33

—Por lo que más quieras, querida. Es ya casi de noche. Déjalo.

Roger vio impotente cómo Glenda negaba con la cabeza. Alarmado, constató que el frasco de tabletas de nitroglicerina que había sobre la mesilla de noche de su esposa estaba casi vacío. Aquella misma mañana lo había visto lleno.

—No. Tengo que recordar. Sé que lo recordaré. Roger, vamos a probar de otra forma. Te diré todo lo que hice el mes pasado. Lo he anotado día a día, pero sé que se me olvida algo. Quizá si te lo cuento…

Sabía que era inútil resistirse. Acercó una silla a la cama y se dispuso a concentrarse. Le dolía la cabeza. El médico había vuelto y se había puesto furioso al ver el estado de nervios en que se hallaba Glenda. Naturalmente, no había podido explicarle la razón de su agitación.

Insistió en administrarle una fuerte inyección de calmante, pero Roger sabía que su esposa nunca le perdonaría que dejara que la durmieran en esas circunstancias. Ahora, al ver su palidez cenicienta y el tono púrpura de sus labios, recordó el día en que sufrió la trombosis… «Hacemos todo lo que podemos, señor Perry… Puede morir en cualquier momento… Será mejor que avise a sus hijos».

Pero ella había sobrevivido. «¡Dios mío! Si de verdad sabe algo, haz que lo recuerde». Si Sharon y Neil morían y luego Glenda pensaba que podía haberlos salvado… Eso la mataría.

¿Qué sentiría Steve en este momento? Pronto llegaría la hora de que saliera para Nueva York con el dinero del rescate.

¿Dónde estaría ahora la madre de Ronald Thompson? ¿Qué estaría pensando? ¿Sentiría esa misma angustia, esa misma sensación de fracaso y frustración? Claro que sí.

¿Y qué sería de Sharon y de Neil? ¿Tendrían mucho miedo? ¿Les habrían maltratado? ¿Seguirían vivos, o sería ya demasiado tarde?

Y, para colmo, Ronald Thompson. Durante el juicio Roger no había hecho más que pensar cuánto se parecía a Chip y a Doug cuando éstos tenían su misma edad. A los diecinueve años sus hijos estudiaban ya segundo curso de carrera, Chip en Harvard y Doug en la Universidad de Michigan. Ese era el lugar que correspondía a un chico de diecinueve años. La universidad, no la celda de los condenados a muerte.

—Roger —Glenda habló con serenidad—. Quizá si hicieras una especie de diagrama para cada día, hora por hora, ya sabes lo que quiero decir… Eso me ayudaría mucho a recordar. Acércate a mi escritorio. Encontrarás un cuaderno.

Roger hizo lo que su esposa le pedía.

—Verás —dijo Glenda—. Estoy segura de que recuerdo perfectamente lo que hice ayer y el domingo, así que no perdamos el tiempo con esos dos días. Empezaremos con el sábado…