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Sharon oyó el sonido de las suelas de goma que bajaban precipitadamente las escaleras. «¡Por favor, Señor, que llegue sano y salvo! ¡Que consiga escapar!».

Los gemidos de la anciana cesaron unos instantes, se oyeron de nuevo y volvieron a apagarse. Cuando los oyó de nuevo, parecían más débiles, como si se extinguieran lentamente.

Con una claridad fría, Sharon recordó que la mujer había dicho querer morir allí. Se inclinó sobre ella y le acarició suavemente el cabello mate. Recorrió con las puntas de los dedos la frente arrugada. La piel de su rostro resultaba fría y húmeda al tacto. Lally se estremeció violentamente. Sus gemidos cesaron.

Sharon supo que la anciana había muerto. Y ella iba a morir también.

—Te quiero, Steve —dijo—. Te quiero.

El rostro de Steve invadió su pensamiento. Sentía una necesidad de él que se traducía en un sufrimiento físico, primitivo, agudo, un sufrimiento que trascendía la agonía del dolor que le producían la pierna y el tobillo. Cerró los ojos.

—Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… En tus manos encomiendo mi espíritu.

Un ruido.

Sus ojos se abrieron. En el vano de la puerta apareció la silueta de Zorro. Una sonrisa hendía su rostro de oreja a oreja. Sus dedos se curvaron a excepción de los pulgares que permanecieron rígidos mientras se inclinaba sobre ella.