30

Hank Lamont aparcó su automóvil ante la puerta de la taberna El Molino, situada en la avenida Fairfield de Carley. Nevaba intensamente y unas fuertes ráfagas de viento azotaban el parabrisas. Aguzó la mirada de sus grandes ojos azules e inocentes para estudiar el mal iluminado interior del local. Parecía casi vacío. Probablemente los clientes se habían quedado en casa esta noche a causa del mal tiempo. Mejor. Así tendría oportunidad de hablar con el camarero. Ojalá fuera de esos que enseguida pegan la hebra.

Se bajó del automóvil. «¡Menudo frío hace! —se dijo—. ¡Una nochecita de perros!». No sería nada fácil seguir al coche de Peterson. Probablemente habría tan poco tráfico en la carretera que los pocos automóviles que rodaran por ella saltarían a la vista por poca atención que se prestara.

Abrió la puerta y entró en la taberna. En el interior reinaba un calorcillo reconfortante. Flotaba en el ambiente un tenue olor a cerveza y comida que no resultaba precisamente desagradable. Parpadeó para quitarse los copos de nieve de las pestañas y miro hacia la barra. Había sólo cuatro hombres junto a ella. Se aproximó, asentó su corpachón en uno de los taburetes y pidió una botella de Michelo.

Mientras bebía recorrió el local con la mirada. Dos de los clientes miraban un partido de hockey que retransmitía la televisión. Hacia el centro de la barra, un ejecutivo bien vestido, de mirada vidriosa y escasos cabellos canosos, bebía lentamente un martini. Su mirada se cruzó con la de Hank.

—¿Está de acuerdo, caballero, en que un hombre prudente no debe aventurarse a conducir ni diez kilómetros en estas condiciones? ¿No cree que es más práctico llamar un taxi? —Meditó un momento sobre sus circunstancias personales—. Especialmente si lleva encima una buena curda —añadió innecesariamente.

—Tiene usted razón —afirmó Hank de buena gana—. Vengo conduciendo desde Peterboro y le aseguro que las carreteras están desastrosas.

Bebió un largo trago de cerveza. El camarero secaba unos vasos.

—¿Es usted de Peterboro? No le he visto nunca por aquí, ¿verdad?

—No. Estoy de paso. Me entraron ganas de hacer una parada y de pronto me acordé de un viejo amigo mío, Bill Lufts. Según me ha dicho siempre, suele venir por aquí a estas horas.

—Sí, viene casi todas las noches —dijo el camarero—. Pero puede que no esté usted de suerte. Ayer no apareció porque era su aniversario de bodas y salió con su mujer. Fueron a cenar y al cine. Pensábamos que después de dejarla en casa se dejaría caer a tomar una copita antes de irse a la cama, pero no apareció. Lo que es raro es que no esté aquí esta noche, a menos que ella le haya echado un buen rapapolvo. Si es así, ya nos lo contará, ¿verdad, Arty?

El otro cliente solitario levantó la vista de la cerveza que bebía, y, sin moverse, contestó:

—A mí todo eso me entra por un oído y me sale por el otro. No me interesan los asuntos familiares.

Hank rió.

—Oiga, ¿y para qué viene uno al bar si no es para desahogar las penas contándoselas a los otros?

Los dos hombres que miraban el partido de hockey apagaron el televisor.

—¡Vaya mierda de partido! —comentó uno de ellos.

—Un latazo —dijo el otro.

—Éste es un amigo de Bill Lufts —dijo el camarero señalando a Hank con un movimiento de cabeza.

—Les Watkins —dijo el más alto.

—Pete Lerner —mintió Hank.

—Joe Reynolds —se presentó el más gordo—. ¿A qué se dedica, Pete?

—Tengo un almacén de fontanería en New Hampshire. Voy a Nueva York a recoger unas muestras. Oigan, ¿por qué no toman una copa a mi salud?

Pasó una hora durante la cual Hank averiguó que Les y Joe trabajaban en un almacén de la cadena Modell situado en la carretera 7, que Arty era mecánico, y que el ejecutivo medio calvo. Allan Kroeger, trabajaba en una agencia de publicidad.

Muchos parroquianos no habían acudido aquella noche a causa del tiempo, entre ellos Bill Finelli y Don Branningan. Charley Pincher solía dejarse caer a aquella hora, pero él y su mujer formaban parte del grupo Pequeño Teatro y esa noche estaban ensayando una nueva obra.

Llegó el taxi de Kroeger. Les Watkins iba a llevar a Joe a su casa. Pidieron la cuenta. Arty se levantó para irse. El camarero rechazó el dinero que le entregaba con un movimiento de mano.

—Esta noche te invito —dijo—. Vamos a echarte de menos.

—Es verdad. Lo mismo digo —exclamó Les—. Buena suerte, Arty. Ya nos escribirás para decirnos cómo te va…

—Gracias. Si fracaso volveré y aceptaré ese empleo que me ofrece Shaw. Siempre me está diciendo que trabaje con él.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Todo el mundo sabe que eres muy buen mecánico —dijo Les.

—¿Adónde va usted? —preguntó Hank.

—A Rhode Island, Providence.

—Lástima que no hayas podido despedirte de Bill —comentó Joe.

Arty rió cínicamente.

—Rhode Island no es Arizona —dijo—. Volveré. Bueno, más vale que me vaya a dormir un poco. Quiero levantarme muy temprano.

Allan Kroeger se acercó a la puerta con paso inseguro.

—Arizona —dijo—. La tierra del desierto pintado.

Los cuatro hombres salieron juntos. Una ráfaga de aire helado se introdujo en el local.

Hank se quedó observando la espalda de Arty mientras éste se alejaba.

—Ese Arty, ¿es muy amigo de Bill Lufts?

El camarero negó con la cabeza.

—¡Qué va! Cualquiera que tenga un par de oídos es amigo íntimo de Bill Lufts en cuanto éste se echa entre pecho y espalda un par de latigazos, ya me entiende. Los muchachos dicen que tiene que aguantar a su mujer todo el día y luego por la noche necesita a alguien que le aguante a él.

—Entiendo. —Hank apartó de un golpe el vaso que se deslizó a través de la barra—. Sírvase una copa a mi salud.

—De acuerdo. Por lo general si hay mucha clientela nunca bebo, pero hoy ya ve que no hay un alma. La nochecita no puede ser peor y no sólo por el tiempo. Le da a uno escalofríos pensar en ese pobre Ronald Thompson, ya sabe. Su madre vive a dos manzanas de mi casa.

Hank entornó los ojos.

—Eso es lo que pasa cuando uno se dedica a ir por ahí matando gente —observó.

El camarero meneó la cabeza.

—La mayoría de los vecinos de por aquí no creemos que ese chico haya matado a nadie. Aunque es cierto que en una ocasión se metió en un buen lío, o sea que todo es posible. Dicen que los peores asesinos parecen gente normal.

—Sí, eso dicen.

—Sabrá usted que Bill y su mujer viven en la casa de la mujer que asesinaron… en la casa de Steve Peterson.

—Sí, ya lo sabía.

—Se llevaron los dos un buen disgusto. Dora les limpiaba la casa hacía varios años. Bill dice que el pobre crío no se ha recuperado todavía, que llora mucho y tiene pesadillas.

—Tuvo que ser un golpe muy duro —dijo Hank.

—Bill y su mujer quieren irse a Florida. Están esperando a que el padre del chico vuelva a casarse. Ahora sale con una escritora, una chica muy guapa, según dice Bill. Venía a Carley anoche.

—¿Sí?

—Sí, el niño no la quiere mucho. Probablemente tiene miedo de que pretenda reemplazar a su madre. Ya sabe cómo son los críos…

—Me lo imagino.

—El padre es director de Events, ya sabe, esa revista que empezó a salir hace un par de años. Ha debido meter un montón de pasta en ese negocio, hasta ha hipotecado la casa. Pero de momento le va muy bien. Bueno, voy a tener que cerrar. No creo que venga ya nadie con este tiempecito. ¿Quiere la última cerveza?

Hank meditó un momento. Necesitaba unas cuantas respuestas más. No tenía tiempo que perder. Dejó el vaso sobre el mostrador, sacó la cartera y mostró su tarjeta de identidad.

—FBI —dijo.

Una hora después se hallaba de regreso en casa de Peterson. Después de conferenciar con Hugh, llamó a la central del FBI en Manhattan. Se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada y habló en voz baja.

—Hugh tenía razón. Bill Lufts es un bocazas. Los parroquianos de la taberna El Molino sabían desde hace dos semanas que iba a salir anoche con su mujer, que Peterson tenía una reunión hasta tarde y que Sharon Martin iba a venir a quedarse con el niño. El camarero me ha dado una lista de diez clientes que suelen hablar con Bill. Algunos de ellos estaban aquí esta noche. No parecen sospechosos. Quizá sí valga la pena averiguar algo sobre Charley Pincher. Él y su mujer son actores. Quizá uno de los dos pueda imitar la voz de una persona a la que oyeron hablar hace dos años. He conocido a un tal Arty Taggert que se va mañana a Rhode Island. Parece inofensivo. Luego dos viajantes. Les Watkins y Joe Reynolds… Yo no perdería el tiempo con ellos. Te doy los otros nombres.

Cuando acabó de leer la lista, añadió:

—Otra cosa. Bill Lufts les dijo a todos hace un mes que Neil tenía una cuenta propia. Había oído hablar a Peterson y a su contable acerca de ello. Así que lo sabían todos los clientes de la taberna y quién sabe cuánta gente más. Bien. Voy para allá con la cinta. ¿Habéis podido localizar a John Owens?

Colgó y atravesó meditabundo el salón. Hugh Taylor y Steve hablaban en el vestíbulo en voz baja. Este ultimo se estaba poniendo el abrigo. Era ya cerca de medianoche y se preparaba para acudir a su cita con Zorro.