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La noticia de que Zorro había vuelto a llamar alcanzó a Hugh y a Steve en el momento en que el helicóptero volaba sobre el puente de Triborough.

—¿Uno de los principales nudos de comunicación de la ciudad de Nueva York? —dijo Hugh al teléfono—. ¡Dios mío! Eso supone los dos aeropuertos, las dos terminales de autobuses, la estación de Pensilvania y la de Grand Central. Comiencen a evacuarlas inmediatamente.

Steve escuchaba con los hombros encogidos. Sus dedos se trenzaban y destrenzaban nerviosamente. ¡El aeropuerto Kennedy! ¡El de La Guardia! La terminal de autobuses del puerto ocupaba una manzana entera. La otra, la que había junto al puente, probablemente más. «¡Sharon! ¡Neil! ¡Dios mío!». Todo era ya inútil… «Que el zorro haga su nido en el hueco de tu hogar…».

Hugh colgó el teléfono.

—¿No podemos ir más deprisa? —preguntó al piloto.

—Hace mucho viento. Trataré de bajar un poco.

—¡Viento! Justo lo que necesitábamos si es que se produce un incendio cuando estalle el artefacto —murmuró Hugh. Miró a Steve—. Es inútil que finjamos. El asunto tiene mal cariz. Tenemos que suponer que ha cumplido su amenaza de colocar la bomba.

—Y Sharon y Neil están junto a ella. —La voz de Steve temblaba de rabia—. ¿Por dónde va a empezar a buscar?

—Tenemos que arriesgarnos —dijo Hugh—. Intensificaremos la búsqueda en Grand Central. Recuerde que Taggert aparcó el coche en la avenida Vanderbilt y que se alojó en el Biltmore. Se conoce esa estación como la palma de su mano. Y John Owens asegura que el sonido de fondo de la grabación le hace pensar más en trenes de cercanías que en el metro.

—¿Qué hay de Ronald Thompson?

—Si no atrapamos al secuestrador y logramos hacerle confesar, está acabado.

A las once y cinco minutos el helicóptero aterrizaba en el edificio de la Pan Am. Hugh abrió la puerta de un empujón. Un agente de rostro enjuto corrió hacia ellos en el momento en que saltaban al suelo. Blanco de ira con los labios apretados, les informó de la huida de Zorro.

—¿Que ha escapado? —estalló Hugh—. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así? ¿Está seguro de que era él?

—Absolutamente. Tiró la maleta al suelo con el dinero del rescate. Están buscándole ahora por el campo de aterrizaje y por la terminal, pero con la evacuación del aeropuerto la confusión es terrible.

—El dinero del rescate no va a decirnos dónde está la bomba ni puede ayudamos a salvar a Ronald Thompson —exclamó Hugh—. Tenemos que encontrar a Zorro y hacerle confesar.

Zorro había huido. Sin poder dar crédito a sus oídos, Steve absorbió las palabras una a una. Sharon, Neil. «Quiero decirte que me equivoqué… A mamá no le gustaría verme aquí». ¿Sería esa extraña cinta el último contacto que pudiera tener jamás con ellos?

La cinta.

La voz de Nina.

Cogió a Hugh del brazo.

—Esa cinta que ha mandado. Añadió a ella la voz de Nina. Dicen que recogió todo de su taller. ¿No llevaba equipaje? Quizá haya facturado una maleta. Quizá lleve en ella la otra cinta con la voz de Nina, algo que pueda indicarnos dónde se hallan Sharon y Neil.

Hugh se volvió hacia el agente.

—¿Llevaba equipaje?

—Con el billete que tiró al suelo iban los tíquets para recoger dos maletas. Pero el avión despegó hace veintisiete minutos. A nadie se le ocurrió detenerlo. Encontraremos esas maletas cuando llegue a Phoenix.

—¡No basta con eso! —exclamó Hugh—. ¡Santo cielo! ¿Es que no se dan cuenta de que no basta con eso? ¡Hagan volver ese maldito avión! Que todo el personal disponible de La Guardia ayude a descargar los equipajes. Avisen a la torre de control para que mantengan una pista despejada. Y no deje que ningún idiota se le interponga en su camino. ¿Dónde está el teléfono?

—Adentro.

Mientras corría hacia la cabina, Hugh sacó del bolsillo un cuaderno de notas. Rápidamente llamó a la prisión de Sommers y exigió hablar con el director.

—Seguimos tratando de conseguir una prueba decisiva de la inocencia de Thompson. Deje la línea telefónica libre hasta el último segundo.

Después llamó a la oficina de la gobernadora y habló con su secretaria privada.

—Asegúrese de que puedo hablar con la señora Greene en cualquier momento y permanezcan en contacto con nuestros hombres destacados en La Guardia y en la prisión si no quieren correr el riesgo de que el estado de Nueva York pase a la historia por electrocutar a un inocente.

Colgó.

—Vamos —dijo a Steve.

«Diecinueve minutos —se dijo éste mientras bajaban en el ascensor—. Diecinueve minutos».

El vestíbulo del edificio de la Pan Am estaba abarrotado de público procedente de la estación. «Una amenaza de bomba… Dicen que han puesto una…». La palabra «bomba» estaba en los labios de todos.

Steve y Hugh se abrieron paso a empujones.

¿Cómo iban a saber dónde buscar? Steve se asfixiaba de angustia. El día anterior había estado en esa misma estación. Esperó la hora de la partida del tren sentado al mostrador de La Ostrería. ¿Habrían estado Sharon y Neil todo ese tiempo allí, impotentes? Una voz repetía insistente a través de los altavoces: «Abandonen el edificio inmediatamente. Diríjanse a la salida más cercana. No se dejen dominar por el pánico. No se congreguen en las puertas de salida. Abandonen el edificio. Abandonen el edificio…».

En la cabina de información del nivel superior de la terminal, con las luces rojas intermitentes encendidas ominosamente, se había improvisado el cuartel general de la policía. Los ingenieros se inclinaban sobre planos y diagramas y daban órdenes rápidas a los equipos de rescate.

—Nos concentramos especialmente en la zona comprendida entre el suelo de esta planta y el techo de la inferior —dijo a Hugh uno de los supervisores de la operación—. Constituye un buen escondite accesible desde todos los andenes. Hemos registrado ya todas las plataformas y hemos abierto los compartimientos de equipajes cuyas llaves guardan los viajeros. Creemos que aun en caso de que hallemos la bomba, será demasiado arriesgado tratar de desactivarla. Los del equipo de explosivos han traído todas las planchas protectoras que han podido conseguir. Las han distribuido entre los distintos destacamentos. Se les atribuye un noventa por ciento de efectividad en lo que concierne a contener la explosión.

Steve recorrió con la mirada la terminal. Los altavoces habían callado y en la gran sala reinaba un silencio sordo, burlón. ¡El reloj! Sus ojos se fijaron en el reloj colocado sobre el mostrador de información. Las manecillas se movían sin descanso… Las once y doce… Las once y diecisiete… Las once y veinticuatro…

Hubiera querido detener esas manecillas, recorrer por sí mismo todas las salas de espera, todos los andenes, todos los cubículos… Hubiera querido gritar sus nombres… ¡Sharon! ¡Neil!

Volvió la cabeza angustiado. Tenía que hacer algo, buscar por sí mismo. Su mirada recayó en un hombre alto, huesudo, que entraba por la puerta de la calle Cuarenta y dos, atravesaba corriendo la sala, y bajaba los escalones que conducían al nivel inferior a toda velocidad. Reconoció en él algo familiar. ¿Sería uno de los agentes? ¿De qué podría servir ya?

Una voz sonó a través de los altavoces. «Son las once y veintisiete. Todos los equipos de rescate diríjanse a la salida más próxima. Abandonen inmediatamente la terminal. Repito. Abandonen la terminal».

—¡No! —Steve asió los hombros de Hugh y le obligó a volverse hacia él—. ¡No!

—Señor Peterson, recapacite. Si estalla la bomba moriremos todos. Aun en el caso de que Sharon y Neil estén efectivamente aquí, ya no podemos ayudarles.

—Yo no me voy —dijo Steve.

Hugh le cogió de un brazo. Y un policía del otro.

—Señor Peterson, sea razonable. Puede que no haya tal explosión.

Steve luchó por liberarse.

—¡Suéltenme, maldita sea! —gritó—. ¡Suéltenme!