Sentía sus ropas húmedas, calientes, pegajosas. Sangre. Se desangraba.
Iba a morir. Lally lo sabía. Lo veía claro a través de la lucecita que se extinguía lentamente en su cerebro. La habían asesinado. El hombre que le había robado su cuarto, le había robado también la vida.
El cuarto. Su cuarto. Quería morir allí, quería hallarse en su interior. El hombre no volvería. Tendría miedo. Quizá nadie la encontrara. Su tumba. Aquel cuarto, el único hogar que conociera nunca, sería su sepultura. Dormiría allí para siempre arrullada por el murmullo reconfortante de los trenes. Su mente se iba aclarando, pero le quedaba poco tiempo. Lo sabía. Necesitaba entrar en su cuarto.
Consciente de que sujetaba la llave en el puño derecho, Lally trató de enderezarse. Algo se lo impedía. El cuchillo… Era el cuchillo. Tenía el cuchillo clavado en la espalda. No podía sacárselo. Empezó a arrastrarse.
Tenía que darse la vuelta. Yacía mirando en dirección opuesta a la puerta. No podía volver el cuerpo. El esfuerzo era demasiado para la poca vida que le quedaba. Despacio, centímetro a centímetro, se arrastró hasta quedar de frente hacia la puerta. Unos seis metros la separaban del primer peldaño de la escalera. ¿Podría? Lally sacudió la cabeza tratando de disipar la oscuridad que la rodeaba. Notaba que la sangre chorreaba de su boca. Trató de aclararse la garganta.
La mano derecha… Cuidado, no sueltes la llave… La mano izquierda adelante… La rodilla derecha, arrástrala… La rodilla izquierda… La mano derecha… Lo conseguiría. De algún modo lograría subir esas escaleras.
Se veía abriendo la puerta, cerrándola, arrastrándose al interior del cuarto, subiendo al catre, tendiéndose en él, cerrando los ojos… esperando…
Ya en su habitación, la muerte vendría a visitarla como una amiga. Una amiga de manos frescas y suaves.