Sharon miró atónita las fuertes manos que sostenían la pistola, aquellos ojos que miraban raudos de un lugar a otro.
—¿Qué quiere? —susurró.
Bajo el hueco que formaba su brazo sentía el violento temblor que sacudía el cuerpo de Neil. Estrechó al niño contra ella.
—Eres Sharon Martin. —Fue una respuesta más que una pregunta. Su voz era monocorde, sin inflexiones. Sharon sintió un nudo en la garganta que la ahogaba. Trató de tragar saliva.
—¿Qué quiere? —preguntó de nuevo.
Neil exhalaba al respirar un ligero silbido. ¿Y si el miedo le provocaba un súbito ataque de asma? Se ofrecería a cooperar.
—Tengo noventa dólares en el bolso…
—Cállate.
El tono sereno que acompañó a esta palabra le heló la sangre. El desconocido depositó en el suelo la bolsa que llevaba. Era grande, de lona color caqui como las que usaban en el ejército. Del bolsillo sacó un rollo de cuerda y un paquete de vendas. Los dejó junto a ella.
—Véndale los ojos al chico y átale —ordenó.
—No. No lo haré.
—Será mejor que me obedezcas.
Sharon bajó los ojos y miró a Neil, que miraba fijamente al desconocido. Tenía los ojos nublados, las pupilas enormes. Recordó que tras la muerte de su madre había permanecido largo tiempo en estado de shock.
—Neil, yo…
¿Cómo podía ayudarle, tranquilizarle?
—Siéntate.
La voz del desconocido se dirigía ahora a Neil con tono imperioso. El niño lanzó a Sharon una mirada suplicante y luego se sentó medio encogido en el primer peldaño de la escalera.
La muchacha se arrodilló a su lado.
—No tengas miedo, Neil. Yo estoy contigo.
Tanteó el suelo hasta encontrar la venda, que ató después a la cabeza del niño.
Miró hacia arriba. El intruso contemplaba a Neil. Le apuntaba con la pistola. Oyó un sonido metálico y apretó contra el suyo el cuerpo infantil.
—No… no dispare.
El desconocido la miró. Lentamente bajó el arma, que quedó colgando de sus dedos. «Le habría matado», pensó. Estaba dispuesto a hacerlo.
—Ata al niño, Sharon.
En la orden había cierto deje de intimidad.
Sharon cogió la cuerda con manos temblorosas y obedeció. Ató las muñecas de Neil tratando de dejar las ligaduras lo suficientemente flojas como para que la sangre pudiera seguir circulando. Cuando acabó su tarea posó sus manos sobre las del niño.
El desconocido se acercó, pasó junto a ella y cortó el cabo de la cuerda con un cuchillo.
—Date prisa. Átale los pies.
Captó la ansiedad de su voz y obedeció inmediatamente. A Neil le temblaban tanto las rodillas que las piernas se le separaban convulsivamente. Le rodeó los tobillos con la cuerda y se los amarró.
—Ahora amordázale.
—Se ahogará. Tiene asma…
La protesta expiró en sus labios. El rostro del hombre había cambiado. Estaba más pálido, más tenso. Sus sienes latían bajo una piel tirante. Estaba a punto de dar rienda suelta a su pánico. Desesperada, Sharon amordazó a Neil dejando la mordaza lo más floja posible. Si al menos el niño no se defendiera…
Una mano la apartó de Neil de un empujón y cayó de bruces al suelo. El hombre se inclinaba ahora sobre ella. Notó la presión de su rodilla. Le ponía las manos a la espalda. Sintió la mordedura de la cuerda en sus muñecas. Abrió la boca para protestar pero el hombre le introdujo en ella una bola de gasas. Le lió violentamente un trozo de venda en torno a la cabeza y se la ató en la nuca.
No podía respirar. «¡Por favor… no!». Unas manos le recorrieron los muslos, soezmente. El hombre le juntó las piernas. Sintió la presión de la cuerda sobre la suave piel de las botas.
El desconocido abrió la puerta principal. El aire, frío y húmedo, azotó el rostro de Sharon. Pesaba unos cincuenta y cinco kilos, pero el secuestrador la transportaba apresuradamente sobre el resbaladizo suelo del porche como si de una pluma se tratara. Estaba muy oscuro. Debía haber apagado las luces. Sus hombros chocaron contra algo frío, metálico. Un coche. Trató de inhalar profundamente a través de la nariz, de adaptar sus ojos a la oscuridad. Tenía que aclarar sus pensamientos, dominarse, pensar…
Una puerta rechinó al abrirse. Sharon sintió que caía. Su cabeza chocó con un cenicero abierto. Sus codos y sus tobillos recibieron el impacto del golpe cuando cayó en el suelo húmedo y maloliente. Se hallaban en la parte trasera de un automóvil.
Oyó unas pisadas que se alejaban haciendo crujir el hielo. El hombre regresaba a casa. ¡Neil! ¡Qué iría a hacerle a Neil! Trató frenéticamente de liberar sus manos. Una punzada de dolor le recorrió los brazos. La tosca cuerda se clavaba en sus muñecas. Recordó cómo el extraño había mirado a Neil, cómo había quitado el seguro del arma…
Pasaron varios minutos. «¡Oh, Dios, por favor!», pensó. El ruido de una puerta. Unas pisadas que se acercaban al coche. La portezuela que se abría de golpe. Los ojos de Sharon iban adaptándose a la oscuridad… A través de las sombras adivinó la silueta del desconocido. Llevaba algo. Era la bolsa de lona. «¡Dios mío!». ¡Neil iba dentro de la bolsa! Lo sabía.
El hombre se inclinó hacia el interior del coche, depositó la bolsa sobre el asiento delantero y la dejó caer después al suelo. Sharon oyó el golpe seco. Haría daño al niño. Le haría daño. Una portezuela se cerró. Unas pisadas sonaron en torno al coche. Ahora se abría la puerta correspondiente al asiento del conductor. Una sombra. Una respiración agitada. El desconocido la miraba.
Sharon sintió caer algo sobre ella, una tela áspera que le raspaba la mejilla. Una manta o un abrigo. Movió la cabeza tratando de liberarse de aquel olor a sudor seco que la asfixiaba.
El motor se puso en marcha. El automóvil empezó a moverse.
«Concéntrate en la dirección que sigue. Recuerda todos los detalles. Luego la policía querrá saberlo». El coche doblaba a la izquierda para enfilar la calle. Hacía frío, un frío intenso. Sharon comenzó a temblar y el movimiento de sus miembros tensó aun más los nudos de sus ligaduras. Las cuerdas se hincaban en sus piernas, sus brazos, sus muñecas… Todo su cuerpo profirió una protesta. «¡Deja de moverte! ¡Calma! ¡Tranquilízate! No te dejes dominar por el pánico».
Nieve. Si seguía nevando durante unas horas, el coche dejaría huellas. Pero no. Era más bien aguanieve. La oía chocar violentamente contra los cristales de las ventanillas. ¿Adónde irían?
La mordaza. La ahogaba. «Calma, Neil». ¿Cómo podría respirar dentro de esa bolsa? Se asfixiaría.
El coche fue adquiriendo velocidad. ¿Adónde les llevaba?