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¿No quiere hacerme ninguna pregunta, señor Peterson? ¿Está seguro de haberlo entendido todo bien?

Hugh y Steve se hallaban en el vestíbulo. De la mano de este último pendía la pesada maleta que contenía el dinero del rescate.

—Creo que sí.

Su voz sonaba serena, casi monótona. En algún momento de aquellas últimas horas, la fatiga había desaparecido de su cuerpo. Una especie de insensibilidad incontrolable le tenía como anestesiado. Ya no sentía dolor ni preocupación. Podía pensar con toda claridad de una forma casi abstracta. Se hallaba de pie, en la cresta de una colina, contemplando una tragedia de la que era al mismo tiempo actor y espectador.

—Vamos a ver. Repítamelo.

Hugh reconocía los síntomas en su interlocutor. Peterson estaba llegando al límite de su resistencia emocional. Había entrado ya en una especie de conmoción. Aquella idea del secuestrador de imitar la voz de su mujer había sido el colmo. Y el pobre hombre seguía insistiendo en que realmente se trataba de ella. ¡Qué modo tan grosero, tan rudimentario de tratar de relacionar el secuestro con la muerte de Nina! Hugh había reparado también en un par de cosas más. Por ejemplo, en que Sharon había pedido disculpas. Luego Neil había dicho que Sharon le cuidaba. ¿Querría decir con ello que se trataba de un fraude, de una comedia?

¿Lo era?

Quizá John Owens pudiera ayudarles. Habían conseguido localizarle y le esperaba en la oficina del FBI en Nueva York.

Steve habló.

—Iré directamente a la cabina telefónica de la calle Cincuenta y nueve. Si llego demasiado pronto, esperaré en el automóvil y hasta pocos segundos antes de las dos de la madrugada. A esa hora, bajaré del coche y esperaré junto al teléfono. Probablemente me dirá que vaya a otra cabina. Le obedeceré. Después, lo más seguro es que, como esperamos, pueda encontrarme cara a cara con el secuestrador para entregarle la maleta. Cuando me separe de él, iré al cuartel general del FBI situado en la esquina de la calle Sesenta y nueve y la Tercera Avenida. Usted me estará esperando para sacar las cámaras fotográficas del coche y revelar las fotografías.

—Eso es. Recuerde que le seguiremos a distancia. El aparato electrónico que lleva su coche nos informará de sus movimientos. Uno de nuestros hombres estará esperando para seguirle por la autopista y asegurarse de que no le ocurre nada. Señor Peterson, buena suerte.

Le tendió la mano.

—¿Suerte? —Steve repitió la palabra con asombro, como si la oyera por primera vez—. Últimamente no he pensado tanto en la suerte como en una vieja maldición, la maldición de Wexford. ¿La conoce usted por casualidad?

—Creo que no.

—No la recuerdo entera, pero dice más o menos: «Que el zorro haga su nido en el hueco de tu hogar y que tus ojos se apaguen de modo que no vuelvas a ver aquello que más amas. Que la bebida más dulce se transforme en tus labios en la copa amarga del dolor…». Hay más, pero con esto ya se hará una idea de por dónde va la cosa. Bastante apropiado, ¿verdad?

Steve salió sin esperar a oír la respuesta. Hugh vio al Mercury salir de la avenida a la calle y girar a la izquierda en dirección a la carretera. «Que el zorro haga su nido en el hueco de tu hogar…». «¡Que Dios le ayude!», se dijo. Meneó la cabeza tratando de liberarse de la sensación de desastre inminente que le invadía y cogió su abrigo. No había un solo coche del FBI aparcado ante la casa. Él y los agentes salían por la puerta trasera y atravesaban a pie los dos acres de bosques que se extendían a espaldas de la casa de Steve. Los coches estaban aparcados en un estrecho camino que habían abierto cuando hicieron el alcantarillado de aquella zona. No podían ser vistos desde la calle.

Quizá John Owens pudiera sacar alguna conclusión de la cinta que había enviado el secuestrador. John, un agente jubilado que había quedado ciego veinte años atrás, había desarrollado hasta tal punto el sentido del oído que podía interpretar todos los sonidos de fondo en cintas de ese tipo con increíble propiedad. Por eso acudían a él siempre que una grabación cobraba importancia para la resolución de un caso. Después, como es natural, se enviaba la cinta al laboratorio donde se la sometía al oportuno análisis. Pero el resultado de éste tardaba días en saberse.

Hugh le había preguntado a Steve acerca de la familia de Nina sin explicarle por qué. Pertenecía a la cuarta generación de una de las familias más aristocráticas de Filadelfia. Se había educado en un internado suizo y más tarde había asistido a la Universidad de Bryn Mawr. Sus padres vivían ahora casi permanentemente en una gran casa que poseían en Montecarlo. Hugh recordó haberlos conocido en el funeral de Nina. Habían venido desde Europa por avión para el entierro de su hija. Apenas cambiaron con Steve unas pocas palabras. Eran una pareja muy estirada, de eso no cabía la menor duda.

Esa información le bastaba a Owens para dar una opinión bastante aproximada de si se trataba de la voz de Nina o de una imitación. Hugh estaba seguro de cuál sería la respuesta.

Habían limpiado la autopista Merritt y, aunque seguía nevando, el recorrido fue menos peligroso de lo que Steve esperaba. Temía que el secuestrador renunciara a encontrarse con él si la huida había de resultarle arriesgada. Ahora estaba casi seguro de que se atrevería a establecer contacto.

Se preguntaba por qué le habría hecho Hugh todas esas preguntas acerca de Nina. Al parecer sólo quería saber unos cuantos hechos básicos. «¿En qué universidad estudió su mujer, Peterson?». «Estudió en Bryn Mawr». Se habían conocido cuando los dos eran ya estudiantes de especialidad. Él estaba en Princeton. Fue amor a primera vista. Cursi, pero cierto. «Ella pertenecía a la cuarta generación de una de las familias más aristocráticas de Filadelfia». A él no le tragaban. Querían que Nina se casara con un hombre «de su misma clase», como ellos decían. Con un hombre de buena familia, de dinero, y de origen aristocrático, no con un estudiante pobre que trabajaba de camarero en la Posada de Nassau para complementar su beca, un antiguo alumno del Instituto Cristóbal Colón, del Bronx.

¡Dios mío! ¡Cómo se pusieron cuando empezaron a salir juntos! Recordaba haberle dicho a su esposa en una ocasión: «¿Cómo es posible que seas hija de esa gente?». Nina era tan graciosa, tan inteligente, tan poco pretenciosa. Se casaron nada más graduarse. Luego a él le llamaron a filas y finalmente le enviaron a Vietnam. Pasaron dos años sin verse. Al final le dieron un permiso y se encontraron en Hawai. Le pareció tan hermosa cuando la vio bajar corriendo la escalerilla del avión para refugiarse en sus brazos…

Al poco de licenciarse empezó a estudiar en Columbia. Cuando acabó la carrera, consiguió un empleo en la redacción de Time, se mudaron a Connecticut y ella quedó embarazada de Neil.

Cuando nació el niño, él le regaló un Karman Ghia que ella recibió con una alegría más propia de un coche de la calidad de un Rolls, que era el automóvil que su padre tenía. Vendió el Karman una semana después del funeral. No podía soportar verlo aparcado junto a su Mercury en el garaje. La noche en que la encontró muerta al volver a casa, salió a mirarlo animado por un débil rayo de esperanza. «Un día te matarás por un descuido», le había dicho. Pero el neumático nuevo reemplazaba en la rueda delantera al de repuesto que ocupaba su lugar en el portaequipajes. Si Nina no se hubiera molestado en cambiarlo aquel mismo día, habría sabido que no se había tomado su enfado demasiado en serio.

Nina. Lo siento.

Sharon le había hecho revivir. Su insensibilidad, su dolor, se habían derretido ante ella como se derrite el hielo al calor del sol en primavera. Los últimos seis meses habían sido una delicia. Empezaba a pensar que el destino le ofrecía una segunda oportunidad para ser feliz.

Tenía treinta y cuatro años, no veintidós. A esa edad uno no se enamora ya a primera vista.

¿O sí?

Aquel primer encuentro en el programa Today. Al acabar la emisión, salieron de los estudios juntos y se pararon a hablar ante la puerta del edificio de la televisión. Desde la muerte de Nina no se había interesado por ninguna mujer, pero aquella mañana se encontró teniendo que vencer una fuerte resistencia a separarse de Sharon. Le esperaban para una junta y le fue imposible invitarla a desayunar. Al final no pudo por menos de decir: «Verá, tengo que irme ahora, pero ¿podríamos cenar juntos esta noche?».

Sharon contesto que sí muy deprisa, como si hubiera estado deseando que se lo preguntara. El día le pareció interminable hasta que al fin se halló ante la puerta del apartamento de la muchacha llamando al timbre. En aquellos días sus respectivas actitudes con respecto a la pena de muerte eran más de tipo ideológico que personal. Sharon no empezó a reprocharle su posición hasta que comenzó a creer que podía salvar a Ronald Thompson.

Se hallaba en la autopista que atravesaba el condado. Sus manos actuaban con independencia de su mente seleccionando carreteras sin ayuda de su decisión consciente. ¡Sharon! Era un placer poder volver a hablar con alguien cenando en un restaurante o tomando una copa después del trabajo en su casa. Ella entendía los problemas que representaba lanzar una nueva revista, la lucha por conseguir publicidad, lectores… «No es una conversación muy propia de enamorados, pero peor podría ser…», le había dicho él una vez bromeando.

Había dejado su trabajo en Time para pasarse a Events pocos meses antes de la muerte de Nina. Con ello había corrido un riesgo. En Time ganaba mucho dinero. Pero en parte lo había hecho por orgullo. Iba a ayudar a crear la mejor revista del país. Sería accionista y director de una publicación importante. ¡Menuda lección iba a darle al padre de Nina! ¡Iba a tragarse sus palabras una a una!

Los padres de Nina le culparon de la muerte de su hija. «Si hubieras tenido una casa con la servidumbre y vigilancia apropiadas, no le habría pasado nada», dijeron. Habían querido llevarse a Neil a Europa con ellos. ¡Neil con ese par de imbéciles!

¡Neil! ¡Pobre criatura! De tal palo tal astilla. La madre de Steve había muerto cuando él tenía tres años. Su padre no volvió a casarse. Había sido un error. Él creció echando en falta a su madre. Recordó cuando tenía siete años una ocasión en que su profesora estaba enferma y otra vino a sustituirla. Aquel día todos los chicos dibujaron tarjetas para el día de la madre. Al acabar las clases, cuando vio que él no guardaba la suya en la cartera, le preguntó: «No irás a dejarla aquí, ¿no? Ya verás cómo le gusta a tu mamá cuando se la des el domingo». Él la rompió en mil pedazos y salió corriendo de la clase.

No quería que a Neil le sucediera lo mismo. Deseaba que creciera en un hogar feliz rodeado de hermanos y hermanas. Ni quería vivir tampoco él como había vivido su padre, solo, haciendo de su hijo el centro de su vida, presumiendo ante sus compañeros de oficina de que estudiaba en Princeton. Un hombre solitario en un apartamento solitario. Una mañana no se despertó. Cuando no se presentó en el trabajo, fueron a buscarle. Al rato iban a recoger a Steve al colegio.

Quizá por eso durante estos últimos años había mantenido una postura tan firme con respecto a la pena capital. Porque sabía cómo vivían los ancianos pobres, lo poco que tenían. Porque le ponía enfermo pensar que cualquiera de ellos podía ser asesinado por cualquier criminal.

Había colocado la maleta con el dinero sobre el asiento delantero, a su lado. Hugh le había asegurado que los secuestradores no podían detectar el aparato electrónico. Ahora se alegraba de haberle permitido que lo instalara.

A la una y media, Steve salió de la autopista en la salida de la calle Cincuenta y siete. A las dos menos veinte aparcaba junto a la cabina telefónica situada ante la puerta de Bloomingdale’s. A las dos menos diez se bajó del coche y, sin reparar siquiera en el viento helado, húmedo, que azotaba las calles, esperó de pie en la cabina.

A las dos en punto sonó el timbre del teléfono. La misma voz sorda, ahogada, de la vez anterior, le ordenó que se dirigiera inmediatamente a la cabina situada en la esquina de la calle noventa y seis y la avenida Lexington.

A las dos y cuarto sonó el teléfono. La voz le ordenó a Steve que se dirigiera al puente Triborough y tomara allí la autopista Grand Central hasta la salida de la Brooklyn-Queens. Que siguiera hasta la avenida Roosevelt, doblara a la izquierda pasada la primera manzana, y aparcara inmediatamente después. Debía apagar los faros y esperar.

—Asegúrese de que lleva la suma convenida y vaya solo —dijo la voz a modo de conclusión.

Steve garrapateó frenéticamente las instrucciones y se las repitió después a su interlocutor. Apenas hubo acabado, el secuestrador colgó.

A las dos y treinta y cinco dejaba la autopista Brooklyn-Queens en la salida de la avenida Roosevelt. A media manzana, al otro lado de la calzada, había un coche aparcado. Al pasar frente a él hizo girar ligeramente el volante con la esperanza de que las cámaras ocultas en las ruedas fotografiaran el modelo y la matrícula. Luego aparcó junto a la acera y esperó.

Era una calle oscura. Las puertas y los escaparates de las míseras tiendas que se abrían a ambos lados de la calle estaban protegidos por barras y cadenas. Un paso elevado contribuía a oscurecer la calle en unión de la nieve que continuaba cayendo como una cortina y eliminaba la poca visibilidad restante.

¿Podrían localizarle los agentes del FBI por medio del aparato electrónico? ¿Y si dejaba de funcionar? No había notado que le vigilara ningún coche, pero ya le habían avisado que no le seguirían de cerca.

Oyó unos golpecitos en la ventana del lado del conductor. Steve volvió la cabeza y sintió una súbita sequedad en la boca. Una mano enguantada le decía por gestos que bajara la ventanilla. Hizo girar la llave del encendido y apretó el botón que hacia descender mecánicamente las ventanillas.

—No me mire, Peterson.

Pero ya había vislumbrado un abrigo marrón y un rostro cubierto por una media. Algo le cayó en el regazo. Era una bolsa de lona. Sintió una sensación de náusea. No pensaba llevarse la maleta con el aparato electrónico. Desconfiaba de él.

—Abra esa maleta y meta el dinero en la bolsa. Dése prisa.

Trató de ganar tiempo.

—¿Cómo sé que va a devolverme ilesos a mi hijo y a Sharon?

—He dicho que meta el dinero en la jodida bolsa.

Detectó la enorme tensión que revelaba aquella voz. El hombre estaba extremadamente nervioso. Si el miedo le impulsaba a huir sin el dinero, era muy posible que matara a Sharon y a Neil. Con las manos temblorosas, Steve sacó los fajos de billetes de la maleta y los fue metiendo en la bolsa de lona.

—Ciérrela.

Ató las cuerdas fuertemente.

Miró hacia adelante.

—¿Y mi hijo y Sharon?

Unas manos enguantadas se introdujeron en el coche a través de la ventanilla y le arrebataron la bolsa. Los guantes. Trató de no mirarlos. Bastos. Una imitación barata de piel de color gris o marrón oscuro. Grandes. La manga del abrigo estaba raída. Unas cuantas hilachas colgaban del puño.

—Le vigilan, Peterson. —La voz del secuestrador sonaba tensa, casi temblorosa—. Quédese aquí un cuarto de hora más. Recuérdelo. No se mueva en quince minutos. Si nadie me sigue y me ha dado la suma convenida, le diré dónde puede recoger a su hijo y a Sharon a las once y media.

¡A las once y media! La hora exacta de la ejecución de Ronald Thompson.

—¿Tiene usted algo que ver con la muerte de mi mujer? —estalló Steve.

No hubo respuesta. Esperó unos segundos y volvió después la cabeza con cautela. El secuestrador había desaparecido. Un coche arrancaba al otro lado de la calle.

Según su reloj eran las dos y treinta y ocho. El encuentro había durado menos de tres minutos. ¿Le vigilarían? ¿Habría alguien observándole desde el tejado de alguno de aquellos edificios, listos para informar de sus movimientos? El FBI no contaba para localizar al secuestrador con el aparato que habían instalado en la maleta. ¿Debía arriesgarse a arrancar antes de tiempo?

No.

A las dos y cincuenta y tres, Steve dio una vuelta completa y se dirigió a Manhattan. A las tres y diez se hallaba en el cuartel general del FBI situado en la esquina de la calle Setenta y nueve y la Tercera Avenida, en el corazón de Manhattan. Unos cuantos agentes de gesto adusto corrieron hacia su automóvil y comenzaron a desmontar los faros. Hugh escuchó gravemente sus explicaciones mientras subían en el ascensor hasta el piso número doce. Allí le presentó a un hombre de cabello blanco como la nieve y expresión de inteligencia tras sus grandes gafas ahumadas.

—John ha escuchado la cinta —explicó Hugh—. Por el sonido de las voces y el grado del eco, deduce que Sharon y Neil se hallan en un cuarto casi vacío, muy frío, de unos cuatro metros de largo por ocho de ancho. Puede que se trate del sótano de un almacén. A lo lejos se oye el ruido de trenes que llega desde una estación cercana.

Steve le miraba mudo.

—Dentro de poco podré concretar mucho más —dijo el agente ciego—. No crea que en esto hay magia. Se trata sólo de escuchar con la misma intensidad con que se estudia una muestra al microscopio.

«Un cuarto casi vacío, muy frío», un almacén posiblemente. Steve miró a Hugh acusador.

—¿Qué me dice usted ahora de su teoría según la cual Sharon había planeado todo esto?

—No lo sé —replicó Hugh sencillamente.

—Señor Peterson, esa última voz en la cinta… —La voz de John Owens revelaba cierta duda—. ¿Por casualidad su mujer habló francés antes que inglés?

—No, en absoluto. Creció en Filadelfia hasta que la mandaron a un internado en Suiza a los diez años. ¿Por qué?

—Hay algo en su entonación que sugiere que no fue el inglés la primera lengua que habló.

—¡Un momento! Nina me contó que había tenido una niñera francesa y que de pequeña pensaba en francés y no en inglés.

—A eso exactamente me refería. Entonces no se trata de un impostor. No es ninguna imitación. Usted no se equivocó al identificar la voz de su mujer.

—Esta bien. He cometido un error —dijo Hugh—. Pero John dice que esa última parte la añadieron a la cinta después de grabar las voces de Sharon y Neil. Piense usted, señor Peterson. El que ha planeado todo esto sabe mucho de usted. ¿Ha estado alguna vez en una fiesta donde alguien pudo filmar una de esas películas familiares o grabar la voz de su esposa para luego entresacar estas palabras?

Le resultaba tan difícil concentrarse… Steve frunció el ceño.

—Ya lo tengo. En el Club de Campo. Cuando lo renovaron y lo decoraron de nuevo hace cuatro años, hicieron una película para no sé qué asociación filantrópica. Nina se encargó de la narración. Iba de habitación en habitación explicando los cambios que se habían hecho en cada una.

—Parece que al fin vamos por buen camino —dijo Hugh—. ¿Pudo decir esas palabras durante la narración?

—Posiblemente.

Sonó el teléfono. Hugh descolgó el auricular. Se identificó y escuchó atentamente.

—Bien. Que sigan trabajando en ello.

Colgó de golpe. Tenía el aspecto de un cazador que husmea el rastro del animal.

—Las nieblas empiezan a disiparse, señor Peterson —dijo—. Ha conseguido usted una foto muy clara de la matrícula y del coche. Estamos tratando de identificarlo.

¡La primera esperanza que se le ofrecía! Entonces, ¿por qué seguía sintiendo aquel nudo en la garganta? Demasiado fácil, le decía interiormente una voz. No averiguarían nada.

John Owen volvió la cabeza hacia el lugar de donde procedía la voz de Steve.

—Señor Peterson, sólo una pregunta. Mi impresión es que, si realmente se trata de su esposa, dijo estas palabras mientras abría una puerta. ¿Recuerda usted alguna que haga al abrirse un sonido ligero, una especie de irrrk?

Hugh y Steve se miraron. Era una tomadura de pelo, pensó Steve. Una farsa. Demasiado tarde para todos.

Hugh contestó en su lugar.

—Sí, John. Ese es exactamente el ruido que hace al abrirse la puerta de servicio de la casa del señor Peterson.