El ocupante de la habitación 932 abandonó el Biltmore a las nueve y media de la mañana. Salió por la puerta de la calle Cuarenta y cuatro y se encaminó hacia el este, hacia la Segunda Avenida. El viento, penetrante y preñado de nieve, obligaba a apresurarse a los transeúntes, que andaban con las solapas de los abrigos vueltas hacia arriba.
Ése era el tiempo que a él le convenía. Con el frío la gente no se fijaba en nada.
Se detendría primero en la ropavejería de la Segunda Avenida pasada la calle Treinta y cuatro. Ignorando los autobuses que pasaban cada pocos minutos, anduvo las catorce manzanas. Era un buen ejercicio y necesitaba mantenerse en forma.
La tienda estaba vacía y una vieja dependienta leía desganadamente el periódico de la mañana.
—¿Busca algo en concreto? —le preguntó.
—No. Voy a echar un vistazo a ver qué tienen.
Vio los abrigos de señora y se acercó. Después de revolver unos momentos las manoseadas prendas, eligió un abrigo suelto de lana color gris oscuro que le pareció suficientemente largo. Sharon Martin era bastante alta. Cerca de la percha había una bandeja llena de pañuelos. Cogió el más grande, un rectángulo de tela azul desvaído.
La dependienta introdujo el abrigo y el pañuelo en una bolsa de papel marrón.
A continuación, se dirigió al almacén de artículos sobrantes del ejército. La selección fue fácil. En la sección de camping adquirió un gran bolso de lona. Lo eligió tras asegurarse de que era lo bastante grande para contener el cuerpo del niño, lo bastante duro para no moldearse al contorno del cuerpo delatando así su contenido, y lo bastante ancho para que el aire circulara por su interior cuando no estuviera cerrado.
En el almacén de la cadena Wolworth situado en la Primera Avenida compró seis paquetes de vendas, esparadrapo y dos rollos de cuerda.
Volvió al hotel con sus compras. La cama estaba hecha y habían puesto toallas limpias en el baño. Buscó rápidamente con la vista alguna señal de que la camarera hubiera hurgado en el armario, pero su otro par de zapatos seguía exactamente donde él lo había colocado, un zapato al lado del otro, los dos rozando apenas la vieja maleta negra de doble cerradura que había dejado en el rincón.
Echó el cerrojo de la puerta y dejó las bolsas con sus compras sobre la colcha. Con cuidado, sacó la maleta del armario y la colocó a los pies de la cama. Del bolsillo extrajo una llave con la que abrió la maleta.
Llevó a cabo una inspección completa de su contenido: las fotos, la pólvora, el reloj, los cables, los fusibles, el cuchillo de monte y la pistola. Satisfecho, cerró la maleta.
Salió de la habitación con la bolsa y la maleta. Esta vez bajó al vestíbulo del sótano del Biltmore, a la arcada subterránea que conducía al nivel superior de la estación Grand Central. Había pasado la hora de la gran avalancha de gente que, procedente de las afueras, se dirigía a su trabajo, pero la terminal seguía abarrotada de viajeros que subían y bajaban ajetreadamente de los trenes, personas que utilizaban la estación como atajo para cruzar a la calle Cuarenta y dos o a Park Avenue, personas que se encaminaban a las tiendas de las arcadas, al centro de apuestas, a los restaurantes rápidos, a los puestos de periódicos…
Bajó apresuradamente las escaleras que conducían a la planta inferior y se dirigió al andén 112, del que partían y al que llegaban los trenes de Mount Vernon. El próximo tardaría dieciocho minutos en salir y por lo tanto la zona estaba desierta. Miró rápidamente en derredor para asegurarse de que no le miraba ningún vigilante de la estación, y bajó las escaleras que conducían al andén.
La plataforma se extendía en forma de U. Del extremo opuesto arrancaba una rampa que conducía al interior de la terminal. Recorrió presuroso la distancia que le separaba de la rampa. Sus movimientos eran rápidos, furtivos. Los sonidos eran distintos en esta zona de la estación. Arriba resonaban los pasos de miles y miles de viajeros. Allí latía una bomba neumática, rugían los ventiladores, el agua se filtraba a través del suelo… Las siluetas silenciosas y hambrientas de los gatos sin dueño entraban y salían del túnel que se abría bajo Park Avenue. El estruendo continuo de los trenes llegaba desde el lugar donde todos los que partían de Grand Central daban la vuelta traqueteando con fragor para alejarse de la terminal.
Continuó su descenso gradual hasta hallarse al pie de una empinada escalera de hierro. Subió aprisa y silenciosamente los escalones de metal. De vez en cuando pasaba un vigilante por aquella zona. La luz era escasa, pero aun así…
Al fondo de un pequeño descansillo había una pesada puerta de metal. Depositó en el suelo cuidadosamente la maleta y la bolsa y buscó en su cartera la llave de la puerta. La introdujo nerviosamente en la cerradura que giró quejumbrosamente y la puerta se abrió.
Dentro reinaba la oscuridad. Buscó a tientas el interruptor de la luz y, sin apartar la mano de ella, se agachó e introdujo la maleta y la bolsa en la habitación. Luego dejó que la puerta se cerrara silenciosamente.
El cuarto estaba en penumbra. Sólo se adivinaba el contorno de las paredes. El olor a humedad era intenso. Exhalando un profundo suspiro, el hombre trató de relajarse aplicando a la tarea los cinco sentidos. Prestó oídos a los ruidos de la estación, que llegaban lejanos, discernibles solamente cuando se hacía un esfuerzo deliberado por distinguirlos.
Todo iba bien.
Encendió la luz, y una tenue claridad iluminó la habitación. El resplandor que arrojaban los polvorientos tubos fluorescentes se reflejaba en las paredes y el techo desconchados, proyectando profundas sombras en los rincones. La habitación tenía forma de L. Era un cuarto con paredes de cemento de las que colgaban tiras formadas por varias capas de pintura, una pintura gris resistente a la humedad. A la izquierda, junto a la puerta, había un par de pilas de porcelana, viejas y de gran tamaño. El agua que goteaba de los grifos había abierto en la suciedad acumulada canales de herrumbre. En el centro de la habitación unos irregulares tablones clavados cubrían un hueco semejante a una chimenea. Era un montaplatos. Al fondo de la pared derecha, una puerta entornada dejaba ver un retrete mugriento.
Sabía que el retrete funcionaba. La semana anterior había entrado allí por primera vez en veinte años, y había comprobado el estado de las luces y la fontanería. Algo le había impulsado a venir, a recordar este cuarto cuando estaba madurando su proyecto.
Había un viejo catre de lona, de los que utilizaba el ejército, colocado asimétricamente contra la pared del fondo, y junto a él un cajón de naranjas vacío, boca abajo. El catre y el cajón le preocupaban. Indicaban que alguien había ocupado el cuarto durante algún tiempo. Pero el polvo, la humedad y el olor a encierro que reinaban sólo podían indicar que nadie había entrado allí en meses, quizá años.
La última vez que había estado allí tenía dieciséis años. Más de la mitad de su vida había transcurrido desde entonces. En aquellos tiempos utilizaba ese cuarto el restaurante La Ostrería. Situado directamente debajo de la cocina del local, aquel viejo aparato oculto ahora por tablones, bajaba montones de platos grasientos para ser lavados en las grandes pilas, secados, y vueltos a enviar a la cocina.
Hacia años que La Ostrería había renovado sus instalaciones adquiriendo máquinas lavaplatos. Fue entonces cuando el cuarto fue cerrado. Ya no tenía ninguna utilidad. Nadie quería trabajar en ese agujero pestilente.
Pero aún podía servir para algo.
Cuando se puso a cavilar dónde podía retener al hijo de Peterson hasta que su padre pagara el rescate, recordó aquel cuarto. Fue a verlo y sólo entonces se dio cuenta de hasta qué punto le sería útil. Cuando él trabajaba allí con las manos irritadas a causa de los detergentes, el agua hirviendo y los gruesos paños mojados, de aquella terminal partían gentes bien vestidas en dirección a sus casas y sus automóviles, o se sentaban a las mesas de los restaurantes donde comían gambas, almejas, ostras, lubinas y salmonetes… cuyos restos limpiaba él de los platos.
Ahora conseguiría que todos en Grand Central; Nueva York y el mundo entero repararan en él. A partir del miércoles ya no podrían olvidarle.
No había sido difícil entrar en el cuarto. Le había bastado con hacer un molde de cera de la vieja cerradura oxidada y después una llave. Ahora podía entrar y salir del cuarto a su antojo.
Esta noche Sharon Martin y el niño estaban con él. Gran Central era la mayor estación del mundo, el mejor lugar del universo para esconder a una persona.
Rió en voz alta. Allí a solas podía desahogarse. Se sentía despejado, inteligente, vibrante. Las paredes desconchadas, el viejo catre, los grifos que goteaban y los tablones astillados le excitaban.
Allí él era el amo. Conseguiría el dinero y cerraría aquellos ojos para siempre. No podía aguantar seguir soñando con ellos. No podía soportarlo más. Y ahora, para colmo, se habían convertido en un auténtico peligro.
Faltaban exactamente cuarenta y ocho horas para las once y media de la mañana del miércoles. En ese momento él se hallaría a bordo de un avión en dirección a Arizona, donde nadie le conocía. No podría seguir en Carley. Le harían demasiadas preguntas.
Pero en Arizona, con el dinero… una vez cerrados aquellos ojos para siempre… Si Sharon Martin le amaba, la dejaría acompañarle.
Llevó la maleta junto al catre y la depositó en el suelo. La abrió, sacó una grabadora diminuta y una cámara fotográfica y las introdujo en el bolsillo de su informe abrigo marrón. En el derecho puso el cuchillo de monte y la pistola. Se aseguró de que no delataban su forma a través de la gruesa tela del abrigo.
Abrió la bolsa y extendió su contenido sobre la lona del catre. Luego metió el abrigo que había comprado, el pañuelo, la cuerda, las vendas y el esparadrapo en el bolsón de lona. Finalmente cogió el rollo de fotografías tamaño poster y lo abrió alisando las fotos con las manos, estirándolas para que no se arrollaran de nuevo. Sus ojos se deleitaron al verlas. Una sonrisa meditabunda, plena de reminiscencias, distendió sus finos labios.
Colocó tres fotografías en la pared, sobre el catre, pegándolas con esparadrapo. Estudió la cuarta con atención y la enrolló de nuevo.
«Aún no», decidió.
El tiempo pasaba. Apagó la luz cautelosamente antes de abrir la puerta unos centímetros. Aguzó el oído pero no oyó una sola pisada por aquella zona.
Se deslizó al exterior, descendió sin hacer el menor ruido los escalones de metal y pasó apresuradamente junto al generador palpitante, junto a los ventiladores rugientes, a través del túnel que se abría en enorme bostezo, ascendió la rampa, recorrió el andén de los trenes de Mount Vernon, y subió las escaleras hasta el nivel superior de la estación de Grand Central. Allí se fundió con la riada humana aquel hombre de pecho fornido, cercano a los cuarenta años, musculoso, rígido, de tez cuarteada, pómulos altos, labios finos y apretados, y párpados gruesos que ocultaban a medias unos ojos pálidos que miraban incansables de un lado a otro.
Con su billete en la mano corrió al andén de donde partía en ese momento un tren con destino a Carley, Connecticut.