Hugh iba a la cabeza del grupo que corría hacia el andén de Mount Vernon y bajaba la rampa que conducía a las profundidades de la terminal. Steve corría tras él. Los hombres que transportaban la plancha de metal, pugnaban por mantenerse a su altura.
Se hallaban ya en la rampa cuando oyeron los gritos.
—¡No! ¡No! ¡Steve, ayúdame! ¡Steve!
Hacía veinte años que Peterson había dejado de correr en las pistas, pero sintió resurgir en su interior aquel poder, aquella irrefrenable explosión de energía que sobrevenía con cada carrera. Enloquecido por llegar a tiempo junto a Sharon, se precipitó a la cabeza del grupo adelantando a todos.
—¡Steve!
El grito se interrumpió violentamente.
Una escalera. Se hallaba al pie de una escalera. Voló escalones arriba y abrió la puerta de un empujón.
Su cerebro absorbió la calidad de pesadilla de aquella escena. Un cadáver en el suelo. Sharon, medio sentada medio tendida en el suelo, con las piernas atadas y su cabello ondeando a su espalda, trataba de escapar a la figura que se cernía sobre ella, al hombre cuyos dedos apretaban su garganta.
Steve se lanzó sobre él, embistió aquella espalda arqueada sobre la muchacha. Los dos hombres cayeron sobre Sharon. El catre cedió bajo su peso y los tres cuerpos rodaron por el suelo. Bajo el impacto de la caída los dedos que apretaban la garganta de Sharon, cedieron. Zorro quiso levantarse y logró ponerse en cuclillas. Steve trató también de enderezarse pero tropezó con el cuerpo de Lally. La respiración de Sharon era un jadeo ahogado, torturado.
Hugh entró en la habitación. Acorralado, Zorro retrocedió unos pasos. Su mano tropezó con el picaporte de la puerta del lavabo. Entró en el cubículo de un salto y cerró la puerta tras él. Oyeron cómo corría el pestillo.
—¡Salga de ahí, loco! —gritó Hugh.
Los agentes que transportaban la plancha protectora entraron en el cuarto.
Con cuidado infinito la colocaron en torno a la maleta negra.
Steve se acercó a Sharon. Tenía los ojos cerrados. La cogió entre sus brazos y la cabeza de la muchacha cayó hacia atrás, inerte. Su garganta comenzaba a inflamarse, pero ella estaba viva. Vivía. Apretándola contra sí, se volvió hacia la puerta. Sus ojos tropezaron con los posters, con la fotografía de Nina. Apretó el cuerpo de Sharon con más fuerza.
—Está muerta.
El minutero del reloj se acercaba al número seis.
—¡Fuera todos! —gritó Hugh.
Bajaron corriendo las escaleras.
—¡El túnel! ¡Hacia el túnel!
Dejaron atrás los generadores, las tuberías, los ventiladores, y, siguiendo la vía, se internaron en la oscuridad…
Zorro oyó alejarse las pisadas. Se habían ido. Descorrió el pestillo y abrió la puerta. Al ver la plancha de metal en torno a la maleta comenzó a reír con una carcajada profunda, amarga, entrecortada. Era demasiado tarde para él. Pero también lo sería para ellos. Alargó una mano hacia la plancha de metal e intentó apartarla de la maleta.
Una explosión de luz cegadora y un sonido atronador que le reventó los tímpanos le lanzaron a la eternidad.