El dolor. Era difícil pensar con ese dolor que invadía todo su cuerpo. Si pudiera al menos desabrochar la cremallera de la bota… Su tobillo se había transformado en una masa de cemento ardiente que presionaba contra el cuero de la bota, contra la cuerda que se clavaba en él.
Debió arriesgarse y gritar cuando atravesaron la estación. Habría sido preferible correr el riesgo.
¿Qué hora sería? El tiempo no existía. Debía ser la noche del lunes. Quizá ya el martes. ¿Sería la mañana del martes? Hasta podía ser ya el miércoles.
¿Cómo salir de allí?
Neil. Oía a su lado el jadeo agitado del niño. Trataba de respirar lentamente, de obedecerla. Sharon oyó sus propios gemidos y trató de contenerlos.
Notó que Neil se acurrucaba contra ella para infundirle ánimo. ¿Se parecería a Steve cuando fuera mayor? Si es que llegaba a adulto alguna vez…
Steve. ¿Cómo sería vivir con Steve, pasar la vida entera junto a él y junto a Neil? Steve, que había sufrido tanto…
Para ella todo había sido fácil. Su padre solía decir: «Sharon nació en Roma, Pat en Egipto y Tina en Hong Kong». Y su madre: «Tenemos amigos en todo el mundo». Aun cuando ella muriera, sus padres se tenían el uno al otro. Pero cuando Steve perdiera a Neil quedaría completamente solo. Una vez le había preguntado: «¿Cómo es que sigues soltera?». Porque no había querido aceptar la responsabilidad de amar a ningún hombre.
¡Pobre Neil! Tenía tanto miedo de que los Lufts se lo llevaran a Florida, de que ella le arrebatara a Steve…
Le sacaría de allí.
De nuevo trató de frotar las muñecas contra la pared de cemento, pero las cuerdas estaban demasiado apretadas y se hundían en su carne.
Trató de pensar. Su única esperanza era liberar a Neil, sacarle de aquella habitación. Si abrían la puerta desde el interior, ¿estallaría la bomba?
El picaporte del lavabo. Si Zorro volvía y la dejaba volver a entrar allí, quizá pudiera arrancar el picaporte.
¿Qué haría con ellos cuando tuviera en su poder el dinero? No podía concentrarse. Tiempo… ¿Cuánto tiempo? El tiempo pasaba… ¿Sería de día o de noche? Sonidos ahogados de trenes… Ven por nosotros, Steve… «La considero a usted responsable, señorita Martin…». Los más ciegos son los que no quieren ver… «Te quiero, Sharon. Te he echado mucho de menos…». Unas manos grandes, tiernas, sobre su rostro…
Unas manos grandes, tiernas, sobre su rostro. Sharon abrió los ojos. Zorro estaba inclinado sobre ella y con las manos recorría su cara y su cuello con escalofriante suavidad. Le arrancó la mordaza de la boca y la besó. Sus labios ardían, húmedos, blandos… Trató de volver la cara, pero no podía…
Un susurro.
—Todo ha terminado, Sharon. Tengo el dinero. Ahora me voy. Sharon trató de enfocar su visión. Los rasgos masculinos surgieron poco a poco de la niebla. Unos ojos brillantes, unas sienes palpitantes, unos labios finos…
—¿Qué vas a hacer con nosotros? —gimió.
—Os dejaré aquí. Le diré a Peterson dónde puede encontraros.
Mentía. Como antes, cuando había jugado con ella, engañándola. No, fue ella quien trató de engañarle y él la había arrojado al suelo.
—Vas a matarnos.
—Exacto, Sharon.
—Tú mataste a la madre de Neil.
—Es cierto, Sharon. ¡Ah! Me olvidaba…
Se apartó unos pasos, se inclinó y desplegó un nuevo póster.
—Voy a poner esta fotografía junto a las otras.
Algo se cernió sobre su cabeza. Neil la contemplaba mientras permanecía tendido, con un pañuelo en torno a la garganta. Sintió un agarrotamiento en el cuello. De pronto adquirió una conciencia clara, absolutamente racional, de lo que estaba sucediendo. Miró la fotografía y los ojos brillantes y dementes del hombre que la sostenía febrilmente entre sus manos.
Ahora la pegaba junto a las otras en la pared, sobre el catre. Lo hacía con precisión de ritual, meticulosamente.
Le miró con miedo. ¿Los mataría ahora? ¿Los estrangularía como había estrangulado a las otras mujeres?
—Voy a poner el reloj en hora —le dijo.
—¿El reloj?
—Sí. Hará estallar la bomba exactamente a las once treinta. No sentirás nada, Sharon. Pronto habrás muerto. Y Neil también. Y Ronald Thompson.
Abrió la maleta, con extremo cuidado. Sharon le vio extraer un reloj, consultar el que llevaba en la muñeca y mover las manecillas hasta que marcara las ocho treinta. Eran las ocho y media de la mañana del miércoles. Ahora movía la aguja del despertador hasta las once y media. Conectaba unos cables al reloj…
Tres horas de vida.
Zorro levantó la maleta del suelo y la colocó con cuidado sobre las pilas que había junto a la puerta. La esfera del reloj quedaba directamente frente a Sharon. Las manecillas y los números brillaban.
—¿Quieres algo antes de que me vaya? ¿Un vaso de agua? ¿Un beso de despedida?
—¿Podría… podría ir al lavabo?
—Naturalmente.
Le desató las manos y la ayudó a ponerse en pie. Sharon sintió que le flaqueaban las piernas. El dolor la hizo estremecerse. La oscuridad se cernió sobre sus ojos. No, no… No podía desmayarse precisamente ahora.
La dejó en el interior del cubículo y ella se aferró al picaporte. Lo hizo girar una y otra vez rogando para que Zorro no la oyera. Un ligero chasquido. El picaporte se rompió.
Sharon paso los dedos por el extremo partido y sintió la aspereza del metal roto. Se lo metió en el bolsillo de la falda y dejó la mano dentro. Así, si él notaba un bulto en el bolsillo mientras la llevaba al catre, pensaría que era su puño.
El truco resultó. Ahora el hombre se apresuraba para salir de allí cuanto antes. La tendió sobre el catre y le ató las manos de nuevo. Ella logró mantenerlas un poco separadas. Las cuerdas no estaban ahora tan tensas como antes. Una mordaza volvió a cubrir sus labios.
Zorro se inclinaba sobre ella.
—Te habría querido mucho, Sharon. Y creo que tu también me hubieras amado.
Con un movimiento rápido, arrancó la venda que cubría los ojos del niño. Neil parpadeó. Tenía los ojos hinchados y las pupilas dilatadas.
El hombre le miró a los ojos. Fijó la vista después en la fotografía que acababa de pegar en la pared, y finalmente de nuevo en el niño.
De pronto se volvió hacia la puerta, apagó la luz y salió de la habitación.
Sharon miró la esfera fosforescente. Eran las ocho y treinta y seis.