7

Por lo general, el recorrido de Manhattan a Carley no llevaba más de una hora, pero a causa del amenazador parte meteorológico de aquel día, muchos de los empleados que vivían en las afueras de la ciudad habían salido del trabajo antes de la hora habitual. Los embotellamientos de tráfico unidos al hielo que cubría la carretera hicieron que Sharon tardara en llegar a casa de Steve casi una hora y veinte minutos. Pero apenas reparó en los obstáculos del camino. Durante todo el trayecto fue ensayando lo que iba a decirle a Steve: «No puede ser. Pensamos de modo distinto… Neil nunca me querrá… Será mejor que no volvamos a vernos…».

La casa de Steve, un edificio blanco estilo colonial con contraventanas pintadas de negro, la deprimió ligeramente. La luz del porche era demasiado fuerte y los arbustos que rodeaban la casa demasiado altos. Sharon sabía que Steve y Nina sólo habían vivido allí unas cuantas semanas cuando sucedió la desgracia.

La muerte de Nina sobrevino antes de que pudieran llevar a cabo las reformas que habían proyectado cuando la compraron.

Aparcó un poco más allá de los escalones que conducían al porche y se preparó de modo inconsciente para el saludo exuberante de la señora Lufts y la frialdad de Neil. Pero sería la ultima vez… Y esta idea la deprimió aún más.

Evidentemente la señora Lufts había observado su llegada desde la ventana. En el momento en que bajaba del coche se abrió la puerta principal.

—¡Señorita Martin, qué alegría verla!

La corpulenta figura de la señora Lufts llenaba el vano de la puerta. Su rostro de rasgos delicados tenía cierta expresión de ardilla, con sus ojos brillantes e inquisitivos. Llevaba un grueso abrigo de lana escocesa en tonos rojos y botas de goma.

—¿Cómo está, señora Lufts?

Sharon entró en el vestíbulo. La señora Lufts tenía la costumbre de colocarse muy cerca de la persona con quien se hallaba de forma que toda relación con ella resultaba siempre asfixiante. En esta ocasión se apartó sólo lo suficiente para que Sharon pudiera pasar al interior de la casa.

—No sabe cuánto le agradezco que haya venido —dijo la señora Lufts—. Déme su capa. Me encantan las capas. Dan un aspecto muy frágil y muy femenino, ¿no le parece?

Sharon dejó en el suelo el maletín y un libro de bolsillo. Se quitó los guantes.

—Supongo que sí. No se me había ocurrido.

Miró al interior del salón.

Neil estaba sentado en la alfombra con las piernas cruzadas. Diseminadas por el suelo se veían varias revistas. En la mano tenía unas tijeras de punta roma. El cabello de color arena, exactamente del mismo tono que el de su padre, le caía sobre la frente dejando al descubierto el cuello fino y vulnerable. Bajo la camisa de franela marrón y blanca se adivinaban sus hombros huesudos y delgados. Su rostro estaba pálido a excepción de unos círculos rojos que rodeaban sus grandes ojos castaño oscuro, húmedos de lágrimas.

—Neil, saluda a Sharon —dijo la señora Lufts.

Neil levantó la mirada.

—Hola, Sharon —dijo en voz baja e insegura.

Parecía tan niño, tan frágil y desolado, que la muchacha tuvo que dominar el impulso de rodearle con sus brazos. Sabía que si lo hacía sólo lograría apartarle aún más de ella.

La señora Lufts chascó la lengua.

—Daría cualquier cosa por saber qué le pasa. Hace unos minutos, de pronto se puso a llorar. No quiere decirme por qué. Nunca se sabe lo que hay dentro de esa cabeza. Bueno, quizá usted o su padre puedan sonsacarle. —Su voz se elevó una octava—: ¡Bill!

Sharon se sobresaltó. El grito resonó en sus tímpanos. Entró apresuradamente en el salón y se detuvo ante Neil.

—¿Qué estás recortando? —le preguntó.

—Unos estúpidos dibujos de animales.

No la miró. Sharon sabía que estaba avergonzado de que le hubiera visto llorando.

—Voy a servirme un jerez y luego te echo una mano. ¿Te apetece una Coca-Cola?

—No. —Dudó y luego, a regañadientes, añadió—: Gracias.

—Sírvase lo que quiera —dijo la señora Lufts—. Está usted en su casa. Ya sabe dónde ponemos todo. He comprado la lista que me dejó el señor Peterson. Carne, cosas para ensalada, espárragos y helado. Lo he puesto todo en el frigorífico. Siento que tengamos que irnos así, con prisas, pero es que queremos cenar antes de ir al cine. ¡Bill!

—¡Ya voy, Dora!

En la voz se adivinaba una nota de queja. Bill Lufts subía las escaleras que conducían del sótano a la cocina.

—Bajé a mirar las ventanas —dijo— para comprobar si estaban bien cerradas. ¿Cómo está, señorita Martin?

—Bien, gracias, señor Lufts.

Era un hombre bajo, de cuello grueso, alrededor de sesenta años de edad, y ojos de un azul acuoso. Unos diminutos vasos capilares, formaban pequeñas manchas rojizas en sus mejillas y en las aletas de su nariz. Sharon recordó la preocupación que sentía Steve por lo mucho que bebía Lufts.

—Bill, date prisa, ¿quieres? —La mujer hablaba con impaciencia—. Sabes que me molesta tener que engullir a toda prisa la cena, y ya vamos con retraso. Ya que sólo me sacas el día de nuestro aniversario, al menos podrías darte un poco de prisa…

—Ya voy, ya voy. —Bill dio un profundo suspiro y se despidió de Sharon con una inclinación de cabeza—. Hasta luego, señorita Martin.

—Que se diviertan. —Sharon les siguió hasta el vestíbulo—. Y feliz aniversario.

—Ponte el sombrero, Bill, o cogerás una pulmonía… ¿Qué ha dicho? ¡Ah! Gracias, señorita Martin. En cuanto me siente y empiece a descansar y comer, notaré que celebramos algo. Ahora, con estas prisas…

—Dora, tú eres la que quiere ver esa película…

—Vamos. Ya he cogido todo. ¡Que lo pasen bien los dos! Neil, enséñale tus notas a la señorita Sharon. Es un niño muy listo. Y muy bueno también, ¿verdad, Neil? Le di la merienda tarde para que pudiera aguantar hasta la cena, pero casi no la ha tocado. Lo que come no mantendría vivo ni a un pájaro. ¡Venga, Bill, vamos!

Al fin se fueron. Una bocanada de aire helado se coló en el vestíbulo antes de que Sharon pudiera cerrar la puerta. Se estremeció. Volvió a la cocina, abrió el frigorífico y sacó una botella de jerez Bristol. Dudó y finalmente cogió una botella de leche. Neil le había dicho que no quería tomar nada, pero de todos modos le prepararía una taza de chocolate caliente.

Mientras esperaba a que se calentara la leche, bebió unos sorbos de jerez y miró en derredor. La señora Lufts hacía lo que podía, pero no era muy buena ama de llaves y en la cocina se respiraba cierto aire de suciedad. En torno al tostador había migas de pan, y el fregadero de la cocina pedía a gritos una buena limpieza… En realidad la casa entera necesitaba un repaso completo.

La parte trasera de la propiedad de Steve daba al canal de Long Island. «Yo talaría todos esos árboles que obstruyen la vista —pensó Sharon—, cerraría el porche de atrás y lo uniría al salón con ventanas del techo al suelo. Derribaría ese tabique y pondría ahí una barra para desayunar…». De pronto interrumpió su pensamiento. No era asunto suyo. Sin embargo, Neil, Steve y la casa tenían un aspecto tan descuidado…

Pero no era a ella a quien correspondía cambiarlo. La idea de que nunca volvería a ver a Steve, de que no volvería a esperar sus llamadas, de que no sentiría más aquellos brazos fuertes, tiernos, en torno a ella, de que no volvería a ver aquella expresión de alegría cuando ella decía algo que le divertía, la embargó de una terrible soledad. «Eso es lo que siente uno cuando tiene que renunciar a alguien», se dijo. ¿Cómo se sentiría ahora la señora Thompson sabiendo que su hijo había de morir pasado mañana?

Se sabía de memoria su teléfono. Le había hecho una entrevista cuando decidió intervenir en el caso de Ronald. Durante su último viaje la había llamado para participarle la noticia de que muchas personalidades habían prometido llamar a la gobernadora Greene para pedirle que conmutara la sentencia, pero no había logrado encontrarla nunca en casa. Probablemente porque estaba ocupada tratando de conseguir que los vecinos del condado de Fairfield firmaran una petición de clemencia.

¡Pobre mujer! Había mostrado tantas esperanzas cuando la visitó por primera vez. Luego, cuando se dio cuenta de que Sharon creía a su hijo culpable, se había alterado tanto…

Pero ¿qué madre podía creer a su hijo capaz de cometer un crimen? Quizá estuviera ahora en casa. Quizá le sirviera de consuelo hablar con alguien que había trabajado tanto por salvar a Ronald.

Sharon redujo la llama que ardía bajo el cazo, se acercó al teléfono y marcó un número. Contestaron al primer timbrazo. Le chocó la serenidad que revelaba la voz de la señora Thompson.

—¿Diga?

—Señora Thompson, soy Sharon Martin. La llamo para decirle cuánto lo siento y para preguntarle si puedo hacer algo por…

—Ya ha hecho bastante, señorita Martin.

La sequedad de la respuesta sorprendió a Sharon.

La señora Thompson continuó:

—Quiero que sepa que si mi hijo muere el miércoles, la considero a usted responsable. Le rogué que no interviniera en esto.

—Señora Thompson, no la entiendo…

—En todos sus artículos usted ha repetido una y otra vez que la culpabilidad de Ronald era evidente, pero que no era ésa la cuestión. Esa es la cuestión precisamente, señorita Martin. —La voz se hizo estridente de pronto—. Ésa es precisamente la cuestión. Muchas personas que conocen a mi hijo, que saben que es incapaz de hacer daño a nadie, trabajaban para conseguir clemencia. Pero usted obligó a la gobernadora a examinar el caso desde un punto de vista que no era el de los méritos de mi hijo… Seguimos intentándolo y no creo que Dios llegue a enviarme un castigo así, pero si mi hijo muere, no respondo de lo que yo pueda hacerle a usted.

La comunicación se cortó.

Perpleja, Sharon se quedó mirando el auricular. ¿Podía creer la señora Thompson que ella…? Sin recuperarse de la sorpresa, colgó.

La leche estaba casi hirviendo. Mecánicamente cogió la caja de Quik que halló en el armario y echó una cucharada bien llena en una taza. Añadió el líquido, revolvió la mezcla y dejó en la pila el cazo lleno de agua para que la leche no se pegara.

Asombrada todavía del ataque de la señora Thompson, echó a andar hacia el salón.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Neil corrió hacia ella antes de que Sharon pudiera impedírselo.

—Debe de ser papá —dijo como si de pronto se le quitase un gran peso de encima.

«No quiere estar a solas conmigo», pensó Sharon. Lo oyó descorrer los cerrojos y un escalofrío de alarma recorrió su cuerpo.

—¡Neil, espera un momento! —dijo—. Pregunta antes quién es. Tu padre tiene llave.

Dejó la taza de chocolate y el vaso de jerez sobre una mesa cercana a la chimenea y corrió al vestíbulo.

Neil obedeció. Tenía una mano sobre el pomo de la puerta, pero dudó y preguntó:

—¿Quién es?

—¿Está Bill Lufts en casa? —dijo una voz—. Traigo el generador que encargó para la barca del señor Peterson.

—No es nada —dijo Neil a Sharon—. Sé que el señor Lufts estaba esperándolo.

Hizo girar el pomo y empezaba a abrir la puerta cuando ésta le golpeó con tal fuerza que fue a dar contra la pared. Aterrorizada, Sharon vio cómo un hombre entraba en el vestíbulo y, rápido como el rayo, cerraba la puerta tras él. Neil cayó al suelo jadeando. Corrió instintivamente hacia él. Le ayudó a ponerse en pie y, mientras le sostenía con un brazo, se volvió hacia el intruso.

Dos impresiones distintas quedaron grabadas en su cerebro. Una el brillo de su mirada. La otra, la pistola de cañón largo con que apuntaba a su cabeza.