—RADLEY, bajad el volumen, por favor —Hester se quitó la cinta métrica que llevaba colgada del cuello y la extendió sobre la pared. Perfecto, pensó con satisfacción. Luego, tomó el lápiz que llevaba tras la oreja y marcó el lugar donde irían las escarpias.
Los pequeños estantes de cristal que iba a colgar eran un regalo que se hacía a sí misma, completamente innecesario y que, sin embargo, le producía una intensa alegría. No consideraba el hecho de colgarlas una muestra de independencia o habilidad, sino una más de las tareas cotidianas que llevaba años haciendo. Con el martillo en una mano, colocó la primera escarpia. Le había dado dos golpes cuando llamaron a la puerta.
—Un momento —le dio un último golpe a la escarpia. De la habitación de Radley le llegaba ruido del fuego antiaéreo y el silbido de los misiles. Hester se sacó la segunda escarpia de la boca y se la guardó en el bolsillo—. Rad, nos van a detener por perturbar el descanso de los vecinos —abrió la puerta y vio que era Mitch—. Hola.
Mitch se alegró al ver su expresión de contento. Hacía dos días que no la veía, desde que le había dicho que la quería y que pretendía casarse con ella. En esos dos días, le había dado muchas vueltas a la cabeza y confiaba en que, a pesar de sí misma, Hester hubiera hecho lo mismo.
—¿Estás de obra? —preguntó, señalando con la cabeza el martillo.
—Solo estaba colgando una estantería —agarró el mango del martillo con ambas manos, sintiéndose como una adolescente—. Pasa.
Él miró hacia la habitación de Radley mientras ella cerraba la puerta. Parecía que se estaba desarrollando un bombardeo masivo.
—No me habías dicho que ibas a abrir un patio de recreo.
—Es uno de los sueños de mi vida. ¡Rad! ¡Han firmado la paz! ¡Alto el fuego! —lanzándole una sonrisa cautelosa a Mitch, le indicó una silla—. Radley se ha traído a Josh hoy, y Emie… Emie vive arriba y va a su clase.
—Sí, ya, el chico de los Bitterman. Lo conozco. Qué bonitas —dijo, mirando las estanterías.
—Son un regalo por cumplir un mes en el National Trust —Hester pasó un dedo por el filo de uno de los estantes.
—¿Una especie de bonificación?
—De autobonificación.
—Esas son las mejores. ¿Quieres que acabe yo?
—¿Cómo? —miró el martillo—. Ah, no, gracias. Ya lo hago yo. ¿Por qué no te sientas? Te traeré un café.
—Tú cuelgas la estantería y yo voy por el café —la besó en la punta de la nariz—. Y relájate, ¿quieres?
Solo había dado dos pasos cuando ella lo agarró del brazo.
—Mitch, estoy muy contenta de verte. Temía que… bueno, que estuvieras enfadado.
—¿Enfadado? —la miró, perplejo—. ¿Por qué?
—Por… —se interrumpió al ver que seguía mirándola con aquella expresión entre curiosidad y desconcierto que la hacía preguntarse si se lo habría imaginado todo—. Da igual —se sacó la escarpia del bolsillo—. Sírvete el café.
—Gracias —ella se dio la vuelta y Mitch sonrió. Había logrado justamente lo que pretendía: confundida. A partir de ese instante, Hester empezaría a pensar en él, en lo que se habían dicho. Y, cuanto más pensara en ello, más cerca estaría de entrar en razón.
Silbando entre dientes, entró en la cocina mientras Hester ponía la segunda escarpia.
Mitch le había pedido que se casara con él.
Ella recordaba todo cuanto había dicho, y lo que le había contestado. Y sabía que él se había sentido dolido y enojado. ¿Acaso no se había pasado dos días lamentándolo? Y, sin embargo, Mitch aparecía de pronto como si nada hubiera pasado.
Hester dejó el martillo y alzó la estantería. Tal vez había empezado a perder interés y se alegraba de que le hubiera dicho que no. Eso debía ser, se dijo, preguntándose por qué la idea no la tranquilizaba tanto como debería.
—Has hecho galletas —Mitch regresó con dos tazas y un platillo con galletas recién hechas apoyado en equilibrio sobre una de ellas.
—Sí, las hice esta mañana —ella miró hacia atrás, sonriendo, mientras ajustaba los estantes.
—Súbela un poco de la derecha —se sentó en el brazo de una silla y dejó la taza de Hester sobre la mesa para tomar una galleta de chocolate—. Buenísima —dijo tras dar el primer mordisco—. Y, aunque esté mal que yo lo diga, soy un experto.
—Me alegro de que te gusten —Hester retrocedió para mirar las estanterías.
—Es importante. Porque no sé si podría casarme con una mujer que no supiera hacer galletas —tomó una segunda y la examinó—. Bueno, puede que sí pudiera —dijo mientras Hester se volvía lentamente para mirado—. Pero sería muy duro —engulló la segunda y le sonrió—. Por suerte, no será problema.
—Mitch… —antes de que pudiera decir nada, Radley irrumpió en la habitación con sus dos amigos detrás.
—¡Mitch! —encantado de vedo, Radley se paró a su lado y Mitch le pasó el brazo por los hombros con toda naturalidad—. Acabamos de echar una guerra que no veas. Somos los únicos supervivientes.
—Eso da mucha hambre. Toma una galleta.
Radley tomó una y se la metió en la boca.
—Tenemos que subir a casa de Emie y conseguir más armas —tomó otra galleta y vio que su madre lo estaba mirando con el ceño fruncido—. No has traído a Tas.
—Anoche se quedó viendo una película hasta tarde y está durmiendo.
—Vale —Radley se volvió hacia su madre—. Mamá, ¿podemos subir un rato a casa de Ernie?
—Claro. Pero no salgáis sin decírmelo antes.
—No. Chicos, id delante. Yo tengo que hacer una cosa.
Volvió corriendo a su cuarto mientras sus amigos trotaban hacia la puerta.
—Me alegro de que esté haciendo amigos nuevos —comentó Hester, recogiendo la taza—. Estaba preocupado por eso.
—Radley no es de esos niños a los que les cuesta hacer amigos.
—Sí, es cierto.
—Además, tiene suerte de tener una madre que deja que sus amigos vengan a casa y les hace galletas —bebió otro sorbo de café. La cocinera de su madre hacía pastelitos. Pero creía que Hester entendería que no era lo mismo—. Naturalmente, cuando nos casemos, tendremos que darle hermanitos y hermanitas. ¿Qué vas a poner en la estantería?
—Cosas inútiles —murmuró ella, mirándolo fijamente—. Mitch, no quiero discutir, pero creo que deberíamos aclarar esto.
—¿Aclarar qué? Ah, venía a decirte que ya he empezado el guión. Y por ahora va muy bien.
—Me alegro —dijo, confundida—. Mira, es maravilloso, pero creo que antes deberíamos hablar de este asunto.
—Claro, ¿de qué asunto?
Ella abrió la boca, pero su hijo la interrumpió de nuevo. Al ver que entraba, se alejó y puso un pequeño gato de porcelana en el estante de abajo.
—He hecho una cosa para ti en el cole —azorado, Radley se acercó con las manos a la espalda.
—¿Sí? —Mitch dejó su taza de café—. ¿Puedo veda?
—Es San Valentín, ¿sabes? —tras un momento de duda, le dio a Mitch una tarjeta hecha de cartulina, con una cinta azul—. A mamá le hice un corazón con encaje, pero como tú eres chico me parecía mejor una cinta —Radley arrastró los pies—. Se abre.
Sin saber si se le quebraría la voz, Mitch abrió la tarjeta.
—«Para Mitch, mi mejor amigo. Te quiero, Radley» —tuvo que aclararse la garganta, confiando en no ponerse en ridículo—. Es fantástico. Yo… eh… nadie me había hecho una tarjeta antes.
—¿De veras? —preguntó Radley, sorprendido—. Yo siempre se las hago a mamá. Dice que le gustan más que las compradas.
—A mí esta me gusta mucho más —le dijo Mitch. No sabía si a los niños de casi diez años les gustaba que los besaran, pero le pasó una mano por el pelo y le dio un beso de todos modos—. Gracias.
—De nada. Hasta luego.
—Sí —Mitch oyó que la puerta se cerraba y miró de nuevo el pliego de cartulina doblado.
—No sabía que te había hecho una tarjeta —dijo Hester suavemente—. Supongo que quería que fuera un secreto.
—Ha hecho un buen trabajo —en ese momento, no podía explicar lo que significaba para él aquel trozo de cartulina con una cinta. Levantándose, se acercó a la ventana con la tarjeta en la mano—. Me encanta ese crío.
—Lo sé —ella se humedeció los labios. Era cierto, lo sabía. Pero ello solo dificultaba las cosas—. En unas pocas semanas has hecho mucho por él. Sé que ninguno de los dos tiene derecho a esperar que estés ahí, pero quiero que sepas que significa mucho para nosotros contar contigo.
Él tuvo que contener un estallido de cólera. No quería su gratitud. Quería mucho más. «Cálmate, Dempsey», se dijo.
—El mejor consejo que puedo darte es que vayas acostumbrándote, Hester.
—Eso es precisamente lo que no puedo hacer —ella se acercó a él—. Mitch, tú me importas mucho, pero no puedo depender de ti. No puedo permitirme esperar nada, ni hacerme ilusiones.
—Eso ya me lo has dicho —dejó la tarjeta cuidadosamente sobre la mesa—. Y no quiero discutir.
—Lo que has dicho antes…
—¿Qué he dicho?
—Eso de cuando nos casemos.
—¿He dicho eso? —sonrió, enroscándose un mechón de su pelo alrededor del dedo—. No sé en qué estaría pensando.
—Mitch, tengo la sensación de que intentas confundirme.
—¿Y lo estoy consiguiendo?
«Quítale importancia al asunto», se dijo ella. Si Mitch quería convertido en un juego, ella le seguiría la corriente.
—Hasta el punto de confirmar lo que siempre he pensado de ti. Que eres un hombre muy raro.
—¿En qué sentido?
—Bueno, para empezar, hablas con tu perro.
—Y él me responde, así que eso no cuenta. Inténtalo otra vez —la atrajo un poco más hacia sí. Aunque ella no se diera cuenta, estaban hablando de su relación, y Hester parecía relajada.
—Te ganas la vida escribiendo cómics. Y los lees.
—Tú que te dedicas a la banca deberías comprender la importancia de una buena inversión. ¿Sabes lo que pagan los coleccionistas por el número doble de mi Defensores de Perth? La modestia me impide mencionar la cifra.
—Apuesto a que sí.
Él asintió ligeramente.
—Y estaré encantado de discutir con usted acerca del valor de la literatura en cualquiera de sus formas, señora Wallace. ¿Te he dicho alguna vez que en el instituto era capitán del equipo de debate?
—No —ella apoyó las manos en su pecho, atraída de nuevo por el cuerpo recio y disciplinado que se ocultaba bajo el viejo jersey—. Además, está hecho de que no has tirado un solo periódico ni una revista en los últimos cinco años.
—Estoy guardándolo para cuando venga la gran escasez de papel del segundo milenio.
—Además, tienes respuesta para todo.
—Solo hay una respuesta que quiera de ti. ¿Te he mencionado que me enamoré de tus ojos nada más enamorarme de tus piernas?
—No —ella esbozó una sonrisa—. Y yo nunca te he dicho que, la primera vez que te vi, por la mirilla, me quedé mirándote largo rato.
—Lo sabía —él sonrió—. Si miras bien por el agujerito, se ve una sombra.
—Ah —dijo ella, y no se le ocurrió qué más decir.
—¿Sabe, señora Wallace?, los niños pueden volver en cualquier momento. ¿Le importa que dejemos de hablar unos minutos?
—No —lo rodeó con los brazos—. No me importa en absoluto.
No quería admitir, ni siquiera ante sí misma, que en sus brazos se sentía segura y protegida. Pero así era. N o quería aceptar que había temido perderlo, que la aterrorizaba el hueco que habría dejado en su vida. Pero, a pesar de que aquel miedo se desvaneció al besarlo, era muy real.
Ella no podía pensar en el mañana, ni en el futuro que Mitch esbozaba con tanta facilidad hablándole de familia y matrimonio. Le habían inculcado que el matrimonio era para siempre y, sin embargo, la experiencia le había demostrado que no era más que una promesa tan fácil de hacer como de romper. Y no quería que en su vida hubiera más promesas rotas, más votos quebrantados.
Los sentimientos brotaban en su interior a borbotones, arrastrando con ellos anhelos y sueños deslumbrantes. Tal vez el corazón se lo había entregado a Mitch, pero seguía estando en poder de su voluntad. Al tiempo que sus manos se aferraban fuertemente a él, atrayéndolo hacia sí, se decía que su voluntad evitaría que ambos fueran infelices más adelante.
—Te quiero, Hester —murmuró él contra su boca, a pesar de que sabía que tal vez ella no quisiera escuchar esas palabras. Pero, tal vez si las decía muchas veces, ella empezaría a creérselas.
Quería que se comprometiera con él para siempre, no solo para un momento como aquel, robado a la luz del sol que entraba a raudales por la ventana, u otros semejantes en la penumbra. Solo una vez con anterioridad había deseado algo tan intensamente. Pero había sido algo abstracto, algo nebuloso llamado arte. Al final, se había visto forzado a admitir que ese sueño nunca estaría al alcance de su mano.
Hester, en cambio, estaba en sus brazos. Podía abrazarla así y sentir el sabor dulce y cálido de las ansias que se agitaban en su interior. Ella no era un sueño, sino una mujer a la que amaba, deseaba y poseería. Si para conservarla tenía que utilizar artimañas hasta despojarla una a una de las capas de su resistencia, lo haría.
Alzó las manos hasta su cara, hundiendo los dedos en su pelo.
—Creo que los chicos están a punto de bajar.
—Seguramente, —ella buscó su boca otra vez. ¿Había sentido alguna vez antes aquella urgencia?—. Ojalá tuviéramos más tiempo.
—¿Te gustaría?
Ella tenía los ojos entrecerrados cuando Mitch se apartó.
—Sí.
—Entonces, deja que vuelva esta noche.
—Oh, Mitch —ella se precipitó entre sus brazos, apoyando la cabeza sobre su hombro. Por primera vez desde hacía una década, la mujer y la madre estaban en guerra—. Te deseo. Lo sabes, ¿verdad?
—Eso me había parecido.
—Me gustaría que pudiéramos pasar la noche juntos, pero está Rad.
—Ya sé lo que piensas de que me quede aquí con Rad en la otra habitación. Pero, Hester… —deslizó las manos por sus brazos y las posó sobre sus hombros—, ¿por qué no somos sinceros con él y le decimos que nos gustamos y queremos estar juntos?
—Mitch, es muy pequeño.
—No, no lo es. No, espera —continuó antes de que ella volviera a hablar—. No estoy diciendo que le quitemos importancia, sino que le digamos a Radley lo que sentimos el uno por el otro y que, cuando dos personas adultas se quieren así, necesitan demostrarlo.
En sus labios parecía tan sencillo, tan lógico, tan natural… Reuniendo sus pensamientos, ella retrocedió.
—Mitch, Rad te quiere, y te quiere con la inocencia y la falta de restricción de un niño.
—Yo también lo quiero a él.
Ella lo miró a los ojos y asintió.
—Sí, creo que sí, y, si es cierto, espero que lo entiendas. Temo que, si meto a Rad en esto en este momento, llegará a necesitarte más de lo que te necesita ya. Acabará pensando en ti como en…
—En un padre —concluyó Mitch—. Y tú no quieres que tenga un padre, ¿no es eso, Hester?
—Eso no es justo —sus ojos, normalmente claros y serenos, se enturbiaron.
—Puede que no, pero, si yo estuviera en tu lugar, pensaría en ello despacio.
—No hace falta que te pongas cruel solo porque no quiero acostarme contigo cuando mi hijo duerme en la otra habitación.
Él la asió de la camisa tan rápidamente que no le dio tiempo a reaccionar. Lo había visto enfadado, al límite de su aguante, pero nunca furioso.
—Maldita sea, ¿es que crees que solo estamos hablando de eso? Si solo quisiera sexo, no tendría más que bajar a mi casa y levantar el teléfono. El sexo es muy fácil, Hester. Lo único que hace falta son dos personas y un poco de tiempo libre.
—Lo siento —ella cerró los ojos, profundamente avergonzada—. Ha sido una estupidez, Mitch. Pero me siento entre la espada y la pared. Necesito tiempo. Por favor.
—Yo también. Pero tiempo para estar contigo —bajó las manos y se las metió en el bolsillo—. Te estoy presionando. Lo sé y no vaya parar, porque creo en nosotros.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Pero para mí hay demasiado en juego.
Y para él también, pensó Mitch, aunque no lo dijo.
—En fin, dejémoslo así por el momento. ¿Os venís Rad y tú a jugar a las máquinas de marcianitos esta noche a Times Square?
—Claro. Le encantará —volvió a acercarse a él—. Y a mí también.
—Eso dices ahora, pero cambiarás de idea cuando te haya humillado con mi insuperable destreza.
—Te quiero.
Él dejó escapar un largo suspiro, intentando contener el deseo de asirla de nuevo y negarse a irse.
—Cuando te acostumbres a ello, ¿me lo dirás?
—Serás el primero en saberlo.
Él recogió la tarjeta que le había hecho Radley.
—Dile a Rad que nos veremos luego.
—Se lo diré —él estaba casi en la puerta cuando ella lo siguió—. Mitch, ¿por qué no vienes a cenar mañana? Voy a hacer asado.
Él ladeó la cabeza.
—¿De ese con patatitas y zanahorias alrededor?
—Claro.
—¿Y galletas?
Ella sonrió.
—Si quieres…
—Tiene muy buena pinta, pero ya tengo planes.
—Ah —ella luchó con la necesidad de preguntarle cuáles, pero se recordó que no tenía derecho a hacerlo.
Mitch sonrió satisfecho, percibiendo su desilusión.
—¿Me invitarás otro día?
—Claro —ella intentó devolverle la sonrisa—. Supongo que Radley te habrá dicho que la semana que viene es su cumpleaños —dijo cuando Mitch llegó a la puerta.
—Solo cinco o seis veces —se detuvo con la mano en el picaporte.
—Va a hacer una fiesta el sábado por la tarde. Sé que le gustaría que vinieras, si puedes.
—Allí estaré. Mira, ¿por qué no nos vamos a las siete? Yo llevo las monedas.
—Estaremos listos —Mitch no iba a darle un beso de despedida, pensó ella—. Mitch, yo…
—Ah, casi se me olvidaba —él se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita.
—¿Qué es eso?
—Es San Valentín, ¿no? —le puso la cajita en la mano—. Pues es el regalo de San Valentín.
—El regalo de San Valentín —repitió ella, desconcertada.
—Sí, la tradición, ¿recuerdas? Pensé en traerte bombones, pero imaginé que te pasarías el rato vigilando a Rad para que no comiera demasiados. Pero, si prefieres bombones, puedo devolver esto y…
—No —ella quitó la caja de su alcance y se echó a reír—. Aún no sé lo que es.
—Seguramente lo averiguarás si lo abres.
Al alzar la tapa, vio una fina cadena de oro con un corazón no más grande que una uña. Los diamantes que lo formaban brillaban suavemente.
—Oh, Mitch, es precioso.
—Algo me decía que te gustaría más que los bombones. Seguro que con los bombones pensabas en higiene dental.
—Qué exagerado —contestó ella, sacando el corazón de la caja—. Mitch, es realmente precioso, me encanta, pero es demasiado…
—Convencional, lo sé —la cortó él, quitándole el colgante—. Pero así soy yo.
—¿Ah, sí?
—Date la vuelta para que te lo ponga.
Ella obedeció, alzándose el pelo con una mano.
—Me gusta muchísimo, pero no espero que me compres cosa caras.
—Ya —frunció el ceño mientras abrochaba el cierre—. Yo tampoco esperaba los huevos con beicon, y te empeñaste en hacérmelos —tras asegurar el cierre, hizo que se diera la vuelta para mirarlo—. Y yo quiero verte con mi corazón alrededor del cuello.
—Gracias —tocó el colgante con un dedo—. Yo tampoco te he comprado bombones, pero tal vez pueda regalarte otra cosa.
Sonriendo, lo besó suave y provocativamente, con una vehemencia que los sorprendió a ambos. Solo hacía falta un instante para perderse, para dejarse llevar por el deseo, por la imaginación. Con la espalda apoyada en la puerta, él deslizó las manos por su cara, por su pelo y sus hombros, y luego hasta sus caderas para apretarla contra sí. El fuego de la pasión se inflamó en un instante y, cuando Hester se apartó, Mitch se sintió abrasado por él. Sin apartar los ojos de ella, dejó escapar un largo y lento suspiro.
—Supongo que los críos estarán a punto de volver.
—En cualquier momento.
—Ya —la besó suavemente en la sien antes de darse la vuelta y abrir la puerta—. Hasta luego.
Bajaría a buscar a Tas, se dijo Mitch mientras recorría el pasillo. Y luego iría a dar un paseo. Un paseo muy largo.
Como había prometido, Mitch llegó con los bolsillos llenos de monedas de cuarto de dólar. El salón de juegos recreativos estaba atestado de gente y en él resonaban los pitidos, chiflidos y musiquillas de las máquinas de juegos. Hester permanecía a un lado mientras Mitch y Radley aunaban fuerzas para salvar al mundo de las guerras intergalácticas.
—Buen disparo, cabo —Mitch le dio al niño una palmada en el hombro cuando una nave Phaser II se desintegró con un destello de color.
—Te toca a ti —Radley le entregó los mandos a su oficial superior—. Cuidado con los misiles inteligentes.
—No te preocupes. Soy un veterano.
—Vamos a superar el récord —Radley apartó los ojos de la pantalla el tiempo justo para mirar a su madre—. Luego, pondremos nuestras iniciales. ¿A que mola este sitio? Tiene de todo.
De todo, pensó Hester, incluidos algunos personajes de aspecto sórdido cubiertos de tatuajes y cuero. La máquina que había tras ella emitió un agudo chillido.
—No te alejes, ¿eh?
—Bueno, cabo, solo estamos a setecientos puntos del récord. Mucho ojo con los satélites nucleares.
—Señor, sí, señor —Radley apretó la mandíbula y tomó de nuevo los mandos.
—Buenos reflejos —le dijo Mitch a Hester viendo que Radley controlaba su nave con una mano y disparaba misiles tierra-aire con la otra.
—Josh tiene una videoconsola. A Rad le encanta ir a su casa a jugar a estas cosas —se mordió el labio inferior al ver que la nave de Radley se salvaba por los pelos de la aniquilación—. No me explico cómo se entera de lo que pasa. Ay, mira, ya ha pasado el récord.
Siguieron mirando en tenso silencio mientras Radley luchaba con bravura con su último oponente. Al final, la pantalla estalló en brillantes fuegos artificiales de sonido y color.
—Un nuevo récord —Mitch levantó a Radley en el aire—. Esto merece un ascenso. Sargento, inscriba sus iniciales.
—Pero tú te has hecho más puntos que yo.
—¿Quién lo dice? Anda, adelante.
Sofocado de orgullo, Radley pulsó las teclas que pasaban el alfabeto y escribió «R. A. W.». «A» de Allan, pensó Mitch, pero no dijo nada.
—¿Quieres echar una partida, Hester?
—No, gracias. Prefiero mirar.
—A mamá no le gusta jugar —dijo Radley—. Le sudan las manos.
—¿Te sudan las manos? —repitió Mitch, sonriendo.
Hester miró a Rad con el ceño fruncido.
—Es por la presión. No soporto llevar sobre los hombros la responsabilidad de salvar el mundo. Sé que es un juego —dijo antes de que Mitch pudiera responder—. Pero me atrapa, por decirlo de algún modo.
—Es usted fantástica, señora Wallace —dijo él, y la besó.
Radley, que los estaba mirando, se quedó pensativo. Le parecía raro ver a Mitch besar a su madre. Pero no sabía si le gustaba o no. Entonces Mitch le puso la mano sobre el hombro. Aquello siempre le hacía sentirse bien.
—Bueno, ¿qué te apetece ahora? ¿La selva del Amazonas, la Edad Media o la caza del tiburón asesino?
—A mí me gusta la del ninja. Una vez vi una peli de ninjas en casa de Josh. Bueno, casi. La madre de Josh la quitó porque una de las chicas empezó a quitarse la ropa y esas cosas.
—¿Ah, sí? —Mitch contuvo la risa mientras Hester miraba a Radley espantada—. ¿Cómo se llamaba?
—Da igual —Hester lo agarró con fuerza de la mano—. Estoy segura de que los padres de Josh se equivocaron.
—Su padre creía que era de kung-fu. Y su madre se enfadó y le hizo ir a devolverla al videoclub. Pero a mí me siguen gustando los minjas.
—Vamos a ver si encontramos una máquina libre —Mitch se puso al lado de Hester—. No creo que esté traumatizado de por vida.
—Ya, pero me gustaría saber qué ha querido decir con «y esas cosas».
—A mí también —le pasó un brazo por los hombros mientras pasaban entre un grupo de adolescentes—. Quizá podamos alquilarla.
—Yo paso, gracias.
—¿No quieres ver Los Ninjas de Nagasaki en pelotas? —ella se giró y lo miró boquiabierta, y Mitch extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Me lo he inventado, lo juro.
—Ya.
—Aquí hay una. ¿Puedo jugar a esta?
Mitch siguió mirando a Hester, sonriendo, mientras se sacaba un puñado de monedas del bolsillo.
Pasó el tiempo y Hester casi dejó de oír el ruido de las máquinas y la gente. Por complacer a Radley, echó un par de partidas a los juegos menos violentos, a los que no trataban de la dominación del mundo ni de la destrucción universal. Pero la mayor parte del tiempo la pasó observando a su hijo, contenta de vedo disfrutar de lo que para él era una auténtica noche en la ciudad.
Mientras Radley y Mitch permanecían inclinados sobre los mandos, cabeza con cabeza, pensó que debían de parecer una familia, y deseó poder creer aún en esas cosas. Pero, para ella, la familia y los compromisos de por vida eran cosas tan ilusorias como las máquinas que difundían luz y color a su alrededor.
El día a día, pensó con un leve suspiro. Eso era lo único en que podía pensar en ese momento. Al cabo de unas horas metería a Radley en la cama y se iría sola a su habitación. Ese era el único modo de asegurarse de que estarían los dos a salvo. Oyó que Mitch se reía y animaba a gritos a Radley, y apartó la mirada. No había otro modo, se dijo de nuevo. Por más que quisiera creer de nuevo, no podía arriesgarse.
—¿Qué tallas pinballs? —sugirió Mitch.
—No están mal —aunque tenían colores chillones y luces, a Radley no le parecían muy excitantes—. Pero a mamá le gustan.
—¿Eres buena?
Hester ahuyentó sus sombríos pensamientos.
—No soy mala del todo.
—¿Echamos una? —hizo tintinear las monedas en el bolsillo.
Ella no se consideraba muy competitiva, pero se dejó llevar por la mirada desafiante de Mitch.
—De acuerdo.
Siempre había tenido buena mano para las pinballs, tan buena que, de pequeña, ganaba a su hermano nueve veces de cada diez. Aunque aquellas máquinas eran electrónicas y mucho más sofisticadas que las de su niñez, no dudaba de que podría hacer una buena exhibición.
—Puedo darte ventaja, si quieres —sugirió Mitch mientras metía monedas en la ranura.
—Es curioso, yo iba a decirte lo mismo —con una sonrisa, Hester tomó los mandos.
Como por arte de magia, Hester dejó de oír los ruidos de alrededor y se concentró en mantener la bola en juego. Sus toques eran nerviosos y rápidos.
Mitch permanecía tras ella, con las manos metidas en los bolsillos de atrás, asintiendo mientras ella impulsaba la bola. Le gustaba su modo de inclinarse hacia la máquina, con los labios levemente abiertos y la mirada aguzada y alerta. De vez en cuando, sacaba la punta de la lengua entre los dientes o doblaba el cuerpo hacia delante como si quisiera seguir el curso rápido, errático, de la bola.
La pequeña bola plateada chocaba contra la goma haciendo sonar las campanas y encenderse las luces. Cuando la máquina se tragó su primera bola, ya había conseguido una puntuación notable.
—No está mal para una aficionada —comentó Mitch, guiñándole un ojo a Radley.
—Solo estaba calentando —sonriendo, ella se apartó.
Mitch tomó los mandos. Puesto de puntillas, Radley observaba las evoluciones de la bola. Molaba cuando se quedaba atascada en la parte de arriba de la máquina, vibrando entre los parachoques en un torbellino. Miró hacia atrás y, al ver las filas de máquinas; deseó haber pedido otra moneda antes de que su madre y Mitch empezaran a jugar. Aunque, si no podía jugar, al menos podía mirar. Se alejó un poco para echarle un vistazo a una máquina cercana.
—Parece que te gano por cien puntos —dijo Mitch, apartándose para dejarle sitio a Hester.
—No quería machacarte con la primera bola. Me parecía muy descortés —tiró de la varilla y empujó la bola.
Esta vez, le pareció haberle tomado de nuevo el tranquillo. No dejaba descansar la bola, mandándola de derecha a izquierda y luego hacia arriba, por el medio, donde pasaba por un túnel y chocaba con un dragón rojo. Aquello la devolvía a su niñez, cuando sus deseos eran sencillos y sus sueños dorados aún. Mientras la máquina se agitaba ruidosamente, se echó a reír, dejándose arrastrar por la partida.
Su puntuación subía y subía con tanto bullicio que a su alrededor se congregó una pequeña multitud. Antes de que se colara su segunda bola, la gente ya había elegido su bando.
Mitch tomó posición. Él, a diferencia de Hester, no bloqueaba sus oídos a las luces y los ruidos, sino que los usaba para bombear adrenalina. Estuvo a punto de perder la bola, causando sobresalto a su alrededor, pero logró mantenerla con la punta del propulsor y la lanzó con fuerza a un rincón. Esa vez, acabó cincuenta puntos por debajo de ella.
La tercera y última partida atrajo a más gente. Hester creyó oír que alguien hacía apuestas antes de desconectar y concentrarse en la bola y el toque. Estaba casi exhausta cuando volvió a apartarse.
—Te va a hacer falta un milagro, Mitch.
—No te pongas chulita —giró las muñecas como un concertista de piano, cosechando unos cuantos abucheo s y ovaciones a su alrededor.
Observando su técnica, Hester tuvo que reconocer que su modo de jugar era brillante. Aceptaba riesgos que podían haberle costado su última bola y los convertía en puntos ganadores. Permanecía con las piernas abiertas, relajado, pero Hester veía en sus ojos esa profunda concentración que tan familiar le resultaba en él y a la que, sin embargo, aún no se había acostumbrado. El pelo le caía sobre la frente, descuidado. En su cara había una leve sonrisa que le pareció al mismo tiempo complacida y temeraria.
Se descubrió mirándolo a él en lugar de a la bola mientras jugueteaba con el pequeño corazón de diamantes que llevaba sobre un jersey de cuello vuelto negro. Mitch era de esos hombres con los que las mujeres soñaban y a los que convertían en héroes. Uno de esos hombres en los que una mujer podía llegar a confiar si se descuidaba. Con un hombre así, una podía pasarse años riendo. Las defensas de su corazón se debilitaron un poco más o y dejó escapar un suspiro.
La bola se perdió en la cueva del dragón con una serie de gruñidos.
—Te ha ganado por diez puntos —dijo alguien entre la gente—. Diez puntos, colega.
—Tenéis una partida gratis —dijo otro, dándole a Hester una palmadita amistosa en la espalda.
Mitch sacudió la cabeza, pasándose las manos por los vaqueros para secárselas.
—Respecto a esa ventaja… —dijo.
—Demasiado tarde —ridículamente satisfecha de sí misma, Hester enganchó los pulgares en las presillas de su pantalón y observó el marcador—. Magníficos reflejos. Es todo cuestión de muñeca.
—¿Echamos la revancha?
—No quiero humillarte otra vez —se dio la vuelta con intención de ofrecerle a Radley la partida gratis—. Rad, ¿por qué no…? ¿Rad? —se abrió paso entre los mirones que aún quedaban—. ¿Radley? —una leve punzada de pánico recorrió su espina dorsal—. No está aquí.
—Estaba hace un minuto —Mitch le puso una mano en el brazo y escudriñó lo que veía del local.
—Me he descuidado —ella se llevó una mano a la garganta, donde el miedo se le había alojado ya, y empezó a caminar rápidamente—. Mira que sé que no debo perderlo de vista en un sitio así…
—Tranquila —dijo él con calma, a pesar de que Hester había conseguido contagiarle su miedo. Sabía lo fácil que era perder a un niño pequeño entre la multitud. Se oía todos los días en las noticias—. Estará por ahí, mirando las máquinas. Lo encontraremos. Yo iré por este lado, y tú por aquel.
Ella asintió y se dio la vuelta sin decir palabra. Había hasta seis y siete filas de personas en algunas de las máquinas. Hester se detuvo en todas ellas, buscando al niño rubio con el jersey azul. Lo llamaba alzando la voz por encima del ruido y el estrépito de las máquinas.
Al pasar junto a las grandes puertas de cristal, miró fuera, hacia las luces y las aceras atestadas de Times Square, y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Radley no había salido, se dijo. Él nunca haría algo que le había prohibido expresamente muchas veces. A menos que alguien se lo hubiera llegado o…
Apretándose las manos con fuerza, se alejó de allí. No podía pensar así. Pero el local era tan grande y había tanta gente, tantos extraños… Y el ruido… El ruido era más ensordecedor de lo que recordaba. ¿Cómo iba a oír a Radley si la llamaba?
Se acercó a la siguiente fila, llamándolo. Oyó reír a un niño y se dio la vuelta. Pero no era Radley. Diez minutos después, cuando ya había recorrido la mitad del local, empezó a pensar que tenía que llamar a la policía. Aceleró el paso e intentó mirar a todas partes a la vez mientras iba de fila en fila. Había tanto ruido y las luces eran tan brillantes… Tal vez debiera volver sobre sus pasos. Quizá no lo había visto. Quizá estuviera esperándola junto a la maldita pinball, preguntándose dónde se habrían metido. Tal vez estuviera asustado. Podía estar llamándola. Podía estar…
Entonces lo vio en brazos de Mitch. Apartó a dos personas y corrió hacia ellos.
—¡Radley! —se abrazó a ellos y enterró la cara en el pelo de su hijo.
—Se había ido a ver jugar a uno —dijo Mitch, acariciándole la espalda—. Y se ha encontrado con alguien que conocía del colegio.
—Era Ricky Nesbit, mamá. Estaba con su hermano mayor y me han prestado un cuarto de dólar. Hemos ido a echar una partida. No sabía que estaba tan lejos.
—Radley —ella luchó con las lágrimas y mantuvo firme la voz—. Sabes que no debes alejarte de mí. Este sitio es muy grande y hay mucha gente. Necesito saber que no vas a irte por ahí.
—Yo no quería. Es que Ricky me ha dicho que era solo un momento. Iba a volver enseguida.
—Las normas son las normas, Radley, y no hay más que hablar.
—Pero mamá…
—Rad —Mitch movió al niño entre sus brazos—, nos has dado un buen susto a tu madre y a mí.
—Lo siento —sus ojos se empañaron—. No quería asustaros.
—No vuelvas a hacerlo —dijo Hester con voz más suave, y le dio un beso en la mejilla—. La próxima vez, irás a la celda de castigo. Eres lo único que tengo, Rad —lo abrazó otra vez. Tenía los ojos cerrados, de modo que no vio que a Mitch le cambiaba de pronto la expresión—. No puedo permitir que te pase nada.
—No lo haré más.
«Lo único que tiene», pensó Mitch, dejando al niño en el suelo. ¿Tan cabezota era que no podía admitir, ni siquiera para sí misma, que ya tenía alguien más? Se metió las manos en los bolsillos y procuró sofocar su enojo y su dolor. Pronto Hester tendría que hacerle sitio en su vida, o se lo haría él mismo.