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El taxi se detuvo con un chirriar de frenos ante el edificio del News Dispatch en la calle Cuarenta y dos. Sharon rebuscó en el bolso, sacó dos dólares y pagó al taxista.

Había dejado de nevar, pero la temperatura seguía descendiendo y notó la acera resbaladiza.

Se dirigió directamente a la sala de redacción que a aquella hora ardía ya en actividad con los preparativos de la edición de la tarde. En su casillero encontró una nota. El jefe de la sección municipal quería verla inmediatamente.

Inquieta por la urgencia del mensaje, cruzó presurosa la ruidosa oficina. El jefe estaba solo en su despacho, pequeño y desordenado.

—Entre y cierre la puerta. —Le indicó que se sentara con un gesto—. ¿Ha escrito ya su artículo de hoy?

—Sí.

—¿Hace en él un llamamiento al público para que telegrafíen o llamen a la gobernadora Greene con objeto de que conmute la sentencia de Thompson?

—Naturalmente. He estado pensando en cambiar el comienzo. El hecho de que la gobernadora haya dicho que no piensa suspender la ejecución puede resultarnos ventajoso. Es posible que eso impulse a mucha gente a pasar a la acción. Nos quedan cuarenta y ocho horas.

—Olvídese del asunto.

Sharon le miró atónita.

—Pero… Usted me ha animado todo este tiempo.

—He dicho que lo olvide. La gobernadora está decidida a que la ejecución se lleve a término. Ha llamado al propietario del periódico y le ha cantado las cuarenta. Le ha dicho que estamos creando sensacionalismo deliberadamente para aumentar la tirada. Que ella tampoco cree en la pena de muerte, pero que no tiene derecho a anular la decisión del tribunal excepto en el caso de que se presenten nuevas pruebas. Le ha dicho que si queremos comenzar una campaña para reformar la Constitución en este punto, tenemos derecho a hacerlo y ella nos ayudará en todo lo posible, pero que presionarla para que intervenga en un caso concreto daría al público la impresión de que aplica la justicia a su antojo. El viejo acabó de acuerdo con ella.

Sharon notó un nudo en el estómago. Por un instante creyó que iba a vomitar y apretó los labios. El jefe de la sección municipal la miraba con atención.

—¿Se encuentra bien, Sharon? Está muy pálida.

Trató de tragar saliva para que desapareciera el regusto acre que sentía en la boca.

—Sí, estoy bien…

—Puedo hacer que la sustituya alguien en esa reunión de mañana. Le vendría bien tomarse unas vacaciones.

—No se preocupe.

Los magistrados de Massachusetts debatían al día siguiente la abolición de la pena capital en ese estado. Ella quería estar presente.

—Como quiera. Entregue su artículo y váyase a casa. —Luego suavizó la voz—: Lo siento, Sharon. La aprobación de una enmienda constitucional supone muchos años. Y creo que si lográramos que la gobernadora de este estado fuera la primera en conmutar una sentencia, todos los demás gobernadores la imitarían. Pero también entiendo la posición de la señora Greene.

—Comprendo —dijo Sharon—. Sólo se puede protestar del asesinato legalizado en abstracto.

Sin esperar la reacción de su jefe se levantó bruscamente y salió del despacho. Mientras se acercaba a su escritorio, abrió un compartimiento de su bolso y sacó las páginas mecanografiadas que constituían el artículo en que había trabajado la mayor parte de la noche. Rompió las páginas en mitades, luego en cuartos, y finalmente en octavos, y contempló después cómo caían, revoloteando lentamente, sobre la vieja papelera que había junto a su mesa.

Introdujo una hoja en la máquina de escribir y comenzó: «La sociedad se dispone una vez más a ejercer una prerrogativa que vuelve a disfrutar desde hace poco tiempo. El derecho a matar. Hace casi cuatrocientos años, el filósofo Montaigne dijo: “El horror que me inspira que un hombre mate a otro hombre, me hace temer el horror de matarle yo”. Si están de acuerdo en que la pena capital no debería estar permitida por la Constitución…».

Escribió sin descanso durante dos horas tachando párrafos enteros, insertando frases, corrigiendo pasajes… Cuando terminó el artículo, lo pasó a limpio, lo entregó, salió del edificio y paró un taxi.

—Calle Noventa y cinco esquina Central Park West —dijo.

El taxi dobló hacia el norte al llegar a la Avenida de las Américas y enfiló Central Park South. Sharon miró sombríamente los copos de nieve que se posaban sobre la hierba. Si seguía nevando de ese modo, mañana los niños podrían sacar sus trineos.

Hacía sólo un mes había ido con Steve a patinar a Wollmank Rink. Neil iba a acompañarles. Ella había decidido que después de patinar irían los tres al zoológico y que, para terminar el día, cenarían en la Taberna del Prado. Pero en el último momento Neil había pretextado que se encontraba mal y se había quedado en casa. No le caía bien, era evidente.

—Usted dirá, señorita.

—¿Perdón? Oh. —Entraban en la calle Noventa y cinco—. La tercera casa a la derecha.

Vivía en un apartamento de la planta baja de un viejo edificio renovado.

El taxista detuvo el coche ante la puerta. Era un hombre delgado de cabello ligeramente canoso. Se volvió a mirarla y le dijo:

—No hay nada por lo que valga la pena preocuparse tanto, señorita. Está usted muy triste.

Sharon trató de sonreír.

—Creo que es el día.

Miró la cantidad que marcaba el taxímetro, sacó dinero del bolso y entregó al taxista una generosa propina.

Éste se volvió y estiró el brazo para abrirle la puerta.

—¡Menudo tiempo! Si sigue así son muchos los que van a tener problemas esta noche para volver a casa. Parece que empezará a nevar de firme. Hágame caso y no vuelva a salir hoy.

—Tengo que ir a Connecticut dentro de unas horas.

—No la envidio, señorita. Gracias.

Era evidente que Angie, la mujer que iba a limpiar el apartamento, acababa de salir. En el ambiente flotaba un ligero aroma a cera mezclada con limón, la chimenea estaba limpia, las plantas húmedas y recortadas. Como siempre, el apartamento le brindó a Sharon una cálida bienvenida y una sensación de paz. La vieja alfombra oriental que perteneciera a su abuela había ido perdiendo color hasta quedar reducida a suaves tonalidades de rojo y azul. Ella misma había tapizado de este último color el sofá y el sillón que había comprado de segunda mano, una amorosa tarea que le llevó cuatro semanas, pero cuyos resultados la enorgullecían. Los cuadros y las reproducciones que adornaban las paredes y la repisa de la chimenea los había elegido en pequeñas tiendas de antigüedades, en subastas, en viajes al extranjero…

Steve adoraba esa habitación. Siempre notaba hasta el mínimo cambio que se produjera en ella. «Tienes mano para esto de la casa», le había dicho en una ocasión.

Entró en el dormitorio y comenzó a desnudarse. Se duchó, se cambió y se preparó una taza de té. Trataría de dormir un poco. Ni siquiera podía pensar ya con coherencia.

Era cerca del mediodía cuando se acostó. Puso el despertador para las tres y media, pero el sueño tardó en llegar. Ronald Thompson. Habría jurado que la gobernadora acabaría conmutando la sentencia. No cabía duda de que era culpable y el hecho de que insistiera en su inocencia ante el tribunal evidentemente le había perjudicado. Pero, aparte de otro delito cometido a los quince años, tenía buenos antecedentes. Y era tan joven…

Pensó en Steve. Hombres como él eran los que moldeaban la opinión pública. Su reputación de hombre integro y objetivo impulsaba a la gente a escucharle.

¿Quería a Steve?

Sí.

¿Cuánto?

Mucho, muchísimo.

¿Quería casarse con él? Hablarían de ello esa misma noche. Sabía que era por eso que Steve quería que se quedara a pasar la noche en su casa. Por eso y porque deseaba que Neil le tomara cariño. Pero no resultaría. Es imposible forzar una relación de este tipo. Neil se mostraba tan frío con ella… La rechazaba. ¿Era que no le gustaba su personalidad, o habría hecho lo mismo con cualquier mujer que le hubiera robado la atención exclusiva de su padre? No estaba segura.

¿Quería vivir en Carley? Nueva York le gustaba tanto… Pero Steve jamás accedería a que Neil viviera en la ciudad.

Empezaba a triunfar como escritora. Su libro iba ya por la sexta edición. Lo habían publicado en edición de bolsillo. Ninguna editorial especializada en ediciones caras se había interesado por él, pero las críticas y las ventas habían sido mejores de lo previsto.

¿Era el momento apropiado para casarse? ¿Para casarse con un hombre cuyo hijo se resistía a aceptar su presencia?

Steve. Sin darse cuenta se llevó una mano a la cara recordando la sensación de aquella mano grande, tierna, calentando su rostro mientras se despedían esta misma mañana. Se sentían tan desesperadamente atraídos el uno por el otro… Pero ¿cómo podría aprender a tolerar ese aspecto de su personalidad, esa testarudez suya cuando formaba una opinión sobre cualquier asunto?

Al final se durmió. Casi de inmediato comenzó a soñar. Estaba escribiendo un artículo. Tenía que terminarlo. Era fundamental, absolutamente necesario que lo terminase. Pero por mucho que pulsaba las teclas de la máquina de escribir, el papel permanecía en blanco. Luego Steve entraba en la habitación. Arrastraba a un muchacho por el brazo. Ella seguía intentando que las palabras quedaran impresas en el papel. Steve obligaba al niño a sentarse. «Lo siento —le decía—, pero es necesario. Tienes que comprenderlo. Es necesario». Luego, mientras Sharon trataba inútilmente de gritar, Steve ataba al muchacho de pies y manos y movía una clavija.

La despertó el sonido de un grito enronquecido de terror. Era su propia voz:

—¡No, no, no…!