba de ella—. Ayer —ella apretó los dientes y dejó escapar entre ellos un largo suspiro—. Tiene diez, Allan. Los cumplió ayer. Sí, estoy segura de que te cuesta hacerte a la idea.
Guardó silencio de nuevo y escuchó. Una rabia sorda se le había alojado en la garganta. Cuando volvió a hablar, su voz sonó hueca.
—Felicidades. ¿Que si me parece mal? —se echó a reír, sin importarle lo que pensara—. No, Allan, me da absolutamente igual. Está bien, buena suerte. Lo siento, no puedo mostrar más entusiasmo. Le diré a Radley que has llamado.
Colgó, reprimiendo cuidadosamente las ganas de estrellar el teléfono. Lentamente desenroscó el cable que empezaba a clavársele en la mano.
—¿Estás bien?
Ella asintió y, acercándose a la cocina, se sirvió un café que no le apetecía.
—Llamaba para decir que va a volver a casarse. Creía que iba a importarme.
—¿Y te importa?
—No —dio un sorbo de café solo. Su amargor le sentó bien—. Lo que haga me trae sin cuidado desde hace años. Ni siquiera sabía que era el cumpleaños de Radley —la rabia subió bullendo a la superficie, por más que se esforzaba por sofocarla—. Ni siquiera sabe cuántos años tiene —dejó la taza bruscamente y el café se derramó—. Radley dejó de existir para él en cuanto salió por la puerta. Lo único que tuvo que hacer fue cerrarla tras él.
—¿Y eso qué importa ahora?
—Radley es su hijo.
—No —Mitch sintió que la furia se apoderaba de él—. Eso es algo de lo que tienes que olvidarte. Acéptalo de una vez. Ese hombre no hizo más que engendrar a Radley. Y eso no conlleva automáticamente ningún lazo afectivo.
—Tiene una responsabilidad.
—Pero no la quiere, Hester —intentando conservar la paciencia, la tomó de las manos—. Se ha desvinculado absolutamente de Rad. No es nada admirable, y desde luego no lo ha hecho por el bien de su hijo. Pero ¿preferirías que entrara y saliera de la vida de Radley cuando se le antojara, dejando al chico confundido y dolido?
—No, pero…
—Quieres que se preocupe, y no se preocupa —aunque ella no apartó las manos, Mitch notó un cambio—. Te estás alejando de mí.
Era cierto. Lo lamentaba, pero no podía evitarlo.
—No quiero hacerlo.
—Pero lo haces —esa vez, fue él quien se apartó—. No ha hecho falta más que una llamada.
—Mitch, por favor, intenta comprenderlo.
—Eso hago —su voz parecía tener un filo que Hester no había oído nunca—. Ese hombre te dejó, y eso duele, pero pasó hace mucho tiempo.
—No es por el dolor que me causó —dijo ella, pasándose una mano por el pelo—. O puede que sí, en parte. No quiero volver a pasar por eso nunca más, por ese miedo, por esa sensación de vacío. Yo lo quería. Tienes que comprender que tal vez fuera joven y estúpida, pero lo quería.
—Nunca lo he dudado —dijo él, aunque no le gustara oírlo—. Una mujer como tú no hace promesas a la ligera.
—No. Cuando las hago, procuro cumplirlas —tomó de nuevo la taza de café con ambas manos, para calentárselas—. No sabes cuánto deseaba salvar mi matrimonio, lo mucho que lo intenté. Cuando me casé con Allan, renuncié a una parte de mí misma. Me dijo que íbamos a mudamos a Nueva York, que haríamos las cosas a lo grande, y me fui con él. Dejar mi casa, mi familia y mis amigos fue lo peor que he hecho nunca, pero me fui porque él quería. Casi todo lo que hice durante nuestro matrimonio lo hice porque él quería. Y porque era más fácil seguirle la corriente que negarme. Construí mi vida alrededor de la suya. Luego, a los veinte años, descubrí que no tenía vida en absoluto.
—Y te hiciste una para Radley y para ti. Tienes derecho a sentirte orgullosa de ello.
—Lo estoy. Me ha costado ocho años, ocho años, sentir que vuelvo a pisar terreno firme. Y ahora apareces tú.
—Ahora aparezco yo —dijo él lentamente, mirándola—. Y no te quitas de la cabeza la idea de que socavaré el suelo bajo tus pies otra vez.
—No quiero convertirme en esa mujer otra vez —dijo ella desesperadamente, buscando respuestas mientras intentaba hacerle comprender—. Una mujer que concentra todas sus metas y sus deseos alrededor de otra persona. Esta vez, si me encontrara sola de nuevo, no sé si podría soportarlo.
—Escúchate a ti misma. ¿Prefieres quedarte sola a arriesgarte a que las cosas no funcionen cincuenta años? Mírame bien, Hester. Yo no soy Allan Wallace. No te estoy pidiendo que te entierres para hacerme feliz. Te quiero tal y como eres ahora, y quiero pasar mi vida contigo.
—Las personas cambian, Mitch.
—Y pueden cambiar juntas —respiró hondo—. O separadas. ¿Por qué no me dices qué quieres hacer cuando por fin te aclares?
Ella abrió la boca y volvió a cerrarla al ver que él se alejaba. No tenía derecho a pedirle que volviera.
No podía quejarse, se decía Mitch mientras, sentado ante su ordenador nuevo, jugueteaba con la siguiente escena del guión. El trabajo iba mejor de lo que esperaba… y más rápido. Le estaba resultando fácil sumirse en las tribulaciones de Zark y olvidarse de sus problemas.
En ese momento, Zark estaba esperando junto a la cama de Leilah, rezando porque sobreviviera al raro accidente que había dejado intacta su belleza, pero dañado su cerebro. Naturalmente, cuando se despertara, sería una extraña. La que había sido su mujer durante dos años se convertiría en su peor enemigo, y su mente, tan brillante como siempre, se volvería malvada y retorcida. Los planes y los sueños de Zark quedarían destruidos para siempre. Galaxias enteras estarían en peligro.
—¿Tú crees tener problemas? —masculló Mitch—. Pues a mí las cosas no me van como la seda, precisamente.
Achicando los ojos, observó la pantalla. La ambientación era buena, pensó pasando a la página anterior. No le costaba imaginarse aquella habitación de hospital del siglo XXIII. Tampoco le costaba imaginarse la angustia de Zark, ni la locura que empezaba a germinar en el cerebro adormecido de Leilah. Lo que le costaba imaginarse era su vida sin Hester.
—Idiota —a sus pies, el perro bostezó, dándole la razón—. Debería bajar a ese maldito banco y sacarla a rastras. A ella le encantaría, ¿a que sí? —fijo riendo mientras se apartaba de la máquina y se desperezaba—. Apuesto a que sí —siguió dándole vueltas a aquella posibilidad y, al final, se sintió incómodo—. Podría hacerlo, pero seguramente los dos lo lamentaríamos. No hay mucho que hacer, salvo razonar, y eso ya lo he hecho. ¿Qué haría Zark?
Mitch se recostó en la silla y cerró los ojos. Zark, aquel héroe con ribetes de santo, ¿se resignaría? ¿Como defensor de la ley y la justicia se retiraría graciosamente? No, decidió Mitch. En lo tocante al amor, Zark era un pardillo. Leilah seguiría arrojándole polvo astral en la cara, y él seguiría empeñado en recuperarla.
Por lo menos, Hester no había intentado envenenarlo con gas nervioso. Leilah había intentado eso y mucho más, y Zark seguía loco por ella.
Mitch observó el póster de Zark que había pegado en la pared para inspirarse.
«Estamos en el mismo barco, amigo, pero yo tampoco pienso sacar los remos y empezar a bogar. Y Hester va a encontrarse metida en aguas turbulentas».
Miró el despertador de la mesa, pero entonces recordó que se había parado dos días antes. Estaba seguro de haber mandado su reloj de pulsera a la lavandería, junto con los calcetines. Como quería saber cuánto tiempo faltaba para que Hester llegara a casa, entró en el cuarto de estar. Allí, sobre la mesa, había un antiguo reloj de repisa de chimenea al que le tenía tanto cariño que incluso se acordaba de darle cuerda. Mientras lo miraba, oyó a Radley en la puerta.
—Justo a tiempo —dijo al abrir—. A ver cuánto frío hace —frotó las mejillas de Radley con los nudillos—. Dos grados.
—Hace sol —dijo Radley, quitándose la mochila.
—Te apetece ir al parque, ¿eh? —Mitch aguardó a que Radley dejara la chaqueta cuidadosamente doblada sobre el brazo del sofá—. Puede que a mí también me venga bien, después de tomar un reconstituyente. La señora Jablanski, la de la puerta de al lado, ha hecho galletas. Le doy pena porque nadie me prepara comida caliente, así que me he hecho con unas cuantas.
—¿De qué son?
—De mantequilla de cacahuete.
—¡Vale! —Radley se fue corriendo a la cocina. Le gustaba la mesa de madera de ébano y cristal ahumado que Mitch tenía junto a la pared. Sobre todo, porque a Mitch no le importaba que manchara de huellas el cristal. El niño se sentó, contento con la leche con galletas y la compañía de Mitch—. Tenemos que hacer un rollo de trabajo sobre los estados —dijo con la boca llena—. A mí me ha tocado Rhode Island. Es el estado más pequeño. Yo quería Texas.
—Rhode Island —Mitch sonrió, dándole un mordisco a una galleta—. ¿Qué tiene de malo?
—Rhode Island no le interesa a nadie. En Texas tienen El Álamo y esas cosas.
—Bueno, tal vez yo pueda echarte una mano. Nací allí.
—¿En Rhode Island? ¿De verdad? —el pequeño estado pareció adquirir nuevo interés.
—Sí. ¿Cuánto tiempo tienes?
—Dos meses —dijo Radley encogiéndose de hombros mientras tomaba otra galleta—. Tenemos que hacer dibujos. Eso está bien, pero también hay que hablar de la industria, los recursos naturales y todo ese rollo. ¿Cómo es que te mudaste?
Él se dispuso a contestar con una broma, pero decidió ceñirse al código de sinceridad de Hester.
—No me llevaba muy bien con mis padres. Ahora nos llevamos mejor.
—A veces la gente se va y no vuelve.
El niño hablaba con tanta naturalidad que Mitch se sorprendió contestando del mismo modo:
—Lo sé.
—A mí antes me preocupaba que mamá se marchara. Pero no se ha marchado.
—Tu madre te quiere —Mitch le pasó una mano por el pelo.
—¿Vas a casarte con ella?
Mitch se detuvo.
—Bueno, yo… —¿qué podía decirle?—. Supongo que lo he pensado —sintiéndose absurdamente nervioso, se levantó para calentar un poco de café—. En realidad, lo he pensado mucho. ¿A ti qué te parecería?
—¿Vivirías con nosotros todo el tiempo?
—De eso se trata —sirvió el café y volvió a sentarse al lado de Radley—. ¿Te molestaría?
Radley lo miró con sus ojos oscuros y repentinamente inescrutables.
—La madre de un amigo mío volvió a casarse. Kevin dice que desde que se casaron ya no se lleva bien con su padrastro.
—¿Tú crees que, si me caso con tu madre, tú y yo dejaríamos de ser amigos? —agarró a Radley de la barbilla—. No soy amigo tuyo por tu madre, sino por ti. Te prometo que eso no cambiara cuando sea tu padrastro.
—Tú no serías mi padrastro. Yo no quiero un padrastro —la barbilla de Radley tembló—. Yo quiero uno de verdad. Los de verdad no se van.
Mitch deslizó las manos bajo los brazos de Radley y, alzándolo, lo sentó sobre sus rodillas.
—Tienes razón. Los de verdad no se van —dijo, acurrucándolo contra sí—. Yo no sé mucho de ser padre, ¿sabes? ¿Vas a enfadarte conmigo si de vez en cuando meto la pata?
Radley sacudió la cabeza y se apretó contra él.
—¿Se lo podemos decir a mamá?
Mitch se echó a reír.
—Sí, buena idea. Recoja su abrigo, sargento. Vamos a una misión muy importante.
Hester estaba hundida hasta los codos en números. Por alguna razón, le estaba costando un gran trabajo sumar dos y dos. Ya no le parecía tan importante como antes. Y eso, estaba segura, era señal inequívoca de problemas. Repasó los archivos, tasó y computó, y luego volvió a cerrados sin sentir nada en absoluto.
Era culpa de Mitch, se dijo. Era culpa suya que no lograra más que llevar a cabo aquellos gestos rutinarios sin dejar de pensar que tendría que seguir haciéndolos día tras día los siguientes veinte años. Mitch había hecho que se cuestionara su vida. La había hecho enfrentarse al dolor y la rabia que intentaba enterrar. Le había hecho desear lo que había jurado desterrar para siempre.
¿Y ahora qué? Apoyó los codos en el montón de archivos y se quedó con la mirada perdida. Estaba enamorada, más enamorada de lo que había estado nunca. El hombre al que amaba era excitante, amable y formal, y le estaba ofreciendo un nuevo comienzo.
Eso era lo que temía, admitió. De eso era de lo que intentaba huir. Antes no había comprendido que, todos aquellos años, no había culpado a Allan, sino a ella misma. Contemplaba la ruptura de su matrimonio como un error personal, como un fracaso íntimo. Y, en lugar de arriesgarse a fracasar de nuevo, le estaba dando la espalda a su única y verdadera esperanza.
Se decía que era por Radley, pero solo en parte era cierto. Al igual que el divorcio había sido un fracaso íntimo, comprometerse sin reservas con Mitch era un miedo íntimo. Él tenía razón, se dijo. Tenía razón sobre muchas cosas, desde el principio. Ella no era la misma mujer que se casó enamorada con Allan Wallace. Ni siquiera era la misma que había luchado por encontrar un asidero cuando se encontró sola con un hijo pequeño.
¿Cuándo iba a dejar de castigarse? Ahora mismo, decidió, levantando el teléfono. En ese preciso instante. Marcó con mano firme el número de Mitch, pero su corazón vacilaba. Se mordió el labio inferior y oyó sonar y sonar la línea.
—Ay, Mitch, ¿es que nunca elegimos el buen momento? —colgó el teléfono y se prometió no perder el coraje. Dentro de una hora estaría en casa y le diría que estaba lista para empezar de nuevo.
Al oír que Kay la llamaba, descolgó de nuevo el aparato.
—Dime, Kay.
—Señora Wallace, ha venido alguien a verla con respecto a un préstamo.
Frunciendo el ceño, Hester miró su agenda.
—No tengo a nadie citado.
—Pensé que podía recibido.
—Está bien, pero llámame dentro de veinte minutos. Tengo que acabar unas cosas antes de irme.
—Sí, señora.
Hester recogió su mesa y se disponía a levantarse cuando Mitch entró en el despacho.
—¿Mitch? Iba a… ¿Qué haces aquí? ¿Y Rad?
—Está esperando en la entrada, con Tas.
—Kay me ha dicho que alguien quería verme.
—Sí, yo —se acercó a la mesa y dejó sobre ella un portafolios.
Ella hizo amago de tocarle la mano, pero él parecía extrañamente serio.
—Mitch, no hace falta que digas que vienes a pedir un préstamo.
—Es que eso es a lo que vengo.
Ella sonrió y se recostó en la silla.
—No seas tonto.
—Señora Wallace, ¿es usted la encargada de los préstamos en este banco?
—Mitch, de verdad, esto no es necesario.
—Lamentaría mucho tener que decirle a Rosen que me has obligado a acudir a la competencia —abrió el portafolio s—. He traído la información financiera habitual en estos casos. Supongo que tendrás los impresos necesarios para solicitar una hipoteca.
—Claro, pero…
—Entonces, ¿por qué no sacas uno?
—Está bien —ya que quería jugar, le seguiría la corriente—. Así que quieres pedir un préstamo hipotecario. ¿Vas a comprar la propiedad para invertir, para alquilarla o para montar un negocio?
—No, por motivos estrictamente personales. —Entiendo. ¿Tienes contrato de compra venta?
—Aquí lo tienes —sintió una punzada de satisfacción al ver que ella se quedaba boquiabierta.
Hester le quitó los papeles de la mano y los estudió atentamente.
—Es de verdad.
—Pues claro que es de verdad. Di la entrada hace un par de semanas —se rascó la barbilla, recordando—. Veamos, creo que fue el día que hiciste el asado y no pude ir. No has vuelto a invitarme, por cierto.
—¿Te has comprado una casa? —ella volvió a mirar los papeles—. ¿En Connecticut?
—Aceptaron la oferta. Acabo de recibir los papeles. Supongo que el banco querrá tasarla. Hay una tarifa para esas cosas, ¿no?
—¿Qué? Ah, sí. Yo rellenaré los papales.
—Bien. Mientras tanto, te he traído unas fotos y un plano —los sacó del portafolio s y los puso sobre la mesa—. A lo mejor quieres echarles una ojeada.
—No entiendo.
—Empieza por mirar las fotos.
Ella tomó las fotos y de pronto vio la casa de sus sueños. Era grande y espaciosa, con porches alrededor y altos ventanales. La nieve cubría las siemprevivas junto a los peldaños de la entrada y se extendía, blanca e impoluta, sobre el tejado.
—Hay un par de edificios anejos que no se ven. Un establo y una gallinero…, los dos vacíos, por el momento. La parcela tiene unas dos hectáreas, y hay árboles y un riachuelo. El tipo de la inmobiliaria dice que hay buena pesca. El tejado necesita unos arreglos, y hay que cambiar los canalones. Por dentro le vendría bien una mano de pintura o de papel y unas cuantas reformas de fontanería. Pero está en buen estado —la miró mientras hablaba. Ella no levantó los ojos. Siguió mirando las fotos, hipnotizada—. Lleva en pie ciento cincuenta años. Supongo que aguantará un poco más.
—Es preciosa —se le llenaron los ojos de lágrimas, pero logró contenerlas—. Realmente preciosa.
—¿Lo dices desde el punto de vista del banco?
Ella sacudió la cabeza. Mitch no iba a ponérselo fácil. Y no debía, admitió ella. Ya se había encargado ella de ponérselo difícil a ambos.
—No sabía que pensabas mudarte. ¿Y tu trabajo?
—Puedo montar la mesa de dibujo en Connecticut tan fácilmente como aquí. El viaje no es muy largo, y yo no paso mucho tiempo en la oficina, precisamente.
—Eso es verdad —tomó un lápiz, pero en lugar de anotar la información necesaria se limitó a pasárselo entre los dedos.
—Me han dicho que hay un banco en la ciudad. No es tan grande como el National Trust. Es un banco independiente, pequeñito. Me parece que alguien con experiencia podría conseguir un buen puesto allí.
—Yo siempre he preferido los bancos pequeños —tenía que tragarse el nudo que sentía en la garganta—. Y las ciudades pequeñas.
—Hay un par de buenos colegios. La escuela elemental está cerca de una granja. Me han dicho que a veces las vacas saltan la valla y se meten en el patio.
—Parece que has pensado en todo.
—Creo que sí.
Hester miró las fotografías, preguntándose cómo había podido encontrar Mitch lo que siempre había querido y cómo era posible que ella tuviera tanta suerte.
—¿Estás haciendo esto por mí?
—No —esperó hasta que ella lo miró—. Lo estoy haciendo por nosotros.
A ella se le llenaron de nuevo los ojos de lágrimas.
—No te merezco.
—Lo sé —la tomó de las manos y la hizo levantarse—. Así que serías una idiota si rechazaras un trato tan bueno.
—Odiaría sentirme idiota —ella apartó las manos y, rodeando el escritorio, se acercó a él—. Quiero decirte algo, pero antes me gustaría que me besaras.
—¿Es así como negociáis los préstamos aquí? —tomándola por las solapas, la atrajo hacia él—. Tendré que informar sobre usted, señora Wallace. Más tarde.
Al besarla, sintió su fuerza, su rendición y su alegría. Con un leve sonido de placer, deslizó las manos hasta su cara y sintió que sus hermosos labios se curvaban lentamente en una sonrisa.
—¿Significa esto que me das el préstamo?
—Hablaremos de negocios enseguida —siguió abrazándolo un momento y luego se apartó—. Antes de que entraras, estaba sentada aquí. En realidad, llevaba varios días sentada aquí sin dar pie con bola por tu culpa.
—Sigue, creo que esta historia va a gustarme.
—Cuando no estaba pensando en ti, estaba pensando en mí misma y, como en los últimos doce años me he esforzado por no pensar en ello, me ha costado bastante —siguió dándole las manos, pero se apartó otro paso—. Me he dado cuenta de que lo que nos pasó a Allan y a mí estaba destinado a pasar. Si hubiera sido más lista, o más fuerte, habría podido admitir hace mucho tiempo que lo que había entre nosotros solo podía ser temporal. Tal vez, si no se hubiera marchado como lo hizo… —se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Pero, en fin, eso no importa ahora. Esa es precisamente la conclusión que he sacado: que ya no importa. Mitch, no quiero pasar el resto de mi vida preguntándome si lo nuestro habría funcionado. Prefiero pasármelo intentando hacer que funcione. Antes de que entraras, había decidido preguntarte si todavía querías casarte conmigo.
—La respuesta a esa pregunta es sí, con condiciones.
Ella iba a lanzarse en sus brazos y de pronto se quedó parada.
—¿Condiciones?
—Sí. Tú eres bancaria, así que sabrás de condiciones, ¿no?
—Sí, pero esto no es una transacción.
—Será mejor que me escuches, porque lo que voy a decirte es muy importante —pasó las manos por sus brazos y luego las dejó caer—. Quiero ser el padre de Rad.
—Si nos casamos, lo serás.
—Creo que, en ese caso, el término que suele usarse es «padrastro». Y Rad y yo hemos decidido que no nos mola.
—¿Decidido? —dijo ella lentamente, en guardia de nuevo—. ¿Has hablado de esto con Rad?
—Sí, he hablado de esto con Rad. Fue él quien sacó el tema, pero yo de todos modos tenía ganas de hablar con él. Esta tarde me preguntó si iba a casarme contigo. ¿Querías que le mintiera?
—No —se detuvo un momento y luego sacudió la cabeza—. No, claro que no. ¿Qué te dijo?
—Básicamente, quería saber si seguiría siendo su amigo, porque ha oído que a veces los padrastros cambian un poco cuando ponen un pie en la puerta. Una vez aclarado ese punto, me dijo que no quería que fuera su padrastro.
—Oh, Mitch —ella se sentó al borde de la mesa.
—Quiere un padre de verdad, Hester, porque los padres de verdad no se van.
Los ojos de Hester se ensombrecieron lentamente antes de cerrarse.
—Entiendo.
—En mi opinión, tienes que tomar otra decisión. ¿Vas a dejar que lo adopte? —ella abrió los ojos de pronto, sorprendida—. Ya has decidido dejar que comparta tu vida. Quiero saber si también vas a compartir a Rad del todo. Ser su padre a efectos emocionales no será ningún problema. Solo quiero que sepas que quiero serlo legalmente. Y no creo que tu exmarido ponga pegas.
—No, seguramente no.
—Tampoco creo que las ponga Rad. Pero ¿qué me dices de ti?
Hester se apartó de la mesa y dio unos pasos por el despacho.
—No sé qué decir. No me salen las palabras adecuadas.
—Pues di cualquier cosa.
Ella se dio la vuelta, exhalando un profundo suspiro.
—Supongo que lo mejor que puedo decir es que Radley va a tener un padre maravilloso en todos los sentidos. Y que te quiero muchísimo.
—Con eso servirá —Mitch la abrazó, aliviado—. Sí, con eso servirá —luego la besó otra vez, con fuerza. Rodeándolo con los brazos, ella se echó a reír—. ¿Significa esto que me concedes el préstamo?
—Lo siento, pero no.
—¿Qué?
—No obstante, aprobaré una solicitud conjunta de usted y de su esposa —tomó su cara entre las manos—. Nuestra casa, nuestro compromiso.
—Creo que con esas condiciones podré vivir… —la besó suavemente en los labios— los próximos cien años, más o menos —apretándola contra sí, dio una rápida vuelta—. Vamos a decírselo a Rad —se acercaron a la puerta con las manos unidas—. Oye, Hester, ¿qué te parece ir de luna de miel a Disneyland?
Ella se echó a reír y cruzó la puerta con él.
—Me gustaría muchísimo. ¡Más que nada en el mundo!
F I N