CAPÍTULO 6

Mitch estaba forrado.

Hester aún estaba aturdida cuando llegó a casa. Su vecino de abajo, aquel de los pies desnudos y los vaqueros rotos, era el heredero de una de las mayores fortunas del país.

Hester se quitó el abrigo y, a pesar de que no solía hacerlo, fue a guardarlo al armario. El hombre que se pasaba la vida relatando las nuevas aventuras del Comandante Zark procedía de una familia dueña de caballos de polo y casas de verano. Y, sin embargo, vivía en el cuarto piso de un edificio de apartamentos normal y corriente, en Manhattan.

Además, se sentía atraído por ella. Hester tendría que haber estado ciega y sorda para no darse cuenta de ello, pero, a pesar de que hacía semanas que lo conocía, él no había mencionado ni una sola vez su familia ni su posición a fin de impresionarla.

¿Quién era?, se preguntaba Hester. Creía haber empezado a conocerlo y, sin embargo, de pronto volvía a ser un perfecto desconocido.

Tenía que llamarlo, decirle que ya estaba en casa y que hiciera subir a Radley. Hester miró el teléfono experimentando una aguda sensación de embarazo. Le había echado un rapapolvo por contarle una trola al señor Rosen. Y después lo había perdonado haciendo gala de compasión y, probablemente, también de condescendencia. Todo lo cual empeoraba lo que más odiaba en el mundo: hacer el ridículo.

Maldiciendo, Hester levantó el teléfono. Se habría sentido mucho mejor si hubiera podido atizar a Mitchell Dempsey II con él en la cabeza. Había marcado la mitad de los números cuando oyó la risa de Radley y un ruido de pasos precipitados en el pasillo de fuera. Abrió la puerta y vio a su hijo sacándose la llave del bolsillo.

Los dos iban cubiertos de nieve. La que empezaba a derretirse goteaba del gorro de esquí y de las punteras de las botas de Radley. Parecían haber estado revolcándose por el suelo.

—Hola, mamá. Hemos estado en el parque. Nos hemos pasado por casa de Mitch para recoger la bolsa y luego subimos directamente aquí pensando que ya estarías en casa. Ven, sal con nosotros.

—Creo que no voy vestida para guerras de nieve.

Ella sonrió y sacudió el gorro cubierto de nieve de su hijo, pero no se atrevió a alzar la mirada, y Mitch lo notó.

—Bueno, pues cámbiate —él se apoyó en la jamba, ignorando la nieve que caía de sus pies.

—He construido un castillo. Anda, ven a vedo. Ya había empezado a hacer un soldado de nieve, pero Mitch dijo que teníamos que subir para que no te preocuparas.

Ella alzó la mirada.

—Te lo agradezco.

Él la miraba pensativamente. Demasiado pensativamente, concluyó Hester.

—Rad dice que haces unos muñecos de nieve fantásticos.

—Venga, mamá… ¿Y si viene una ola de calor de esas raras y mañana ya no hay nieve? Podría ser, por el efecto invernadero, ¿sabes? Lo he leído.

Estaba atrapada y lo sabía.

—Está bien, voy a cambiarme. ¿Por qué no le preparas a Mitch un chocolate para entrar en calor?

—¡Vale! —Radley se sentó en el suelo, al lado de la puerta—. Tienes que quitarte las botas —le dijo a Mitch—. Se enfada si le dejas huellas en la alfombra.

Mitch se desabrochó la chaqueta mientras Hester se alejaba.

—Pues nosotros no queremos que se enfade.

Quince minutos después, Hester se había puesto unos pantalones de pana, un grueso jersey y unas botas viejas. En lugar del abrigo rojo, llevaba una parca azul un tanto desgastada. Mientras caminaban por el parque, Mitch llevaba una mano sujetando la correa de Tas y la otra en el bolsillo. Ignoraba por qué le gustaba tanto veda así vestida, informalmente, con Radley de la mano. No sabía a ciencia cierta por qué deseaba pasar un rato con ella, pero era él quien le había sugerido a Radley que subieran juntos a convencer a Hester de que los acompañara.

El invierno le gustaba. Respiró profundamente una bocanada de aire frío mientras caminaban sobre la nieve suave y profunda de Central Park. La nieve y el aire punzante lo embelesaban, sobre todo cuando los árboles aparecían cubiertos de un dosel blanco y podían fabricarse castillos de nieve.

De niño, pasaba a menudo el invierno en el Caribe, lejos de lo que su madre llamaba «la suciedad y las molestias de la gran ciudad». Él se había aficionado al buceo y la arena blanca, pero siempre le había parecido que, en Navidad, lo suyo era estar entre abetos y no entre palmeras. Los inviernos que más le gustaban eran los que pasaban en la casa de campo de su tío en New Hampshire, donde había bosques para pasear y colinas por las que deslizarse en trineo. Cosa extraña, llevaba unas semanas pensando en volver allí cuando los Wallace aparecieron dos pisos más abajo. Hasta ese instante, mientras paseaban por Central Park, no se había dado cuenta de que había arrumbada aquel plan a un rincón de su mente en cuanto conoció a Hester y a su hijo.

Ella parecía azorada, molesta e incómoda. Mitch giró la cabeza y observó su perfil. Tenía las mejillas coloradas por el frío y procuraba que Radley caminara entre ellos dos. Mitch se preguntaba si se daría cuenta de lo obvias que eran sus tácticas. Hester no usaba a su hijo como esos padres que utilizan a su prole para satisfacer sus propias ambiciones. Mitch la admiraba por ello más de lo que era capaz de explicar. Pero, al poner a Radley en el centro, había relegado a Mitch al nivel de amigo de su hijo.

Y así era, pensó Mitch con una sonrisa. Sin embargo, no pensaba conformarse con

eso.

—Ahí está el castillo, ¿lo ves? —Radley tiró de la mano de Hester y luego salió corriendo.

—Impresionante, ¿eh? —dijo Mitch y, antes de que pudiera impedírselo, le pasó un brazo por los hombros—. Tiene mucho talento.

Hester procuró ignorar la cálida presión de su brazo y observó la obra de su hijo. Las paredes del castillo eran aproximadamente de sesenta centímetros de alto, lisas como piedra pulida, con un extremo en pendiente, de casi medio metro de altura, con forma de torre cilíndrica. Habían construido un arco de entrada lo bastante alto para que Radley cupiera bajo él a gatas. Al llegar junto al castillo, Hester vio que su hijo pasaba a cuatro patas por debajo y se ponía de pie dentro del castillo, con los brazos en alto.

—Es fantástico, Rad. Supongo que tú también habrás puesto tu granito de arena —le dijo en voz baja a Mitch.

—Bueno, sí, aquí y allá —él sonrió, como si se estuviera riendo de sí mismo—. Rad es mejor arquitecto de lo que yo seré nunca.

—Vaya acabar el soldado de nieve —Rad pasó de nuevo por el arco arrastrándose boca abajo—. Haz tú uno, mamá, al otro lado del castillo. Serán los centinelas —comenzó a amontonar y alisar nieve sobre una figura medio formada—. Tú ayúdala, Mitch, que este ya está casi hecho.

—De acuerdo —Mitch recogió un puñado de nieve—. ¿Te molesta trabajar en equipo?

—No, claro que no —sin mirado a los ojos, Hester se arrodilló en la nieve.

Mitch dejó caer el puñado de nieve sobre su cabeza.

—Suponía que era la forma más rápida de conseguir que me miraras —ella lo miró con enojo y empezó a hacer un montoncillo de nieve—. ¿Algún problema, señora Wallace?

Ella siguió amontonando nieve y guardó silencio unos segundos.

—He mirado el Quién es quién.

—¿Ah, sí? —Mitch se arrodilló a su lado.

—Estabas diciendo la verdad.

—Lo hago de vez en cuando —él empujó un poco más de nieve hacia el montón—. ¿Y?

Hester frunció el ceño y comenzó a darle forma al montón.

—Me siento como una idiota.

—Te dije la verdad y tú te sientes como una idiota —Mitch alisó minuciosamente la base del muñeco—. ¿Te importaría explicarme por qué?

—Dejaste que te echara la bronca.

—Es bastante difícil pararte cuando empiezas.

Hester empezó a achicar nieve con las dos manos para hacer las piernas del muñeco.

—Me dejaste creer que eras un buen samaritano excéntrico y pobre. Hasta iba a ofrecerme a remendarte los vaqueros.

—¿De verdad? —conmovido, Mitch la agarró de la barbilla con el guante cubierto de nieve—. Eres un encanto.

Ella no estaba dispuesta a permitir que el atractivo de Mitch disipara su enojo.

—Lo cierto es que eres un buen samaritano excéntrico, pero rico —le apartó la mano y empezó a amontonar nieve para el torso.

—¿Significa eso que no vas a remendarme los pantalones?

Una blanca vaharada acompañó el suspiro exasperado de Hester.

—No quiero hablar más de esto.

—Eso ni lo sueñes —Mitch reunió más nieve y consiguió enterrarla hasta los codos—. El dinero no debería molestarte, Hester. Trabajas en la banca.

—El dinero no me molesta —ella liberó los brazos y le aplastó dos puñados de nieve en la cara. Para que no la viera reírse, se volvió de espaldas—. Preferiría que me hubieras aclarado la situación desde el principio, nada más.

Mitch se quitó la nieve de la cara y, tomando otro puñado, sacó la lengua por un lado de la boca. Tenía mucha experiencia en cuestión de bolas de nieve decisivas.

—¿Y cuál es la situación según usted, señora Wallace?

—Te agradecería que dejaras de llamarse así en ese tono —ella se volvió justo a tiempo para recibir la bola de nieve entre los ojos.

—Lo siento —Mitch sonrió y empezó a sacudirle la chaqueta—. Se me ha escapado. En cuanto a la situación…

—Entre nosotros no hay situación que valga —casi sin darse cuenta, Hester lo empujó con tanta fuerza que Mitch cayó de espaldas en la nieve—. Perdona —dijo, riendo—. Se me ha escapado. No sé por qué, cuando estoy contigo, siempre me dan ganas de hacer estas cosas —él se sentó y siguió mirándola fijamente—. Lo siento —repitió—. Creo que lo mejor será olvidamos del tema. Ahora, si te ayudo a levantarte, ¿prometes no vengarte?

—Claro —Mitch le tendió la mano enguantada. En cuando Hester se la dio, tiró de ella. Hester se cayó de bruces—. Por cierto, yo no siempre digo la verdad —antes de que ella pudiera contestar, la envolvió en sus brazos y empezó a rodar por la nieve.

—Eh, que tenéis que hacer otro centinela.

—Ahora vamos —le dijo Mitch a Rad mientras Hester recuperaba el aliento—. Le estoy enseñando a tu madre un juego nuevo. ¿Te gusta? —le preguntó a ella mientras se ponía sobre ella otra vez.

—Apártate. Tengo el jersey lleno de nieve, y los pantalones…

—No intentes seducirme aquí. Tengo una voluntad de hierro. Puedo resistirme a eso y a más.

—Estás loco —ella intentó sentarse, pero Mitch la apretó debajo de sí.

—Puede ser —le lamió una mancha de nieve de la mejilla y sintió que se quedaba muy quieta—. Pero no soy tonto —su voz había cambiado. Ya no era la voz desenfadada y cordial de su vecino, sino la voz lenta y aterciopelada de un amante—. Tú sientes algo por mí. Puede que no te guste, pero así es.

Ella estaba sin aliento, y sabía que no era por el inesperado ejercicio. Él tenía los ojos muy azules a la luz del atardecer, y su pelo relucía, espolvoreado de nieve. Su cara estaba muy, muy cerca. Sí, sentía algo por él casi desde el mismo instante de conocerlo, pero ella tampoco era tonta.

—Si me sueltas los brazos, te demostraré lo que siento.

—¿Por qué será que tengo la impresión de que no me gustaría? Pero da igual —la besó suavemente antes de que pudiera responder—. Hester, la situación es esta. Tú sientes algo por mí que no tiene nada que ver con el dinero, porque hasta hace unas horas no sabías que lo tenía. Algunos de esos sentimientos tampoco tienen nada que ver con el hecho de que sienta afecto por tu hijo. Son muy personales, muy… íntimos.

Tenía razón. A Hester le dieron ganas de asesinarlo por ello.

—No me digas lo que siento.

—Está bien —de pronto, se levantó y la ayudó a ponerse en pie. Luego, volvió a tomada entre sus brazos—. Entonces, te diré lo que siento yo. Tú me importas, Hester. Más de lo que pensaba.

Ella palideció bajo las mejillas coloradas. Había una expresión exasperada en sus ojos cuando, sacudiendo la cabeza, intentó apartarse.

—No digas eso.

—¿Por qué no? —él procuró ser paciente y la miró con el ceño fruncido—. Ve haciéndote a la idea. Yo ya lo he hecho.

—Esto no me interesa. No quiero sentirme así.

Él le echó la cabeza hacia atrás y la miró fijamente.

—Tendremos que hablar de eso.

—No. No hay nada de que hablar. Esto se nos está escapando de las manos.

—No, todavía no —él hundió los dedos entre su pelo sin dejar de mirarla—. Estoy casi seguro de que pronto se nos escapará de las manos, pero aún no lo ha hecho. Tú eres demasiado lista y demasiado fuerte para consentido.

Hester intentó convencerse de que, al cabo de un instante, recuperaría el aliento. En cuanto se apartara de él.

—No me das miedo, ¿sabes?

—Entonces, bésame —dijo él con voz suave—. Casi es de noche. Bésame una vez antes de que se ponga el sol.

Ella se encontró de pronto inclinándose hacia él, con la cara alzada y los párpados cerrados, sin preguntarse por qué le parecía tan natural, tan delicioso, hacer lo que le pedía. Más tarde se haría preguntas, a pesar de que estaba segura de que las respuestas no serían fáciles de hallar. Pero, de momento, acercó sus labios a los de Mitch y los sintió frescos y suaves.

El mundo era todo nieve y escarcha, castillos y cuentos de hadas, pero los labios de Mitch eran reales. Se ajustaban a los suyos firmemente, entibiando su piel suave y sensitiva en tanto el latido presuroso de su corazón le caldeaba el cuerpo. A lo lejos se oía el trasiego de los coches que pasaban a toda prisa, pero allí, más cerca, a su lado, se oía el frote de sus chaquetas al abrazarse.

Mitch quería suscitar su deseo, persuadida, ver una sola vez que sus labios se curvaban en una sonrisa al apartarse de ella. Sabía que, a veces, incluso los hombres que preferían la acción y el impulso del momento debían proceder paso a paso. Sobre todo, siendo tan precioso el premio que los aguardaba.

Mitch no estaba preparado para la aparición de Hester en su vida, pero creía que le sería más fácil que a ella aceptar lo que ocurría entre ellos. Hester seguía guardando secretos, heridas que solo en parte había curado. Sabía que no debía desear el poder de borrar todo aquello. Sus experiencias pasadas, todo cuanto le había ocurrido, formaban parte de aquella mujer de la que estaba a punto de enamorarse.

Así pues, procedería paso a paso, se dijo apartándose de ella. Y esperaría.

—Puede que esto haya aclarado un par de cosas, pero sigo creyendo que tenemos que hablar —la tomó de la mano para retenerla un momento más—. Muy pronto.

—No sé.

¿Se había sentido tan confusa alguna vez? Creía haber dejado atrás hacía mucho tiempo aquellos sentimientos, aquellas dudas.

—Subiré yo, o bajarás tú, pero hablaremos.

Hester sabía que, tarde o temprano, Mitch conseguiría acorralarla en un rincón.

—Esta noche, no —dijo, despreciándose por ser tan cobarde—. Rad y yo tenemos Cosas que hacer.

—Tú no eres de las que dejan las cosas para otro día.

—Ahora sí lo soy —murmuró ella, y se dio la vuelta rápidamente—. Radley, nos vamos a casa.

—Mira, mamá, acabo de terminar, ¿a que mola? —el niño se apartó para enseñarles su muñeco de nieve—. Vosotros solo habéis empezado el vuestro.

—Quizá lo acabemos mañana —se acercó a él rápidamente y lo tomó de la mano—. Tenemos que irnos a preparar la cena.

—¿No podemos esperar a que…?

—No, casi es de noche.

—¿Puede venir Mitch?

—No, no puede —lanzó una mirada hacia atrás mientras caminaban. Él apenas era una sombra, de pie, junto al castillo de Rad—. Esta noche, no.

Mitch puso la mano sobre la cabeza de Tas. El perro gimió e hizo amago de salir corriendo.

—No, Tas, esta noche no.

No parecía haber modo de evitar a Mitch, pensaba Hester mientras bajaba hacia su apartamento porque su hijo se lo había pedido. Tenía que admitir que era una estupidez intentado. En apariencia, cualquiera pensaría que Mitch Dempsey era la solución a todos sus problemas. Sentía un afecto sincero por Radley, y le proporcionaba a su hijo compañía y un lugar seguro donde quedarse mientras ella trabajaba. Gozaba de un horario flexible y era muy generoso con su tiempo.

Pero lo cierto era que Mitch le había complicado la vida. Por más que intentaba considerarlo simplemente un amigo de Radley o un vecino un tanto raro, Mitch lograba despertar en ella sentimientos enterrados desde hacía casi diez años. Los escalofríos y los sofocos de emoción eran cosas que Hester atribuía a los muy jóvenes o los muy optimistas. Y ella había dejado de ser ambas cosas cuando el padre de Radley los abandonó.

En los años que habían seguido a ese momento, se había dedicado en cuerpo y alma a su hijo para darle un buen hogar, para que su vida fuera lo más normal y equilibrada posible. Si Hester, la mujer, se había perdido en el camino, la madre de Radley imaginaba que ello era un trato justo. Pero de pronto había aparecido Mitch Dempsey y le había hecho sentir y, lo que era aún peor, desear aquellas cosas hacía tiempo olvidadas.

Hester respiró hondo y llamó a la puerta de Mitch. A la puerta del amigo de Radley, se dijo con firmeza. Solo había bajado porque Radley estaba loco por enseñarle una cosa. No estaba allí para ver a Mitch; no esperaba que él extendiera los brazos y le acariciara las mejillas como hacía a veces. Su tez se ruborizó al pensarlo.

Juntó las manos y procuró concentrarse en Radley. Vería lo que su hijo quería enseñarle y luego volverían a su apartamento, donde estaban a salvo.

Mitch abrió la puerta. Llevaba una sudadera con una calcomanía de un superhéroe rival en el pecho, y unos pantalones de chándal con un agujero en la rodilla. Tenía una toalla sobre los hombros. Usó una punta para secarse el sudor de la cara.

—¿Has salido a correr con este tiempo? —preguntó ella sin pensarlo, y enseguida lamentó el tono de preocupación de su voz.

—No —él la tomó de la mano, haciéndole entrar. Hester olía a la primavera que aún tardaría meses en llegar. Su traje azul oscuro le daba un aire profesional que Mitch encontraba extrañamente sexy—. Estaba haciendo pesas —le dijo. La verdad era que, desde que conocía a Hester Wallace, hacía muchas pesas. Le parecía el segundo mejor modo de liberar la tensión y desfogar el exceso de energía física.

—Ah —eso explicaba la fuerza que había sentido en sus brazos—. No sabía que te gustaban esas cosas.

—¿Las fanfarronadas de los cachas? —dijo él, riendo—. No, en realidad, no. Pero, si no hago ejercicio de vez en cuando, mi cuerpo se convierte en un mondadientes. No es una visión muy agradable —notaba que Hester tenía los nervios a flor de piel y no pudo resistirse. Flexionó el brazo y le lanzó una mirada traviesa—. ¿Quieres tocarme los bíceps?

—Gracias, pero paso. El señor Rosen me ha dado esto para ti —le dio un portafolios con el emblema del banco—. Se lo pediste tú, no sé si te acuerdas.

—Sí, ya —Mitch lo agarró y lo tiró encima de una montón de revistas que había sobra la mesa baja—. Dile que ya se lo pasaré a la junta directiva.

—¿Y lo harás?

Él alzó una ceja.

—Yo suelo cumplir mi palabra.

Hester estaba segura de ello. Entonces recordó que le había dicho que pronto hablarían.

—Radley ha llamado y me ha dicho que quería enseñarme una cosa.

—Está en el despacho. ¿Quieres un café?

—Gracias, pero no puedo quedarme. Me he traído un poco de papeleo a casa.

—Bueno, entonces, pasa. Yo necesito beber algo.

—¡Mamá! —en cuanto Hester entró en el despacho, Radley pegó un brinco y la agarró de la mano—. ¿No es fantástico? Es el regalo más guay que me han hecho nunca —sin soltada, Radley la llevó hacia una pequeña mesa de dibujo.

No era de juguete. Hester notó enseguida que era de primera calidad, aunque de tamaño infantil. El pequeño taburete giratorio estaba desgastado, pero el asiento era de cuero. Radley ya había colocado un lienzo de papel sobre el tablero y había empezado a dibujar con regla y compás lo que parecía un plano.

—¿Es de Mitch?

—Lo era, pero dice que puedo usada el tiempo que quiera. Mira, estoy haciendo el plano de una estación espacial. Esta es la sala de máquinas. Y aquí y aquí están los camarotes. Va a tener un invernadero como los que tenían en esa película que me puso Mitch. Mitch me ha enseñado a dibujar cosa a escala con estas escuadras.

—Ya veo —ella se agachó para mirar de cerca el dibujo, sintiéndose orgullosa de su hijo—. Aprendes rápido, Rad. Es fantástico. Me pregunto si habrá algún hueco en la NASA.

Él se echó a reír bajando la cabeza, como hacía cuando se azoraba.

—A lo mejor de mayor soy ingeniero.

—Puedes ser lo que quieras —le dio un beso en la frente—. Si sigues dibujando así, necesitaré un intérprete para saber qué estás haciendo. Todas estas herramientas… —tomó una escuadra—. Supongo que tú sabes para qué sirven.

—Mitch me ha enseñado. Él las usa a veces para dibujar.

—¿Ah, sí? —ella giró la escuadra, observándola. Parecía tan… profesional.

—Hasta el dibujo de cómics requiere cierta disciplina —dijo Mitch desde la puerta. Llevaba en la mano un gran vaso de zumo de naranja, del que ya se había bebido más de la mitad.

Hester se incorporó. De pronto, se dio cuenta de lo… viril que parecía. Había una tenue uve de sudor en el centro de su camiseta. Se había peinado el pelo hacia atrás con los dedos y, como de costumbre, no se había afeitado esa mañana. Junto a ella, Radley siguió corrigiendo alegremente su plano.

Sí, Mitch era viril, peligroso y exasperante, pero también era el hombre más amable que había conocido nunca. Intentando recordado, Hester dio un paso adelante.

—No sé cómo darte las gracias.

—Ya me las ha dado Rad.

Ella asintió y puso una mano sobre el hombro de Radley.

—Acaba eso, Rad. Yo estaré en el cuarto de estar, con Mitch —entró en el cuarto de estar. Estaba, como siempre, desordenado y lleno de cosas. Tas daba vueltas por la alfombra, buscando migas de galletas—. Creía conocer a Rad de arriba abajo —empezó—. Pero no sabía que para él significaría tanto una mesa de dibujo. Supongo que creía que era demasiado pequeño para apreciar algo así.

—Ya te he dicho que tiene un don natural.

—Sí, lo sé —se mordió el labio, deseando haber aceptado el café para tener algo que hacer con las manos—. Rad me ha dicho que le estás dando clases de dibujo. Estás haciendo por él más de lo que podía esperar. Y, desde luego, mucho más de lo que estás obligado a hacer.

Él le lanzó una mirada larga y penetrante.

—Esto no tiene nada que ver con la obligación. ¿Por qué no te sientas?

—No —ella juntó las manos y luego las separó—. No, da igual.

—¿Prefieres pasearte por la habitación? —preguntó él, sonriendo.

Ella sintió que su determinación se disipaba un poco más.

—Puede que luego. Solo quería decir que te estoy muy agradecida. Rad nunca había tenido… —un padre. Aquellas palabras estuvieran a punto de escapársele, pero consiguió tragárselas sintiendo de pronto una especie de horror—. Nunca había tenido a nadie que le prestara tanta atención… aparte de mí, claro —dejó escapar un leve suspiro—. Has sido muy generoso por regalarle la mesa de dibujo. Rad dice que era tuya.

—Mi padre hizo que me la construyeran cuando tenía más o menos la edad de Rad. Quería que dejara de dibujar monstruos y empezara a hacer algo útil —dijo sin amargura, pero con cierta sorna. Hacía tiempo que no les guardaba rencor a sus padres por su falta de comprensión.

—Debe de significar mucho para ti si las has guardado todo este tiempo. Sé que a Rad le encanta, pero ¿no deberías conservarla para tus hijos?

Mitch bebió un sorbo de zumo y miró a su alrededor.

—Parece que, de momento, no tengo hijos.

—Pero aun así…

—Hester, no se la habría regalado si no hubiera querido hacerlo. Lleva años en el trastero, acumulando polvo. Me encanta ver que Rad puede sacarle partido —se acabó el zumo y, dejando el vaso sobre la mesa, se acercó a ella—. Es un regalo para Rad. Tú no tienes por qué sentirte obligada.

—Lo sé, no quería…

—Sí, ya —él la miraba fijamente, sin sonreír, con esa serena intensidad que sacaba a relucir en los momentos más inesperados—. Sé que no lo piensas conscientemente, pero la idea ronda por ahí, en algún lugar de tu cabeza.

—No creo que estés usando a Radley para acercarte a mí, si te refieres a eso.

—Me alegro —le pasó un dedo por la mejilla—. Porque la verdad es, señora Wallace, que Radley me gustaría también sin ti, o tú sin él. Pero da la casualidad de que vais los dos juntos en el mismo paquete.

—Sí, así es. Radley y yo somos una unidad. Lo que le afecta a él, me afecta a mí.

Mitch ladeó la cabeza, comprendiendo de pronto.

—Me parece estar percibiendo una advertencia. ¿No piensas que estoy haciéndome el amiguete de Rad para meterme en la cama con su madre?

—No, claro que no —ella se apartó bruscamente, mirando hacia el despacho—. Si lo pensara, no dejaría que Radley se acercara a ti.

—Pero… —le puso las manos sobre los hombros y las unió tras su nuca— te preguntas si lo que sientes por mí puede ser un reflejo de lo que siente Radley.

—Yo nunca he dicho que sienta nada por ti.

—Sí, lo has dicho. Lo dices cada vez que me acerco a ti. No, no te retires, Hester —la apretó con más fuerza—. Seamos sinceros. Quiero acostarme contigo. No tiene nada que ver con Rad, y menos de lo que pensaba con la punzada de deseo que sentí la primera vez que vi tus piernas —ella lo miró tímidamente a los ojos—. Tiene que ver más bien con el hecho de que te encuentro atractiva en muchos sentidos. Eres inteligente, fuerte y estable. Puede que no suene muy romántico, pero la verdad es que tu estabilidad me parece muy atrayente. Yo nunca he tenido mucha —le acarició levemente la nuca—. Tal vez no estés preparada para dar un paso así en este momento. Pero te agradecería que miraras de frente lo que deseas, lo que sientes.

—No sé si puedo. Tú estás solo. Yo tengo a Rad. Haga lo que haga, sea cual sea la decisión que tome, afectará a mi hijo. Hace años me prometí que no volvería a sufrir por culpa de sus padres. Y pienso cumplir esa promesa.

Mitch quiso pedirle que le hablara del padre de Radley, pero el chico estaba en la otra habitación.

—Déjame decirte lo que creo. Tú nunca podrías tomar una decisión que hiciera sufrir a Rad. Pero sí una que te hiciera sufrir a ti. Quiero estar contigo, Hester, y no creo que el hecho de que estemos juntos vaya a hacerle daño a Radley.

—Ya he acabado —Radley salió del despacho con el papel en las manos. Hester intentó apartarse, pero Mitch la retuvo—. Quiero llevármelo para enseñárselo a Josh mañana, ¿vale?

Sabiendo que sería peor resistirse, Hester se quedó quieta, con los brazos de Mitch sobre los hombros.

—Claro.

Radley los observó a ambos un momento. Nunca había visto a un hombre abrazar a su madre, salvo a su abuelo y a su tío. Se preguntaba si eso convertía a Mitch en parte de la familia.

—Mañana por la tarde voy a casa de Josh y me quedo a dormir. Vamos a estar despiertos toda la noche.

—Entonces, tendré que cuidar de tu madre, ¿no?

—Supongo —Radley empezó a enrollar el lienzo de papel para guardado en un tubo, como le había enseñado Mitch.

—Radley sabe perfectamente que no necesito que nadie me cuide.

Mitch no le hizo caso y siguió hablando con Radley.

—¿Qué te parece si saco a tu madre por ahí?

—¿Quieres decir a cenar a un restaurante y esas cosas?

—Algo así.

—Vale.

—Bien. Iré a buscarla a las siete.

—No creo que…

—¿A las siete no te parece bien? —la interrumpió Mitch—. Bueno, pues, entonces, a las siete y media. Pero ni un minuto más tarde. Si a las ocho no he cenado, me pongo de un humor de perros —le dio un rápido beso en la frente antes de soltada—. Que te lo pases bien en casa de Josh.

—Lo haré —Radley recogió la chaqueta y la mochila. Luego, se acercó a Mitch y le dio un abrazo. Las palabras que Hester tenía en la punta de la lengua se secaron—. Gracias por la mesa de dibujo y por todo. Es muy guay.

—De nada. Hasta el lunes —esperó hasta que Hester estuvo en la puerta—. A las siete y media.

Ella asintió y cerró la puerta suavemente a su espalda.