En la prisión estatal de Sommers, Kate Thompson se despedía de su hijo con un beso. Contempló sin ver el redondel que se abría a modo de tonsura, entre sus cabellos, y las rajas abiertas a ambos lados de los pantalones.
Sin derramar una lágrima, se dejó abrazar por aquellos brazos jóvenes y fuertes. Luego le obligó a inclinar su rostro hacia ella.
—Sé valiente, hijo mío.
Sí. Bob iba a quedarse hasta el final. Ella sabía que todo sería más fácil si se iba ahora…, más fácil para su hijo.
Salió de la prisión y echó a andar a lo largo del camino, barrido por el viento, que conducía a la ciudad. Un coche de la policía se detuvo junto a ella.
—Permítanos llevarla, señora.
—Gracias.
Subió al automóvil con dignidad.
—¿Quiere que la dejemos en el hotel, señora Thompson?
—No. Déjenme en la iglesia de San Bernardo, por favor.
Las misas de la mañana habían terminado. La iglesia estaba desierta. Se arrodilló ante la estatua de la Virgen.
—Acompáñale en sus últimos momentos. Líbrame de este rencor que invade mi espíritu. Tú que renunciaste a tu Hijo inocente, ayúdame ahora a renunciar al mío…