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A las cuatro en punto de la madrugada había quedado ya claro que la única pista de que disponían, el número de matrícula del coche que había usado el secuestrador, no iba a servirles de nada.

El automóvil estaba a nombre de Henry A. White, vicepresidente de la Compañía Internacional de Alimentación cuya sede se hallaba en White Plains.

Varios agentes acudieron al domicilio de White en Scardale y montaron guardia en torno al edificio. Pero el Pontiac no estaba en el garaje y la casa parecía vacía. Todas las ventanas estaban herméticamente cerradas y la única luz que brillaba de noche a través de las cortinas, probablemente estaba conectada a un mecanismo que la encendía y apagaba automáticamente.

El FBI se puso en contacto con el encargado de los servicios de seguridad de la compañía, quien llamó al jefe de personal, que a su vez avisó al director de uno de los departamentos que White tenía a su cargo. Este declaró a los inspectores con voz somnolienta que White acababa de regresar de una estancia de tres semanas en Suiza, donde había visitado la sede central de la compañía, que había cenado esa noche con dos empleados suyos en el restaurante Pastor de White Plains y que había partido después para reunirse con su esposa y pasar unos días esquiando en una estación invernal. Su mujer estaba ya en Aspen o en Sun Valley con unos amigos.

A las cinco, Hugh y Steve salieron para Carley. El primero iba al volante. Steve miraba fijamente a la carretera que atravesaba Westchester en dirección a Connecticut. El tráfico era escaso. La mayoría de los americanos estaban a esa hora en la cama. Podían hablar con su mujer, comprobar si sus hijos estaban bien arropados, asegurarse de que las ventanas abiertas no creaban corrientes… ¿Estarían Neil y Sharon en un lugar frío? «¿Por qué se me ocurre pensar ahora en eso?», se dijo. Recordó vagamente haber leído en algún sitio que cuando las personas se ven imposibilitadas de controlar los acontecimientos realmente decisivos, se preocupan por los problemas más nimios. ¿Seguirían vivos Neil y Sharon? Eso era lo que debía preguntarse. «¡Dios mío, ten piedad! ¡Sálvalos! ¡Sálvalos!».

—¿Qué cree usted de ese Pontiac? —preguntó a Hugh.

—Lo más probable es que alguien lo haya robado —replicó el policía.

—¿Qué vamos a hacer entonces?

—Esperar. Es posible que los suelte. Se lo prometió. Y usted le ha dado el dinero exigido.

—Ha tenido tanto cuidado en no dejar ningún rastro… Ha pensado en todo. No creerá que al final va a soltar a dos personas que pueden identificarle, ¿no?

—No —admitió Hugh.

—¿No podemos hacer nada más?

—Si no cumple lo pactado y no los suelta, tendremos que empezar a pensar en dar publicidad al asunto. Quizá alguien haya visto u oído algo.

—¿Y qué me dice de Ronald Thompson?

—¿Qué hay de él?

—Suponga que dice la verdad. Suponga que lo averiguamos a las once y media.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que me pregunto es si tendremos derecho a ocultar el hecho de que Sharon y Neil han sido secuestrados.

—Dudo que saber del secuestro indujera a la gobernadora a reconsiderar su decisión con respecto a Thompson. No tenemos prueba de que les hayan tomado como rehenes, pero aunque la gobernadora llegara a esa conclusión probablemente su reacción sería que la ejecución se celebrara cuanto antes. Ya la han criticado bastante por conceder dos aplazamientos de la sentencia. A esos dos chicos que condenaron a muerte en Georgia, los electrocutaron a la hora exacta. Debe haber una explicación muy sencilla para el hecho de que Zorro haya podido conseguir una cinta en que esté grabada la voz de su esposa, una explicación que seguramente no tiene nada que ver con el crimen.

Steve miró al frente. En aquel momento pasaban por Greenwich. Durante las últimas vacaciones, él y Sharon habían estado allí en una fiesta que había dado Brad Robertson. Sharon llevaba aquel día una falda de terciopelo negro. Estaba preciosa. Brad le había dicho: «Steve, si tienes dos dedos de frente, no puedes dejar escapar a esa muchacha».

—¿No cree que la publicidad puede asustar al secuestrador? —Sabía la respuesta, pero aun así no tenía más remedio que preguntar.

—Yo diría que sí. ¿Qué está pensando, señor Peterson?

Había llegado el momento de hacer aquella pregunta. Concisa. Directamente. Sintió que se le secaba la boca. «Es sólo una corazonada —se dijo—. Probablemente es una idea absurda. Si me dejo llevar, no pararé nunca. Puede costarle la vida a Sharon y Neil».

Angustiado y exhausto, esperó como un nadador dispuesto a arrojarse a un río embravecido. Recordó a Ronald Thompson durante el juicio. Su rostro joven, asustado pero firme. «Yo no la maté. Estaba muerta cuando me presenté en la casa. Pregunten al niño…».

«¿Qué sentiría usted si se tratara de su único hijo? ¿Qué sentiría usted…?».

«Es mi único hijo, señora Thompson», pensó.

Luego dijo:

—Hugh, ¿recuerda las palabras de Bob Kurner?

¿Que él pensaba que había una relación entre la muerte de Nina y la de esas cuatro mujeres?

—Oí lo que dijo y ya le dije a usted lo que pensaba. Que se está agarrando a un clavo ardiendo.

—Suponga que yo le digo que tiene razón, que existe una relación entre la muerte de Nina y esos otros asesinatos.

—¿Qué está diciendo?

—¿Recuerda lo que dijo Kurner? ¿Que lo único que no entendía era que las otras mujeres habían tenido algún tipo de contratiempo en la carretera y que Nina no? Dijo que no comprendía por qué a ella la había matado en una casa.

—Siga.

—La noche anterior a su muerte, a Nina se le pinchó una rueda. Yo tuve una reunión hasta muy tarde en Nueva York y no llegué a casa hasta pasada la medianoche. A esa hora ella dormía. Pero a la mañana siguiente, cuando me llevó a la estación, noté que llevaba puesta la rueda de repuesto.

—Siga.

—¿Recuerda la transcripción que nos dejó Kurner? Según ese documento, Ronald Thompson le dijo a mi mujer que su mala suerte se había transformado en buena, y ella le contestó que tampoco podía quejarse porque le habían cabido en el maletero todos los paquetes.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—El maletero del coche de mi mujer era muy pequeño. Si hubo suficiente espacio para todas aquellas bolsas, tuvo que ser porque no había vuelto a poner la rueda de repuesto en su sitio. Esa conversación tuvo lugar después de las cuatro. Probablemente fue a casa desde la tienda. Dora había venido a limpiar ese día y declaró que Nina había llegado antes de las cinco.

—¿Neil y Nina volvieron directamente a su casa?

—Sí, y el niño subió a su cuarto y se puso a jugar con sus trenes. ¿Recuerda todos esos paquetes que había sobre la mesa de la cocina? Sabemos que Nina murió pocos minutos después de llegar a casa. Aquella misma noche fui a ver su coche. El neumático de repuesto estaba en el maletero y el nuevo estaba en su lugar, en una de las ruedas delanteras.

—¿Quiere decir que alguien trajo el neumático, lo cambió y después mató a Nina?

—¿Cuándo pudo cambiar la rueda si no? Y si fue así, Ronald Thompson puede ser inocente. Quizá hasta pudo asustar al criminal y hacerle huir al llamar a la puerta. Por lo que más quiera, pregunte a Thompson si estaba o no la rueda de repuesto en el maletero cuando metió las bolsas de la compra en el coche. Debí darme cuenta de que era un detalle importante aquella misma noche. Pero quería olvidar que había reñido a Nina la última vez que estuve con ella.

Hugh pisó el acelerador. La aguja del cuentakilómetros subió a sesenta, ochenta… El automóvil se detuvo con un chirrido de frenos ante la entrada de la casa bajo el sombrío cielo. Hugh corrió al teléfono. Sin quitarse siquiera el abrigo marcó el número de la prisión de Sommers y pidió hablar con el director.

—No. Esperaré. —Se volvió hacia Steve—. El director ha pasado la noche en su oficina por si la gobernadora cambiaba de idea en el último momento. Están afeitando al chico.

—¡Dios mío!

—Pero aunque diga que el maletero iba vacío, la afirmación no constituirá prueba suficiente. Es sólo una suposición. Alguien pudo traerle el neumático, cambiarlo y marcharse. Y Thompson puede ser culpable.

—Tanto usted como yo creemos que es inocente —dijo Steve.

Confusamente pensó que siempre lo había sabido. «¡Dios mío! ¡En el fondo siempre lo he creído y nunca he querido enfrentarme con la verdad!».

—Sí, sigo al aparato. —Hugh escuchó atentamente—. Muchas gracias.

Colgó el teléfono violentamente y se dirigió a Steve.

—Thompson jura que no había ningún neumático de repuesto en el maletero.

—Llame a la gobernadora —suplicó Steve—. Hable con ella. Suplíquele al menos que retrase la ejecución. Déjeme hablar a mí si cree que eso puede servir de algo.

Hugh marcaba en ese momento el número de la oficina del gobierno.

—No es una prueba decisiva —dijo—. Se trata sólo de una serie de coincidencias. Dudo que acceda a suspender la ejecución. Cuando sepa que Sharon y Neil han desaparecido (y no tendremos más remedio que decírselo), pensará que se trata de un truco desesperado.

Fue imposible hablar con la gobernadora. Había dejado a cargo del asunto al fiscal general, quien no llegaría a su despacho hasta las ocho en punto. No, no podían darle su número de teléfono privado.

No les quedaba otro remedio que esperar. Permanecieron sentados en el despacho, silenciosos, mientras una luz acuosa comenzaba a filtrarse por la ventana. Steve quiso rezar y sólo pudo repetirse: «¡Dios mío! Son tan jóvenes los tres. ¡Ayúdales, por favor!».

A las seis. Dora bajó las escaleras con paso inseguro. Parecía envejecida e infinitamente cansada. Empezó a preparar café.

A las seis y media Hugh llamó a la central del FBI en Nueva York. No había nada nuevo. Henry White había tomado el avión de la una de la madrugada con destino a Sun Valley. No habían logrado dar con él en el aeropuerto de esta localidad. Había partido después en un coche privado. Estaban investigando en los hoteles y los apartamentos de la ciudad. La inspección del Pontiac no había dado ningún resultado. Seguían estudiando los antecedentes de los habituales de la taberna El Molino.

A las siete y treinta y cinco el coche de Bob Kurner paraba ante la puerta de la casa. El abogado tocó el timbre furiosamente, entró apresurado apartando de un manotazo a Dora, y preguntó por qué habían interrogado a su cliente acerca de la rueda de repuesto.

Hugh miró a Steve, que respondió con un gesto de asentimiento. Seguidamente explicó la situación concisa y claramente. Bob palideció.

—Es decir, ¿que su hijo y Sharon Martin han sido secuestrados y usted lo ha ocultado? —preguntó—. Cuando la gobernadora se entere, tendrá que suspender la ejecución. No le quedará otro remedio.

—No cuente con ello —advirtió Hugh.

—Señor Peterson, usted no tenía derecho a callar todo esto —dijo Bob amargamente—. ¡Dios mío! ¿No tenemos medio de ponernos en contacto con el fiscal antes de las ocho?

—Quedan sólo veinte minutos.

—Veinte minutos es mucho tiempo cuando le quedan a uno tres horas y cincuenta minutos de vida, señor Taylor.

A las ocho en punto, Hugh llamó al fiscal general. Habló con él durante treinta y cinco minutos. Su tono pasó de la exposición a la discusión y de la discusión al ruego.

—Sí, señor. Comprendo que la gobernadora ha concedido ya dos suspensiones. Sé que el Tribunal Supremo de Connecticut ha ratificado la sentencia… No, señor, no tenemos una prueba decisiva… Se trata más bien de una suposición… La cinta… Sí, señor, le agradecería que hablara con la gobernadora… ¿Quiere usted hablar con el señor Peterson? Bien. Esperaré.

Tapó con la mano el auricular.

—Va a llamar a la gobernadora, pero al parecer no quiere recomendarle que suspenda la ejecución.

Pasaron lentamente tres minutos. Steve y Bob evitaban mirarse. Luego Hugh habló de nuevo.

—Sí, estoy aquí. Pero…

Seguía protestando cuando Steve oyó que la comunicación se cortaba al otro extremo de la línea. Hugh soltó el auricular.

—Van a llevar adelante la ejecución —dijo con voz monocorde.