Zorro avanzó lentamente hacia la zona de espera situada junto a la puerta de salida 9, hacia la rampa que conducía al avión. Un presentimiento de peligro tan concreto como un timbre de alarma tensaba todo su sistema nervioso. Sus ojos se movían inquietos mirando en torno. Los pasajeros del avión ignoraron su presencia, ocupados en sacar de sus bolsillos las tarjetas de embarque mientras pasaban de una mano a la otra maletines, bolsas, carteras y libros.
Miró la tarjeta de embarque que sobresalía del sobre que le habían entregado en el mostrador de la compañía. En la otra mano sujetaba firmemente el asa de su maleta negra.
¡Un ruido! De pronto lo oyó. El sonido de unos pies que corrían. ¡La policía! Soltó el billete y salvó de un salto la pequeña barra giratoria que separaba la zona de espera del corredor. Dos hombres corrían por el pasillo hacia él. Desesperado, miró en torno suyo y vio a unos quince metros de distancia una salida de emergencia. Debía dar al campo de aterrizaje.
La maleta. No podía correr con ella. Tras un segundo de vacilación, la arrojó tras de sí. Chocó contra el suelo de mármol, se deslizó unos centímetros y se abrió. Los billetes quedaron diseminados por el corredor.
—¡Deténgase o disparamos! —gritó una voz—. ¡Policía!
Zorro abrió de un empujón la puerta de emergencia poniendo en funcionamiento un timbre de alarma. Cerró tras él y echó a correr. El avión con destino a Phoenix se interponía en su camino. Corrió en torno a él. Una camioneta del aeropuerto se hallaba cerca del ala izquierda del aparato con el motor en marcha. El conductor subía a ella en ese preciso momento. Le agarró por detrás y le propinó un puñetazo en el cuello. El hombre gimió y cayó al suelo. Le hizo a un lado y saltó al interior del vehículo. Apretó el acelerador a fondo y zigzagueó en torno al avión. No se atreverían a disparar con el aparato por medio.
La policía le seguiría dentro de unos instantes. O enviarían coches desde un punto más avanzado para cortarle el paso. Era arriesgado bajar de la camioneta y aún más permanecer en ella. Las pistas de despegue y aterrizaje o acababan en vallas o iban a morir al canal. Si seguía una de ellas le atraparían con toda seguridad.
Buscaban a un hombre que conducía una camioneta de servicio de las líneas aéreas. A nadie se le ocurriría registrar la terminal. Vio una camioneta idéntica a la que conducía cerca de un hangar, maniobró hasta llegar junto a ella y se detuvo. En el asiento contiguo había un grueso cuaderno abierto. Echó un rápido vistazo. Contenía anotaciones relativas al abastecimiento del aeropuerto. Lo cogió y bajó de la camioneta. En ese momento se abría una puerta con un letrero de «Sólo personal autorizado». Inclinó la cabeza sobre el cuaderno y llegó a la puerta antes de que ésta se cerrara. Una mujer joven vestida con el uniforme de azafata de tierra miró el cuaderno que llevaba entre las manos y le cedió el paso.
Caminó con paso autoritario, presuroso. Atravesó un corto pasillo flanqueado por pequeños despachos, y segundos después se hallaba en la zona de espera de viajeros. Los policías del aeropuerto corrían hacia el campo, pasaban junto a él rozándole. Haciendo caso omiso de ellos, atravesó la terminal, llegó a la acera y llamó a un taxi.
—¿Adónde? —preguntó el taxista.
—A Grand Central. —Sacó del bolsillo un billete de veinte dólares, el último que le quedaba—. Vaya lo más deprisa que pueda. Han cancelado mi vuelo y tengo que coger un tren antes de las once y media.
El taxista no tendría más de veintidós años.
—Pide mucho, jefe, pero llegaremos. Las carreteras están bastante bien y no hay mucho tráfico. —Pisó el acelerador—. Agárrese.
Zorro se apoyó en el respaldo del asiento. Un sudor frío le recorría el cuerpo. Sabían quién era. ¿Y si averiguaban sus antecedentes? Alguien podría decir: «Trabajaba en La Ostrería. Fregaba los platos allí». ¿Y si recordaban la existencia del cuarto?
La bomba estaba conectada al reloj. Eso significaba que si alguien entraba en el cuarto, tendrían tiempo de salvar a Sharon y a Neil, quizá hasta tuvieran tiempo de desactivar el artefacto. No, probablemente estallaría cuando alguien lo tocara. Era extremadamente sensible. Pero ¿de qué serviría la explosión si Sharon y Neil se salvaban?
No debió hacer esa última llamada. Era culpa de Sharon. Debía haberla estrangulado el día anterior. Recordó la sensación que experimentó cuando sus manos apretaron su cuello buscando el suave latido de su garganta. A ninguna de las otras las había tocado con las manos. Las había estrangulado con pañuelos o cinturones. Pero a ella… El deseo de volver a apretar esa garganta le quemaba en las manos. Ella lo había estropeado todo. Le había engañado fingiendo estar enamorada de él. No había más que ver cómo le había mirado aun desde la pantalla de la televisión, como si le deseara, como si quisiera que la llevara con él. Luego, el día anterior le había rodeado con sus brazos para quitarle la pistola. No era buena. Era la peor de todas, peor que las que andaban por las calles, peor que las matronas de la cárcel de mujeres, peor que ninguna. Todas le habían rechazado cuando él trataba de besarlas. «¡Basta! ¡Déjame!».
No debía haber llevado a Sharon a aquella habitación. Si sólo hubiera secuestrado al niño, nada de esto habría sucedido. Ella le había obligado a secuestrarla y ahora él se había quedado sin el dinero y la policía sabía quién era y tendría que ocultarse en alguna parte.
Pero antes tenía que matarla. Probablemente estarían evacuando ya las terminales y los aeropuertos. Probablemente no pensarían en aquella habitación, no les daría tiempo. La explosión sería una muerte demasiado buena para ella. Quería que levantara la mirada y le viera y sintiera sus manos en torno a su garganta. Quería ver cómo moría. Quería hablarle, decirle lo que iba a hacer, oírle suplicar. Sólo entonces cerraría sus manos alrededor de su cuello.
Tragó saliva para aliviar la sequedad de su garganta, el estremecimiento de éxtasis que precipitaba el sudor.
Sólo necesitaba cuatro o cinco minutos en el interior de la estación. Con llegar a la habitación a las once y veintisiete tendría bastante. Luego escaparía por el túnel que conducía a Park Avenue.
Aun sin ayuda del magnetófono recordaría perfectamente la voz de Sharon. Quería recordarla. Se dormiría cada noche escuchando cómo sonaba su voz en el momento de morir.
Al niño le dejaría allí. Que la explosión lo matara, a él y a todos esos malditos policías y a los que no supieran escapar a tiempo de la terminal. Nadie sabía lo que iba a ocurrir.
En ese momento entraban en el túnel que conducía al centro de la ciudad. Ese chico sabía lo que se hacía con el volante. Eran sólo las once menos diez. Otros diez o quince minutos más y estarían en la calle Cuarenta y dos. Tenía tiempo de sobra. Tiempo de sobra para ocuparse de Sharon.
Habían recorrido ya la mitad del túnel cuando el taxi se detuvo bruscamente. Zorro salió de sus meditaciones.
—¿Qué pasa?
El taxista se encogió de hombros.
—Lo siento, señor, pero hay un camión parado ahí delante. Parece que se le ha caído parte de la carga. Ha bloqueado las dos direcciones pero no tardará en arrancar. No se preocupe, llegará al tren.
Esperó frenético de impaciencia. Deseaba matar a Sharon. Las manos le ardían como si estuvieran al rojo. Pensó en bajarse y caminar el resto de trayecto, pero rechazó la idea. La policía le detendría sin la menor duda.
Eran las once y diecisiete cuando salieron lentamente del túnel y doblaron hacia el norte. En la calle Cuarenta el tráfico estaba detenido. El conductor silbó.
—¡Vaya lío que hay ahí! Trataré de doblar hacia el este.
En la Tercera Avenida el taxi se detuvo en seco. Automóviles parados bloqueaban los cruces. Las bocinas sonaban airadas. Los peatones caminaban en dirección al este tratando de abrirse paso entre los coches.
—No se qué pasa. Parece que a partir de aquí han cerrado las calles al tráfico. Espere, pondré la radio. Quizá sea una de esas amenazas de bomba.
Probablemente estaban evacuando la estación. Zorro arrojó el billete de veinte dólares al taxista, abrió la puerta y salió del taxi.
Al llegar a la calle Cuarenta y dos los vio. Policías por todas partes. La calle cerrada al tráfico. Se abrió camino empujando a diestra y siniestra. ¡La bomba! ¡La bomba! Se detuvo. La gente comentaba que habían puesto una bomba en la estación. ¿Habrían encontrado a Sharon y al niño? La idea le nubló la vista con una furia negra. Se abrió camino con los hombros empujando a derecha e izquierda.
—¡Atrás, amigo! No puede pasar —le dijo un policía joven cuando trataba de cruzar la Tercera Avenida.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Estamos a la espera. Parece que ha habido una amenaza de bomba. Tenemos que tomar precauciones.
¡Una amenaza! Se refería a la llamada que había hecho al sacerdote. Eso significaba que aún no habían encontrado la bomba. Tenía tiempo. Se sintió eufórico interiormente. Sus dedos y las palmas de las manos le hormigueaban como sucedía cada vez que se acercaba a una muchacha sabiendo que ya nada podría detenerle. Habló al policía con voz suave y expresión preocupada.
—Soy cirujano. Me han llamado para que me una al equipo de emergencia médica. Pueden necesitarme.
Corrió calle Cuarenta y dos arriba con cuidado de mantenerse cerca de los edificios. El próximo policía que le parase podría ser lo bastante inteligente para pedirle documentación. De los edificios y las tiendas salía una riada humana empujada por la insistencia de los altavoces de la policía.
—¡Dense prisa pero conserven la calma! ¡Vayan en dirección a la Tercera o la Quinta Avenida! Si cooperan, no les ocurrirá nada.
Eran exactamente las once y veintiséis cuando abriéndose camino entre la muchedumbre confusa y asustada llegó a la puerta principal de la estación. Las puertas estaban abiertas de par en par para facilitar el éxodo. Un policía veterano estaba de guardia al extremo izquierdo de la puerta. Trató de deslizarse al interior sin ser visto.
—¡Eh, oiga! ¡No se puede entrar ahí!
—Soy ingeniero de la estación —dijo sin perder la serenidad—. Me han avisado para que viniera.
—Demasiado tarde. El equipo de rescate está ya dentro.
—Pues a mí me han llamado.
—Haga lo que quiera.
El policía le soltó el brazo que hasta entonces había sujetado.
Los periódicos de la mañana se apilaban en el quiosco que había poco más allá de la puerta. Vio el titular de enormes letras negras. «Secuestro». Hablaban de él. El sólo lo había hecho. Zorro.
Pasó corriendo junto al quiosco y miró hacia la gran sala principal de la estación. Policías de expresión sombría tocados con cascos registraban mostradores y cabinas. Probablemente había docenas de ellos diseminados por la estación. Pero él había sido más listo. Más que todos ellos.
Cerca del mostrador de información había apiñado un pequeño grupo de hombres. El más alto, uno de hombros anchos y cabellos de color arena, meneaba la cabeza con las manos metidas en los bolsillos. ¡Steve Peterson! ¡Era Steve Peterson! Conteniendo el aliento atravesó corriendo el piso principal y se dirigió con la velocidad de una flecha hacia las escaleras que conducían al nivel inferior.
Sólo necesitaba dos minutos más. Los dedos le latían y le quemaban. Los flexionó mientras bajaba las escaleras. Sólo mantuvo rígidos los pulgares conforme corría, sin que nadie se interpusiera en su camino, a través de la terminal inferior y desaparecía por las escaleras que descendían al andén de Mount Vernon y al cuarto que se abría más allá de la boca del túnel.