Lally estaba tan preocupada por aquellos intrusos que cuando se encontró con Rosie en la sala de espera principal le soltó apresuradamente toda la historia. Nada más hacerlo se arrepintió.
—Esa habitación significaba mucho para mí —dijo tristemente al terminar. ¿Qué haría ahora si Rosie se empeñaba en compartir el cuarto con ella? No podía permitírselo. Imposible.
Pero su preocupación era infundada.
—¿Quieres decir que duermes en Sing-Sing? —preguntó Rosie incrédula—. No conseguirías llevarme allí ni por todo el oro del mundo. Ya sabes cómo odio a los gatos. Los odio profundamente.
¡Claro! No se acordaba. A Rosie le daban miedo los gatos. Era capaz de cruzar a la otra acera cuando iba por la calle para no cruzarse con uno.
—Bueno, ya sabes que yo en eso soy distinta —dijo Lally—. A mí me encantan los gatos. Los pobres pasan hambre, y ahora más que nunca en ese túnel —dijo exagerando la verdad. Rosie se estremeció.
—Imagino que ahora están allí los dos escondiditos, pero cuando él se vaya iré a darle un susto a la chica —concluyó Lally. Rosie estaba sumida en sus pensamientos.
—Supón que te equivocas —apuntó—. Supón que entras y te lo encuentras allí. Dices que parece una mala persona.
—Peor que eso. Quizá puedas ayudarme a vigilarle.
A Rosie le encantaban las intrigas. Sonrió ampliamente dejando al descubierto una hilera de dientes rotos y amarillentos.
—Claro que sí.
Acabaron de beberse el café, guardaron en sus bolsas unos trozos sobrantes de sus bollos, y se encaminaron al nivel inferior de la estación.
—Puede que tarde en salir —dijo Lally.
—No importa. Lo malo es que hoy está de servicio Olendorf —repuso Rosie.
Era uno de los vigilantes más estrictos. No permitía vagabundear a nadie por la estación. Siempre andaba persiguiéndoles a todos para asegurarse de que no mendigaban ni iban dejando basura por la terminal.
Con cierto nerviosismo, se apostaron junto a los escaparates de la librería Open Book. Pasó el tiempo. Esperaron con impaciencia, casi inmóviles. Lally tenía preparada una excusa por si Olendorf les preguntaba qué hacían allí. Le diría que una amiga suya le había avisado que iba a llegar a Nueva York y que habían quedado en encontrarse en ese lugar.
Pero el vigilante pasó junto a ellas sin hacerles caso. Los pies y las piernas de Lally comenzaban a latir de fatiga. Iba a sugerirle a Rosie que dieran por terminada la guardia, cuando una riada humana subió las escaleras procedente del andén de Mount Vernon. Entre los pasajeros iba un hombre de cabello oscuro y andar envarado. Lally tomó a su amiga del brazo.
—Es ése —exclamó—. Mira, va hacia las escaleras. Es ése del abrigo marrón y los pantalones verdes.
Rosie aguzó la vista.
—Sí. Ya le veo.
—Ahora ya puedo bajar —dijo Rosie exultante.
—Yo no bajaría mientras Olendorf ande rondando por ahí. Acaba de darse una vuelta por esa zona.
Pero Lally no se dejó disuadir. Esperó a que el vigilante se fuera a comer y entonces se escurrió hasta el andén. Los pasajeros comenzaban a subir al tren de las doce y diez. Su presencia pasaría inadvertida. Desapareció en lo más profundo del andén y bajó la rampa a la mayor velocidad que le permitía la artritis que padecía en las rodillas.
La verdad era que no se sentía muy bien. Aquél había sido el invierno mas duro de su vida. La artritis se había extendido a la espalda y a las plantas de los pies. Le dolía todo el cuerpo. Estaba deseando tenderse y descansar en su viejo catre. En dos minutos echaría a la intrusa de allí. «Señorita —le diría—, la policía se ha dado cuenta de que está usted aquí y viene a detenerla. Váyase enseguida y avise a su amigo».
Con eso bastaría.
Pasó apresuradamente junto al generador, en torno a las bocas de los ventiladores… El túnel se abría ante ella oscuro y silencioso.
Miró la puerta de su habitación y sonrió gozosa. Ocho pasos más y se halló al pie de la escalera que conducía hasta ella. Pasó la bolsa al otro brazo y con la mano derecha sacó la llave del bolsillo de la chaqueta.
—¿Adónde vas, Lally? —preguntó repentinamente una voz aguda.
Lally gritó asustada y casi cayó de espaldas por la escalera. Recuperó el equilibrio y pensando en una excusa a toda velocidad se volvió lentamente para enfrentarse con el corpachón amenazador del agente Olendorf. Rosie tenía razón, había estado vigilándola. Había fingido irse a comer para que cayera en la trampa. Deslizó la llave en la bolsa de la compra. ¿Le habría visto sacarla?
—Te he preguntado adonde vas, Lally.
Cerca de ellos retumbaron los generadores. Sonó un estruendo sordo y un chirriar de frenos. Un tren se detenía en el andén del piso superior. Lally continuaba en silencio, impotente.
Un súbito sonido agudo, un maullido estridente llegó hasta sus oídos desde un rincón oscuro y en su mente nació la inspiración.
—¡Los gatos! —dijo señalando con mano temblorosa las siluetas de los famélicos animales—. Están muertos de hambre. Pensaba darles algo de comer. Estaba sacando la comida de la bolsa…
Sacó apresuradamente la servilleta en que había envuelto las sobras del desayuno.
El vigilante examinó con disgusto el grasiento trozo de papel, pero cuando volvió a hablar lo hizo con menos hostilidad.
—Lo siento por ellos, pero tú no tienes nada que hacer por aquí, Lally. Échales eso y lárgate.
Su mirada abandonó a Lally, se deslizó escaleras arriba y se detuvo pensativa en la puerta del cuarto. El corazón de la anciana latió desbocadamente. Recogió la bolsa, se volvió hacia los gatos, les arrojo las migajas y les contempló mientras luchaban por ellas.
—¿Ve qué hambre tienen? —dijo para aplacar al vigilante—. ¿Tiene usted gatos en casa, señor Olen?
Se alejaba de allí y quería que él la siguiera. ¿Que pasaría si decidía usar su llave maestra y registrar el cuarto? Si encontraba allí a la chica seguro que cambiarían la cerradura. Hasta quizá pondrían un candado.
Olendorf dudó, se encogió de hombros y al fin se decidió a seguirla.
—Antes sí, pero mi mujer ha decidido que no quiere tener más. Desde que murió uno que quería con locura y casi enfermó del disgusto.
Ya a salvo, de vuelta en la sala de espera, Lally cayó en la cuenta de que el corazón le latía desacompasado. Su plan había fracasado. No podría volver a su habitación hasta la noche, cuando Olendorf acabara su turno y se fuera a casa. Dando gracias al destino porque los gatos se hubieran peleado por las migajas, se acercó a una papelera y sacó de ella un ejemplar de la revista People y las primeras páginas del periódico The Village Voice.