A las seis menos cinco de la tarde, las pocas personas que animaban las calles de Carley, Connecticut, salían apresuradamente de sus coches y de las tiendas, ajenas a todo lo que no fuera el frío de aquel atardecer inhóspito y nevado.
Nadie reparó en el hombre que se hallaba refugiado entre las sombras en el fondo del aparcamiento del restaurante La Cabaña. Su mirada escrutaba la zona mientras la nieve le azotaba el rostro. Llevaba allí veinte minutos y comenzaban a helársele los pies.
Impaciente, pateó el suelo, y tocó con la punta del pie la bolsa de lona que había junto a él. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo para comprobar si las armas seguían allí. Al notar su contacto asintió satisfecho.
Los Lufts no tardarían en llegar. Habían llamado al restaurante para confirmar la reserva de su mesa. Cenarían a las seis en punto. Luego irían a ver Lo que el viento se llevó. La reponían en el cine de Carley Square, en la acera de enfrente del restaurante. Ahora estaban dando la sesión de las cuatro. Los Lufts irían a la de siete y media.
De pronto se puso tenso. Un automóvil se acercaba y giraba al llegar al aparcamiento. Se ocultó entre los setos. Era el coche de los Lufts. Aparcó junto a la puerta del restaurante. El hombre bajó el primero y rodeó el vehículo para ayudar a su esposa, que no lograba mantener el equilibrio sobre el asfalto resbaladizo. Oponiendo resistencia al viento con sus cuerpos, el paso torpe, la mano de él bajo el brazo de ella, los Lufts se encaminaron hacia la puerta del restaurante.
Sólo cuando desaparecieron de su vista y la puerta se cerró tras ellos, el hombre se agachó para recoger la bolsa de lona. Apresuradamente, caminó en torno del aparcamiento ocultándose tras unos arbustos. Cruzó la calle y avanzó deprisa hacia la parte trasera del cine. En el aparcamiento de éste había unos cincuenta coches. Se dirigió hacia un Chevrolet marrón oscuro, un modelo de hacía unos ocho años, discretamente situado al fondo a la derecha.
Un segundo después había abierto la puerta. Se sentó al volante e hizo girar la llave del encendido. El motor ronroneó suavemente. Con una ligera sonrisa y una última mirada a la zona desierta que le rodeaba, hizo avanzar el coche lentamente. No encendió los faros al salir del aparcamiento y enfilar la calle silenciosa. Cuatro minutos después, el viejo automóvil entraba en la avenida circular que conducía a la casa de Steve Peterson, situada en la calle Driftwood, y aparcaba tras un pequeño Vega rojo.