La cama estaba cubierta de cuartillas de papel arrugadas o rotas. Glenda empezó a hablar de nuevo.
—No, el día catorce no fui directamente al médico. Me detuve primero en la biblioteca. Anótalo, Roger. Allí hablé con un par de personas.
—¿Con quién hablaste en la sala de espera del médico?
Juntos repasaron detenidamente día por día todo el mes anterior. Nada lograba despertar en Glenda el recuerdo de la voz de aquel hombre que se hacía llamar Zorro. A las cuatro de la mañana, ante la insistencia de su esposa, Roger llamó a la oficina central del FBI y preguntó por Hugh. Este le dijo que el encuentro había tenido lugar.
—El secuestrador ha prometido que Steve podrá recoger a Sharon y Neil a las once y media —dijo Roger a Glenda una vez hubo colgado el auricular.
—Pero no confían en él, ¿verdad?
—No, creo que no.
—Si la voz me resulta conocida, probablemente se trata de alguien que vive por aquí y por tanto Neil debe conocerle. No le dejará escapar con vida.
—Glenda, estamos los dos tan agotados que no podemos ni pensar. Vamos a intentar dormir unas horas. Quizá luego se nos ocurra algo. El subconsciente sigue funcionando mientras uno duerme. Ya lo sabes.
—Como quieras.
Comenzó a ordenar cronológicamente las notas diseminadas sobre la cama.
Puso el despertador para las siete. La esperaban horas de sueño, de un sueño inquieto y fatigado.
A las siete, Roger bajó a la cocina a preparar un poco de té. Glenda se metió una tableta de nitroglicerina bajo la lengua, fue al baño, se lavó la cara, volvió a la cama, y recogió su cuaderno.
A las nueve llegó Marian. Quince minutos después subía a ver a Glenda.
—Siento que no se encuentre bien, señora Perry.
—Gracias.
—No la molestaré. Si le parece, empezaré por hacer limpieza general de las habitaciones de abajo una por una.
—Estupendo.
—Así para el fin de semana, todo el piso bajo estará reluciente. Se nota que a usted le gusta tener la casa bien arreglada.
—Es verdad. Muchas gracias.
—Me alegro de estar aquí, de no haber tenido que desilusionarla por culpa del robo del coche.
—Mi marido me contó algo de eso.
Glenda cogió la pluma y la mantuvo en el aire esperando deliberadamente.
—Fue horrible. Acabábamos de gastarnos cuatrocientos dólares en arreglarlo. Normalmente no habríamos pagado tanto dinero en un coche viejo, pero Arty es un mecánico muy bueno y mi marido dijo que valía la pena. Bueno, ya veo que está ocupada. No quiero molestarla. ¿Le apetece desayunar algo?
—No, gracias, señora Vogler.
Marian salió cerrando la puerta tras ella. Pocos minutos después entraba Roger.
—Llamé a mi oficina y hablé con un par de empleados. Dejé dicho que tenía un poco de gripe.
—Roger, espera un momento.
Glenda pulsó el mando que ponía en funcionamiento el magnetófono. La frase que tantas veces había escuchado volvió a oírse. Detuvo la cinta.
—Roger, ¿cuánto hace que hiciste revisar mi coche?
—Poco más de un mes, creo. Bill Lufts lo llevó a ese taller de que nos había hablado.
—Sí. Y cuando estuvo listo tú me dejaste allí camino de tu oficina. El mecánico se llamaba Arty, ¿no es cierto?
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Porque el coche estaba ya preparado, solo quedaba llenar el depósito de gasolina y mientras el mecánico lo llenó yo me quedé de pie junto a él. El rótulo del taller ponía: «A. R. Taggert», y le pregunté si la A era de Arthur porque había oído a Bill llamarle Arty. ¡Roger! —La voz se tensó. Glenda se sentó en la cama y aferró una mano de su esposo—. Me dijo que la gente del pueblo le llamaba Arty por la A del rótulo, pero que en realidad se llamaba August Rommel Taggert. Yo le dije: «¿Rommel no fue un famoso general alemán?». Y él me contestó: «Sí, Rommel fue el zorro del desierto». El modo en que dijo «zorro» y el tono de ese hombre en el teléfono… ¡Roger! Ese mecánico es Zorro, el secuestrador de Neil y Sharon.
Eran las nueve y treinta y uno de la mañana.