Arty se alejó en su coche de la taberna El Molino. Algo bullía en su interior enviando señales de alarma a todo su cuerpo, disolviendo esa eufórica sensación de infalibilidad de que había disfrutado hasta el momento.
Había contado con encontrar a Bill Lufts en el bar. Le habría sido muy útil sonsacarle. «¿Y dices que el chico no está en su casa? Pues, ¿dónde está? ¿Cómo se encuentra Peterson? ¿Ha recibido muchas visitas últimamente?».
Creía que Steve no admitiría ante los Lufts que Neil y Sharon habían desaparecido. Seguramente sabía que lo contaban todo a diestra y siniestra.
Si Bill no había ido al bar esa noche, era porque Peterson había llamado a la policía, mejor dicho al FBI.
Ese hombre que había dicho llamarse Peter Lerner, el que había hecho tantas preguntas, era un inspector del FBI. Estaba seguro.
Hizo girar el volante del Volkswagen verde y enfiló la autopista Merritt en dirección al sur. La ansiedad le cubría de sudor frío la frente, los sobacos y las manos.
Su memoria retrocedió doce años. Le interrogaban en el cuartel general del FBI de Manhattan.
—Vamos, Arty. El chico de los periódicos te vio alejarte con la muchacha. ¿Adónde la llevaste?
—La acompañé hasta un taxi. Me dijo que la esperaba un hombre.
—¿Quién?
—¿Cómo quieren que lo sepa? Yo la ayudé a llevar la maleta, eso es todo.
No pudieron probar nada, pero lo intentaron, ¡Dios si lo intentaron!
—¿Y qué nos dices de las otras chicas, Arty? Mira, echa un vistazo a esas fotografías. Siempre estás merodeando por la terminal de autobuses del puerto. ¿A cuántas has llevado la maleta?
—No sé a qué se refieren.
Se habían acercado demasiado. Corría peligro. Por eso se había ido de Nueva York. Decidió establecerse en Connecticut y consiguió empleo en una gasolinera. Hacía seis años había abierto un taller de reparaciones en Carley.
Arizona. Había metido la pata. ¿Por qué había tenido que decir que Rhode Island no era Arizona? Probablemente el tipo que decía llamarse Peter Lerner no se había dado cuenta, pero aun así había sido un error.
No tenían nada contra él a menos que volvieran atrás, a menos que investigaran y averiguaran lo del interrogatorio acerca de la chica de Texas. «Ven a mi apartamento del Village —le había dicho él—. Tengo amigos pintores que siempre están buscando modelos guapas».
Pero en aquella ocasión no habían encontrado pruebas. Lo mismo que en ésta. Tampoco ahora había dejado el menor rastro.
Estaba seguro de ello.
—¿Es aquí donde vives? —le había preguntado ella—. ¿En esta pocilga?
La autopista Merritt iba a morir en la de Huntchison River. Siguió las indicaciones que dirigían al puente Throgs Neck. Tenía un plan muy ingenioso. Robar un coche era siempre arriesgado. Cabía la posibilidad de que el dueño regresara antes de diez minutos y de que la policía recibiera el aviso antes de que al autor del delito se hubiera alejado siquiera cinco millas. Sólo se debía robar un coche cuando se estaba seguro de que el dueño del vehículo iba a tardar en volver, de que estaba sentado, por ejemplo, en la butaca de un cine viendo una película estrenada hacía treinta años, o en el asiento de un avión que despegaba hacia alguna ciudad lejana.
En el puente Throgs Neck habían encendido las luces de precaución. Hielo. Viento. Pero no importaba. Él conducía muy bien y los cobardes se quedarían en casa, lo que le facilitaría el regreso.
A las once y veinte llegaba al aeropuerto de La Guardia y entraba en el aparcamiento número cinco, que tenía tarifas especiales para estancias que durasen varios días.
Cogió el tíquet que asomaba de la máquina. La barrera se levantó. Entró lentamente en el recinto teniendo buen cuidado de ocultarse a la vista del cajero que se hallaba en el interior de su garita situada a la salida del aparcamiento, muy cerca de la entrada automática. Aparcó en un espacio vacío de la sección número nueve, entre un Chrysler y un Cadillac y detrás de una camioneta Oldsmobile. Entre todos aquellos vehículos, el Volkswagen prácticamente desaparecía.
Se arrellanó en el asiento y esperó. Pasaron cuarenta minutos. Entraron dos coches, rojo fuego el uno y el otro una rubia amarilla. Ambos demasiado llamativos. Se alegró al ver que pasaban de largo junto a los espacios vacíos que quedaban cerca de él y continuaban hacia la sección de la izquierda.
En aquel momento se acercaba lentamente otro automóvil, un Pontiac azul marino que aparcó a tres espacios de donde él se hallaba. Los faros se apagaron. Bajo su atenta mirada, el conductor descendió del vehículo, abrió el portaequipajes y sacó de él una enorme maleta. Era evidente que se disponía a pasar fuera unos cuantos días.
Acurrucado en el interior del Volkswagen, asomándose lo menos posible por encima del parabrisas, vio cómo el hombre cerraba el portaequipajes con un golpe seco, recogía la maleta y se acercaba a la parada del autobús del aeropuerto que había de conducirle hasta el edificio de la terminal. A los pocos minutos llegó el autobús. La silueta subió a él y el vehículo arrancó.
Lentamente, sin ruido, bajó del Volkswagen y miró a su alrededor. No se aproximaba ningún coche. Dio unas cuantas zancadas y se halló junto al Pontiac. Con la segunda llave que probó, logró abrir la portezuela. Ya se hallaba dentro del automóvil.
Aún estaba caliente. Hizo girar la llave del contacto y el motor se encendió silenciosamente. El depósito de gasolina estaba casi lleno.
Perfecto.
Ahora tendría que esperar. Dado el tipo de aparcamiento, el guarda sospecharía si le entregaba el tíquet antes de al menos dos horas. Además tenía tiempo de sobra y quería pensar. Se echó atrás en el asiento y cerró los ojos. La imagen de Nina cruzó por su mente tal como la viera aquella primera noche.
Él había salido a la carretera sabiendo que no debía hacerlo, que era demasiado pronto desde lo de Jean Carfolli y la señora Weiss, pero incapaz de dominarse. Y de pronto la vio. El Karman Ghia estaba aparcado en la carretera 7, en un lugar solitario y silencioso. La luz de sus faros iluminaba un cuerpo de baja estatura pero esbelto. El cabello oscuro, unas manos pequeñas que luchaban por armar el gato, los ojos castaños enormes que le miraron sorprendidos cuando él aminoró la marcha y se detuvo junto a ella. Probablemente había oído hablar de los crímenes de la carretera.
—¿Puedo ayudarla, señorita? Eso que le resulta tan difícil es mi especialidad. Soy mecánico.
La preocupación desapareció de los ojos castaños.
—¡Estupendo! —dijo ella—. La verdad es que estoy un poco nerviosa. ¡Vaya sitio que ha elegido la rueda!
Él no la miraba. Tenía la vista fija en el neumático.
—La cambiaré en un minuto.
Realizó la operación en menos de tres minutos y sin ningún esfuerzo. La carretera estaba desierta. Cuando acabó se puso en pie.
—¿Cuánto le debo?
Él vio el bolso abierto, el cuello femenino inclinado sobre él. Los senos que se elevaban y descendían bajo el abrigo de ante. Aquella mujer tenía categoría. Se notaba a la legua. No era una niña asustada como Jean Carfolli, ni una bruja deslenguada como la señora Weiss. Era una mujer hermosa que le estaba muy agradecida. Levantó una mano para posarla sobre el pecho femenino.
Una luz que provenía de entre los árboles que se alzaban al otro lado de la carretera, les iluminó a los dos. Era un coche de policía.
—Cobro tres dólares por cambiar una rueda —dijo apresuradamente—. Y puedo arreglarle el neumático si quiere. —Ahora ella tenía la mano dentro del bolsillo—. Me llamo Arty Taggert y tengo un taller de reparaciones en Carley, en la calle Monroe, a una milla de la taberna El Molino.
El coche patrulla se acercaba. Se detuvo junto a ellos. Uno de los agentes descendió.
—¿Está todo bien, señora? —Miró a Arty de un modo raro, como si sospechara de él.
—Muy bien, agente. He tenido mucha suerte. El señor Taggert, que es vecino mío, acertó a pasar en el momento en que acababa de tener un pinchazo.
¡Vaya suerte había tenido! —pensó él—. La expresión del policía cambió.
—Puede darse por afortunada de que le haya ayudado su amigo. Es muy peligroso para una mujer tener una avería en medio de la carretera en estos días.
El policía volvió a subir al coche pero se quedó mirándoles desde el interior.
—Entonces, ¿me arreglará usted el neumático? —preguntó ella—. Me llamo Nina Peterson. Vivimos en la calle Driftwood.
—Desde luego. Se lo haré encantado.
Volvió a su coche con naturalidad, como si se tratara sólo de un trabajillo más, como si no le obsesionara ya la idea de volver a verla. Por el modo en que ella le había mirado se había dado cuenta de que lamentaba que les hubieran interrumpido. Pero ahora tenía que irse antes de que la policía empezara a pensar en Jean Carfolli y la señora Weiss, antes de que le preguntaran: «¿Tiene usted la costumbre de ayudar a mujeres que viajan solas?».
Por eso se había ido. A la mañana siguiente, cuando estaba pensando en llamarla, le llamó ella.
—Mi marido se ha puesto furioso conmigo por conducir con el neumático de repuesto —le dijo y su voz sonaba cálida, íntima y divertida, como si se tratara de una broma que sólo ellos compartieran—. ¿Cuándo puedo recoger el neumático?
Pensó a toda prisa. La calle Driftwood discurría por un barrio tranquilo donde las casas no estaban demasiado cerca unas de otras. Hacerla ir a su garaje podía ser muy arriesgado.
—Tengo que salir ahora mismo para hacer un trabajo —mintió—. Se lo llevaré esta tarde hacia las cinco.
—¡Estupendo! —dijo ella—. No me importa la hora con tal que el neumático esté en su sitio cuando vaya a buscar a mi marido a la estación a las seis y media.
Aquel día se sintió tan nervioso que apenas pudo pensar. Fue a la peluquería a cortarse el pelo y se compró una chaqueta a cuadros. Cuando volvió al taller no pudo seguir trabajando. Se duchó, se vistió, y mientras esperaba a que llegaran las cinco escuchó algunas casetes. Luego colocó una nueva en el magnetófono no sin antes escribir sobre ella «Nina». Se aseguró de que la cámara de fotos estaba cargada con un carrete nuevo y reflexionó sobre el placer que constituía revelar fotografías viendo cómo se formaban las imágenes poco a poco sobre el papel.
A las cinco y diez salió en dirección a la calle Driftwood. Dio unas cuantas vueltas antes de decidirse a aparcar entre los árboles que había detrás de la casa. Por si acaso…
Caminó junto a la orilla del canal. Recordó cómo el agua lamía aquel día la arena con un sonido íntimo que despertaba en él una sensación cálida aun en medio del frío de la noche.
El Karman estaba aparcado detrás de la casa. Tenía las llaves puestas. A través de la ventana de la cocina vio a Nina. Sacaba unos paquetes de unas bolsas y los colocaba en los armaritos. La bombilla no tenía globo y la luz era intensa. Nina estaba muy hermosa con su jersey azul pálido, unos pantalones, y un pañuelo atado al cuello. Cambió la rueda aprisa, atento a toda señal que pudiera indicar que había alguien más en la casa. Sabía que harían el amor, que ella le deseaba también secretamente. Con lo que le había dicho acerca de su marido quería darle a entender que necesitaba el cariño de un hombre. Puso la grabadora en marcha y comenzó a susurrar sus planes para hacer feliz a Nina cuando pudiera decirle lo que sentía por ella.
Se aproximó a la entrada de servicio y llamó con unos golpecitos suaves. Ella se acercó a la puerta con cierto recelo, pero cuando él le mostró las llaves del coche, sonriendo, a través del cristal. Nina le sonrió también y le abrió la puerta sin vacilar. Su voz le rodeó como unos brazos cálidos animándole a entrar, alabándole su amabilidad.
Luego le preguntó cuánto le debía. Él levantó la mano enguantada (naturalmente se había puesto guantes) y apagó la luz de la cocina. Tomó el rostro de Nina entre las manos y la besó.
—Págame así —susurró.
Ella le respondió con una inesperada bofetada. Parecía imposible que una mano tan pequeña tuviese tanta fuerza.
—¡Fuera de aquí! —le espetó las palabras. Como si él no fuera más que basura, como si no le hubiera hecho un favor.
Le cegó la ira. Como las anteriores veces. Como le ocurría siempre que le rechazaban. Ella debía haber tenido más cuidado, no empujarle hasta ese extremo. Alargó las manos queriendo arrancarle su maldad, pero ella logró huir al interior del salón.
No profirió un solo grito. Luego entendió por qué. No quería que supiera que el niño estaba en casa. Corrió a la chimenea y cogió el atizador.
Él rió. Le dijo en voz baja lo que iba a hacer con ella. Le sujetó las dos manos y dejó el atizador en su sitio. Luego tiró de las dos puntas del pañuelo hasta que de la garganta de ella surgió una especie de gorgoteo y se asfixió y sus manos de muñeca se agitaron en el aire y cayeron después inertes, hasta que sus grandes ojos castaños se abrieron de par en par y le miraron con mirada vidriosa y perpleja, hasta que su rostro se tornó azul.
Se apagó el sonido que surgía de su garganta. Él la sostenía con una mano mientras le hacía una fotografía con la otra. Pensaba cuánto deseaba que se cerraran aquellos ojos cuando oyó de nuevo tras él aquel sonido de asfixia, aquel gorgoteo.
Se volvió. Un niño le miraba de pie desde el vestíbulo. Sus enormes ojos castaños le traspasaban. El pequeño jadeaba como había jadeado la mujer.
Era como si no la hubiese matado, como si ella se hubiera pasado al cuerpo del niño para castigarle, para mofarse de él, para vengarse.
Cruzó la habitación. Haría que ese ruido cesara, que esos ojos se cerraran. Abrió las manos, se inclinó sobre el niño…
En ese momento sonó el timbre.
Tuvo que echar a correr. Cruzó el vestíbulo, entró a la cocina y salió por la puerta trasera mientras el timbre sonaba por segunda vez. En pocos segundos cruzó el pequeño bosque, subió a su coche y volvió a su taller. «Cálmate», se dijo. Se fue a la taberna a tomar una hamburguesa y una cerveza y allí seguía cuando la noticia del asesinato circuló por toda la población.
Pero tenía miedo. ¿Y si el policía del coche patrulla reconocía a Nina por la fotografía publicada en el periódico y se le ocurría decir: «Es curioso. Yo vi a esta mujer anoche en la carretera. Le estaba cambiando una rueda un tipo llamado Taggert»?
Decidió marcharse, pero cuando estaba haciendo el equipaje oyó en la radio que una testigo, vecina de la víctima, había sido arrojada al suelo por un muchacho que huía de la casa de los Peterson, un muchacho que había resultado ser un tal Ronald Thompson, de diecisiete años de edad y vecino de Carley, el cual había sido visto hablando con la señora Peterson pocas horas antes del crimen.
Arty guardó la cámara de fotos, la grabadora, las fotos y las cintas en una caja de metal que enterró bajo un arbusto detrás de su taller. Algo le decía que esperase.
Al poco tiempo detenían a Thompson en un motel de Virginia y el niño le identificaba de forma clara como el asesino.
Había tenido suerte. Una suerte increíble. El salón estaba a oscuras. Neil no le había visto bien la cara y Thompson había entrado en el momento en que él salía por la puerta de atrás.
Había querido matar al niño, se había acercado a él, pero al parecer éste se hallaba en estado de shock. Pero ¿podría recordar cualquier día?
Esa posibilidad le perseguía hasta en sueños. Aquellos ojos le seguían a lo largo de noches intranquilas. A veces se despertaba de madrugada sudando, temblando, imaginando que esos ojos le miraban a través de la ventana, que el viento se asfixiaba con ese mismo gorgoteo angustioso.
Desde entonces no había vuelto a salir de noche en busca de mujeres. Nunca más. Iba a la taberna El Molino por las noches y charlaba con los habituales, especialmente con Bill Lufts. Bill hablaba mucho de Neil.
Hasta el mes pasado no había vuelto a salir a las carreteras. Hasta que algo incontrolable le obligó a desenterrar las cintas y escucharlas otra vez.
Aquella misma noche oyó en la radio de su coche a Bárbara Callahan pedir auxilio y fue en su búsqueda. Dos semanas después acudió también en ayuda de la señora Ambrose, que por su radio pedía indicaciones porque se estaba quedando sin gasolina.
Ahora el condado de Fairfield estaba de nuevo horrorizado. Buscaba a ese criminal que los periódicos llamaban «el asesino de la carretera». «No has dejado ningún rastro», se dijo.
Pero ahora, tras las dos últimas muertes, soñaba con Nina todas las noches. Ella le acusaba. Para colmo, hacía un par de semanas Bill Lufts había ido a su taller en su coche. Neil iba sentado junto a él en el asiento delantero y se le había quedado mirando.
Entonces fue cuando supo que antes de irse de Carley tenía que matar a Neil y un día en que Lufts le habló de la cuenta existente en un banco a nombre del niño (su esposa había visto el estado de cuentas sobre el escritorio de Peterson), vio claramente cómo conseguir el dinero que tanto necesitaba.
Cuando más pensaba en Nina más odiaba a Steve Peterson. Él había podido tocarla sin que ella le abofeteara, era un periodista famoso, tenía criados que se ocupaban de él, una novia guapa. Pero ya vería…
Aquel cuarto de Grand Central había estado siempre presente en su pensamiento. Era un buen escondite si es que algún día llegaba a necesitarlo, un lugar donde esconder a una mujer sin temor a que nadie pudiera hallarla.
Cuando trabajaba en aquel cuarto, le obsesionaba la idea de volar algún día la estación. Pensaba con placer en el miedo y la sorpresa de la gente cuando la bomba estallara, cuando sintieran que el suelo se abría bajo sus pies y los techos se les derrumbaban. Todas aquellas personas que le ignoraban cuando él se mostraba amable con ellas, que nunca le sonreían, que pasaban apresuradamente junto a él, que le traspasaban con la mirada, que comían en los platos que él tenía que lavar y los dejaban llenos de salsa, de conchas vacías, del aceite que rezumaba la ensalada, de mantequilla…
Pero al fin todo había encajado en un gran esquema. Su plan. El plan de August Rommel Taggert. El plan de un zorro.
Sólo lamentaba que Sharon tuviera que morir. Ojalá le hubiera amado. Pero en Arizona encontraría mujeres cariñosas. Sería rico.
Había sido una idea magnífica. Sharon y Neil morirían en el momento en que Ronald Thompson fuera electrocutado. Él los ejecutaría a los dos y Thompson merecía morir por haberle interrumpido aquella noche.
Y todas aquellas personas en Grand Central… Toneladas de cascotes caerían sobre ellos. Así sabrían lo que era sentirse asfixiado.
Y él estaría libre.
Muy pronto habría terminado todo.
Arty frunció el entrecejo al darse cuenta de la hora que era. Siempre le pasaba lo mismo cuando se ponía a pensar en Nina. Había llegado el momento de partir.
Puso en marcha el Pontiac. A las dos menos cuarto llegaba ante la garita del cajero del aparcamiento y le entregaba el tíquet que había recogido a la entrada. El empleado parecía medio dormido.
—Dos horas y veinticinco minutos. Dos dólares.
Salió del aeropuerto y se dirigió a una cabina telefónica de la avenida Queens. A las dos en punto llamaba al teléfono público situado ante la puerta de Bloomingdale’s. Cuando Peterson respondió, le dijo que acudiera a la cabina de la calle noventa y seis.
Tenía hambre y le quedaban sólo quince minutos.
En un pequeño restaurante abierto toda la noche tomó apresuradamente una taza de café y una tostada sin dejar de mirar el reloj.
A las dos y cuarto llamó al teléfono de la cabina de la noventa y seis y le dio a Peterson las instrucciones para que se dirigiera al lugar exacto que había seleccionado para el encuentro.
Ahora llegaba el momento más peligroso.
A las dos y veinticinco partió para la avenida Roosevelt. Las calles estaban casi desiertas. No se veía ni rastro de coches de policía. Él los habría reconocido por muy inadvertidos que quisieran pasar. Dominaba mejor que nadie el arte de patrullar las carreteras sin parecer sospechoso.
La semana anterior había decidido seleccionar la avenida Roosevelt como escenario del encuentro. Había calculado minuto a minuto el tiempo que le llevaría regresar desde allí al aeropuerto de La Guardia. Exactamente seis minutos. Si la policía acudía en seguimiento de Peterson, tenía un gran porcentaje de posibilidades de escapar.
A causa del paso elevado, la avenida Roosevelt estaba flanqueada por pilares de cemento que dificultaban la visión de lo que ocurría en la acera de enfrente o una manzana más adelante. Era el lugar ideal para un encuentro de aquella especie.
Exactamente a las dos y treinta y cinco aparcó en la avenida Roosevelt a menos de media manzana de distancia del acceso a la autopista Brooklyn-Queens.
A las dos y treinta y seis vio acercarse los faros de un coche que procedía de la autopista. Al punto se tapó el rostro con una media.
Era el Mercury de Peterson. Por un segundo pensó que se le echaba encima pues las ruedas giraron hacia su coche. ¿O estaría haciendo una fotografía del Pontiac? Si creía que iba a servirle de algo…
El automóvil de Peterson se detuvo casi paralelamente al suyo junto al bordillo de la acera opuesta. Tragó saliva nerviosamente. La calle estaba desierta. Tenía que actuar con rapidez. Cogió la bolsa de lona. En una revista de electrónica había leído que la policía solía colocar en las maletas que contenían el dinero de los rescates unos aparatitos que emitían una señal. No podía correr ese riesgo.
Aquella bolsa de lona vacía que pronto contendría el dinero, resultaba reconfortante al tacto. Bajó del coche y cruzó la calle sin ruido. Sesenta segundos más y se hallaría a salvo. Llamó al cristal de la ventanilla de Peterson y le indicó de que la bajara. Luego miró al interior del vehículo. Iba solo. Arrojó la bolsa sobre sus rodillas.
La débil luz de las farolas proyectaba sobre el coche las sombras de los pilares. Con una voz sorda, un susurro previamente ensayado, le dijo a Peterson que no le mirase y que introdujera el dinero en la bolsa de lona.
Peterson no opuso resistencia. Parapetados tras la máscara de nilón, los ojos de Zorro recorrían la zona. Sus oídos estaban atentos al mínimo ruido. No se oía venir a nadie. Estaba seguro de que la policía había seguido a Peterson, pero probablemente querían estar seguros de que tenía lugar el encuentro.
Vio cómo Peterson introducía el último fajo de billetes en la bolsa. Le ordenó entonces que la cerrase y se la diese. La sopesó avaramente. Siempre en voz baja advirtió a Steve que esperase quince minutos y le aseguró que podría recoger a Sharon y a Neil a las once y media de aquella mañana.
—¿Tiene usted algo que ver con la muerte de mi esposa?
La pregunta le pilló de sorpresa. ¿Estarían empezando a sospechar? Tenía que huir. Gruesas gotas de sudor empapaban el traje bajo el abrigo marrón y mantenían calientes sus pies a pesar de aquel viento helado que mordía sus tobillos.
Cruzó la calle y volvió a subir al Pontiac. ¿Se atrevería Peterson a seguirle?
No. Seguía inmóvil dentro del coche oscuro y silencioso.
Apretó a tope el acelerador del Pontiac, subió como una bala el pequeño ramal de acceso a la autopista Brooklyn-Queens, siguió dos minutos por un carril de la autopista hasta llegar a la Grand Central, y se incorporó al poco tráfico que rodaba en dirección al Este. Tres minutos después llegaba al aeropuerto de La Guardia.
A las dos y cuarenta y seis sacaba un tíquet de la máquina automática situada a la entrada del aparcamiento número cinco.
Noventa segundos después aparcaba el Pontiac en el lugar que ocupara anteriormente tal y como lo había encontrado. La única diferencia era un poco menos de gasolina y unas cuantas millas más en el contador correspondiente.
Bajó del coche, lo cerró cuidadosamente y transportó la bolsa de lona hasta el Volkswagen verde oscuro. Sólo cuando se encontró dentro de su automóvil tirando del cordón que cerraba la bolsa, respiró con cierta tranquilidad.
Al fin logró desatarlo. Iluminó con el haz de luz de la linterna el interior de la bolsa. Una sonrisa carente de humor, semejante a la de una carátula, se dibujó en sus labios. Cogió el primer fajo de billetes y empezó a contarlos.
Estaba todo el dinero que había pedido. Ochenta y dos mil dólares. Cogió la maleta vacía que había colocado en el asiento trasero, y comenzó a apilar los billetes en su interior ordenadamente. Llevaría consigo esa maleta en el interior del avión.
A las siete salió del aparcamiento y se fundió con el tráfico matutino que fluía hacia el centro de Nueva York. Una vez en Manhattan, aparcó el automóvil en el garaje de Biltmore y subió a su habitación donde se afeitó, se duchó y pidió que le trajeran el desayuno.