CAPÍTULO 2

Hester deseó poder ser una cobarde. Sería tan fácil regresar a casa, arroparse la cabeza con las mantas y esconderse hasta que Radley volviera de la escuela… Nadie que la viera sospecharía que tenía un nudo en el estómago y que le sudaban las manos, a pesar del viento gélido que soplaba por las escaleras del metro a medida que subía en medio de una multitud de oficinistas de Manhattan.

Si alguien se hubiera molestado en mirar más atentamente, habría visto a una mujer seria, levemente preocupada, con un abrigo largo de color rojo y una bufanda blanca. Por suerte para ella, el túnel de viento que formaban los rascacielos laceraba sus mejillas mortalmente pálidas, sonrojándolas un poco. Mientras recorría a pie la media manzana que la separaba del National Trust, se concentró en no mordisquearse los labios pintados. Era su primer día de trabajo.

Solo tardaría diez minutos en volver a casa, encerrarse y llamar a la oficina con cualquier pretexto. Que estaba enferma, que había habido una muerte en la familia…, preferiblemente, la suya. O que le habían robado.

Hester apretó con fuerza su maletín y siguió andando. Qué fácil era hablar, se dijo. Esa mañana, al llevar a Radley al colegio, no había dejado de decide alegremente lo emocionante que era empezar de nuevo y lo divertido que era emprender una nueva aventura. Tonterías, pensó. Pero confiaba en que Radley no estuviera ni la mitad de asustado que ella.

Se había ganado aquel empleo a pulso, se dijo. Estaba cualificada, era competente y tenía un bagaje de doce años de experiencia. Sin embargo, estaba muerta de miedo.

Respiró hondo y entró en el National Trust. Laurence Rosen, el director del banco, miró su reloj, asintió, satisfecho, y se acercó a saludarla. Llevaba un traje azul oscuro, bien cortado y conservador. Una mujer podría haberse empolvado la nariz con el reflejo de sus relucientes zapatos negros.

—Justo a tiempo, señora Wallace. Un excelente comienzo. Yo me precio de que mi personal sabe sacarle el mayor rendimiento al tiempo —señaló su despacho, al fondo de la sucursal.

—Estoy deseando empezar, señor Rosen —dijo, y sintió cierto alivio porque fuera verdad. Siempre le había gustado el ambiente de un banco antes de que abriera sus puertas al público. Aquel silencio catedralicio, aquella expectación semejante a la que antecede a un lance deportivo.

—Bien, bien, haremos lo posible por mantenerla ocupada —notó, frunciendo ligeramente el ceño, que dos secretarias aún no habían llegado. En un gesto habitual, se pasó la mano por el pelo—. Su secretaria llegará en cualquier momento. Cuando esté instalada, señora Wallace, espero que vigile de cerca sus idas y venidas. La eficacia de usted depende en grado sumo de la de ella.

—Por supuesto.

Su despacho era pequeño y oscuro. Procuró no desear uno más ventilado…, ni notar que Rosen era insoportablemente estirado. El aumento de ingresos que suponía aquel trabajo mejoraría la vida de Radley. Eso, como siempre, era lo importante. Todo saldría bien, se dijo quitándose el abrigo. Ella haría que todo saliera bien.

A Rosen pareció gustarle su sobrio traje negro y sus sencillas joyas. En el negocio bancario no había lugar para la ropa ni para el comportamiento llamativos.

—Confío en que habrá revisado los archivos que le di.

—Me he familiarizado con ellos a lo largo del fin de semana —se colocó tras la mesa—. Creo entender la política y los procedimientos administrativos del National Trust.

—Excelente, excelente. Bien, entonces la dejaré para que se organice. Su primera cita es a… —pasó las páginas del calendario que había sobre la mesa—. A las nueve y cuarto. Si tiene algún problema, avíseme. Siempre estoy por aquí.

«No lo dudo», pensó ella.

—Estoy segura de que no tendré ningún problema, señor Rosen. Gracias.

Rosen asintió una vez más y se marchó. La puerta se cerró tras él con un suave clic. Ya sola, Hester se derrumbó en la silla. Había superado el primer escollo, se dijo. Rosen la creía competente y eficaz. Ahora, lo único que tenía que hacer era serlo. Lo sería, pues muchas cosas dependían de ello. Y su orgullo no era la menos importante de ellas. Odiaba ponerse en ridículo. Y ya lo había hecho sobradamente la noche anterior, delante de su vecino.

A pesar de las horas que habían pasado, se puso colorada al recordarlo. No pretendía insultar a aquel hombre, aunque aún no conseguía hacerse a la idea de que los cómic s fueran realmente su profesión. Ciertamente, no pretendía hacer comentarios sarcásticos que pudieran ofenderlo. El problema era que había bajado la guardia. Aquel hombre la había descolocado invitándose a su casa, cenando con ellos y encandilando a Radley, todo ello en cuestión de minutos. No estaba acostumbrada a que la gente irrumpiera en su vida así, por las buenas. Y no le gustaba.

A Radley, en cambio, le encantaba. Hester tomó un lápiz afilado con el logotipo del banco impreso en un lateral. Su hijo prácticamente resplandecía de emoción y, tras la marcha de Mitch Dempsey, no había hablado de otra cosa.

De algo podía alegrarse: la visita de Dempser había conseguido que Radley se olvidara del colegio nuevo. Su hijo tenía facilidad para hacer amigos, y si aquel tal Mitch estaba dispuesto a hacerle un poco de caso, ella no tenía por qué oponerse. En cualquiera caso, aquel hombre parecía bastante inofensivo. Hester se negaba a admitir que, al estrechar su mano, había experimentado una sensación turbadora. ¿Qué mal podía hacerle un hombre que se ganaba la vida haciendo cómics? Se sorprendió mordisqueándose los labios al hacerse aquella pregunta.

—Buenos días, señora Wallace. Soy Kay Lorimar, su secretaria. ¿Recuerda? Nos vimos unos minutos hace un par de semanas.

—Sí, buenos días, Kay —su ayudante era como Hester siempre había deseado ser: menuda, de líneas redondeadas, rubia y con un rostro de rasgos finos y delicados. Cruzó las manos sobre la mesa y procuró no parecer autoritaria.

—Siento llegar tarde —Kay sonrió. No parecía sentirlo en absoluto—. Los lunes, siempre se retrasa una. Aunque me haga a la idea de que es martes no me sirve de nada. No sé por qué. ¿Quiere que le traiga un café?

—No, gracias, tengo una cita dentro de unos minutos.

—Llámeme si cambia de idea —Kay se detuvo en la puerta—. A este sitio le vendría bien un poco de color. Es oscuro como una mazmorra. Al señor Blowfield, al que usted sustituye, le gustaban las cosas grises… Iban con él, ¿sabe? —su sonrisa era franca, pero Hester dudó en contestar. No era buena idea cosechar fama de cotilla el primer día de trabajo—. Bueno, si decide redecorarlo un poco, dígamelo. Mi compañero de piso es decorador. Un auténtico artista.

—Gracias —¿cómo se suponía que iba a dirigir la oficina con aquella pizpireta animadora de fútbol como secretaria?, se preguntaba Hester. En fin, cada cosa a su tiempo—. Dígales al señor y la señora Browning que pasen en cuanto lleguen, Kay.

—Sí, señora —sin duda tenía una cara más agradable que la del señor Blowfield, pensó Kay. Pero parecía tener el mismo espíritu—. Los impresos de solicitud de préstamo están en el cajón de abajo de la izquierda, ordenados por tipos. Los cuadernos, a la derecha. La lista de los tipos de interés vigentes, en el cajón del medio. Los Browning vienen a pedir un préstamo para remodelar su casa porque están esperando un hijo. Él se dedica a la electrónica y ella trabaja a tiempo parcial en Bloomingdale’s. Ya se les avisó de qué papeles tenían que traer. Haré fotocopias cuando lleguen.

Hester alzó una ceja.

—Gracias, Kay —dijo, medio divertida, medio impresionada.

Cuando la puerta volvió a cerrarse, Hester se recostó en la silla y sonrió. Tal Vez el despacho fuera oscuro, pero, si la mañana seguía así, sería lo único oscuro en el National Trust.

A Mitch le gustaba que su ventana diera a la fachada del edificio. Así, cada vez que se tomaba un descanso, podía observar las idas y venidas de sus vecinos. Después de cinco años, creía conocer a todos los inquilinos de vista y a la mitad de ellos por su nombre. Cuando se estancaba o, mejor dicho, cuando se bloqueaba, dejaba pasar el tiempo haciendo caricaturas de los que le parecían más interesantes. Si el bloqueo se prolongaba, acompañaba las caras con breve diálogo.

Consideraba aquel entretenimiento una práctica excelente, pues le divertía. De vez en cuando surgía una cara lo bastante interesante como para dedicarle una atención especial. A veces era un taxista, o un repartidor. Mitch había aprendido a mirar con atención y celeridad y a dibujar a partir de las impresiones que quedaban impresas en su memoria. Años antes, se ganaba la vida pobremente haciendo caricaturas. Ahora las hacía por matar el tiempo, y era mucho más satisfactorio.

Vio a Hester y a su hijo cuando estaban aún a una manzana de distancia. El abrigo rojo que llevaba ella saltaba a la vista como una boya.

Ciertamente, parecía una advertencia, pensó Mitch recogiendo su lápiz. Se preguntaba si la fría y distante señora Wallace se daba cuenta de las señales que emitía. Seguramente, no.

No necesitaba ver su cara para dibujarla. Ya había media docena de bocetos de su rostro tirados sobre la mesa de su taller. Unos rasgos interesantes, se dijo mientras el lápiz empezaba a volar sobre la hoja del cuaderno. Cualquier artista sentiría deseos de plasmarlos.

El niño caminaba a su lado con la cara prácticamente tapada por la bufanda y el gorro. Pese a la distancia, Mitch se dio cuenta de que iba charlando sin parar. Tenía la cabeza alzada hacia su madre. De vez en cuando, ella bajaba la mirada como si hiciera algún comentario. Luego, el chico empezaba a hablar otra vez. A unos metros del edificio, ella se detuvo de pronto. Mitch vio que el viento jugaba con su pelo cuando, echando la cabeza hacia atrás, se echó a reír. Sus dedos se quedaron flojos sobre el lápiz. Se inclinó un poco más hacia la ventana. Deseaba estar más cerca. Lo bastante cerca como para oír su risa y ver si sus ojos se encendían. Imaginaba que sí, pero ¿de qué forma? Aquel sutil gris de sus pupilas, ¿se volvería plateado o neblinoso?

Ella continuó andando y, al cabo de unos segundos, entró en el edificio y se perdió de vista.

Mitch miró su cuaderno de dibujo. Apenas había hechos unos trazos. No podía acabarlo, pensó, dejando el lápiz. Ya solo podía veda reír, y para plasmar su risa sobre el papel necesitaba verla más de cerca.

Recogió las llaves Y jugueteó con ellas. Había pasado casi una semana. La distante señora Wallace tal vez considerara que otra visita estaba fuera de lugar. Pero él no. Además, le gustaba el crío. Hacía días que quería subir a vedo, pero había estado muy ocupado acabando la historieta. Eso también se lo debía al niño, pensó. Su pequeña visita del fin de semana no solo había disipado su bloqueo, sino que además le había dado suficientes ideas como para completar tres números. Sí, se lo debía al crío.

Se guardó las llaves en el bolsillo y entró en el taller. Tas estaba allí, con un hueso entre las patas, roncando.

—No te levantes —le dijo Mitch suavemente—. Voy a salir un rato —mientras hablaba, se puso a rebuscar entre sus papeles. Tas entreabrió los ojos y gruñó—. No sé cuánto voy a tardar.

Tras revisar su calamitoso archivo, al fin encontró el boceto. El Comandante Zark vestido de militar de los pies a la cabeza, la expresión sobria, la mirada melancólica, la reluciente nave a su espalda. Bajo el dibujo se leía: MISIÓN: Capturar a la Princesa Leilah… o ¡DESTRUIRLA!

Mitch deseó por un instante tener tiempo para coloreado, pero pensó que al niño le gustaría así. Lo firmó cuidadosamente y la enrolló.

—No me esperes para cenar —le dijo a Tas.

—¡Ya voy yo! —exclamó Radley, corriendo a la puerta. Era viernes, y el colegio quedaba a años luz de distancia.

—Pregunta quién es.

Radley puso la mano en el picaporte y sacudió la cabeza.

—¿Quién es?

—Soy Mitch.

—¡Es Mitch! —gritó Radley, entusiasmado.

En el dormitorio, Hester frunció el ceño y se puso la sudadera.

—Hola —casi sin aliento por la emoción, Radley abrió la puerta a su héroe.

—Hola, Rad, ¿qué tal te va?

—Bien. No tengo deberes para el fin de semana —extendió un brazo, indicándole que pasara—. Quería bajar a verte, pero mamá me dijo que no por si estabas trabajando y eso.

—Y eso —murmuró Mitch—. Mira, no me importa que bajes. A la hora que quieras…

—¿De veras?

—De veras —el chico era irresistible, pensó Mitch, revolviéndole el pelo. Lástima que su madre no fuera igual de acogedora—. He pensado que quizá te gustara esto —le dio el boceto enrollado.

—¡Hala, qué guay! —Radley miró boquiabierto el dibujo—. ¡El Comandante Zark y el Segundo Milenio! ¿De verdad es para mí? ¿Puedo quedármelo?

—Sí.

—Tengo que enseñárselo a mamá —Radley se dio la vuelta y corrió hacia la habitación justo cuando Hester salía de ella—. Mira lo que me ha dado Mitch, mamá. ¿A que mola? Dice que puedo quedármelo.

—Es fantástico —le puso una mano sobre el hombro y observó el dibujo. No podía negarse que aquel hombre tenía talento, pensó. Aunque hubiera elegido un modo tan peculiar de demostrarlo. Sin apartar la mano del hombro de Radley, miró a Mitch—. Has sido muy amable.

A él le gustaba su aspecto con aquel chándal de color pastel. Parecía más natural y accesible, si bien no del todo relajada. Llevaba el pelo suelto, y sus puntas le rozaban los hombros. Con la raya al lado y sin horquillas, le daba un aspecto completamente distinto.

—Quería darle las gracias a Rad —Mitch se obligó a apartar la mirada de su rostro y sonrió al chico—. La semana pasada me ayudaste a salir de un bloqueo.

—¿De veras? —los ojos de Radley se agrandaron—. ¿En serio?

—En serio. Estaba atascado, no se me ocurría nada. Y esa noche, después de hablar contigo, bajé a casa y todo fue sobre ruedas. Te estoy muy agradecido.

—Vaya, de nada. Puedes quedarte a cenar otra vez. Íbamos a tomar pollo chino, y creo que hay bastante para los tres. Puede quedarse, ¿verdad, mamá? ¿Verdad?

Atrapada de nuevo. Y de nuevo, aquella expresión divertida en los ojos de Mitch.

—Por supuesto.

—Qué guay. Quiero colgar esto ahora mismo. ¿Puedo llamar a Josh para contárselo? Seguro que no se lo cree.

—Claro —apenas tuvo tiempo de pasarle la mano por el pelo antes de que saliera corriendo.

Radley se detuvo en el recodo del pasillo.

—Gracias, Mitch. Muchísimas gracias.

Hester se metió las manos en los bolsillos del chándal. No había razón alguna para ponerse nerviosa ante aquel hombre. Pero, entonces, ¿por qué estaba nerviosa?

—Has sido muy amable.

—Puede, pero hacía mucho tiempo que no me sentía tan satisfecho por algo —Mitch se dio cuenta de que no estaba del todo a gusto, y metió los pulgares en los bolsillos traseros de sus vaqueros—. Trabajas rápido —comentó, mirando el cuarto de estar.

Las cajas habían desaparecido. De las paredes colgaban láminas de vívidos colores y junto a la ventana, cuyas leves cortinas filtraban la luz, había un jarrón con flores frescas como la mañana. Los cojines estaban henchidos y los muebles relucían. Los únicos signos de desorden eran un coche en miniatura y unos cuantos muñecos de plásticos esparcidos por la alfombra. Mitch se alegró de verlos. Significaban que Hester no era de las que obligaban a su hijo a jugar única y exclusivamente en su cuarto.

Se acercó a una litografía colgada sobre el sofá.

—¿Dalí?

Ella se mordió el labio inferior mientras Mitch estudiaba uno de sus raros caprichos.

—La compré en una tiendecita de la Quinta Avenida que siempre está de saldo por liquidación de negocio.

—Sí, la conozco. No has tardado mucho en organizarte.

—Quería que todo volviera a la normalidad lo antes posible. El traslado no ha sido fácil para Radley.

—¿Y para ti? —él se volvió, y su mirada penetrante la pilló desprevenida.

—¿Para mí? Yo… eh…

—¿Sabes? —dijo él, acercándose a Hester, intrigado por su aparente turbación—, tu discurso es mucho más elaborado cuando hablas de Rad que cuando hablas de Hester.

Ella retrocedió rápidamente, dándose cuenta de que podía tocarla y sin saber cuál sería su reacción si lo hacía.

—Debería empezar a hacer la cena.

—¿Quieres que te ayude?

—¿A qué?

Esa vez, no retrocedió lo bastante rápido. Él la agarró de la barbilla y sonrió.

—A hacer la cena.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la había tocado así. Mitch tenía manos fuertes, pero sus dedos era suaves. Hester sintió que el corazón se le subía a la garganta de un salto y empezaba a latir a toda prisa.

—¿Sabes cocinar?

Qué ojos tan increíbles tenía ella. De un gris tan claro y tenue que casi eran traslúcidos. Por primera vez desde hacía años, Mitch sintió ganas de pintar, solo para ver si lograba dar vida a aquellos ojos sobre el lienzo.

—Hago unos sándwiches de mantequilla de cacahuetes deliciosos.

Ella alzó una mano hasta su muñeca con intención de apartarle la mano. Pero sus dedos permanecieron un instante sobre su piel.

—¿Qué tal se te da picar verduras?

—Creo que podré arreglármelas.

—Bien, entonces —Hester retrocedió, sorprendida por haber permitido que aquel contacto se prolongara tanto tiempo—. Sigo sin tener cerveza, pero esta vez tengo un poco de vino.

—Estupendo.

¿De qué demonios estaban hablando? ¿Y por qué hablaban, teniendo ella una boca tan suculenta? Algo aturdido por el rumbo que habían tomado sus pensamientos, Mitch siguió a Hester a la cocina.

—Es un plato muy sencillo, en realidad —empezó a decir ella—. Pero, como está todo mezclado, Radley apenas nota que está comiendo algo nutritivo. Una chocolatina es el modo más seguro de conquistar su corazón.

—Ese es mi chico.

Ella sonrió un poco. Se sentía algo más relajada teniendo las manos ocupadas. Puso apio y champiñones sobre la tabla de cortar.

—El truco está en la moderación —sacó el pollo y entonces se acordó del vino—. Permito que Rad coma dulces en pequeñas dosis. Pero él tiene que aceptar comer brócoli en los mismos términos.

—Parece un acuerdo muy sensato —ella abrió el vino. Era un vino no muy caro, pensó él viendo la etiqueta, pero de buen paladar. Hester llenó dos copas y le dio una. Volvía a tener las manos húmedas, por más absurdo que fuera. Hacía mucho tiempo que no compartía una botella de vino, ni preparaba la cena con un hombre—. Por los vecinos —dijo él, y creyó advertir que ella se relajaba un tanto al entrechocar sus copas.

—¿Por qué no te sientas mientras deshueso el pollo? Luego, puedes ponerte con las verduras.

En vez de sentarse, Mitch se apoyó de espaldas en la encimera. No estaba dispuesto a concederle la distancia que sin duda ella buscaba. Olía demasiado bien.

Hester manejaba el cuchillo como una experta, notó Mitch mientras se bebía el vino. Lo cual resultaba impresionante. La mayoría de las mujeres de carrera que conocía eran más bien expertas en comidas precocinadas.

—Bueno, ¿qué tal el nuevo trabajo?

Hester movió los hombros.

—Bien. El director es un fanático de la eficiencia, y eso es contagioso. Rad y yo llevamos toda la semana manteniendo reuniones para comparar notas.

¿Era eso de lo que hablaban cuando los había visto caminando por la acera?, se preguntó Mitch. ¿Por eso se reía ella?

—¿Qué talle va a Radley en el cole nuevo?

—Estupendamente, aunque parezca mentira —sus labios se distendieron y se curvaron otra vez. Mitch sintió ganas de tocados con la punta de un dedo para notar aquel movimiento—. Pase lo que pase en su vida, Rad siempre sigue adelante. Es increíble.

Mitch vislumbró en sus ojos una sombra muy débil, pero cierta.

—El divorcio siempre es duro —dijo, y vio que Hester se quedaba muy quieta.

—Sí —puso el pollo deshuesado y cortado en un cuenco—. Puedes cortar esto mientras yo hago el arroz.

—Claro —«prohibido el paso», pensó él, y dejó pasar el tema. De momento. Había lanzado una suposición basada en la ley de probabilidades al mencionar la cuestión del divorcio, y creía haber puesto el dedo en la llaga. Pero la llaga estaba aún fresca. A menos que se equivocara, el divorcio había sido mucho más duro para ella que para Radley. Asimismo, comprendió que, si quería animarla a hablar, tendría que ser a través del chico—. Rad me ha dicho que quería bajar a verme, pero que lo disuadiste.

Hester le dio una cebolla y puso una sartén al fuego.

—No quería que interrumpiera tu trabajo.

—Los dos sabemos lo que piensas de mi trabajo.

—No quise ofenderte la otra noche —dijo ella, crispándose—. Es solo que…

—No concibes que un hombre adulto se gane la vida haciendo cómics.

Hester guardó silencio mientras medía el agua.

—No es asunto mío cómo te ganes la vida.

—Eso es cierto —Mitch bebió un largo sorbo de vino antes de ponerse a cortar el apio—. En cualquier caso, quiero que sepas que Rad puede bajar a verme cuando quiera.

—Eres muy amable, pero…

—Nada de peros, Hester. Tu hijo me gusta. Y dado que soy dueño de mi tiempo, no me molestará. ¿Qué hago con los champiñones?

—Córtalos en juliana —tapó el arroz y se acercó a mostrarle cómo tenía que hacerlo—. No muy finos. Solo tienes que… —se interrumpió cuando él puso la mano sobre la suya, en el cuchillo.

—¿Así? —fue un movimiento fácil. Ni siquiera tuvo que pensárselo. Sencillamente, se movió hasta que Hester estuvo atrapada entre sus brazos, con la espalda apretada contra su pecho. Cediendo a la tentación, inclinó la cabeza de modo que su boca casi rozara el oído de Hester.

—Sí, así —ella miró sus manos unidas y procuró que no le temblara la voz—. Bueno, da igual.

—No, no da igual. Hay que hacerlo bien.

—Tengo que poner el pollo —se dio la vuelta y se encontró metida en aguas más profundas. Fue un error levantar la mirada hacia él, ver aquella leve sonrisa en sus labios y aquella mirada serena y confiada en sus ojos. Hester apoyó instintivamente la mano sobre su pecho. Pero eso también fue un error. Sentía el latido pausado y firme de su corazón. No podía retroceder, porque no había sitio, y dar un paso adelante resultaba tentador, pero peligroso—. Mitch, estás en mi camino.

Él había percibido ya en sus ojos una pasión fugazmente liberada y sofocada de inmediato. Así pues, Hester podía sentir deseo y turbación. Tal vez fuera mejor que siguieran turbándose un poco más.

—Creo que eso va a suceder muy a menudo —pero se apartó y la dejó pasar—. Hueles bien, Hester. Condenadamente bien.

El aplomo con que dijo aquello no contribuyó a aminorar el latido del corazón de Hester. Se dijo que aquella sería la última vez que invitara a su casa a Mitch Dempsey, dijera lo que dijera Radley. Encendió el gas, puso a calentar el wok y añadió aceite de cacahuete.

—Entonces, imagino que trabajas en casa. ¿No tienes oficina?

Mitch pensó que, de momento, dejaría que fuera ella quien pusiera las normas. Sin embargo, en cuanto Hester se había dado la vuelta en sus brazos y lo había mirado, había comprendido que pronto la tendría a su manera.

—Solo tengo que ir un par de veces por semana. Algunos guionistas y dibujantes prefieren trabajar en la oficina. Pero yo trabajo más a gusto en casa. Cuando acabo la historia y las viñetas, las llevo a la oficina para que las editen y entinten.

—Entiendo. Así que, ¿no las entintas tú? —preguntó, aunque no sabía muy bien qué significaba aquello. Tendría que preguntárselo a Radley.

—Ya no. Hay auténticos expertos en eso, y así tengo más tiempo para trabajar en la historia. Lo creas o no, buscamos calidad, diálogos que aviven la imaginación de los críos e historias que entretengan.

Tras echar el pollo en el aceite caliente, Hester respiró hondo.

—Lamento mucho que lo que dije te ofendiera. Estoy segura de que tu trabajo es muy importante para ti, y desde luego sé que Radley lo valora muchísimo.

—Bien dicho, señora Wallace —él empujó hacia ella la tabla con las verduras cortadas.

—Josh no se lo cree —Radley irrumpió en la cocina, entusiasmado—. Quiere venir a verlo mañana. ¿Puede venir? Su madre dice que sí, si tú estás de acuerdo. ¿Vale, mamá?

Hester se apartó de la cocina un momento y abrazó a Radley.

—Está bien, Rad, pero tendrá que ser por la tarde. Por la mañana tenemos que ir de compras.

—Gracias. Espera a que lo vea. Se volverá loco. Voy a decírselo.

—La cena casi está lista. Date prisa y lávate las manos —Radley hizo girar los ojos mirando a Mitch mientras salía de nuevo—. Está entusiasmado contigo —comentó Hester.

—Y loco por ti.

—El sentimiento es mutuo.

—Ya lo he notado —Mitch le quitó el corcho al vino—. ¿Sabes?, siento curiosidad. Siempre he creído que los que trabajaban en los bancos tenían horario de atención al público. Pero Rad y tú no llegáis a casa hasta las cinco, más o menos —al ver que ella volvía la cabeza para mirarlo, sonrió—. Algunas de mis ventanas dan a la fachada. Me gusta observar las idas y venidas de la gente.

Hester experimentó una sensación extraña y un tanto inquietante al saber que la había observado regresar a casa. Echó las verduras en la cazuela y las removió.

—Salgo a las cuatro, pero luego tengo que ir a recoger a Rad a casa de la niñera —volvió a mirar hacia atrás—. Él odia que la llame «niñera». Vive muy cerca de nuestra antigua casa, así que tardamos un rato. Tengo que empezar a buscar a alguien que viva más cerca.

—Muchos niños de su edad y más pequeños vuelven a casa solos.

Notó que los ojos de Hester se enturbiaban. Lo único que necesitaba era un toque de rabia. O de pasión.

—Radley no va a ser uno de esos críos que llevan la llave de su casa colgada al cuello. No quiero que cuando llegue se encuentre la casa vacía porque yo esté trabajando.

Mitch colocó la copa de Hester junto a su codo.

—Volver de la escuela y encontrarse la casa vacía puede ser deprimente —murmuró, recordando su propia experiencia—. Rad tiene suerte de tenerte.

—Más suerte tengo yo de tenerlo a él —su voz se suavizó—. Saca los platos, que voy a servir esto.

Mitch recordaba dónde guardaba los platos; unos platos blancos con pequeñas violetas enlazadas alrededor del borde. Resultaba extraño descubrir que le gustaban, estando tan acostumbrado a los de plástico de usar y tirar. Los sacó y los colocó junto a ella. Siempre había creído que las mejores cosas se hacían impulsivamente. De modo que Procedió conforme aquella idea.

—Supongo que sería mucho más fácil que Rad pudiera volver a casa después del colegio.

—Sí, claro. Odio tener que arrastrarlo hasta la otra punta de la ciudad, aunque a él no parece importarle. Pero es muy difícil encontrar a alguien en quien poder confiar. Y que, además, le guste a Radley.

—¿Qué te parezco yo?

Hester, que se disponía a apagar el fuego, se quedó paralizada, mirándolo. Las verduras y el pollo saltaban en el aceite hirviendo.

—¿Perdona?

—Rad podría quedarse conmigo por las tardes —Mitch puso de nuevo la mano sobre la de ella, esa vez para apagar el fuego—. Solo estaría a un par de pisos de su casa.

—¿Contigo? No, no puede ser.

—¿Por qué no? —cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea. A Tas y a él les iría bien tener un poco de compañía por las tardes y, además, así vería con más frecuencia a la muy interesante señora Wallace—. ¿Quieres referencias? No tengo antecedentes criminales, Hester. Bueno, está el incidente de la moto y las rosas de exposición, pero entonces solo tenía dieciocho años.

—No me refería a eso… exactamente —al ver que él sonreía, comenzó a revolver el arroz—. Quería decir que no puedo abusar de ti de ese modo. Seguro que estás muy ocupado.

—Vamos, pero si según tú no hago más que garabatos. Seamos sinceros.

—Ya te he dicho que eso no es asunto mío —dijo ella.

—Exacto. El caso es que paso las tardes en casa y estoy disponible. Además, incluso me vendría bien tener a Radley de consejero. Y, por otra parte, tu hijo dibuja muy bien —señaló el dibujo que había pegado en la nevera—. Le irían bien unas lecciones de dibujo.

—Lo sé. Esperaba poder apuntado este verano, pero no…

—A caballo regalado, no se le mira el diente —concluyó Mitch—. Mira, al niño le gusto. Y a mí me gusta él. Y te juro que no le daré más que una chocolatina cada tarde.

Ella se echó a reír como Mitch la había visto reírse unas horas antes desde su ventana. Le costó quedarse quieto, pero algo le decía que, si hacía algún movimiento en ese instante, la puerta se cerraría con cerrojo ante su cara.

—No sé, Mitch. Agradezco el ofrecimiento. Dios sabe que me facilitaría mucho las cosa, pero no sé si sabes lo que me estás pidiendo.

—Me apresuro a señalar que yo también he sido niño —de pronto, descubrió que quería hacerlo. No era solo una estratagema, ni un simple impulso; realmente le apetecía estar con el chico—. Mira, ¿por qué no se lo preguntamos a Rad y lo sometemos a votación?

—¿Preguntarme qué? —Radley se había mojada las manos tras hablar con Josh, figurándose que su madre estaría demasiado ocupada para inspeccionárselas con detenimiento.

Mitch tomó su copa de vino y alzó una ceja. «Mi turno», pensó Hester. Podría quitarse al chico de encima diciéndole cualquier cosa, pero siempre se había preciado de ser sincera con él.

—Mitch acaba de sugerirme que te quedes con él por las tardes, después del colegio, en vez de ir a casa de la señora Cohen.

—¿En serio? —exclamó Radley, entusiasmado y lleno de asombro—. ¿De verdad me dejas?

—Bueno, quería pensármelo y hablar contigo antes de…

—Me portaré bien —Radley corrió a abrazarse a su madre por la cintura—. Te lo prometo. Mitch es mucho mejor que la señora Cohen. Muchísimo mejor. La señora Cohen huele a naftalina y me da palmaditas en la cabeza.

—Caso cerrado —murmuró Mitch.

Hester le lanzó una mirada malhumorada. No estaba acostumbrada a que la aventajaran en número, ni a tomar decisiones sin pensarlas cuidadosamente.

—Vamos, Radley, sabes perfectamente que la señora Cohen es muy agradable. Llevas con ella más de dos años.

Radley la apretó más fuerte.

—Si me quedo con Mitch, puedo volver a casa nada más salir del cole. Y, además, haré los deberes primero —era una promesa un tanto temeraria, pero la situación era desesperada—. Y tú también llegaras a casa antes. Por favor, mamá, di que sí.

Hester odiaba negarle algo, porque ya había muchas cosas a las que había tenido que renunciar. Él la miraba con las mejillas sonrojadas de emoción. Inclinándose, lo besó.

—Está bien, Rad, lo intentaremos. A ver si funciona.

—Va a ser fantástico —Radley le echó los brazos al cuello y después se volvió hacia Mitch—. Va a ser fantástico, ya lo veréis.