La junta que se celebraba en la sala de conferencias de la revista Events se prolongó hasta las siete y media. La discusión se centró principalmente en el informe Nielson que acababa de salir a la luz y que había resultado extremadamente favorable. Dos de cada tres de los encuestados, todos ellos con estudios universitarios y entre los veinticinco y los cuarenta años de edad, habían afirmado preferir Events a Time y Newsweek. La tirada de la revista había aumentado además un quince por ciento con respecto al año anterior y la nueva campaña publicitaria regional daba resultados positivos.
Al final de la reunión, Bradley Robertson, presidente del consejo, se puso en pie y habló.
—Creo que todos debemos enorgullecemos de estas estadísticas. Hemos trabajado mucho durante tres años, pero hemos conseguido lo que nos proponíamos. No es fácil lanzar una nueva publicación en estos tiempos y yo, a título personal, quiero afirmar que el talento creador de Steve Peterson ha constituido un factor decisivo en nuestro éxito.
Una vez acabada la junta, Steve bajó con Robertson en el ascensor.
—Gracias otra vez, Brad —dijo—. Has estado muy generoso.
El anciano se encogió de hombros.
—Sólo he sido sincero. Lo hemos conseguido, Steve. En poco tiempo hemos logrado un beneficio razonable. Y el éxito no puede llegar más oportunamente. Sé que no te ha sido fácil.
Steve sonrió sombríamente.
—No lo ha sido, no.
Llegaron al vestíbulo y la puerta del ascensor se abrió automáticamente.
—Buenas noches, Brad. Tengo que darme prisa. Quiero tomar el tren de las siete y media.
—Espera un momento, Steve. Te vi en el programa Today esta mañana.
—Sí.
—Creo que has estado estupendo. Y también Sharon. Personalmente estoy de acuerdo con ella.
—No eres el único.
—Me gusta esa chica, Steve. No hay muchas tan inteligentes como ella… Y es guapa. Tiene clase.
—Ya.
—Steve, sé cuánto has sufrido durante los dos últimos años. No quiero meterme en tus asuntos, pero Sharon sería ideal para ti… y para Neil. No dejes que vuestras opiniones, por importantes que sean, os separen.
—Espero que no sea así —respondió Steve precipitadamente—. Al menos ahora podré ofrecerle a Sharon algo más que una situación económica difícil y una familia ya constituida.
—Para ella sería también una inmensa suerte teneros a ti y Neil. Ven, tengo el coche fuera. Te dejaré en Grand Central.
—¡Estupendo! Sharon está en casa esta noche y no quiero perder el tren.
El automóvil de Bradley esperaba a la puerta. El chófer maniobró hábilmente entre el complicado tráfico de la ciudad. Steve se arrellanó en su asiento y suspiró.
—Se te nota cansado, Steve. La ejecución de Thompson te está afectando mucho…
Steve se encogió de hombros.
—Es cierto. Naturalmente me trae muchos recuerdos. Todos los periódicos de Connecticut han sacado a colación la muerte de Nina. Sé que los niños deben hablar de eso en el colegio y me preocupa lo que pueda oír Neil. Lo siento infinitamente por la madre de Thompson… y por él también.
—¿Por qué no te llevas fuera unos días a Neil hasta que pase todo?
Steve meditó.
—Quizá lo haga. No es mala idea.
El automóvil se aproximaba a la estación, a la entrada de la avenida Vanderbilt. Bradley Robertson meneó la cabeza melancólicamente.
—Eres demasiado joven para recordar, Steve, pero en los años treinta Grand Central era el nudo de comunicaciones más importante del país. Había hasta un serial de radio… —Entornó los ojos—. «La estación de Grand Central, encrucijada de un millón de vidas», creo que ése era el subtítulo. Steve rió.
—Y de pronto llegó la edad del jet. —Abrió la puerta—. Gracias por acercarme.
Sacando del bolsillo su carnet de abonado, entró apresuradamente en la terminal. Tenía cinco minutos antes de que saliera el tren y decidió llamar a Sharon para decirle que, definitivamente, tomaba el tren de las siete y media.
Se encogió de hombros. «No te engañes —pensó—. Lo que quieres es hablar con ella, asegurarte de que no ha cambiado de idea y de que está en tu casa».
Entró en una cabina de teléfono. No tenía monedas suficientes e hizo la llamada a cobro revertido.
El teléfono sonó una vez… dos veces… tres veces…
—No contestan —dijo la telefonista.
—Tiene que haber alguien. Insista, señorita, por favor.
—Bien, señor.
A la quinta llamada, la telefonista intervino de nuevo.
—Siguen sin contestar. ¿Quiere volver a llamar más tarde, por favor?
—Señorita, ¿puede ver si se ha equivocado de número? ¿Está segura de que llama al 203-565-1313?
—Volveré a marcar.
Steve contemplaba ausente el auricular que sostenía. ¿Dónde podían estar? Si no había ido Sharon, ¿podía ser que los Lufts hubieran llevado a Neil a casa de sus amigos, los Perry?
No. Sharon le habría llamado si en el último momento hubiera decidido no ir a su casa.
¿Y si Neil había tenido un ataque de asma? Temió que hubieran tenido que llevarle precipitadamente al hospital…
No era una posibilidad nada descabellada teniendo en cuenta que en el colegio habría oído hablar de la ejecución de Thompson.
Últimamente Neil había tenido más pesadillas que de costumbre.
Eran las 19.29. Le quedaba sólo un minuto. Si trataba de llamar al hospital, al médico, o a los Perry, perdería el tren y tendría que esperar más de media hora para el siguiente.
Quizá no funcionaran bien las líneas a causa del tiempo. A veces tardaban en darse cuenta.
Empezó a marcar el número de los Perry, pero de pronto cambió de idea. Colgó el auricular y recorrió la estación a grandes zancadas. Bajó las escaleras que conducían al andén de dos en dos y subió al vagón en el preciso momento en que las puertas se cerraban.
En ese mismo instante un hombre y una mujer pasaban ante la cabina telefónica que él acababa de abandonar. La mujer llevaba un abrigo largo y gastado de color gris oscuro. Cubría su cabeza un pañuelo azulado lleno de manchas. Un hombre la llevaba cogida del brazo. Con la otra mano sujetaba una pesada bolsa de lona color caqui.