«Han muerto», pensó Steve. Cuando uno está condenado es como si estuviera muerto. Esa misma tarde, la madre de Ronald reclamaría el cuerpo de su hijo. Y esa misma tarde, los empleados de la funeraria Sheridan acudirían al lugar de la explosión a recoger los restos de Sharon y del niño.
En algún lugar del estado de Nueva York, entre los escombros…
Estaba de pie junto a la ventana. Fuera esperaban un grupo de periodistas y las cámaras de televisión.
—Las noticias vuelan —dijo—. A los buitres de la prensa les gustan este tipo de sucesos.
Bradley acababa de llamarle.
—Steve, ¿qué puedo hacer?
—Nada, nada. Sólo avisarme si por casualidad te tropiezas con un Volkswagen verde oscuro y un hombre de unos treinta y ocho años al volante. Probablemente habrá cambiado la matrícula o sea que ni eso nos serviría de nada. Nos queda una hora y veinte minutos. Sólo una hora y veinte minutos.
—¿Qué han hecho ustedes con respecto a la amenaza de bomba? —preguntó a Hugh.
—Hemos avisado a todas las ciudades importantes del estado para que estén preparados para cualquier emergencia. No podemos hacer más. ¡Una bomba en el estado de Nueva York! ¡En cualquier punto del estado! ¿Sabe usted la superficie a vigilar que representa? Cabe la posibilidad de que se trate de un engaño, señor Peterson. Todo. La amenaza de explosión, la llamada a la funeraria…
«No podemos salvarles. Es demasiado tarde», pensó Steve. Bill y Dora Lufts habían ido a vivir a su casa a raíz de la muerte de Nina. Se habían quedado por hacerle un favor, para cuidar de Neil. Pero el defecto de Bill de hablar demasiado podía ser la causa del secuestro de su hijo y de Sharon. De su muerte. El círculo de la muerte. «¡Por favor, Señor! —se dijo—. ¡Permite que sigan viviendo! ¡Ayúdanos a encontrarles!».
Inquieto, se apartó de la ventana. Hank Lamont acababa de entrar con Bill. Repetían la historia. Steve se la sabía ya de memoria.
—Señor Lufts, usted ha hablado mucho con Arty. Por favor, trate de recordar. ¿Le ha dicho alguna vez que quisiera ir a algún sitio en concreto? ¿Le ha hablado de algún lugar especial, de México, de Alaska…?
Bill negó con la cabeza. Aquella tensión era demasiado para él. Sabía que sospechaban que Arty había secuestrado a Neil y Sharon. Arty… Un buen muchacho, un buen mecánico. Hacía sólo un par de semanas había ido a su taller. Neil le acompañaba. Recordaba exactamente la ocasión porque aquella misma noche, el niño había sufrido un ataque de asma. Trató desesperadamente de recordar lo que había dicho Arty, pero ahora caía en la cuenta de que nunca había hablado mucho, de que sólo parecía interesarse por lo que contaba él.
Hank estaba furioso consigo mismo. Había estado con ese tipo en la taberna El Molino. Le había invitado a una cerveza. Hasta había dicho a la central que no se preocuparan de investigar demasiado sus antecedentes. Lufts tenía que recordar algo. Hugh solía decir que un hombre siempre deja huellas. Él vio a ese hombre salir de la taberna… y no sospechó nada. Frunció el entrecejo. Arty había hecho una broma al despedirse. ¿Qué fue?
Bill hablaba.
—Era un tipo callado, simpático… Como le digo, nunca se metía en nada. A veces hacía alguna pregunta, como si se interesara por uno…
—Un momento —le interrumpió Hank.
—¿Qué pasa? —Hugh se volvió hacia el agente—. ¿Te acuerdas de algo?
—Quizá. Cuando Arty se fue con los otros, alguien le dijo algo de que iba a marcharse a Rhode Island sin ver a Bill.
—Ya. Y naturalmente ése se va a Rhode Island como yo a Sebastopol.
—A eso me refiero. Dijo algo más. Ese ejecutivo de la agencia de publicidad. Allan Kroeger, hizo una broma luego. Mencionó el desierto pintado, eso es.
—¿Qué dijo? —preguntó Hugh.
—Cuando le dijeron «Lástima que no puedas despedirte de Bill Lufts», Arty respondió: «Rhode Island no es Arizona». ¿Pudo ser un desliz?
—Pronto lo sabremos.
Hugh corrió al teléfono.
Roger entró en la habitación, puso una mano sobre el hombro de Steve y escuchó con él mientras Hugh daba en el teléfono unas cuantas órdenes rápidas que pondrían la enorme maquinaria del FBI sobre esta nueva pista.
Hugh colgó el teléfono.
—Si se dirige a Arizona, le encontraremos, señor Peterson. Eso se lo prometo.
—¿Cuándo?
El rostro de Roger tenía el mismo color ceniciento que aquella sombría mañana.
—Steve, vete de aquí —dijo—. Glenda quiere que vayas a verla. Por favor.
Steve negó con la cabeza.
—Iremos los dos —dijo Hugh vivamente—. Hank, encárgate de lo que pase aquí.
Steve meditó.
—De acuerdo —dijo finalmente. Y juntos se dirigieron hacia la puerta.
—Salgamos por la puerta de atrás y atravesemos el bosque. Así podrás evitar a los chicos de la prensa.
A los labios de Steve asomó una sonrisa.
—De eso se trata precisamente. No quiero huir de ellos.
Abrió la puerta. Los periodistas echaron a correr hacia él haciendo caso omiso de los agentes apostados. Ante su rostro surgieron los micrófonos. Las cámaras de televisión buscaron el ángulo exacto para enmarcar su rostro tenso y fatigado.
—Señor Peterson, ¿ha sabido algo más?
—No.
—¿Cree que el secuestrador cumplirá su amenaza y matará a su hijo y a Sharon Martin?
—Tenemos motivos para creer que es muy capaz de ejercer ese tipo de violencia.
—¿Cree usted que es más que una coincidencia que la explosión vaya a tener lugar en el momento exacto de la ejecución de Ronald Thompson?
—No creo que sea coincidencia. Creo que es muy posible que el secuestrador tenga que ver con la muerte de mi esposa. He tratado de hacérselo ver así a la gobernadora, pero ella se niega a hablar conmigo. Ahora le suplico desde aquí públicamente que suspenda la ejecución de Ronald Thompson. Puede ser inocente. De hecho creo que lo es.
—Señor Peterson, ¿ha cambiado su actitud con respecto a la pena de muerte en vista de la terrible agonía que está pasando? Cuando detengan al secuestrador, ¿querrá verle ejecutado?
Steve apartó los micrófonos unos centímetros.
—Quiero responder a sus preguntas. Por favor, denme oportunidad para hacerlo. —Los periodistas guardaron silencio. Steve miró directamente a las cámaras—. Sí, he cambiado de opinión. Y digo esto con plena conciencia de que muy posiblemente no volveré a ver ni a mi hijo ni a Sharon Martin. Pero aunque capturen al secuestrador demasiado tarde para salvarlos, durante estos dos últimos días he aprendido una cosa. He aprendido que ningún hombre tiene derecho a determinar en qué momento debe morir uno de sus semejantes. Creo que esa decisión es patrimonio exclusivo del Todopoderoso… —Su voz se quebró—. Sólo quiero pedirles que recen para que Neil, Sharon y Ronald Thompson salven sus vidas esta mañana.
Por sus mejillas resbalaban lágrimas.
—Déjenme pasar.
Los periodistas le abrieron camino en silencio. Roger y Hugh corrieron tras él mientras cruzaba apresuradamente la calle.
Glenda esperaba de pie junto a la ventana. Abrió la puerta y recibió a Steve con un abrazo.
—No te contengas, hijo —le susurró—. Llora.
—No puedo dejar que mueran —dijo Steve con voz entrecortada—. No puedo perderlos.
Ella le mantuvo abrazado mientras los sollozos sacudían los anchos hombros masculinos. «Si hubiera podido recordar antes —pensó—. ¡Dios mío! He venido en su ayuda demasiado tarde». Sintió que el cuerpo de Steve se sacudía por más que éste trataba de contener los sollozos.
—Lo siento, Glenda. Tú ya has pasado bastante… Y no estás bien.
—Estoy perfectamente —dijo ella—. Steve, quieras o no vas a tomar una taza de té y una tostada. Hace dos días que no pruebas bocado y no has dormido nada.
Sombríamente pasaron todos al comedor.
—Señor Peterson —dijo Hugh cautelosamente. Recuerde que las fotografías de Sharon y de su hijo van a aparecer en una edición especial matutina que van a lanzar todos los periódicos. Las mostrarán también en la televisión. Puede que alguien haya visto algo.
—¿Cree que quien los tenga en su poder los habrá paseado ante la vista de todos? —preguntó Steve amargamente.
—No, pero es posible que alguien haya visto algo raro, que haya oído alguna de las llamadas telefónicas o un comentario en un bar…
Marian llenó la tetera con agua caliente. La puerta entre la cocina y el comedor estaba abierta y oyó la conversación. ¡Pobre señor Peterson! Ahora comprendía por qué se había comportado de ese modo el día que le conoció. Estaba preocupado a causa de su pequeño y ella había tenido que ir a hablarle de él precisamente. Eso le demostraba que no se debe juzgar a la gente a la ligera. Nunca se sabe lo que llevan dentro.
Quizá cuando tomara una taza y vertió el líquido.
Steve bajó lentamente las manos. Un segundo después la tetera volaba sobre la mesa, el dorado líquido empapaba el contenido del azucarero y corría como un río humeante entre los mantelillos floreados individuales.
Glenda, Roger y Hugh saltaron de sus asientos. Sorprendidos, miraron a Steve, que aferraba los brazos de una Marian horrorizada.
—¿De dónde ha sacado usted ese anillo? —gritaba—. ¿De dónde lo ha sacado?