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Marian trató de hablar a pesar del temblor. Pero no pudo sobreponerse a la sequedad de su boca, al nudo que sentía en la garganta. La lengua le pesaba. El té le había abrasado la mano. Le dolía el dedo anular desde que el señor Peterson le había arrancado el anillo con violencia.

Todos la miraban como si la odiaran. La presión de la mano del señor Peterson sobre su muñeca aumentó.

—¿De dónde ha sacado usted ese anillo? —gritaba él de nuevo.

—Lo he… lo he encontrado. Su voz sonó temblorosa y finalmente se quebró.

—¿Se lo ha encontrado, eh? —Hugh apartó a Steve de un empujón. Su voz vibraba de desprecio—. ¡Lo ha encontrado!

—¿Dónde?

—En mi coche.

Hugh soltó un gruñido y miró a Steve:

—¿Está seguro de que es ésta la sortija que le regaló usted a Sharon Martin?

—Absolutamente. La compré en un pueblecito de México. No las hacen en serie. Mire. —Se lo arrojó a Hugh—. Pase el dedo por el aro y notará una pequeña muesca a la izquierda.

Hugh hizo lo que Steve le decía. La expresión de su rostro se endureció.

—¿Dónde está su abrigo, señora Vogler? Acompáñenos. Tenemos que interrogarla. —A continuación le dirigió las palabras de rigor—. No está obligada a responder a nuestras preguntas. Lo que diga podrá ser utilizado en contra suya. Tiene derecho a llamar a su abogado. Vámonos.

—¡Maldita sea! —exclamó Steve. ¡No le diga que no conteste! ¿Se ha vuelto loco? Tiene que responder a sus preguntas.

Glenda se había quedado inmóvil, como si fuera de piedra. Miraba a Marian con expresión de profundo disgusto mezclado con autentica ira.

—Usted me habló de Arty esta mañana —le dijo acusadoramente—. Me contó que les había arreglado el coche. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Cómo puede una mujer como usted, madre de varios hijos, haber colaborado con esto?

Hugh se volvió en redondo.

—¿Le habló de Arty?

—Sí.

—¿Dónde está? —exclamó Steve—. ¿Dónde los tiene escondidos? ¡Ahora recuerdo! La primera vez que la vi me habló de Neil.

—¡Steve! Calma.

Roger le cogió del brazo.

Marian pensó que iba a desmayarse. Se había apropiado de una sortija que no era suya y ahora todos creían que tenía algo que ver con el secuestro. ¿Cómo iba a poder convencerles de que la creyeran? Estaba mareada y se le nublaba la vista. Les diría que llamaran a Jim. Tenían que llamar a Jim. Él la ayudaría. Vendría y explicaría que les habían robado el coche y que ella había encontrado el anillo en el asiento. Tendrían que creerla. El cuarto entero comenzó a girar. Se agarró a la mesa.

Steve corrió hacia ella y evitó que cayera al suelo, cogiéndola entre sus brazos. A través de las nubes que se cernían sobre sus ojos, Marian le miró y adivinó la agonía que sufría aquel hombre. La piedad que sintió por él la tranquilizó. Se aferró a su brazo en busca de apoyo y luchó por sobreponerse al mareo.

—Señor Peterson. —Ahora podía hablar. Tenía que hablar—. Yo no sería capaz de hacer daño a nadie. Quiero ayudarle. Encontré la sortija en nuestro coche. Nos lo robaron el lunes por la noche. Arty acababa de arreglárnoslo.

Steve miró hacia abajo, hacia aquel rostro asustado, hacia aquellos ojos llenos de franqueza. Y de pronto le alcanzó plenamente el impacto de lo que acababa de oír.

—¿Se lo robaron? ¿Les robaron el coche el lunes por la noche?

«¡Dios mío! —pensó—. ¿Habrá aún alguna posibilidad de encontrarles?».

Hugh intervino:

—Deje que me ocupe de esto, Peterson. —Acercó una silla y ayudó a Marian a sentarse en ella—. Señora Vogler, si dice la verdad tiene que ayudarnos. ¿Hasta qué punto puede decir que conoce usted a Arty?

—No sé mucho de él. Es un excelente mecánico. Nos entregó el automóvil el domingo. El lunes fui al cine, a la sesión de las cuatro, al que está en la plaza Carley. Dejé el coche en el aparcamiento y cuando salí, antes de las siete y media, había desaparecido.

—Así que Arty sabía que estaba en perfectas condiciones —dijo Hugh—. ¿Es posible que supiera también que usted pensaba ir al cine?

—Puede ser. —Marian frunció el entrecejo—. Sí, ahora recuerdo. Hablamos de eso mi marido y yo en su taller mientras nos llenaba el depósito del coche con gasolina. Nos dijo que era un regalo que nos hacía porque habíamos gastado tanto dinero en el arreglo.

Glenda habló con un murmullo.

—Recuerdo que le dije que el automóvil era ancho y oscuro.

—Señora Vogler —dijo Hugh—. Lo que voy a preguntarle es muy importante. ¿Dónde encontraron su coche?

—En Nueva York. Se lo llevó la grúa de la policía. Estaba aparcado en zona prohibida.

—¿Dónde? ¿Sabe usted dónde lo encontraron exactamente?

Marian trató de recordar.

—Cerca de algún hotel, no sé más.

—Trate de recordar, señora Vogler. ¿Qué hotel? Puede ahorrarnos mucho tiempo.

Marian negó con la cabeza.

—No lo sé.

—¿Lo recordará su esposo?

—Sí, pero está haciendo un trabajo no sé dónde. Tendrán que llamar a la fábrica a ver si allí pueden localizarle.

—¿Cuál es la matrícula de su automóvil, señora Vogler?

Marian se lo dijo. «¿Qué hotel?», se preguntó. Jim había hecho un comentario sobre la calle en que habían encontrado el coche. ¿Por qué? Llevaría mucho tiempo localizar a Jim, investigar en los archivos del departamento de tráfico… Tenía que hacer memoria. Su marido había dicho más o menos que habían encontrado el coche en una calle con un nombre muy fácil. No. Lo que había dicho era que la calle llevaba el nombre de una familia a la que la vida le había resultado siempre fácil.

—¡Vanderbilt! ¡La avenida Vanderbilt! —exclamó—. ¡Eso es! Mi marido me dijo que habían encontrado el coche aparcado en la avenida Vanderbilt, delante de un hotel. ¡El Biltmore!

Hugh telefoneó a la central del FBI en Nueva York. Dio una serie de órdenes concisas y rápidas.

—Vuelva a llamarme enseguida.

Colgó.

—Hemos enviado un agente al Biltmore con la fotografía que tomaron al fichar a Taggert —dijo—. Ojalá que aún se parezca y ojalá que allí puedan decirnos algo.

Esperaron. El ambiente era de enorme tensión. «¡Por favor! —suplicó Steve—. ¡Por favor, Señor!».

Sonó el teléfono. Hugh descolgó el auricular.

—¿Diga? —Escuchó y al momento exclamó—: ¡Santo Cielo! Voy para allá en helicóptero.

Colgó y miró a Steve.

—El empleado de recepción ha identificado al hombre de la fotografía, sin lugar a dudas, como un tal Renard que llegó al hotel el sábado por la noche. Tenía un Volkswagen verde oscuro en el garaje del hotel. Se fue esta mañana.

—Renard es «zorro» en francés —exclamó Glenda.

—Exactamente —dijo Hugh.

—¿Estaba…? —Steve se agarró a la mesa.

—Iba solo. Pero el recepcionista recuerda que ha estado entrando y saliendo a las horas más inesperadas. A veces se iba por muy poco tiempo, lo que nos hace sospechar que tenía ocultos a Sharon y a Neil en algún lugar del centro de la ciudad. Recuerde que John Owens captó ruidos de trenes en la grabación.

—No tenemos tiempo —dijo Steve amargamente—. ¿De que nos sirve saber esto?

—Voy a ir en helicóptero hasta el edificio de la Pan Am. Nos permiten hacer allí un aterrizaje de emergencia. Si podemos coger a Taggert a tiempo, le obligaremos a confesar. Si no, lo mejor será centrar la búsqueda en la zona del Biltmore. ¿Quiere venir?

Steve no se molestó en contestar. Corrió hacia la puerta.

Glenda miró el reloj.

—Son las diez y media —musitó.