Se dirigía a su cuarto. Olendorf estaba de permiso y el otro vigilante no se preocupaba de ella. Lally no había podido dormir en toda la noche. Estaba enferma. Esa artritis era una tortura, pero había algo más. Algo que le carcomía. Lo sabía. Necesitaba entrar en su cuarto, tenderse en su catre, cerrar los ojos…
Tenía que hacerlo.
Bajó al andén de Mount Vernon entre los pasajeros que iban a tomar el tren de las ocho cuarenta, y se escurrió rampa abajo. Llevaba en la bolsa unos periódicos que le servirían de abrigo. No se detuvo a tomar un café. No tenía hambre. Sólo quería llegar a su cuarto.
No le importaba que el hombre estuviera allí. Se arriesgaría. El sonido reconfortante de los generadores le dio la bienvenida. El túnel estaba tan sombrío como siempre. Allí se sentía a gusto. Las suelas de goma de las playeras que calzaba amortiguaban el ruido de sus pisadas conforme se acercaba a las escaleras.
Y de pronto lo oyó.
El ruido sordo de una puerta al abrirse. La puerta de su habitación. Lally se refugió entre las sombras detrás de un generador.
Unas pisadas sordas. Alguien bajaba los peldaños de metal. El mismo hombre. Se hizo atrás apretándose contra la pared. ¿Debía enfrentarse con él? No, no… Su instinto le decía que se ocultara. Le vio detenerse, escuchar atentamente, y avanzar con rapidez hacia la rampa. En pocos segundos habría desaparecido y ella estaría en su cuarto. Si la chica seguía allí, la obligaría a huir.
Sus dedos, rígidos a causa de la artritis, sacaron la llave del bolsillo con dificultad y la dejaron caer a sus pies con un leve chasquido.
Contuvo el aliento. ¿La habría oído el intruso? No se atrevió a mirar. Pero el ruido de pisadas se había desvanecido. No se oía regresar a nadie. Esperó diez minutos, largos e interminables, durante los cuales trató de calmar el desenfrenado palpitar de su corazón. Luego se inclinó trabajosamente y buscó a tientas la llave. Estaba muy oscuro y sus ojos ya no eran los de antes. La sintió al tacto y dio un suspiro de alivio.
Comenzaba a enderezarse cuando notó algo en la espalda, algo estremecedoramente frío. Gimió en el momento en que el filo de acero tocó su piel y siguió avanzando tan velozmente que apenas pudo sentir el dolor cegador, el calor de la sangre que chorreaba por su espalda mientras ella caía al suelo de rodillas y luego de bruces, hacia adelante. Su frente recibió el impacto de la caída. Extendió el brazo izquierdo. Mientras se hundía en la inconsciencia, su mano se aferró a la llave de su cuarto.